martes, 29 de junio de 2004

Nubarrones de la nanotecnología

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 29 de junio de 2004


En un escrito que publicó hace tiempo, mi querido amigo Enrique Espinosa afirmaba que “si se atiene uno a conversaciones con amigos y parientes, en la mayoría de los casos la ciencia sólo significa malas noticias, curiosidades, amenazas o decepciones... decepciones, como las tecnologías que no nos dan los frutos que esperábamos, medicinas que resultan peor que la enfermedad, enfermedades nuevas...”

Lo recordé porque el pasado domingo 27 Rafael J. Salín-Pascual, colaborador de este diario, publicó en su columna “De filósofos y locos” un texto titulado “El fraude en ciencia”, donde daba una visión realista, pero muy deprimente, de la labor científica. “La ciencia es un negocio, o por lo menos en eso se ha convertido”, comienza su texto, que pasa a describir lo que sucede cuando los científicos son forzados a aumentar su “productividad” a cambio de estímulos económicos: plagio de datos, publicación prematura, robo de reconocimientos, manipulación o falsificación de resultados...

Tanto Salín-Pascual como Enrique tienen razón: la ciencia (y la tecnología) son prismas múltiples que tienen sus lados oscuros. La fe de quienes apreciamos la ciencia y nos dedicamos a ella es que hay más facetas luminosas que sombrías. En la investigación científica, el lado luminoso es el compromiso con la realidad –y con la honestidad– que necesariamente tiene la comunidad científica: si la corrupción se generalizara, el conocimiento producido por los científicos dejaría de reflejar a la realidad, y por tanto dejaría de ser útil. La ciencia cuenta así con un mecanismo autocorrector, en cierto modo similar a la selección natural, que garantiza que no proliferen organismos (teorías) notoriamente inadaptados a su medio. En cuanto al texto de Enrique, se puede consultar aquí.

Pero quizá, al menos para el público no científico, no sea la ciencia, sino la tecnología la que más frecuentemente nos decepciona. Todos estamos hartos de teléfonos celulares que pierden la señal en el momento más inadecuado o de las computadoras que borran nuestros datos justo cuando estábamos por terminar la tesis. Aunque nadie se queja, por ejemplo, de lo notoriamente seguros que resultan los aviones, una tecnología bien probada y desarrollada, ni el radio, ni la TV... quizá lo que sucede es de que hay tecnologías que, en el ambiente de competencia despiadada que prevalece en el mundo, se comercializan apresuradamente, antes estar listas realmente para su uso generalizado. (El fenómeno curiosamente se parece al de los científicos que publican los resultados de sus investigaciones antes de estar bien seguros de ellos, con tal de adelantarse a los competidores. No es coincidencia.)

En un reportaje publicado el 18 de junio en la revista Science, una de las más prestigiadas del mundo de la ciencia, Robert Service analiza los obstáculos que se avizoran en el futuro de una de las tecnologías que se han anunciado con bombo y platillo como las más promisorias para la humanidad: la nanotecnología. En su imagen hacia el público, la nanotecnología, con sus máquinas de tamaño similar al de las moléculas (se miden en nanómetros, o millonésimas de milímetro, de ahí su nombre) se ha anunciado como la portadora de soluciones a problemas de salud (a través de nanomáquinas que destaparían arterias tapadas o repararían tejidos dañados), de diseño de nuevos materiales más baratos y resistentes, e incluso de la lucha contra la contaminación al manipular a nivel molecular los contaminantes para convertirlos en materiales inocuos.

Como sucede con toda nueva tecnología, han comenzado a levantarse voces que advierten sobre los riesgos de la nanotecnología: se habla desde lo tóxicas que pudieran resultar partículas de ese tamaño hasta la posibilidad de que nanomáquinas capaces de reproducirse pudieran rebelarse y acabar con la vida orgánica. Aunque está última posibilidad es ciertamente disparatada, ha recibido alguna atención en los medios de comunicación; incluso fue motivo de que Michael Crichton, autor de Parque jurásico, publicara recientemente una novela llamada Presa (Prey).

Curiosamente, es la posible toxicidad de las partículas de tamaño nanométrico la que parece ser una realidad: en estudios recientes en peces se ha encontrado que las nanopartículas de carbono conocidas como buckybolas pueden ser tóxicas para las membranas celulares del cerebro. Otras investigaciones hallaron que la exposición a nanopartículas de hierro y nanotubos de carbono causó daños pulmonares en ratones y aumentó el nivel de muerte celular en cultivos de células humanas.

