El cerebro lector
Martín Bonfil Olivera
En su clásico Los demasiados libros, Gabriel Zaid describe las diferentes etapas que implica aprender a leer (integrar las letras de una palabra; las palabras de una oración; todo un párrafo; leer un libro “de golpe”) y las dificultades que tienen los lectores que no han logrado dominarlas. “¿Hay manera más segura de hacer un libro completamente ininteligible que leerlo suficientemente despacio?”, se pregunta Zaid, y añade “Es como ver un mural a dos centímetros de distancia y recorrerlo a razón de diez centímetros cuadrados cada tercer día durante un año, como una lagartija miope”.
Las neurociencias han propuesto que existen áreas especializadas no sólo en la visión, sino específicamente para la lectura. El tema es debatido, pues se sabe que el cerebro no consta de “módulos” anatómica y fisiológicamente separados, cada uno dedicado a una función particular, sino que es un órgano integrado y flexible en que las funciones, aunque a grandes rasgos puedan localizarse, se encuentran también distribuidas.
Por ello sorprende el artículo publicado recientemente en la revista Neuron y firmado por Laurent Cohen y colaboradores. Gracias a un caso fortuito (un paciente epiléptico que requirió cirugía cerebral), los científicos tuvieron la oportunidad de probar las habilidades lectoras de una persona antes y después de que se eliminara cierta área cerebral presuntamente relacionada específicamente con el reconocimiento visual de palabras.
Antes de la operación, el paciente tardaba unos 600 milisegundos en reconocer una palabra de 3 a 9 letras. Ya operado, tardaba mil milisegundos en reconocer una de tres letras, y 300 milisegundos más por letra extra. Este déficit de lectura, llamado “alexia”, comprueba que el área estudiada efectivamente permite reconocer las palabras por su forma, sin tener que deletrear; función indispensable, dice Zaid, para la buena lectura.
Queda por explicar el problema de cómo, en los sólo seis mil años en que ha existido la escritura, pudo evolucionar un área cerebral especializada para leer.
Pero ¡ojo!: no es probable que el bajísimo índice de lectura de los mexicanos se deba a un defecto cerebral congénito (que en principio sería remediable). Seguramente se trata más bien de una carencia de tipo de cultural que no se remedia con simple cirugía cerebral… ni mucho menos con la construcción de megabibliotecas inútiles. ¡Mala suerte!
Columna semanal divulgación científica de Martín Bonfil Olivera, de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, de la UNAM.
miércoles, 26 de abril de 2006
miércoles, 19 de abril de 2006
Refacciones a la medida
Refacciones a la medida
Martín Bonfil Olivera
Una de las características menos comprendidas de la ciencia es que es impredecible.
El proceso por el que genera conocimiento confiable sobre la naturaleza es caprichoso, como todo proceso creativo. Por eso es absurda la idea de que basta con poner a un grupo de científicos con suficiente equipo y dinero para tener, en un plazo fijo, la cura contra el cáncer, la cruda o de perdida el catarro común.
Desgraciadamente para los burócratas neoliberales, la ciencia no funciona así. Lo mejor que puede hacerse es formar el grupo de científicos, fijarles directivas generales, darles recursos y cuidar que el trabajo sea de buena calidad. ¿Qué producirán? No puede saberse con claridad, pero sí que será buena ciencia y que, de un modo u otro, beneficiará a la sociedad que la financia.
Dos curiosas noticias son buenos ejemplos. Tienen que ver con el sueño de producir órganos de repuesto para transplantes. Las esperanzas se centraban en genetistas y biólogos moleculares, que prometían que cuando conociéramos suficiente acerca de los complejos mecanismos de la diferenciación celular, podríamos producir órganos completos a voluntad (por ejemplo partiendo de células madre).
Pero los caminos de la ciencia (y la técnica) son misteriosos. El médico Anthony Atala, de Carolina del Norte, logró producir los primeros órganos cultivados y transplantados exitosamente a siete pacientes. Se trata de vejigas (un órgano bastante sencillo: básicamente, una bolsa de tejido muscular y epitelial) cultivadas sobre moldes biodegradables a partir de células de los propios pacientes (para evitar rechazos). Resultó más fácil hacer un molde y dejar que las células crecieran solitas que andar manipulando sus genes.
