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miércoles, 15 de julio de 2015

Nuevos horizontes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de julio de 2015

Aunque estamos en tiempos en que domina el pragmatismo, en que las cosas no se aprecian mas que en términos del beneficio práctico que puedan proporcionar, todavía seguimos siendo capaces de valorar logros que van un poco más allá de ser “útiles”.

Un ejemplo de lo anterior es, claro, el arte. Todavía nadie propone cerrar el Instituto Nacional de Bellas Artes porque “no sirve para nada”, porque no eleva el producto interno bruto nacional. Pero otro caso notable es la propia ciencia.

La reciente misión New Horizons de la NASA, que el pasado martes llegó a su largamente esperada cita con el ex-planeta Plutón (hoy clasificado como “planeta enano” o, para ser más políticamente correctos, “planeta menor”), luego de un viaje de nueve años y medio en que recorrió unos 5 mil millones de kilómetros, con un costo de 700 millones de dólares, lo ejemplifica claramente. ¿Cuál es la utilidad de esta misión para los Estados Unidos y para el mundo? ¿Qué justifica ese gasto? No la mera satisfacción estética, por agradable que sea saber que en la superficie de este astro se encuentra un simpático corazoncito.

New Horizons permitirá conocer más acerca de los cuerpos más lejanos que conforman nuestro sistema solar, y en especial a Plutón y sus lunas (Caronte, Estigia, Cerbero, Nix e Hidra). Hasta ahora, por su lejanía, no contábamos siquiera con fotos medianamente detalladas de la superficie de éste, el hasta hace poco “noveno planeta”.

Pero además de información sobre la geología, composición química y atmósfera de los astros que visite, New Horizons irá más allá y explorará por primera vez el cinturón de Kuiper, una región prácticamente desconocida en la parte exterior del sistema solar, de la que forma parte Plutón, y que está constituida por cuerpos relativamente pequeños formados por materia congelada (incluyendo otros dos planetas enanos, Haumea y Makemake, más pequeños que Plutón).

La exploración espacial conlleva también, inevitablemente, una importantísima cantidad de desarrollos técnicos –la famosa “derrama tecnológica”– que luego beneficia a la sociedad de muy diversas maneras (abriendo nuevas posibilidades técnicas, generando industrias y empleos, y mejorando la economía). Y nos ofrece también, a muy largo plazo, esperanzas para la supervivencia de la humanidad, pues tarde o temprano nuestro planeta de origen nos resultará insuficiente.

Pero en realidad la principal justificación detrás de misiones como New Horizons es la curiosidad, valor central de la ciencia y característica definitoria –aunque no exclusiva– de nuestra especie. Enhorabuena por esta nueva fuente de maravillas.

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miércoles, 1 de abril de 2015

Elogio del ribosoma

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  1 de abril de 2015

La subunidad
grande del ribosoma
El microscopio compuesto se inventó alrededor de 1590. En 1665, el inglés Robert Hooke descubrió las células. En 1676, el holandés Anton Van Leeuwenhoek descubrió los microorganismos. Para 1838, estaba claro que todos los seres vivos están formados por una o varias células.

El estudio de la célula, unidad fundamental de la vida, avanzó por dos vías principales: la microscopía, que reveló estructuras cada vez más pequeñas y detalladas en su interior, y el análisis químico, que permitió averiguar de qué sustancias estaba compuestas esas estructuras. Por supuesto, hubo también que desarrollar técnicas, como la ultracentrifugación, para separar los distintos componentes de la célula y poder así analizarlos con detalle.

La subunidad
pequeña del ribosoma
Microscopios ópticos primero, y luego electrónicos, revelaron organelos celulares como núcleo, membrana, mitocondrias, cloroplastos… En los años 50, el rumano George Palade (premio Nobel de fisiología en 1974) descubrió unos minúsculos gránulos que se hallaban en gran número en todas las células estudiadas (¡hasta 10 millones por célula, en mamíferos!). Se halló que estaban compuestos por varias proteínas y un tipo de ácido nucleico (ARN, ácido ribonucleico) que contiene el azúcar ribosa (en vez de la desoxirribosa del más conocido ADN). De ahí su nombre: ribosomas.