Para evitar que suceda lo mismo que pasó con la tecnología atómica, cuya mala imagen pública hizo casi imposible su utilización (con lo que quizá la humanidad perdió la oportunidad de explotar una alternativa importante al uso de combustibles fósiles) o con la biotecnología, que hoy es rechazada por amplios sectores de la población a pesar de sus posibles beneficios, los nanotecnólogos están tratando de acelerar los estudios sobre la toxicidad de las nanopartículas. El problema es que sus propiedades cambian con el tamaño y la composición química, por lo que todavía no se cuenta con métodos seguros y probados para evaluar sus posibles riesgos. Aún así, está claro que es importante no perder la confianza del público, y eso sólo puede lograrse, como afortunadamente lo tienen claro los nanotecnólogos, proporcionando a ese público información clara y fidedigna.

No basta con luchar porque la ciencia y la tecnología cumplan sus promesas: también es importante que sean percibidas de forma más realista por la sociedad.


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martes, 22 de junio de 2004

El día después de mañana, o la tontería bien intencionada

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2004

Explicar el clima es un problema que la ciencia todavía no ha podido resolver. Y es que se trata de un rompecabezas de muchas piezas, en el que cada pieza constituye a su vez un pequeño sistema complejo y difícil de entender.

A primera vista los dos elementos más importantes para explicar el clima son la radiación solar –principal fuente de energía en la tierra– y la atmósfera. La energía del sol calienta nuestro planeta; como las zonas ecuatoriales reciben más calor que las polares, hay diferencias de temperatura atmosférica que causan corrientes de aire. El sol es así el motor que impulsa los vientos.

Pero no hay que olvidar a un tercer elemento: el océano. A partir del siglo 19 que se comenzó a tomar en cuenta la cantidad de calor que transportan las corrientes marinas, en forma de agua caliente del ecuador a los polos y agua fría de los polos al ecuador. Hoy conocemos la importancia de las corrientes rápidas y superficiales: la famosa “corriente del Golfo”, por ejemplo, que transporta agua caliente hacia el norte de Europa, es en gran parte responsable del benigno clima de Europa, que sin ella sería notoriamente más fría.

Existen también otros sistemas más lentos y voluminosos de corrientes marinas, como el llamado “cinturón transportador” del océano Atlántico: grandes masas de agua fría que recorren las profundidades marinas para emerger en el ecuador, donde se calientan y expanden para regresar, ahora cerca de la superficie, hacia el norte. Este sistema, cuyo ciclo puede tardar alrededor de 500 años, es llamado circulación termohalina, pues en él influye no sólo la temperatura, sino la densidad y el contenido de sal del agua (recordemos que el hielo y el agua de deshielo son dulces).

Durante mucho tiempo, como parte de la creencia en la “sabiduría de la naturaleza”, se pensó que las corrientes marinas eran inmutables. Pero, como saben quienes han vivido una guerra o un desastre natural (o, simplemente, quienes han vivido lo suficiente), la vida cambia… y lo mismo sucede con el clima global.

A partir de la revolución industrial, el ser humano ha liberado una cantidad gigantesca de dióxido de carbono, producto de la combustión de madera, carbón, gas y petróleo, a la atmósfera. El océano puede absorber este gas, pero no con tanta rapidez como los producimos, y como resultado su concentración en la atmósfera ha aumentado notoriamente.

Y aquí entra en escena el famoso efecto invernadero. La luz solar que entra a la atmósfera se convierte, al rebotar sobre la superficie de la tierra o del mar, en luz infrarroja, de menor energía, que es absorbida por el dióxido de carbono y otros “gases de invernadero” y no puede escapar al espacio. Como resultado, la temperatura global ha comenzado a aumentar de manera detectable.

Aunque los efectos son aún poco notorios, y aunque hay todavía algunos científicos –y políticos– que dudan de que este calentamiento global sea producto del dióxido de carbono y no, por ejemplo, de algún ciclo natural de calentamiento, si la tendencia continúa podría haber efectos catastróficos. El calentamiento podría hacer que parte de las capas de hielo polares se derritieran: el nivel de los océanos aumentaría y podrían desaparecer poblados costeros y perderse tierras. También podrían aumentar enfermedades como la malaria, asociadas a terrenos pantanosos.

