por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 29 de junio de 2004
En un escrito que publicó hace tiempo, mi querido amigo Enrique Espinosa afirmaba que “si se atiene uno a conversaciones con amigos y parientes, en la mayoría de los casos la ciencia sólo significa malas noticias, curiosidades, amenazas o decepciones... decepciones, como las tecnologías que no nos dan los frutos que esperábamos, medicinas que resultan peor que la enfermedad, enfermedades nuevas...”
Lo recordé porque el pasado domingo 27 Rafael J. Salín-Pascual, colaborador de este diario, publicó en su columna “De filósofos y locos” un texto titulado “El fraude en ciencia”, donde daba una visión realista, pero muy deprimente, de la labor científica. “La ciencia es un negocio, o por lo menos en eso se ha convertido”, comienza su texto, que pasa a describir lo que sucede cuando los científicos son forzados a aumentar su “productividad” a cambio de estímulos económicos: plagio de datos, publicación prematura, robo de reconocimientos, manipulación o falsificación de resultados...
Tanto Salín-Pascual como Enrique tienen razón: la ciencia (y la tecnología) son prismas múltiples que tienen sus lados oscuros. La fe de quienes apreciamos la ciencia y nos dedicamos a ella es que hay más facetas luminosas que sombrías. En la investigación científica, el lado luminoso es el compromiso con la realidad –y con la honestidad– que necesariamente tiene la comunidad científica: si la corrupción se generalizara, el conocimiento producido por los científicos dejaría de reflejar a la realidad, y por tanto dejaría de ser útil. La ciencia cuenta así con un mecanismo autocorrector, en cierto modo similar a la selección natural, que garantiza que no proliferen organismos (teorías) notoriamente inadaptados a su medio. En cuanto al texto de Enrique, se puede consultar aquí.
Pero quizá, al menos para el público no científico, no sea la ciencia, sino la tecnología la que más frecuentemente nos decepciona. Todos estamos hartos de teléfonos celulares que pierden la señal en el momento más inadecuado o de las computadoras que borran nuestros datos justo cuando estábamos por terminar la tesis. Aunque nadie se queja, por ejemplo, de lo notoriamente seguros que resultan los aviones, una tecnología bien probada y desarrollada, ni el radio, ni la TV... quizá lo que sucede es de que hay tecnologías que, en el ambiente de competencia despiadada que prevalece en el mundo, se comercializan apresuradamente, antes estar listas realmente para su uso generalizado. (El fenómeno curiosamente se parece al de los científicos que publican los resultados de sus investigaciones antes de estar bien seguros de ellos, con tal de adelantarse a los competidores. No es coincidencia.)
En un reportaje publicado el 18 de junio en la revista Science, una de las más prestigiadas del mundo de la ciencia, Robert Service analiza los obstáculos que se avizoran en el futuro de una de las tecnologías que se han anunciado con bombo y platillo como las más promisorias para la humanidad: la nanotecnología. En su imagen hacia el público, la nanotecnología, con sus máquinas de tamaño similar al de las moléculas (se miden en nanómetros, o millonésimas de milímetro, de ahí su nombre) se ha anunciado como la portadora de soluciones a problemas de salud (a través de nanomáquinas que destaparían arterias tapadas o repararían tejidos dañados), de diseño de nuevos materiales más baratos y resistentes, e incluso de la lucha contra la contaminación al manipular a nivel molecular los contaminantes para convertirlos en materiales inocuos.
Como sucede con toda nueva tecnología, han comenzado a levantarse voces que advierten sobre los riesgos de la nanotecnología: se habla desde lo tóxicas que pudieran resultar partículas de ese tamaño hasta la posibilidad de que nanomáquinas capaces de reproducirse pudieran rebelarse y acabar con la vida orgánica. Aunque está última posibilidad es ciertamente disparatada, ha recibido alguna atención en los medios de comunicación; incluso fue motivo de que Michael Crichton, autor de Parque jurásico, publicara recientemente una novela llamada Presa (Prey).
Curiosamente, es la posible toxicidad de las partículas de tamaño nanométrico la que parece ser una realidad: en estudios recientes en peces se ha encontrado que las nanopartículas de carbono conocidas como buckybolas pueden ser tóxicas para las membranas celulares del cerebro. Otras investigaciones hallaron que la exposición a nanopartículas de hierro y nanotubos de carbono causó daños pulmonares en ratones y aumentó el nivel de muerte celular en cultivos de células humanas.
Para evitar que suceda lo mismo que pasó con la tecnología atómica, cuya mala imagen pública hizo casi imposible su utilización (con lo que quizá la humanidad perdió la oportunidad de explotar una alternativa importante al uso de combustibles fósiles) o con la biotecnología, que hoy es rechazada por amplios sectores de la población a pesar de sus posibles beneficios, los nanotecnólogos están tratando de acelerar los estudios sobre la toxicidad de las nanopartículas. El problema es que sus propiedades cambian con el tamaño y la composición química, por lo que todavía no se cuenta con métodos seguros y probados para evaluar sus posibles riesgos. Aún así, está claro que es importante no perder la confianza del público, y eso sólo puede lograrse, como afortunadamente lo tienen claro los nanotecnólogos, proporcionando a ese público información clara y fidedigna.
No basta con luchar porque la ciencia y la tecnología cumplan sus promesas: también es importante que sean percibidas de forma más realista por la sociedad.
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