Se halló que la función de los ribosomas es fabricar, siguiendo las instrucciones genéticas contenidas en el ADN, las proteínas: moléculas que realizan prácticamente todas las funciones de la célula viva; en particular, las proteínas llamadas enzimas facilitan y controlan las reacciones químicas celulares. Hoy sabemos –gracias al uso de otras técnicas para analizar la estructura detallada de las moléculas, como la cristalografía de rayos X– que el ribosoma es una complejísima máquina molecular formada por unas 80 proteínas y cuatro moléculas de ARN.
Animación de un ribosoma
fabricando proteínas

Inicialmente se pensó que el ARN sólo servía como una especie de andamio para acomodar a las proteínas, que llevaban a cabo las numerosas y complejas funciones del ribosoma. Pero en los años 80 se descubrió que existían moléculas de ARN que podían llevar a cabo reacciones químicas, como lo hacen las enzimas. A partir de este descubrimiento, que cambió el panorama de los estudios de biología molecular y origen de la vida, y al acumularse abundante evidencia, para el año 2000 estaba ya claro que es el ARN de los ribosomas quien ejecuta sus funciones, y que las proteínas ribosomales sirven sólo para afinarlas y modularlas.

Recientemente estuvo en México la cristalógrafa israelí Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009 por sus trabajos sobre la estructura y función del ribosoma. En conferencias durante el simposio The major transitions in evolution, comentado aquí la semana pasada, y en la Facultad de Química de la UNAM, donde es Profesora Extraordinaria, habló sobre su trabajo y lo que hoy se sabe sobre este organelo, fundamental para toda célula viva.

Entre otras cosas, destacó cómo sus estudios han revelado que en el corazón del ribosoma se hallan dos tramos de ARN casi idénticos y simétricos, que constituyen el sitio activo donde se forma el enlace químico entre los aminoácidos que se irán encadenando uno por uno hasta integrar una nueva proteína. Ese núcleo básico, que Yonath ha llamado “el proto-ribosoma” sería el antepasado evolutivo del ribosoma actual; una especie de fósil molecular. Y sería también, en sus palabras, “la entidad alrededor de la cual evolucionó la vida; toda la vida”. El proto-ribosoma representaría el eslabón que permitió el paso del primitivo “mundo del ARN”, formado por las primeras moléculas capaces de autorreplicarse, al “mundo de las ribonucleoproteínas” y posteriormente al actual “mundo del ADN”.

La doctora Yonath también habló de cómo las proteínas ribosomales sufren modificaciones en respuesta a los cambios ambientales que enfrentan los organismos (descubrimiento que surgió a partir de los estudios en maíz de la doctora Estela Sánchez Quintanar, decana del posgrado en bioquímica de la propia Facultad de Química de la UNAM), y de cómo el estudio de estas modificaciones podría llegar a tener aplicaciones médicas. (Ya desde hace décadas se sabe que muchos antibióticos actúan al interferir con la función de los ribosomas de las bacterias que nos enferman).

El ribosoma: origen de las funciones de la vida; nanomáquina molecular “inteligente” y de precisión; blanco para nuevos tratamientos terapéuticos. Como bioquímico y biólogo molecular de corazón, refrendo mi fascinación por este fabuloso organelo.

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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Memoria y dolor

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de noviembre  de 2014

Estructura química del midazolam
Hace poco, viendo un video en YouTube, me encontré con algo que me dejó muy asombrado e intrigado. Se trataba de una fractura doble de tobillo (confieso ser aficionado a los videos morbosos; me encanta ver cómo se exprimen barros y espinillas, se extraen tapones de cerilla del oído y se drenan quistes grasosos). La cuestión era que había que reducir urgentemente la fractura, un procedimiento extremadamente doloroso. Para ello, obviamente, al paciente se le dieron analgésicos.

Pero lo fascinante es que además le administraron un fármaco, midazolam, que ocasionó que ¡olvidara el dolor inmediatamente después de la maniobra!

El midazolam, conocido comercialmente como Versed, Dormicum o Hypnovel, es un medicamento de la familia de las benzodiazepinas descubierto en 1970 y que tiene propiedades ansiolíticas, relajantes, sedantes y anticonvulsivas. Pero también induce un estado temporal de amnesia; en particular, la llamada amnesia anterógrada: la incapacidad de formar nuevos recuerdos a partir de su administración, que puede ser por inyección o inhalación, y durante aproximadamente una hora (la otra amnesia, la retrógrada, más conocida, es la que impide recordar eventos anteriormente vividos). Otros fármacos como el propofol y la ketamina también pueden usarse para obtener el mismo efecto.

