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domingo, 25 de marzo de 2018

Memética de las fake news

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de marzo de 2018

Hace 42 años, en 1976, el biólogo británico Richard Dawkins publicó su libro El gen egoísta. En él no proponía, como creen quienes sólo leen el título, que haya un “gen del egoísmo”, sino una visión novedosa de la evolución por selección natural que la presentaba no como una competencia entre especies o individuos, sino entre genes.

Para Dawkins los genes son replicadores, entidades cuya función es únicamente producir copias de sí mismos. Aquellos que, por azar debido a mutaciones y otros cambios, tengan características que aumenten sus posibilidades de ser copiados (de replicarse, en lenguaje técnico) serán los que sobrevivan y aumenten su número en una población dada. Los seres vivos, escribió Dawkins, somos simples “máquinas de supervivencia” que los genes han construido para dejar más descendencia.

La propuesta de Dawkins, más que una teoría, es una perspectiva que permite ver la evolución desde un punto de vista distinto, y ha sido útil para entenderla más a fondo. En esencia, sus predicciones son totalmente compatibles con la visión más tradicional, basada en individuos, de la evolución.

Pero quizá lo más importante del libro es que en uno de los últimos capítulos proponía la posibilidad de que existiera otro tipo de replicadores, consistentes no en información genética sino cultural y que, al igual que aquella, se copia y evoluciona, sobrevive o se extingue. Lo hace “infectando” cerebros a través del lenguaje, de libros y revistas, medios de comunicación y redes virtuales. Dawkins llamó “memes” a estos replicadores, nombre que en realidad se puede aplicar a cualquier idea que haya pasado por un cerebro humano.

Hoy la palabra es famosa gracias a un tipo concreto de memes: las imágenes graciosas, acompañadas de texto, que circulan por internet. Pero también las modas los chismes y chistes, las ideologías políticas, las religiones o las teorías científicas son ejemplos de memes (o conjuntos de memes).

Y, por supuesto, también lo son las noticias falsas, o fake news.

Hace unas semanas la revista Science publicó un estudio que llamó mucho la atención en la prensa, firmado por Soroush Vosoughi, Deb Roy y Sinan Aral, investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, y titulado “La difusión en línea de noticias verdaderas y falsas”.

En él se analizaron 126 mil noticias difundidas en Twitter a lo largo de 11 años, entre 2006 y 2017, y que fueron a su vez compartidas en total más de 4.5 millones de veces por unos 3 millones de usuarios distintos. Comenzaron por clasificarlas en verdaderas y falsas, basándose en dictámenes de seis organizaciones profesionales de verificación de información como Snopes.com y Politifact.com.

A continuación analizaron quién las compartía y cuántas veces, y a qué velocidad y qué tan extensamente se difundían en la red. Lo que hallaron fue muy sugerente: del 1% de las más compartidas, las “cascadas” de noticias falsas (la noticia original y la discusión sobre ella) se difundían entre mil y cien mil personas, mientras que las de noticias verdaderas, si bien les iba, alcanzaban a un máximo de unas mil personas.

También hallaron que las fake news se difundían más rápido que las verdaderas, y eran difundidas no por bots (software que automáticamente difunde tweets) ni por personas famosas con miles o millones de fans, sino por gente común con un número limitado de seguidores. Y que, aunque estos efectos eran más notorios en historias sobre política (especialmente en 2016, año de las elecciones presidenciales en Estados Unidos), lo mismo ocurre con noticias sobre otros temas como terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas o información financiera.

Aunque para confirmar los hallazgos se necesitará hacer análisis aun más extensos y profundos, incluyendo a otras redes sociales, los investigadores se arriesgan a plantear una hipótesis para explicar el fenómeno observado: las noticias falsas, dicen, tienden a ser más novedosas que las verdaderas, y por eso provocan emociones miedo, desagrado o sorpresa. En cambio, la información verídica suscita emociones menos intensas, como expectación, tristeza, alegría o confianza. Y esto causa que la gente tienda a compartirlas más las fake news que las noticias verdaderas.

Me parece que, si adoptamos la perspectiva “memética” de Dawkins y vemos a las noticias como memes, los resultados de esta investigación, y otras que continúen, se pueden interpretar en términos de las características que les confieren mayor valor de supervivencia. Así, los memes que sean más novedosos o emocionantes, pero también más sencillos, más satisfactorios, más lógicos o, en fin, que posean cualquier propiedad que nos predisponga a compartirlos (es decir, que promueva su mayor reproducción), serán los que más se difundan en las redes y en la sociedad.