Pero no sólo eso: el derretimiento de los polos podría alterar las corrientes marinas, e incluso llegar a detener la circulación termohalina o la corriente del Golfo, lo cual ocasionaría cambios catastróficos en el clima del hemisferio norte: quizá hasta una edad de hielo (aunque no instantánea).

A partir de este escenario, los autores Art Bell y Whitley Strieber escribieron un libro llamado La supertormenta global que se avecina (Pocket Books, 1999), en el que revisan la evidencia de eras geológicas pasadas y formulan la hipótesis de que el cambio global podría detonar una gigantesca tormenta que iniciaría bruscamente una nueva era de hielo en el hemisferio norte. Este libro fue el que inspiró en parte el argumento para la exitosa película El día después de mañana.

El problema es que, mientras que la película es públicamente reconocida como ciencia ficción, el libro de Bell y Strieber se presenta como una investigación seria. Desgraciadamente, la credibilidad de ambos autores es cercana a cero: Bell es bien conocido, a través de sus programas de radio, como promotor de la creencia en fenómenos paranormales, conspiraciones secretas y visitas extraterrestres, y Strieber es un autor de novelas de terror que posteriormente se ha dedicado a escribir sobre su abducción por extraterrestres. Sobra decir que ningún experto en el clima se toma en serio el panorama catastrófico que presentan en su libro.

Aun así, creo que vale la pena ver El día después de mañana. No para creer que estamos en peligro inmediato, sino porque, además de emocionante, la película lleva un mensaje valioso: que el cambio climático es una realidad. Aunque no vaya a destruir la civilización, sí puede poner en riesgo a personas y ecosistemas. Quizá ayude a que los políticos que se oponen a tomar medidas para frenarlo (como el acuerdo de Kioto, del que recientemente se retiraron los Estados Unidos) se den cuenta de que no pueden seguir ignorando el problema.

martes, 15 de junio de 2004

Qwerty: Una historia de amor

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2004

Las historias de amor, ficticias o reales, comienzan más o menos de la misma manera. Un chico conoce a una chica (o una mujer madura a un joven, o un chico a otro chico; las convenciones, afortunadamente, son cada vez más transgredibles).

Viene entonces el enamoramiento, esa etapa fuera de la realidad en que, como dice Erich Fromm, caen súbitamente las barreras que dividen a dos seres. Se vive entonces el encantamiento y se idealiza no sólo al ser amado, sino a la vida misma.

La diferencia entre los amores ficticios y los reales es que muchos de los primeros finalizan ahí, en el “y vivieron felices para siempre”. Muchos amores reales terminan también, durante o después del enamoramiento. Pero otros, a pesar de la tendencia actual al divorcio, a pesar de las omnipresentes infidelidades, suelen perdurar años y décadas.

Y aquí aparece una de las paradojas del amor maduro, también muy explorada, por cierto, en la ficción moderna de escritores como Almudena Grandes, Javier Marías, Jaime Bayly o Lucía Etxebarria, por nombrar algunos de mis favoritos más recientes. ¿Por qué a veces preferimos un amor antiguo que uno nuevo, aunque a veces parezca más atractivo? ¿Por qué un hombre maduro –digamos– que tiene una amante más joven y guapa que su esposa, con la que vive un nuevo enamoramiento, no se atreve a dejar a ésta y vivir el nuevo romance en forma total? Se me ocurre que en muchas ocasiones la respuesta no es simplemente un egoísmo cómodo, que prefiere seguir con la esposa abnegada y servicial mientras disfruta de la pasión de la joven amante. Quizá a veces es cierta la versión que da el esposo infiel: que después de todo, después de tantos años, hay algo mucho más sólido y profundo que lo une a la esposa que cualquier atracción que pudiera jalarlo hacia la amante.

Esta versión tiene su lógica: el amor maduro que se construye a lo largo de años conlleva algo que ningún enamoramiento, que por definición es algo nuevo, puede tener: una historia. Una larga cadena de momentos compartidos, de eventos construidos en pareja, que van cementando y cimentando una unión más allá de lo que la belleza corporal o la pasión sexual puedan lograr.

Quizá lo que puede mantener a una pareja a lo largo de tantos años y a pesar del paso del tiempo, del envejecimiento e incluso de las infidelidades no sea tanto el amor o la conveniencia racional, sino la historia compartida.