¿Y para órganos más complejos? La revista New Scientist reporta que Gabor Forgacs, de Missouri, ha aplicado una tecnología inspirada en las impresoras de chorro de tinta para “imprimir” capas de tejido usando “biotinta” (células suspendidas en líquido nutritivo). La impresora va depositando sobre un soporte células que luego se unen espontáneamente (los sistemas biológicos son muy nobles). La técnica, hoy rudimentaria, quizá permita construir estructuras con la forma que se requiera.
¿Quién habría imaginado que enfoques tan ingenieriles lograrían lo que los genetistas no han podido? Como en el arte y el amor, en ciencia lo inesperado es muchas veces lo que tiene más chiste.
Martín Bonfil Olivera
Una de las características menos comprendidas de la ciencia es que es impredecible.
El proceso por el que genera conocimiento confiable sobre la naturaleza es caprichoso, como todo proceso creativo. Por eso es absurda la idea de que basta con poner a un grupo de científicos con suficiente equipo y dinero para tener, en un plazo fijo, la cura contra el cáncer, la cruda o de perdida el catarro común.
Desgraciadamente para los burócratas neoliberales, la ciencia no funciona así. Lo mejor que puede hacerse es formar el grupo de científicos, fijarles directivas generales, darles recursos y cuidar que el trabajo sea de buena calidad. ¿Qué producirán? No puede saberse con claridad, pero sí que será buena ciencia y que, de un modo u otro, beneficiará a la sociedad que la financia.
Dos curiosas noticias son buenos ejemplos. Tienen que ver con el sueño de producir órganos de repuesto para transplantes. Las esperanzas se centraban en genetistas y biólogos moleculares, que prometían que cuando conociéramos suficiente acerca de los complejos mecanismos de la diferenciación celular, podríamos producir órganos completos a voluntad (por ejemplo partiendo de células madre).
Pero los caminos de la ciencia (y la técnica) son misteriosos. El médico Anthony Atala, de Carolina del Norte, logró producir los primeros órganos cultivados y transplantados exitosamente a siete pacientes. Se trata de vejigas (un órgano bastante sencillo: básicamente, una bolsa de tejido muscular y epitelial) cultivadas sobre moldes biodegradables a partir de células de los propios pacientes (para evitar rechazos). Resultó más fácil hacer un molde y dejar que las células crecieran solitas que andar manipulando sus genes.
¿Y para órganos más complejos? La revista New Scientist reporta que Gabor Forgacs, de Missouri, ha aplicado una tecnología inspirada en las impresoras de chorro de tinta para “imprimir” capas de tejido usando “biotinta” (células suspendidas en líquido nutritivo). La impresora va depositando sobre un soporte células que luego se unen espontáneamente (los sistemas biológicos son muy nobles). La técnica, hoy rudimentaria, quizá permita construir estructuras con la forma que se requiera.
¿Quién habría imaginado que enfoques tan ingenieriles lograrían lo que los genetistas no han podido? Como en el arte y el amor, en ciencia lo inesperado es muchas veces lo que tiene más chiste.
miércoles, 12 de abril de 2006
La ciencia no existe para los candidatos
La ciencia por gusto
La ciencia no existe para los candidatos
Martín Bonfil Olivera
La bien ganada mala fama que tiene la política queda más que confirmada por el vergonzoso tono de las campañas presidenciales en los últimos días.
Pero no es ese nuestro tema, sino señalar que ninguno de los candidatos ha tomado realmente en cuenta a la ciencia ni la tecnología en sus campañas. Quizá las mencionan –sobre todo a la segunda; la llamada ciencia “básica” sigue siendo despreciada, a pesar de ser la raíz de la que podría surgir una tecnología propia–, pero no hacen propuestas para impulsar su desarrollo y aprovechar su potencial. Cansa repetirlo, pero lo que distingue al primer mundo del tercero es en gran parte su desarrollo científico, que sustenta su poderío tecnológico e industrial.
El 4 de abril, en La Jornada, el científico mexicano René Drucker hace el ejercicio de vislumbrar lo que podría ser la situación de la ciencia mexicana a finales del próximo sexenio, en diciembre del 2012, si todo saliera razonablemente bien. Entre otras cosas, imagina que el presupuesto en ciencia y tecnología podría haber crecido hasta un 0.85% del PIB, que la planta de investigadores nacionales aumentó, que hubo investigaciones útiles en áreas como salud, petróleo y nanotecnología, que se establecieron colaboraciones con empresas mexicanas, y un plausible etcétera.