Debido a esta propiedad, se le usa para producir la llamada “sedación consciente”, o “anestesia crepuscular”, en la que el paciente que va a ser sometido a algún procedimiento médico sencillo es sedado para inducir un estado en que está adormilado pero puede responder a preguntas y órdenes simples, mantiene su conciencia, aunque reducida, y no requiere intubación respiratoria. En particular, el midazolam se usa frecuentemente en procedimientos molestos o dolorosos como colonoscopías y cirugías de cataratas.

Aunque a primera vista, parece una solución simple para el problema del dolor (hagamos que el paciente no recuerde que le dolió y ¡listo!), la verdad es que plantea muchos dilemas. Algunos éticos: hay personas que se sienten angustiadas ante la perturbadora sensación de tener una laguna en su memoria: saben qué pasó antes, y repentinamente, como un corte en una película, el momento ya pasó sin que recuerden nada. También hay numerosos pacientes que reclaman porque no se les explica previamente lo que iba a suceder, y sienten violada su intimidad al ver “borrados” sus recuerdos sin su autorización. Para otros más, el fármaco no produce el efecto deseado, por lo que sí sufren y recuerdan el dolor. Finalmente, hay preocupación sobre el posible mal uso de este tipo de sustancias, por ejemplo en malas prácticas médicas (o incluso en tortura) donde se causa dolor innecesario o excesivo al paciente, al amparo de la seguridad de que no lo recordará.

Pero los dilemas más interesantes son los filosóficos. Dos magníficas películas los ilustran. Una es Memento, de Christopher Nolan (2000), donde el personaje padece amnesia anterógrada y vive una realidad consistente en tratar continuamente de averiguar qué acaba de vivir.

La realidad objetiva existe independientemente de nosotros. Pero, a diferencia de nuestros cuerpos, la conciencia de los humanos no vive en el mundo físico, sino en el mundo mental creado por nuestros cerebros individuales. Obviamente, el episodio de dolor que vive un paciente al que se le administra midazolam sí existió, fue real (como se puede confirmar, por ejemplo, filmándolo). Pero si, debido a su falta de recuerdos, para él la experiencia no existió, ¿se puede decir que fue real? ¿Es real un dolor –experiencia irremediablemente subjetiva– del que no se tiene el menor recuerdo? ¿Sería entonces realmente antiético causar un dolor excesivo, si de todas maneras no se va a recordar? Puede parecer absurdo a primera vista, pero, como la clásica pregunta filosófica de si la caída de un árbol hace o no ruido si no hay nadie que lo escuche, la cuestión tiene mucho detrás.

En La otra película es Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, de Michel Gondry (2004), en la que el protagonista se somete a un proceso que le borra los recuerdos de un amor fracasado. ¿Qué implicaciones tiene la manipulación de la memoria? ¿Tenemos derecho a decidir qué recuerdos queremos conservar, y simplemente inhibir la memoria de experiencias desagradables? ¿A qué grado se puede llevar esta posibilidad, y con qué consecuencias?

Me encanta que podamos ahorrarnos al menos algunos recuerdos de dolor físico. Pero también me inquieta. Los seres humanos somos, antes que nada, nuestra memoria. Sin ella dejamos de existir, como lo muestran cruelmente los padecimientos que la borran, como el mal de Alzheimer. Una persona que pierde sus recuerdos no sólo pierde su vida: pierde su ser.

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miércoles, 27 de agosto de 2014

Arte, ciencia y naturaleza

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de agosto  de 2014

Uno de los grandes prejuicios respecto a la ciencia es que se trata de una actividad puramente racional, cerebral, y por tanto para nerds, insensible, fría. Exactamente lo opuesto al arte, que es cálido, creativo y expresa emociones. Parecería que el arte es lo más humano, mientras que la ciencia es casi, de cierto modo, inhumana. (No en balde muchas personas tienen el prejuicio de que la ciencia “deshumaniza”.)

