Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de septiembre de 2013
Hay cosas reales, y las hay imaginarias. Las rocas, animales, personas y autos son reales. Los fantasmas y dioses, el karma, las maldiciones y los milagros, no.
Pero otras cosas no caben cómodamente en esta dicotomía simple. ¿Son reales los sueños? ¿Las creencias? ¿Los deseos? (¿Puede uno “creer” que se siente triste, sin que sea cierto?) ¿Es real la imagen de una oveja rosa que puedo evocar en mi mente en este instante? Desde una perspectiva simplista, tenderíamos a decir que no son reales, pues están “en nuestra mente”. Pero, ¿quiere eso decir que, simplemente, no existen?
En el número de septiembre de la revista de ciencia ¿Cómo ves?, que publica la UNAM, aparece un interesante artículo de Ulises Solís en el que relata el famoso caso de Emily Rosa, una niña de 9 años de Colorado, EU, que en 1998 demostró, con un experimento en la feria de ciencias de su escuela, que el famoso “toque terapéutico” es una farsa. Sus pretendidos efectos curativos no son reales: están sólo en nuestra mente.
El toque terapéutico se basa en la supuesta existencia de un “campo de energía humano” que al alterarse causa enfermedades, y que puede corregirse “manipulándolo” al mover las manos sobre el cuerpo, sin tocarlo (el reiki y otras seudoterapias esotéricas se basan en la misma idea). Emily consiguió que varios expertos “terapeutas” colaboraran poniendo sus manos con las palmas hacia arriba a través de una pantalla de cartón. Del otro lado, Emily –a la que no podían ver– ponía su propia mano encima de una de las manos del terapeuta, sin tocarla. El terapeuta tenía que adivinar (“detectando” el campo de energía) sobre cuál de sus manos, izquierda o derecha, estaba la de Emily. Los “expertos” no acertaron mejor que si hubieran adivinado al azar (de hecho, peor: acertaron en el 44% de las veces, en vez del 50% esperado). El campo de energía no existe.
El estudio de Emily fue publicado en el Journal of the American Medical Association, convirtiéndola en la persona más joven que jamás haya publicado en una revista científica arbitrada.
Aun así, mucha gente en el mundo sigue creyendo en el toque terapéutico y demás tratamientos fantásticos, sobre todo para combatir el dolor y otros malestares, a pesar de ser comprobadamente inútiles en estudios clínicos controlados. Quizá esto se deba a que el dolor no es un fenómeno objetivo, sino subjetivo. Como el sabor, no es algo que se pueda medir con un aparato, sino una experiencia que tiene un sujeto, como resultado de la forma en que su cerebro procesa la información que recibe de sus sentidos.
No es que el dolor no exista o sea “imaginario”. Pero tampoco es algo físico, que pueda aislarse, pesarse o medirse. Para estudiarlo, dependemos de la experiencia subjetiva que reporten quienes lo padecen. Y esa experiencia puede ser influida por la manipulaciones del toque terapéutico y otras “medicinas alternativas”. Hay medicamentos y terapias que pueden reducir, reproduciblemente, el dolor. Otros sólo nos hacen creer que lo reducen.
El tema es complejo. Sabemos que el efecto placebo existe. Sabemos también que el dolor existe. Pero también sabemos, más allá de toda duda, que no hay ningún “campo de bioenergía” que cause enfermedades y se pueda corregir acariciando el aire. Vender eso como terapia médica es, realmente, un fraude.
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