La propuesta de Drucker podría ser calificada de cándida, parcial o simplista. Pero es una propuesta. Y aparentemente está fundada en un proyecto. Es más de lo que puede decirse de cualquier candidato. Desgraciadamente, Drucker no menciona un aspecto fundamental en su esbozo de proyecto de ciencia y tecnología: la comunicación pública de la ciencia.
Y es que no puede esperarse que una sociedad como la nuestra apoye la inversión en ciencia y tecnología si nuestros ciudadanos –incluyendo a nuestros gobernantes– no conocen qué son, cómo funcionan y para qué sirven estas disciplinas. Una estrategia nacional de divulgación científica (propuesta de la que se ha hablado mucho en la comunidad de divulgadores mexicanos), que fomentara la apreciación y comprensión públicas de la ciencia y la técnica, así como la responsabilidad social al respecto, sería fundamental en el establecimiento de la tan deseada –y necesaria– política de estado en ciencia y tecnología.
Ojalá los candidatos escucharan, y no estuvieran tan ocupados echándose lodo.
La ciencia no existe para los candidatos
Martín Bonfil Olivera
La bien ganada mala fama que tiene la política queda más que confirmada por el vergonzoso tono de las campañas presidenciales en los últimos días.
Pero no es ese nuestro tema, sino señalar que ninguno de los candidatos ha tomado realmente en cuenta a la ciencia ni la tecnología en sus campañas. Quizá las mencionan –sobre todo a la segunda; la llamada ciencia “básica” sigue siendo despreciada, a pesar de ser la raíz de la que podría surgir una tecnología propia–, pero no hacen propuestas para impulsar su desarrollo y aprovechar su potencial. Cansa repetirlo, pero lo que distingue al primer mundo del tercero es en gran parte su desarrollo científico, que sustenta su poderío tecnológico e industrial.
El 4 de abril, en La Jornada, el científico mexicano René Drucker hace el ejercicio de vislumbrar lo que podría ser la situación de la ciencia mexicana a finales del próximo sexenio, en diciembre del 2012, si todo saliera razonablemente bien. Entre otras cosas, imagina que el presupuesto en ciencia y tecnología podría haber crecido hasta un 0.85% del PIB, que la planta de investigadores nacionales aumentó, que hubo investigaciones útiles en áreas como salud, petróleo y nanotecnología, que se establecieron colaboraciones con empresas mexicanas, y un plausible etcétera.
La propuesta de Drucker podría ser calificada de cándida, parcial o simplista. Pero es una propuesta. Y aparentemente está fundada en un proyecto. Es más de lo que puede decirse de cualquier candidato. Desgraciadamente, Drucker no menciona un aspecto fundamental en su esbozo de proyecto de ciencia y tecnología: la comunicación pública de la ciencia.
Y es que no puede esperarse que una sociedad como la nuestra apoye la inversión en ciencia y tecnología si nuestros ciudadanos –incluyendo a nuestros gobernantes– no conocen qué son, cómo funcionan y para qué sirven estas disciplinas. Una estrategia nacional de divulgación científica (propuesta de la que se ha hablado mucho en la comunidad de divulgadores mexicanos), que fomentara la apreciación y comprensión públicas de la ciencia y la técnica, así como la responsabilidad social al respecto, sería fundamental en el establecimiento de la tan deseada –y necesaria– política de estado en ciencia y tecnología.
Ojalá los candidatos escucharan, y no estuvieran tan ocupados echándose lodo.
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 5 de abril de 2006
La amenaza de los cerditos light
La ciencia por gusto
La amenaza de los cerditos light
Martín Bonfil Olivera
No hay nada más parecido al corazón de un hombre que... el corazón de un cerdo.
No soy antimachista ni me refiero a ningún candidato presidencial. Es un hecho comprobado: por su fisiología y tamaño, un corazón porcino es excelente modelo para estudios del funcionamiento cardiaco que sería imposible realizar con humanos. También han sido usados para transplantes, con resultados poco halagüeños debido al rechazo inmunitario (así que no se sabe si el corazón de puerco haría que los pacientes se volvieran más sucios, patanes o indolentes), así que la relación entre cochinos y humanos sigue siendo básicamente que nosotros nos los comemos.