Y en efecto, el arte es un quehacer característicamente humano. De hecho, se define como una actividad humana: no hay otras especies que produzcan arte (aunque existen ejemplos aislados de animales que parecen armar ciertas construcciones con una finalidad “estética” relacionada, por ejemplo, con el apareamiento). En cambio, otras cosas que pudieran ser objeto de una apreciación estética, , pues no son creaciones de Homo sapiens, como un atardecer, el canto de un ave o la guapura de una persona, no califican como “arte”.

¿Por qué establecemos esta distinción? ¿Por qué consideramos que la belleza y complejidad de la naturaleza, que puede sorprendernos y conmovernos tanto o más que la más refinada obra de arte; que nos puede proporcionar el mismo nivel de experiencia estética, no merece entrar en la misma categoría sólo por no ser producto del esfuerzo y la creatividad humanas?

Tengo la impresión de que esta separación se basa en un prejuicio, muy similar pero opuesto al que nos hace pensar que las cosas artificiales son “inferiores” a las naturales (ya saben: un champú, una tela o un alimento son “mejores” si son “naturales”; el extremo absurdo de esta manera de pensar es la actual obsesión por lo “orgánico”, mientras que aquello que se produce industrialmente o peor, en un laboratorio, con “sustancias químicas” –como si no toda la materia, incluyendo al agua pura, fuera química y sólo química– es, automáticamente, de mala calidad o incluso dañino).

Hablo del prejuicio de que los productos humanos son fundamentalmente distintos de aquellos que existen en la naturaleza (inferiores, en el caso de alimentos y materiales; superiores, si se habla del arte).

Y sin embargo, la distinción natural/artificial es, básicamente… artificial. Si el ser humano es un animal producto de la evolución, y como tal parte de la naturaleza, ¿por qué consideramos que los frutos de su intelecto y actividad quedan fuera de ésta? Los humanos creamos arte mediante procesos naturales (no sobrenaturales). Estrictamente, al ser creado por una humanidad que es resultado de un proceso natural (la evolución por selección darwiniana), el arte es también un producto de la evolución. Es también parte de la naturaleza.

Lo mismo, por supuesto, se podría decir de todo aquello que calificamos de “artificial”: todos los frutos de la actividad humana, incluyendo a la ciencia y la tecnología.

Lo curioso es que, en el caso del arte, usemos el origen humano como señal de calidad, como si la belleza que existe de forma espontánea no tuviese el mismo valor, pero al considerar a la ciencia y sus productos califiquemos su factura humana como un defecto.

Y tampoco hay que olvidar que la visión del mundo que nos ofrece la ciencia permite experimentar esa misma sensación de maravilla que nos da el arte. Si lo pensamos bien, todo, incluyendo a nuestra especie y sus productos, es parte, finalmente, de la naturaleza.

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miércoles, 13 de agosto de 2014

Robin Williams

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de agosto  de 2014

Mork del planeta Ork
Sí: ya sé que se supone que ésta es una columna de ciencia. Pero también lo es de gusto. Y si algo se puede decir del recientemente fallecido actor estadounidense Robin Williams es que dio gusto a sus miles de fans durante décadas en las muchas decenas de películas que protagonizó. Fue uno de los más grandes comediantes de nuestra época, y también un excelente actor dramático (cuando los directores sabían evitar su tendencia a sobreactuar).

El primer papel que lo hizo famoso tenía una relación indirecta con la ciencia… ficción. Fue Mork, un extraterrestre del planeta Ork, que convivía con una chica llamada Mindy. Una fabulosa comedia proto-ochentera (1978-1982).

Años más tarde, en 1999, dio vida al androide Andrew en una historia de ciencia ficción más seria: la adaptación fílmica (bastante mala) de la novela El hombre bicentenario, de Isaac Asimov. (En 1994 protagonizó otro filme de ciencia ficción, La memoria de los muertosThe final cut– también poco afortunado.)

Otra película famosa, que le daría su único Óscar y que disfruté mucho fue Mente indomable (Good Will Hunting, 1997), donde Williams encarna a un psicólogo.