Sin duda, el estudio de las fake news se está convirtiendo en una prioridad, por la tremenda influencia que pueden tener en la política, la economía, la cultura y muchos otros campos de actividad humana. Quizá estudios como éstos nos ayuden a comprender mejor y a controlar la forma en que se difunde la información en las redes para que, en vez de desinformar, manipular o causar caos y confusión, ayude a tener sociedades más justas y mejor informadas.

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domingo, 24 de septiembre de 2017

Temblor y rumores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de septiembre  de 2017

Pocas cosas hay que no se hayan dicho ya con respecto al terremoto que asoló, con gravísimas consecuencias, a varios estados del país, y con especial rigor a los estados de Oaxaca, Morelos, Puebla y a la Ciudad de México.

Además de lamentar las tragedias, de tratar de ayudar –cada uno en la medida de sus posibilidades– de enorgullecerse ante las inmensas muestras de solidaridad y apoyo por parte de todos los miembros de nuestra sociedad, vale la pena analizar los fenómenos mediáticos que han acompañado a este terrible suceso.

Y es que, a diferencia de 1985, hoy vivimos en la era de la comunicación instantánea, de las redes sociales… y también de la desinformación. Si bien en los primeros momentos después del sismo muchas de las señales de telefonía celular sufrieron interrupciones y prestaron servicio intermitente, más tardó el temblor en terminar, y la gente en contactar a sus seres queridos, que los rumores, mentiras y teorías de conspiración en comenzar a circular.

Habrá material para numerosos estudios en teoría y sociología de la comunicación que nos expliquen por qué hubo gente que creyó buena idea lanzar información, por ejemplo, acerca de edificios “recién colapsados” (como el que se reportó el miércoles 20 en la esquina de Av. División del Norte y América, en la Ciudad de México), y que resultó ser falsa. El caso, inexplicable y absurdo, de la inexistente niña Frida Sofía será también material para futuras tesis de posgrado en ciencias de la comunicación.

Circuló también información confusa sobre temas como la utilidad del famoso “triángulo de la vida” (al parecer, es útil en regiones donde las construcciones están hechas de materiales ligeros como madera o lámina; la probabilidad de que una mesa o un librero puedan sostener el peso de muros o pisos de piedra, concreto o acero es, por el peso mismo de éstos, prácticamente nula), o sobre la manera correcta de medir la magnitud de los terremotos (los grados Richter no son ya usados por los expertos para terremotos de más de 7 grados; a partir de ese número se utiliza la escala de magnitud de momento, que mide de manera más precisa la energía total liberada durante el sismo, aunque ambas escalas son compatibles).

Pero quizá lo más notorio es la desinformación que circula acerca de “teorías” (en realidad, ocurrencias absurdas) sobre las “verdaderas” causas de los sismos que han ocurrido recientemente. Desde la lamentable diputada Carmen Salinas asegurando que fueron causados por las pruebas atómicas realizadas por Corea del Norte, o la insoportable Laura Bozzo atribuyéndolos al cambio climático (no se podía esperar menos, dado el ínfimo grado de preparación de estos grotescos personajes), hasta un charlatán llamado Alex Backman, que desgraciadamente ha adquirido notoriedad gracias a los sismos y que, por medio de videos y una página web, propaga –con preocupante éxito– ideas tan absurdas como que las manchas solares influyen en los terremotos, y que observando sus cambios éstos se pueden predecir.

No tiene caso, ni tengo espacio, para desmentir tales burradas. Sólo digamos que la totalidad de verdaderos expertos en geociencias están de acuerdo en que ni las manchas solares ­–ni ningún tipo de radiación electromagnética– influyen sobre fenómenos geológicos de la magnitud de los terremotos (como ya comentábamos aquí la semana pasada), ni hay manera alguna conocida actualmente para predecirlos. Quien diga que puede hacerlo es, simplemente, un desequilibrado o un estafador (Backman parece combinar ambas cosas, pues además de creer en las ideas más absurdas, como visitas extraterrestres, alineación de planetas, teorías de conspiración sobre vacunas y demás, vende también una gran variedad de productos inútiles, incluyendo tratamientos de “desintoxicación”, aparatos para predecir sismos y sus propias charlas).