Curiosamente, en el mundo de la evolución existe algo muy similar: el llamado “fenómeno qwerty”, que explica por qué a veces las especies biológicas presentan características que no parecen mejorar su adaptación al medio, y a veces incluso la estorban, pero que tienen su explicación en la historia de esa especie.

La palabra qwerty se refiere a las primeras cinco letras que aparecen, desde la esquina superior izquierda, en el teclado de cualquier máquina de escribir (o computadora). ¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué las letras aparecen precisamente en las posiciones que tienen?

Una respuesta lógica sería que fueron colocadas ahí para permitir que los dedos las alcancen en forma cómoda y ágil y facilitar así la escritura. Si usted pensó esto, se equivoca. En realidad, las teclas se acomodaron así precisamente para impedir que los dedos pudieran alcanzarlas con demasiada facilidad. Esto se debe a que las antiguas máquinas de escribir solían atascarse cuando el mecanógrafo oprimía dos teclas demasiado deprisa. Seguramente a usted, si llegó a escribir con una máquina mecánica, le haya pasado. Pero desde luego, hoy que contamos con máquinas eléctricas de “bolita” o con computadoras electrónicas, la necesidad de frenar la velocidad de tecleado ha desaparecido. De hecho, existen distribuciones del teclado más cómodas, como el teclado Dvorak, que permiten mecanografiar con mucha mayor velocidad que el teclado qwerty.

Y sin embargo, resulta prácticamente imposible cambiar los teclados de las computadoras, pues todo mundo estamos acostumbrados, tras años de uso, a la distribución qwerty tradicional. Cambiar el estándar tendría un costo irrazonable. El teclado qwerty es un ejemplo de solución no óptima a un problema que se explica no por razones racionales, sino históricas.

En biología, el fenómeno qwerty explica la presencia de características poco adaptativas de los organismos que, sin embargo, pueden entenderse como resultado de su historia evolutiva: están ahí porque estaban presentes en los antepasados del organismo, y no se han eliminado porque, por razones históricas (es decir, evolutivas: la evolución es historia), resulta imposible hacerlo. Algunos ejemplos son el apéndice en los humanos, que aparentemente sólo sirve para infectarse gravemente de vez en cuando, o el pobre diseño de nuestros ojos, en que las fibras nerviosas pasan por delante de la retina, estorbando la visión y facilitando el desprendimiento de esta membrana, en vez de pasar por detrás, como en los ojos de los pulpos. Los humanos descendemos de animales que tenían apéndice y ojos mal diseñados.

En amores como en evolución, a veces es la historia la que decide con qué nos quedamos. Y quizá, pensándolo bien, eso sea lo mejor.

martes, 8 de junio de 2004

Comunicar la ciencia: visiones desde Barcelona

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 6 de junio de 2004

Leer el periódico es un acto tan cotidiano –al menos para quienes lo leemos a diario– que muchas veces no nos detenemos a pensar en su significado. En particular, leer noticias de ciencia (o columnas de opinión sobre ciencia, como ésta) en un periódico puede no parecer nada especial… hasta que uno se detiene un poco a pensar en ello.

La labor de periodismo científico, y la más general que hoy se denomina “comunicación pública de la ciencia”, tiene una larga tradición que se remonta al menos hasta la época de Galileo, el primer científico que publicó sus trabajos no en latín, el idioma de los eruditos, sino en el italiano común que cualquier lector pudiera entender (aunque hay que tomar en cuenta que entonces, mucho más que hoy, saber leer era ya pertenecer a una élite). Más tarde, durante la Ilustración, la labor de enciclopedistas y divulgadores de toda clase floreció. En los salones de las damas elegantes de París se puso de moda estar enterado de los últimos avances del “newtonianismo”, por ejemplo. Y en la Nueva España existieron grandes divulgadores como José Ignacio Bartolache y José Antonio Alzate, considerados los padres de la divulgación científica mexicana.