Es quizá en Despertares (Awakenings, 1990), basada en el libro del mismo título del magistral neurólogo, escritor y divulgador científico Oliver Sacks, donde la carrera de Robin Williams más se acercó a la verdadera ciencia. La cinta se basan en el libro donde Sacks (interpretado por Williams en el filme) relató su experiencia real con pacientes que habían pasado décadas encerrados en un hospital de Nueva York, víctimas de la encefalitis letárgica, y los inquietantes resultados que obtuvo al tratarlos con el fármaco L-dopa. Una hermosa historia de ciencia y humanismo, como suelen serlo las que escribe Sacks.

Pero mi película favorita de Williams no tiene que ver con la ciencia, sino con la poesía: La sociedad de los poetas muertos (Dead poets society, 1989). En una de sus muchas escenas inolvidables, el nuevo profesor de literatura, John Keating (Williams), hace leer a los alumnos la introducción del libro de texto de poesía, donde el autor propone un método “científico” para evaluar la calidad de un poema, tomando en cuenta dos parámetros: qué tan artísticamente se trata el tema y qué tan importante es éste. Keating, abominando de la idea de “medir” la poesía, hace que arranquen la página de sus libros.

Más adelante, Keating inculca en sus alumnos el ideal de aprovechar la vida al máximo (Carpe diem), pues ésta dura poco. Y es que en realidad la cinta, con guión de Tom Schulman, se trata, creo yo, del entusiasmo.

Si el verdadero valor de la literatura y la poesía radica en su belleza y el entusiasmo que nos pueden causar, lo mismo, exactamente, se puede decir de la ciencia. Me atrevería a afirmar que la auténtica razón por la que la gran mayoría de los científicos –sean investigadores o divulgadores– se dedican a la ciencia (a crearla o a comunicarla) es precisamente su entusiasmo por la belleza de la imagen del mundo que nos ofrece, y el asombro, el disfrute y la inspiración que nos ofrece.

“La gran desgracia de la ciencia es ser útil”, escribí hace años. Y es cierto, porque tendemos a apreciarla sólo por sus aplicaciones prácticas. Pero su verdadero valor, al igual que el de la poesía y el arte en general, es que nos permite acceder a la “experiencia científica”: equivalente a la experiencia estética que nos da el arte, pero que pasa primero por la comprensión racional.

Tristemente, Williams acabó con su propia vida, víctima de la depresión. Pero el mensaje con el que yo me quedo a partir de su carrera es precisamente uno de entusiasmo. Lo extrañaremos.

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miércoles, 12 de febrero de 2014

Ver la música

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero  de 2014

¡Feliz cumpleaños, Charles Darwin!

Los humanos somos animales primordialmente visuales. Por eso a veces no nos damos cuenta de lo importante que resultan los estímulos que recibimos de nuestros otros sentidos, y de cómo enriquecen nuestra experiencia sensorial. A menos que los perdamos, claro.

Sin embargo, hay personas –entre un 2 y un 4% de la población– que tienen una percepción más allá de lo común: presentan el fenómeno neurológico llamado sinestesia, en el que dos sentidos se mezclan permitiendo “oler” los colores o “ver” los sonidos. Se cree que la sinestesia es producto una deficiencia en el “podado” de neuronas que ocurre en el desarrollo normal del cerebro, lo que resulta en la existencia de conexiones extra. (Remy, la rata chef de la película Ratatouille, de Walt Disney, ve colores al saborear los alimentos, fenómeno que casi experimenté hace unos años cuando comí unos exquisitos chiles en nogada en un restorán de Puebla).

¿Qué sentirá un sinestésico que ve sonidos al escuchar una pieza de música maravillosa? La película Fantasía, también de Walt Disney, hizo en 1940 un intento de traducir en imágenes varias obras de música clásica. Pero se trataba de una interpretación, no de literalmente ver las notas musicales. Un director de orquesta puede, al ver una partitura, tener una muy buena idea de cómo suena la música –pero sólo luego de haber estudiado varios años. Mirar un rollo de pianola mientras se escucha la pieza que contiene puede aproximarnos un poco a esa experiencia.

Malinowsky y su máquina
de visualizar música
Pero las computadoras abren nuevas posibilidades: resulta que el músico e ingeniero en computación estadounidense Stephen Malinowski, sin ser sinestésico, tuvo una visión –luego de consumir LSD mientras oía a Bach– de lo que significaría poder ver la música, y comenzó a desarrollar, en 1974, lo que llama “la máquina de animación musical” (music animation machine, o MAM): un sistema que puede, a partir de archivos MIDI (el lenguaje de computadora usado mundialmente para controlar instrumentos musicales electrónicos) traducir una pieza musical a una secuencia visual.