El cerebro humano está diseñado para buscar sentido en la información que recibe. Ante una coincidencia tan increíble, pero al mismo tiempo tan poco misteriosa, como que un terremoto haya azotado a la capital por segunda vez en una misma fecha, es natural que tendamos a buscar un patrón, una explicación, una causa más allá del mero azar. No las hay. Los sismos ocurren de manera inesperada. Y algunos causan daños inmensos. Así es el mundo.

Lo que da esperanza es que al mismo tiempo, y usando los mismos medios y redes sociales, han comenzado a circular también multitud de mensajes serios, de particulares, de periodistas y comunicadores, e incluso del Gobierno de la Ciudad y del propio presidente de la República, pidiendo no compartir información falsa o no verificada, aplicar el pensamiento crítico, cotejar las fuentes y tratar de mejorar la calidad de los mensajes que se difunden.

Quizá, entre todas sus lecciones, este terremoto nos enseñe además a ser un poco más rigurosos con la información que compartimos. Ojalá.

Cuídese, querido lector o lectora.
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martes, 14 de marzo de 2017

Posverdad: cerebro vs. tripas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de marzo de 2017

El término “posverdad” (post-truth), surgido en 2010 y nombrado palabra del año 2016 por el Diccionario Oxford, se ha puesto de moda en gran parte debido a Donald Trump y sus secuaces, con su política de “hechos alternativos”.

Esta manera de pensar, que también se describe como “post-fáctica”, se caracteriza por poner los hechos por debajo de las creencias. O, como lo expresa el propio Diccionario Oxford, porque “los hechos objetivos son menos influyentes para formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y la creencia personal”.

En otras palabras, se pone lo que uno cree, o quiere creer, por encima de lo que se sabe mediante medios confiables. Se prefiere creer y confiar en aquella información que coincide con nuestras filias y fobias, con nuestros deseos y temores, con nuestra ideología y creencias, que aquella que coincide con la realidad. Se piensa visceral más que cerebralmente, pues.

La Wikipedia, por su parte, nos informa que la posverdad, en especial en el campo de la política, opera ignorando la evidencia y argumentos que vayan en contra de lo que se cree, y mediante estrategias como seguir repitiendo afirmaciones que coinciden con una ideología, independientemente de que se haya demostrado su falsedad, o bien apelando a conspiraciones y cuestionando la legitimidad de las fuentes contrarias.

Si bien este tipo de mecanismos y de sesgos ideológicos y políticos siempre han existido, todo parece indicar que se han recrudecido en este nuevo siglo, al grado de haberse convertido en un problema que está llevando a catástrofes como el resurgimiento de ideologías discriminatorias que se creían ya superadas, al menos en principio (racismo, sexismo, misoginia, homo y transfobia, xenofobia, clasismo…), y al establecimiento de regímenes de gobierno de rasgos demagógicos y autoritarios. El peor ejemplo de todo ello junto es, por supuesto, el gobierno de Trump. Pero como sabemos, hay otros países donde fenómenos similares existen o amenazan con surgir.

El pasado jueves el recién nombrado director de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) estadounidense, el abogado republicano Scott Pruitt, afirmó públicamente (de nuevo) que “no cree que el dióxido de carbono sea uno de los principales causantes del calentamiento global”. “Creo –añadió– que medir con precisión el efecto de la actividad humana en el clima es muy difícil, y hay un tremendo desacuerdo sobre su grado de impacto; así que no, no estoy de acuerdo con que [el dióxido de carbono] sea un contribuyente primario al calentamiento global que estamos viendo”, dijo Pruitt en una entrevista televisiva en el canal CNBC.

Aumento en los niveles
de dióxido de carbono
http://ow.ly/ijuV309SIM7
La escandalosa afirmación de Pruitt al menos no niega que existe un calentamiento. Pero sí niega el consenso de prácticamente todos los expertos científicos en el tema, a nivel global: que el dióxido de carbono, cuya concentración en la atmósfera ha ido aumentando cada vez más aceleradamente como consecuencia de la actividad humana (principalmente por la quema de combustibles fósiles) a partir de la revolución industrial, es el principal gas de efecto invernadero responsable del cambio climático global que nos amenaza.