Aun así, con toda esta tradición, hasta hace poco no era común ver en la prensa mexicana notas relacionadas con la ciencia. Quienes nos dedicamos a esta labor hemos llegado a hacerlo por rumbos más bien fortuitos, abriendo brecha, pues no había manera de obtener una capacitación formal en periodismo científico. Sin embargo, las cosas han cambiado. Hoy no sólo existen ya cursos, diplomados e incluso posgrados en comunicación de la ciencia en nuestro país, sino que hay también una comunidad creciente de comunicadores de la ciencia que van logrando que la actividad se profesionalice cada día más. Pero no sólo eso: aunque pueda sonar raro, existen cada día más profesionales de la comunicación científica que se reúnen, principalmente en congresos, para reflexionar, discutir y analizar la mejor manera de realizar su labor. Desde luego, esto no ocurre sólo en México: en otros países también se está dando un florecimiento de la comunicación de la ciencia como actividad profesional. Se realizan regularmente congresos, tanto nacionales como internacionales, sobre el tema. En México se han realizado 12 congresos nacionales de divulgación científica, y está por comenzar el decimotercero. Y a nivel global existen ya varias redes que organizan reuniones de este tipo.

Todo lo anterior viene a cuento porque precisamente en el momento que redacto estas líneas me encuentro en la ciudad de Barcelona, donde acaba de terminar la octava reunión de la Red de Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. En ella, en el marco de los Diálogos del Fórum Barcelona 2004, un interesante evento multicultural y multidisciplinario que se está llevando a cabo en esta ciudad, se discutió sobre los diversos aspectos de la comunicación de la ciencia, su importancia y los problemas y retos que enfrenta en todo el mundo.

Y al decir “todo el mundo” me refiero literalmente a eso: hasta donde llegué a contabilizar, en el congreso se encontraban presentes delegados de Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Colombia, Corea, España, Estados Unidos, Francia, India, México (por supuesto, y con una delegación bastante numerosa), Nepal, Nueva Zelanda, Perú, el Reino Unido, Sudáfrica, Tailandia y Uruguay (me faltaron algunos, pues los organizadores hablaban de la presencia de 36 países).

El tema del congreso fue la diversidad cultural, y los comunicadores asistentes tuvimos oportunidad de experimentar en carne propia el significado de tal diversidad. Para empezar, por los problemas con el idioma (aunque casi todo mundo hablaba inglés, hay una gran diferencia entre el inglés hablado por un catalán, un gallego, un francés, un chino o un alemán...).

Entre los principales temas que se discutieron destacaron los problemas que se enfrentan al tratar de presentar la ciencia al ciudadano común en culturas tan diversas como la de un país europeo de primer mundo, un país africano o uno latinoamericano o asiático. No sólo el idioma, la cultura y las tradiciones son radicalmente distintas, sino también las necesidades. Porque, y en eso coincidieron en gran medida los asistentes, la comunicación de la ciencia al público debe cumplir con un papel útil a la sociedad.

Hubo varios interesantes debates sobre la manera en que los periodistas científicos están abordando cuestiones relacionadas con la genética. Se discutieron aspectos como el de qué quieren los científicos y comunicadores de la ciencia que la gente sepa sobre ciencia; qué tiene derecho a saber el ciudadano que con sus impuestos paga el trabajo de los científicos; qué es la cultura científica; por qué divulgarla; cómo averiguar lo que la gente opina sobre la ciencia; cómo respetar el derecho del ciudadano a decidir sobre estas cuestiones aun cuando no sea un experto... Como se ve, detrás de lo que podría parecer una labor simple hay todo un mundo de complejidad. Lo cual sólo hace las cosas más interesantes. Por mi parte, regreso a México con una visión más amplia de lo que puede lograrse al usar los medios para poner al ciudadano en contacto más directo con el científico. Y confirmo que, al hacerlo, vale la pena intentar también pasar un buen rato.

martes, 1 de junio de 2004

Humanizar a los animales

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 1 de junio de 2004

Una de las características más inquietantes de la ciencia es su molesta tendencia a romper mitos y prejuicios. La astronomía nos ha mostrado que nuestro planeta no tiene un lugar especial en el universo; la física, que el sentido común frecuentemente nos engaña, como cuando creíamos que el espacio y el tiempo eran conceptos absolutos; la química, que no hay nada especial en la materia de la que estamos hechos los seres vivos. En el caso de la biología, la tendencia ha sido a mostrar que las fronteras que separan a los seres humanos del resto de los seres vivos son bastante arbitrarias.