En este esquema carnicero, la genética moderna ofrece promesas, como la presentada en MILENIO Diario el pasado 4 de abril: la obtención de cerdos transgénicos que producen ácidos grasos omega-3, presuntamente buenos para la salud, en vez de los insalubres omega-6.
A decir del reporte publicado en la revista científica Nature Biotechnology, la verdadera meta del experimento, más que producir jamón o tocino light, era estudiar qué sucede con el corazón de los cerdos en un ambiente con alta concentración de grasas omega-3. Para ello se utilizó un gen de la lombriz Caenorhabditis elegans (muy estudiada por los biólogos y ganadora de un premio Nobel reciente) que le permite transformar grasas omega-6 en omega-3 (el nombre, por cierto, se refiere a qué tan lejos -3 o 6 carbonos- del extremo, llamado omega por la última letra del alfabeto griego, se encuentra un doble enlace en la cadena de carbonos que forma la molécula).
El gen lombriciento se introdujo en células embrionarias de cerdo y éstas se fusionaron con óvulos porcinos para producir cerdos clonados (el mismo método con que se obtuvo a la oveja Dolly).
No han habido, hasta ahora, airadas protestas de grupos ecologistas, quizá porque los genes de cerdo no andan por ahí propagándose en el aire. Pero no dudo que pronto se alzarán voces de alarma. En el ínter, quizá algún día los cerditos light sí logren llegar a las carnicerías y sustituyan al pescado, hoy fuente preferida de estas grasas, con frecuencia contaminada con mercurio. Mientras tanto, los beneficios de los omega-3 para prevenir males cardiacos y cáncer están siendo cuestionados por otros estudios recientes. ¡Ah, la ineludible incertidumbre de la ciencia!
La amenaza de los cerditos light
Martín Bonfil Olivera
No hay nada más parecido al corazón de un hombre que... el corazón de un cerdo.
No soy antimachista ni me refiero a ningún candidato presidencial. Es un hecho comprobado: por su fisiología y tamaño, un corazón porcino es excelente modelo para estudios del funcionamiento cardiaco que sería imposible realizar con humanos. También han sido usados para transplantes, con resultados poco halagüeños debido al rechazo inmunitario (así que no se sabe si el corazón de puerco haría que los pacientes se volvieran más sucios, patanes o indolentes), así que la relación entre cochinos y humanos sigue siendo básicamente que nosotros nos los comemos.
En este esquema carnicero, la genética moderna ofrece promesas, como la presentada en MILENIO Diario el pasado 4 de abril: la obtención de cerdos transgénicos que producen ácidos grasos omega-3, presuntamente buenos para la salud, en vez de los insalubres omega-6.
A decir del reporte publicado en la revista científica Nature Biotechnology, la verdadera meta del experimento, más que producir jamón o tocino light, era estudiar qué sucede con el corazón de los cerdos en un ambiente con alta concentración de grasas omega-3. Para ello se utilizó un gen de la lombriz Caenorhabditis elegans (muy estudiada por los biólogos y ganadora de un premio Nobel reciente) que le permite transformar grasas omega-6 en omega-3 (el nombre, por cierto, se refiere a qué tan lejos -3 o 6 carbonos- del extremo, llamado omega por la última letra del alfabeto griego, se encuentra un doble enlace en la cadena de carbonos que forma la molécula).
El gen lombriciento se introdujo en células embrionarias de cerdo y éstas se fusionaron con óvulos porcinos para producir cerdos clonados (el mismo método con que se obtuvo a la oveja Dolly).
No han habido, hasta ahora, airadas protestas de grupos ecologistas, quizá porque los genes de cerdo no andan por ahí propagándose en el aire. Pero no dudo que pronto se alzarán voces de alarma. En el ínter, quizá algún día los cerditos light sí logren llegar a las carnicerías y sustituyan al pescado, hoy fuente preferida de estas grasas, con frecuencia contaminada con mercurio. Mientras tanto, los beneficios de los omega-3 para prevenir males cardiacos y cáncer están siendo cuestionados por otros estudios recientes. ¡Ah, la ineludible incertidumbre de la ciencia!
mbonfil@servidor.unam.mx
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