Existen otros gases de efecto invernadero: el principal es el vapor de agua, cuya concentración en la atmósfera es extremadamente variable y sobre la cual no podemos ejercer básicamente ningún control (sin embargo, sí sabemos que un aumento en la temperatura promedio del planeta aumenta la evaporación de agua, lo cual a su vez acelera el proceso de calentamiento, causando un efecto de retroalimentación). Otro gas cuyo efecto de invernadero –dejar pasar la luz solar pero no dejar salir los rayos infrarrojos en que ésta se convierte cuando se refleja en los mares o la superficie terrestre– mucho más potente que el del dióxido de carbono es el metano. Aunque es producido por diversas fuentes naturales, la actividad humana ha aumentado enormemente su concentración (simplemente la ganadería de vacas produce anualmente un estimado de 80 millones de toneladas de metano). Aun así, su concentración media en la atmósfera es baja, y su efecto en el calentamiento global es mucho menor que el del dióxido de carbono, por lo que tiene sentido concentrar los esfuerzos en regular a éste último.

Desde que Trump nombró a Pruitt en diciembre pasado, se le ha cuestionado por ser un negacionista del cambio climático y por tener conflicto de interés, pues ha actuado anteriormente en favor de la industria petrolera y automovilística, ambas afectadas por las medidas contra la emisión de dióxido de carbono establecidas anteriormente por la EPA. De hecho, en diciembre Trump declaró: “Durante demasiado tiempo, la EPA ha gastado dinero de los contribuyentes en una descontrolada agenda contra el sector energético que ha destruido millones de puestos de trabajo”, y anunció que “revertirá esa tendencia”.

¿Cómo es posible que, en pleno siglo XXI, con tantos avances de la ciencia y la tecnología, con tantos logros en las áreas de las humanidades y los derechos humanos, estemos retrocediendo hacia una era donde la posverdad domina? Yo tengo una teoría: la comunicación gratuita, instantánea y global a través de internet y las redes sociales puede tener algo que ver.

Como escribiera Umberto Eco, que se nos fue demasiado pronto, antes lo común era que sólo una persona preparada lograra hacer que sus ideas se difundieran masivamente a través de libros, revistas, periódicos y noticiarios de radio y TV. Porque tenía que pasar por filtros editoriales de control de calidad. Hoy, en cambio, internet hace posible que “el tonto del pueblo”, es decir, cualquier persona con o sin preparación, tenga acceso a un foro global donde los contenidos no pasan por ninguna curaduría editorial, ningún control de calidad. Todo se publica, y lo que se difunde, lo que se vuelve viral, no es lo mejor o lo más sensato, confiable o razonable, sino lo que resuena mejor con los gustos de la mayoría.

Un ambiente así es el caldo de cultivo perfecto para que el trabajosamente adquirido hábito del pensamiento crítico sucumba ante la tiranía del pensamiento de masas, siempre sujeto a las veleidades de la moda, de la creencia cómoda, del sesgo ideológico.

La única solución, creo, tardará y será ardua: consiste en reeducarnos, como sociedad, para aprender de nuevo que no todas las opiniones valen lo mismo, y para difundir los hábitos de pensamiento crítico que nos permitan distinguir entre los atractivos datos-basura y los no siempre agradables, pero sí más confiables, datos basados en evidencia confirmable.

De otro modo, si seguimos pensando con las tripas y no con el cerebro, el futuro de las sociedades democráticas pinta, francamente, mal.

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domingo, 4 de diciembre de 2016

Amarillismo y vida de silicio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de diciembre de 2016

"Representación de una forma
de vida basada en el silicio
y no en el carbono”, periódico ABC (http://bit.ly/2glTH9t)
En una mesa redonda en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el doctor Ruy Pérez Tamayo fustigó al periodismo científico, describiéndolo como “una cochinada, un Drácula” que deforma la ciencia hasta volverla irreconocible, y recomendó a los presentes que mejor leyeran los libros de “La ciencia para todos”, esa gran colección publicada por el Fondo de Cultura Económica cuyos 30 años se celebraban.

Aunque, luego de una bienintencionada pregunta de un servidor, reconoció que no todo el periodismo científico es malo, lo cierto es que mucho del que puede encontrarse en los medios está aquejado de un gran problema: la falta de rigor científico, producto de la falta de preparación especializada y también de conocimiento científico (no se puede escribir de deportes sin saber de deportes) en quienes lo ejercen. Esto lleva a la frecuente distorsión y exageración de las notas, y ocasionalmente a un franco amarillismo.