Nadie discute hoy en día que los humanos somos animales. “Pero animales racionales”, se apresuran a añadir los recelosos. La realidad es que muchos animales exhiben comportamientos que sólo pueden explicarse por cierto tipo de razonamiento que es, en mayor o menor grado, racional. Incluso, hoy es ampliamente aceptado que muchos animales, principalmente simios pero incluso algunos cetáceos, como las ballenas, comparten información no codificada en sus genes que sólo puede calificarse como “cultural”. Claro que la “cultura animal” es relativamente simple, pero sólo difiere de la humana por una cuestión de grado, sin que haya una diferencia cualitativa entre ambas.

Como consecuencia de esto, hablar de los derechos de los animales es cada vez menos cuestión de compasión o sentimentalismo, y cada vez más asunto de simple justicia. En cierta medida, podría incluso hablarse de los “derechos humanos” de los animales.

El hecho no debería ser muy sorprendente. Después de todo, hasta hace relativamente pocos años se pensaba que los negros eran, si no una especie distinta de ser humano, al menos sí una variedad inferior, y tal argumento se utilizaba para negarles derechos que hoy consideramos fundamentales para toda persona, independientemente de sus características físicas. Hace sólo unos pocos siglos se discutía, también, si las mujeres o los indígenas americanos poseían o no un alma, y si se podía por tanto considerárseles realmente como humanos. El actual debate sobre la total igualdad de derechos para las minorías sexuales es sólo un paso más en el camino de derribar prejuicios sobre las “diferencias” entre personas, diferencias que, además de ser en un buen grado arbitrarias y artificiales, siempre acaban interpretándose como superioridad de algunos grupos sobre otros.

Dos notas recientes en los medios de comunicación muestran el avance en la otra rama del mismo camino, la de los derechos de los animales.

La primera se refiere a la decisión, recientemente tomada por las autoridades del Zoológico de Detroit, de liberar a sus elefantes Winky y Wanda en un santuario animal, debido a la artritis que padecían por su prolongado encierro.

Al parecer, los paquidermos necesitan ser libres para caminar por espacios extensos, y el área limitada de la que disponían en el zoológico (en cualquier zoológico) es insuficiente. Además, las condiciones de su cautiverio, a pesar de ser uno de los zoológicos más avanzados, les causaba otro tipo de alteraciones como estrés y comportamiento agresivo. Esto es debido a que los elefantes son criaturas muy inteligentes y sociables: comparten, según una nota de la agencia Reuters, características tan “humanas” como la amistad o el dolor por sus muertos; el cautiverio prolongado los afecta de manera similar como afectaría a un humano. Por ello, el zoológico de Detroit considera que, por motivos éticos, ningún zoológico debería tener elefantes. Su decisión quizá siente un precedente importante para evitar el sufrimiento y enfermedad a estos animales.

La segunda nota tiene que ver con la investigación científica: el gobierno de la Gran Bretaña, luego de una larga controversia sobre la utilización de animales de laboratorio por parte de empresas farmacéuticas, y de una racha de agresiones violentas por parte de activistas a favor de los derechos de los animales, ha decidido abandonar sus planes de construir en Cambridge un centro de investigación sobre primates (nuestros parientes más cercanos) e invertir en cambio en un nuevo centro que realizará investigación para hallar formas de reducir el número de animales usados en la experimentación y aumentar los estándares del cuidado que se les proporciona a los que se usan actualmente. En particular, se explorarán alternativas como la modelación por computadora, y el uso de voluntarios humanos (en investigaciones que no supongan un riesgo para la salud, claro) o de cultivos de células humanas.

A diferencia de lo que quizá suceda con los elefantes en los zoológicos, es muy poco probable que pueda prescindirse completamente de los animales para fines de investigación. Aunque el uso de animales para probar productos cosméticos puede verse como algo superfluo, la investigación médica es fundamental para salvar vidas humanas, y no toda puede hacerse usando las otras alternativas. En este caso, el bienestar de los humanos tendrá que ponerse por delante. (La posición contraria, por cierto, tampoco es totalmente defendible. Para ser coherentes, tendríamos que volvernos todos vegetarianos, opción que no es viable ni deseable.)

De cualquier modo, y aunque no podamos dejar de usar a los animales para beneficio humano, sí podemos reconocer que tienen derechos y esforzarnos para respetarlos al máximo. En este caso, al contrario de lo que piensan muchos radicales que culpan a la ciencia de deshumanizar a la sociedad, es el conocimiento científico el que nos está mostrando que entre humanos y animales no hay, realmente, diferencias esenciales.