Según Malinowski, su invento busca permitir que el usuario entienda intuitivamente, al observar varias barras de colores –cada una representa un instrumento o voz– que se desplazan horizontalmente, como una partitura en movimiento, los aspectos de la música que los profesionales reconocen fácilmente, pero que para quien no tiene entrenamiento musical pueden pasar desapercibidos.

A partir de un primer intento en rollos de papel, y de versiones burdas usando una computadora Atari con sonido monofónico a mediados de los ochenta, Malinowski ha ido perfeccionando su idea hasta lograr la versión actual, que puede ofrecer diversos tipos de visualización y que continúa evolucionando. También ha desarrollado un proceso para sincronizar la versión MIDI con el sonido real de una interpretación, lo cual le permite –mediante un proceso todavía más laborioso– visualizar piezas tocadas por músicos reales, no sólo por computadoras o sintetizadores.


Ver y escuchar una fuga a cuatro voces de Bach usando la máquina de Malinowski es una experiencia fascinante: uno puede distinguir cada voz, seguir sus evoluciones y admirar visualmente las filigranas barrocas con las que el gran maestro entretejía su música. Y qué decir de una pieza orquestal como La consagración de la primavera, de Stravinski…


Las animaciones de Malinowski pueden verse en YouTube o en su propia página: www.musanim.com. Si es usted amante de la música, profesional o no, permítase disfrutarlas. Le aseguro que no se arrepentirá.


Algunas sugerencias extra:
Tocatta y fuga en re menor, de Bach:



Primer movimiento de "Invierno", de Las cuatro estaciones de Vivaldi:



Arabesco no. 1, de Debussy:



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miércoles, 5 de junio de 2013

Ver lo invisible

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de junio de 2013

Una gran frustración de los químicos ha sido siempre no poder ver las moléculas con las que trabajan.

En efecto: los microbiólogos pueden ver vagamente células, que miden micrómetros (milésimas de milímetro) usando un microscopio óptico. El microscopio electrónico, que usa chorros de electrones en vez de luz, e imanes para enfocarlos en vez de lentes, permitió estudiar con detalle el interior de las células, y vislumbrar las nanomáquinas moleculares que las animan.

Pero las moléculas individuales, incluso las más grandes, son virtualmente invisibles incluso con este método. Son mil veces más pequeñas: se miden en nanómetros (millonésimas de milímetro), e incluso Angstroms (décimas de nanómetro).

¿Cómo se sabe entonces qué forma tienen las moléculas y cómo cambian durante las reacciones químicas? Mediante métodos indirectos (como por ejemplo la espectroscopía: bombardear con radiación electromagnética), cálculos (cuánta energía se absorbió y cuánta se emitió en la reacción), modelos y, más modernamente, simulaciones en computadora. Los químicos no veían directamente las moléculas, pero con base en los datos podían construir representaciones extremadamente precisas de ellas.

Por eso, cuando en 1989 vi en la revista Nature las primeras fotos de la molécula en doble hélice del ADN (ácido desoxirribonucleico) enloquecí de gozo. ¡Por primera vez podía ver la molécula maestra de la vida! Hasta entonces, sólo se contaba con modelos a escala o representaciones gráficas construidas, luego de complicados cálculos, a partir de los datos producidos por la laboriosa técnica de cristalografía de rayos X.

Por supuesto, no era precisamente verla: la técnica usada, la microscopía de efecto túnel, usa un fenómeno cuántico –el paso de una corriente eléctrica a través del vacío entre dos átomos cuando se encuentran suficientemente cerca– para “tocar” la superficie de una molécula. Completamente aislado de vibraciones, y usando una punta ultrafina, el microscopio fue recorriendo lentamente la superficie del ADN para producir un retrato “táctil”, a la manera de un ciego que recorre un rostro con sus dedos.