Caso reciente: el 25 de noviembre pasado la revista Science, una de las más importantes y reconocidas en el mundo de la ciencia, presentó un artículo de investigación que llamó la atención de los medios. El periódico español ABC publicó, ese mismo día, un titular sensacionalista: “Crean una forma de vida extravagante capaz de producir moléculas con silicio”, acompañado de una ilustración que muestra un organismo de color azul y aspecto inflable, con forma de hipopótamo, bebiendo agua (?) y descrito así en el pie de foto: “Representación de una forma de vida basada en el silicio y no en el carbono”.

Aun cuando, luego de un poco de contexto, el segundo párrafo de la nota informaba que “Investigadores del Instituto Tecnológico de California […] demuestran que es posible hacer que los seres vivos produzcan componentes de la vida extraños basados en el silicio”, no se podría culpar a un lector casual si pensara que Frances Arnold, líder del equipo de investigadores, y sus colegas, ¡habían logrado crear vida basada en silicio! O casi. Por desgracia, esto dista mucho de la verdad.

La idea de formas de vida basadas en silicio es un tema recurrente en la ciencia ficción desde hace muchas décadas. La razón es que el silicio tiene propiedades muy similares al carbono, elemento base de toda la química orgánica que forma a los seres vivos. Después de todo, se encuentra en la misma columna (grupo 14, antes IV A) de la tabla periódica de los elementos. Puede unirse a cuatro átomos simultáneamente y formar cadenas largas. Isaac Asimov, entre muchos otros, trató de imaginar en sus relatos formas de vida hechas de silicio. Pero lo cierto es que no hay evidencia de que existan, ni de que puedan existir. No podemos ni siquiera imaginar cómo sería un metabolismo completo basado en silicio, y quizá sea imposible. El tener propiedades químicas similares no quiere decir que un elemento pueda sustituir a otro en sistemas tan complejos como los que permiten la vida: algo similar ocurrió en diciembre de 2010, cuando la NASA anunció, en lo que resultó ser un fiasco monumental, haber hallado bacterias que tenían arsénico en vez de fósforo (ambos en el grupo 15, antes V A, de la tabla) en su ADN.

Entonces, ¿en qué consistió el descubrimiento, y por qué llamó la atención de los medios? Primero, algo de antecedentes: la química del carbono es fabulosa y variada, pero limitada. Se pueden fabricar moléculas orgánicas que contengan otros elementos, como el silicio –que es barato y abundante, pues forma el 30 por ciento de la corteza terrestre– que son muy útiles para muchos procesos de síntesis química (fabricar productos químicos) e industriales. Sin embargo, producir moléculas que contengan silicio unido a carbono es difícil y costoso: frecuentemente requiere como catalizadores (facilitadores de la reacción química) elementos caros como rodio, iridio y cobre.

Estructura del citocromo C
Por eso, Arnold y su equipo exploraron la posibilidad de lograr que las enzimas, los catalizadores naturales de las células, pudiesen formar dichos enlaces carbono-silicio. Partieron del abundante conocimiento que hoy se tiene sobre la estructura de las enzimas: moléculas gigantes formadas de aminoácidos, frecuentemente con algunos átomos metálicos añadidos. Seleccionaron como un candidato plausible a una proteína bien conocida, el citocromo C, que contiene un grupo hemo con un átomo de hierro (la hemoglobina que transporta el oxígeno en nuestra sangre también tiene un grupo hemo).

Explorando los citocromos C de distintas especies, encontraron que el de la bacteria Rhodothermus marinus, hallada en fuentes termales submarinas de Islandia, podía catalizar la reacción, aunque con baja eficiencia. Esto es posible porque las enzimas, aunque son altamente específicas, suelen tener de cualquier modo cierta “promiscuidad”, y llegan a catalizar, aunque no muy eficazmente, otras reacciones. Aplicando el conocimiento actual sobre ingeniería de proteínas, razonaron que si se modificaba cierto aminoácido de la enzima ésta podría catalizar la unión carbono-silicio con mayor eficacia. Entonces aplicaron otro un método conocido como “evolución dirigida” para generar, en bacterias Eschericia coli (el caballito de batalla de los biólogos moleculares) a las que se introdujo el gen del citocromo de R. marinus, numerosas variantes de la enzima, y luego seleccionaron la más eficiente.

Catálisis enzimática
de enlaces carbono-silicio
(revista Science,
http://bit.ly/2glSpes)
¿El resultado? Un citocromo C modificado que puede unir átomos de carbono y silicio con una eficiencia hasta 15 veces mayor que los mejores catalizadores de laboratorio, y lo puede hacer en un tubo de ensayo o dentro de células de E. coli vivas.

¿Significa esto que vamos a producir vida basada en silicio? Para nada. Pero sí significa que, gracias a la manipulación de los mecanismos celulares refinados por la evolución, podemos llegar a generar nuevos catalizadores, y nuevos procesos químicos, que nos permitan “explorar un espacio” de reacciones y compuestos químicos novedosos que seguramente resultarán utilísimos para la química, la ciencia de materiales, la farmacología y la industria en general.

Es entendible que los medios, siempre necesitados de más público, se enfocaran al aspecto de la vida de silicio. Es imperdonable que algunos medios, notoriamente en español –ABC, y en México el suplemento Investigación y desarrollo, que normalmente publica notas de calidad, pero que en esta ocasión reprodujo tal cual el artículo de ABC– hayan llevado la nota al extremo del amarillismo. Después de todo, aunque otros medios en el mundo también tuvieron titulares exagerados, como “¿Un paso hacia la vida de silicio?”, en Air & Space, otros fueron mucho más sensatos: “Consiguen por primera vez que el carbono y el silicio se unan en células vivas”, en Omicrono.com (aunque anteriormente la misma nota llevaba el título “Crean en laboratorio vida basada en el silicio unido al carbono”), o “Científicos diseñan organismo que forman enlaces químicos que no se hallan en la naturaleza”, en Science now, de Los Angeles Times.

En fin: aunque también exagera un poco, Pérez Tamayo ­–cuyo nombre lleva un importante premio a libros de divulgación científica patrocinado por el FCE– tiene razón. Urge mejorar los estándares del periodismo científico. En México y en el mundo. Sólo así podrán reflejar, sin exageraciones, los fascinantes avances que la ciencia contemporánea nos ofrece constantemente.
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domingo, 27 de noviembre de 2016

Los vuelos gratis no existen

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de noviembre de 2016

El pasado viernes el sitio de noticias en forma de cómics y animaciones Pictoline puso a circular en las redes sociales la información de que la NASA había logrado construir un “sistema de propulsión electromagnética”, o “EmDrive” que podría ser la base para futuros motores de cohetes espaciales mucho más económicos, que no tendrían que usar combustible, debido a que el sistema “viola la tercera ley de Newton”.

La noticia fue tomada por Pictoline de la revista National geographic, pero apareció también en numerosos medios de comunicación de todo el mundo. La fuente original es un artículo técnico hecho público (como publicación adelantada) en la revista Journal of propulsion and power, del Instituto Norteamericano de Aeronáutica y Astronáutica (American Institute of Aeronautics and Astronautics, o AIAA), una asociación civil.

El invento llamó la atención porque podría ser la solución a uno de los principales problemas de los viajes espaciales. Todos los sistemas de propulsión utilizan la tercera ley de Newton, que como usted recordará afirma que “para toda acción existe una reacción igual y opuesta”. Más precisamente, cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza de igual magnitud y de sentido opuesto. Esto es lo que nos permite, al nadar, impulsarnos empujando con nuestros pies la orilla de la alberca. Y es lo que permite a los cohetes impulsarse en el espacio: expulsan hacia atrás, a alta velocidad, los gases producto de la quema del combustible, y generan así una fuerza de reacción que impulsa al cohete hacia delante.

Pero para un viaje interplanetario, se debe cargar una gran cantidad de combustible: una gran limitación. El EmDrive resolvería este problema. Consiste en una cavidad resonante electromagnética y un magnetrón. Éste funciona como una especie de “cañón” que lanza microondas contra la pared de la cavidad y produce así un impulso (los magnetrones se usan también en los hornos de microondas). Como todo ocurre dentro del sistema, no hay una fuerza de reacción y no se necesita un combustible que expulsar (aunque sí una fuente de energía que alimente al magnetrón).