Pero ver una molécula es una cosa: ver una reacción química es otra. El pasado 30 de mayo un grupo de científicos de la Universidad de Berkeley, California, con colaboraciones de científicos españoles del País Vasco, usaron una técnica similar –el microscopio de fuerza atómica, modificado con una punta consistente en un único átomo de oxígeno– para visualizar una molécula orgánica antes y después de sufrir una reacción química compleja, que la transformó de tener 3 anillos aromáticos a tener 7.

Para lograrlo, la adosaron a una superficie de oro, la enfriaron a 4 grados Kelvin, para detener toda vibración atómica, y la escanearon con el microscopio. Luego elevaron la temperatura, para permitir que la reacción ocurriera, la volvieron a enfriar y tomaron una segunda “foto” táctil.

Más allá de las implicaciones prácticas (el método permitirá controlar mucho más precisamente las reacciones orgánicas y diseñar nuevos materiales con propiedades a la medida, como componentes para computadoras), es asombroso pensar que lo que alguna vez se pensaba como “sólo un modelo” concebido por los científicos para darle sentido a una realidad inasible pueda hoy ser visto con claridad.

Los abstractos y teóricos entes estudiados por la química hoy están, si no frente a nuestros ojos, sí entre nuestros dedos virtuales.

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miércoles, 17 de abril de 2013

Por el asombro hacia las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de abril de 2013

Aunque no esté de moda –nunca está de moda–, a veces es necesario insistir en que el verdadero valor de la ciencia no radica en sus aplicaciones o los productos tecnológicos que origina.

“La ciencia comienza por el asombro”, afirmó Platón (aunque según otras fuentes se refería a la filosofía… que esa época no era muy distinta de la ciencia). En efecto: por más que antibióticos, vacunas, teléfonos inteligentes, satélites de comunicaciones, computadoras, pañales desechables, robots médicos y demás maravillas hayan cambiado profundamente nuestras vidas, la razón por la que hacemos ciencia no es pragmática, sino más bien intelectual; incluso estética.

Pero si las sociedades modernas gastan valioso tiempo y dinero en apoyar la investigación científica y el desarrollo tecnológico, incluyen la ciencia en la educación elemental, media y superior, y plasman en leyes la necesidad de apoyar la ciencia y la técnica, no es sólo por disfrutar de las maravillas de la visión científica del mundo. Es porque su desarrollo influye directamente en el bienestar de los pueblos: un país sin cultura científica no puede tener un sistema científico-técnico-industrial sólido y sano, y está condenado así a seguir en el subdesarrollo.

Pero no es señalando estos problemas, y exigiendo que el gobierno y las empresas privadas inviertan más en el rubro y generen más instituciones y plazas de investigación, como podemos lograr que más jóvenes elijan estudiar carreras científicas y técnicas.

No: la puerta de entrada es el asombro de descubrir, de entender. De saber que cualquiera puede acceder a la profunda experiencia estética que la ciencia ofrece a la mente curiosa. Y pocas experiencias hay tan fascinantes y emotivas como observar, por primera vez, la Luna a través de un telescopio.

Por eso el próximo sábado 20 de abril se llevará a cabo, nuevamente, en 40 sedes de 26 estados –Baja California, Baja California Sur, Chiapas, Coahuila, Colima, Durango, México, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz, Yucatán y Zacatecas, además del Distrito Federal– el llamado “Reto México”, que intentará reunir a más de 2 mil 753 personas en todo el país observado con telescopios un mismo objeto celeste –la Luna– al mismo tiempo, y romper así el récord mundial establecido en la anterior edición del evento, en 2011.

En el DF las sedes serán el Museo Tecnológico (Mutec) de la Comisión Federal de Electricidad, en Chapultepec; el estadio anexo al Planetario Luis Enrique Erro, del Instituto Politécnico Nacional, y la explanada del Museo Universum, de la UNAM, en la zona cultural de la Ciudad Universitaria.

No imagino nada mejor para hacer esta tarde de sábado que sacar el viejo telescopio del clóset, o acercarse a los que habrá disponibles –junto con expertos que ayudarán o enseñarán a manejarlos– y disfrutar de uno de los espectáculos más bellos: la Luna vista de cerca, a través de un telescopio (y la oportunidad de participar en un nuevo récord mundial).

Y quién sabe: ¡a lo mejor ahí surge la vocación científica del próximo premio Nobel mexicano! Más información: http://bit.ly/11fjf7E

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