Es como si, estando dentro de la caja de un camión de carga, uno pudiera hacer que éste avanzara lanzando pelotas contra la pared delantera interna de la propia caja. (Si a usted esto le suena posible, no se preocupe: lo vemos constantemente en las caricaturas. Por desgracia, las leyes de la física hacen que sea imposible.)

Pero, si es imposible, ¿cómo puede funcionar el EmDrive? Después de todo, los investigadores que lo construyeron –encabezados por Harold White– forman parte del Advanced Propulsion Physics Laboratory de la NASA (Laboratorio de Física Avanzada de la Propulsión, también conocido como “Laboratorios Eagleworks”). Y el experimento (en que el prototipo de EmDrive generó sólo una fuerza minúscula, medible sólo con instrumentos de precisión) fue publicado en una revista científica seria.

La respuesta, tristemente, es que… no funciona.

¿Qué ocurrió entonces? Varias cosas. Una, los medios de comunicación no suelen verificar este tipo de noticias de ciencia y tecnología con el rigor suficiente (para empezar, a cualquiera que tenga una mediana formación científica la idea de violar las leyes de Newton le sonará altamente sospechosa). Sume esto a la ansiedad por publicar noticias espectaculares y la probabilidad de que ocurran casos así es alta.)

Dos, algunas revistas científicas tienen estándares de calidad deficientes; y para colmo, el artículo de White y sus colaboradores no ha sido aún publicado de manera formal, sino como “avance”.

Y tres: incluso en instituciones serias como la NASA suele haber pequeños grupos marginales que hacen investigación arriesgada, que puede dar buenos resultados o puede caer en lo absurdo. Los Laboratorios Eagleworks, a pesar de su impresionante nombre, son en realidad un grupo pequeño de personas con un presupuesto bajo que exploran posibles sistemas de propulsión basados en teorías marginales (es decir, teorías que son rechazadas, con buenas razones, por el grueso de la comunidad científica). En otras palabras, Eagleworks son una especie de grupo de locos tolerados por la NASA sólo por si acaso pudieran toparse con algo interesante.

El EmDrive ya había causado controversia desde que en 2006 la popular revista New Scientist había cometido el error de publicar un artículo donde lo presentaba como una propuesta seria, lo cual causó una amplia protesta de la comunidad científica.

El artículo de White pretendía ser una prueba de concepto de que el EmDrive es posible. Pero la realidad es que su experimento está plagado de problemas: en particular, no se puede asegurar que la fuerza impulsora detectada sea real, pues cae dentro del margen de error de los instrumentos, y podría haber sido causada simplemente por las fluctuaciones térmicas del aire (además, claro, de que quienes creen que el EmDrive funciona reconocen no tener ni la menor idea de cómo podría funcionar).

¿Moraleja? Las instituciones como la NASA –pero también muchas universidades en el mundo– deberían tener estándares más altos en lo que consideran investigación científica seria. Las revistas científicas deberían reforzar sus mecanismos de control de calidad a través de la revisión por pares. Los medios de comunicación deberían contar con periodistas especializados en temas científicos, para no publicar notas que luego serán desmentidas. Y los ciudadanos deberíamos tratar de incorporar el pensamiento crítico y la cultura científica a nuestra manera de pensar, al menos para saber que si algo suena demasiado bueno, lo más probable es que sea mentira.

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miércoles, 15 de junio de 2016

Genes, memes y odio

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2016

Hace 40 años, en 1976, el biólogo inglés Richard Dawkins, especialista en etología –el estudio de la conducta animal– publicó un libro que revolucionó la manera como se divulga la ciencia y como se entiende la evolución biológica: El gen egoísta.

Tradicionalmente, como lo explicara Darwin, se acepta que las especies evolucionan debido a que en ellas hay individuos diversos, algunos de los cuales tienen características que facilitan su supervivencia y reproducción ante las condiciones de su entorno. Este proceso de “selección natural” es la fuerza que impulsa el proceso evolutivo, y que hace que las especies se vayan adaptando tan exitosamente a los diversos ambientes donde viven y a los cambios que estos ambientes sufren.

Sin embargo, hay adaptaciones evolutivas que no pueden explicarse mediante la selección natural en su formulación clásica: por ejemplo, los comportamientos “altruistas” en animales, como las llamadas de alarma que algunos individuos emiten para advertir al resto del grupo de la presencia de un depredador. Esta conducta favorece la supervivencia del grupo, pero aumenta mucho el riesgo de muerte para el centinela. Si éste muere, no puede heredar dicha conducta a sus descendientes. ¿Cómo podría entonces haber evolucionado el comportamiento altruista de dar la alarma?

En los años 60, varios investigadores desarrollaron una formulación de la selección natural en la que consideraban que eran los genes, no los organismos, las unidades de la evolución; las entidades que son sujeto de la selección natural. Viéndolo así, y tomando en cuenta que compartimos el 50% de nuestros genes con nuestros padres y hermanos, el 25 con nuestros tíos, el 12.5 con nuestros primos, etcétera, los genes que favorecen el comportamiento altruista de dar la alarma podrían sobrevivir y transmitirse a futuras generaciones a través de las copias de sí mismos que se hallan en los parientes del centinela, aun a costa de la vida de éste.

Lo que hizo Dawkins en su influyente libro fue refinar y ampliar esta visión, presentándola además con un estilo literario accesible y fascinante. Describió a los genes como entidades “egoístas”, que sólo buscan su propia replicación (por eso los llamó “replicadores”), y describió nuestros cuerpos como “máquinas de supervivencia” construidas por los genes sólo para lograr sus fines reproductivos.

La visión de “genes egoístas” ayuda a estudiar y entender muchos fenómenos evolutivos de forma más fácil e intuitiva que la formulación matemática usual, pero es totalmente compatible con ésta. El problema es que nunca falta quien interpreta el título del libro literalmente (normalmente sin haberlo leído) y cree que Dawkins afirma que los genes piensan y nos manipulan. Es el problema de divulgar la ciencia: siempre se necesita usar metáforas que pueden ser malinterpretadas.

Pero no sólo eso: en el último capítulo de su libro, Dawkins propuso que existe otro tipo de replicadores, que brincan no de cuerpo en cuerpo a través del ADN contenido en óvulos y espermatozoides, sino de cerebro en cerebro a través de palabras, letras y otros medios: son las ideas, que desde esta perspectiva Dawkins bautizó como “memes”.

Hasta hace poco, la palabra meme era casi desconocida para el ciudadano común. La explosión de internet y las redes sociales la convirtió en algo común. Hoy somos diariamente testigos de cómo las ideas se copian, mutan, evolucionan, se esparcen y, como virus mentales, infectan cerebros… a veces con resultados nefastos.

Como los genes, los memes pueden agruparse en complejos que ayudan a su reproducción. La ciencia es uno de ellos: el conjunto de ideas que incluye investigar la naturaleza basándonos en evidencia objetiva, métodos cuantitativos, experimentos reproducibles, análisis estadístico y argumentos con coherencia lógica ha sido tan exitoso que todas las sociedades modernas lo consideran suficientemente bueno como para enseñarlo en la escuela. Pero también las religiones son complejos de memes altamente exitosos: después de todo, incluyen la idea de que si uno no cree en ellas, al morir irá al infierno. Así, el meme religioso asegura su propia reproducción, como las cartas en cadena que amenazaban con grandes desgracias a quien no las reenviara.

Desgraciadamente, existen memes ampliamente difundidos, muchas veces con base religiosa, que instan a discriminar, odiar y destruir lo diferente; a eliminar a quienes no acepten las ideas y comportamientos que forman parte del complejo de memes dominante. La violencia homofóbica desatada con la matanza en el bar gay Pulse en Orlando, Florida, y muchos otros actos semejantes en nuestro país y en el mundo, son expresión del poder de estos memes nocivos.

Igual de preocupante fue ver la respuesta de muchas personas en Estados Unidos, México y España que, a través de las redes sociales, expresaron su odio a lo diferente regodeándose con la matanza. Son cerebros infectados por los memes de la homofobia, primos cercanos de los memes religiosos.

Reconocer que las palabras y las ideas que representan pueden causar daño es el primer paso para combatir la propagación de estos memes perniciosos. Como sociedad debemos contribuir a su extinción y a que, a través de la educación, las leyes y la discusión colectiva amplia y racional, sean sustituidos por otros memes que representen los valores humanos que los ciudadanos del siglo XXI hemos decidido aceptar. Darnos cuenta de esto es algo que también le debemos agradecer a Richard Dawkins.

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