Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2004
Explicar el clima es un problema que la ciencia todavía no ha podido resolver. Y es que se trata de un rompecabezas de muchas piezas, en el que cada pieza constituye a su vez un pequeño sistema complejo y difícil de entender.
A primera vista los dos elementos más importantes para explicar el clima son la radiación solar –principal fuente de energía en la tierra– y la atmósfera. La energía del sol calienta nuestro planeta; como las zonas ecuatoriales reciben más calor que las polares, hay diferencias de temperatura atmosférica que causan corrientes de aire. El sol es así el motor que impulsa los vientos.
Pero no hay que olvidar a un tercer elemento: el océano. A partir del siglo 19 que se comenzó a tomar en cuenta la cantidad de calor que transportan las corrientes marinas, en forma de agua caliente del ecuador a los polos y agua fría de los polos al ecuador. Hoy conocemos la importancia de las corrientes rápidas y superficiales: la famosa “corriente del Golfo”, por ejemplo, que transporta agua caliente hacia el norte de Europa, es en gran parte responsable del benigno clima de Europa, que sin ella sería notoriamente más fría.
Existen también otros sistemas más lentos y voluminosos de corrientes marinas, como el llamado “cinturón transportador” del océano Atlántico: grandes masas de agua fría que recorren las profundidades marinas para emerger en el ecuador, donde se calientan y expanden para regresar, ahora cerca de la superficie, hacia el norte. Este sistema, cuyo ciclo puede tardar alrededor de 500 años, es llamado circulación termohalina, pues en él influye no sólo la temperatura, sino la densidad y el contenido de sal del agua (recordemos que el hielo y el agua de deshielo son dulces).
Durante mucho tiempo, como parte de la creencia en la “sabiduría de la naturaleza”, se pensó que las corrientes marinas eran inmutables. Pero, como saben quienes han vivido una guerra o un desastre natural (o, simplemente, quienes han vivido lo suficiente), la vida cambia… y lo mismo sucede con el clima global.
A partir de la revolución industrial, el ser humano ha liberado una cantidad gigantesca de dióxido de carbono, producto de la combustión de madera, carbón, gas y petróleo, a la atmósfera. El océano puede absorber este gas, pero no con tanta rapidez como los producimos, y como resultado su concentración en la atmósfera ha aumentado notoriamente.
Y aquí entra en escena el famoso efecto invernadero. La luz solar que entra a la atmósfera se convierte, al rebotar sobre la superficie de la tierra o del mar, en luz infrarroja, de menor energía, que es absorbida por el dióxido de carbono y otros “gases de invernadero” y no puede escapar al espacio. Como resultado, la temperatura global ha comenzado a aumentar de manera detectable.
Aunque los efectos son aún poco notorios, y aunque hay todavía algunos científicos –y políticos– que dudan de que este calentamiento global sea producto del dióxido de carbono y no, por ejemplo, de algún ciclo natural de calentamiento, si la tendencia continúa podría haber efectos catastróficos. El calentamiento podría hacer que parte de las capas de hielo polares se derritieran: el nivel de los océanos aumentaría y podrían desaparecer poblados costeros y perderse tierras. También podrían aumentar enfermedades como la malaria, asociadas a terrenos pantanosos.
Pero no sólo eso: el derretimiento de los polos podría alterar las corrientes marinas, e incluso llegar a detener la circulación termohalina o la corriente del Golfo, lo cual ocasionaría cambios catastróficos en el clima del hemisferio norte: quizá hasta una edad de hielo (aunque no instantánea).
A partir de este escenario, los autores Art Bell y Whitley Strieber escribieron un libro llamado La supertormenta global que se avecina (Pocket Books, 1999), en el que revisan la evidencia de eras geológicas pasadas y formulan la hipótesis de que el cambio global podría detonar una gigantesca tormenta que iniciaría bruscamente una nueva era de hielo en el hemisferio norte. Este libro fue el que inspiró en parte el argumento para la exitosa película El día después de mañana.
El problema es que, mientras que la película es públicamente reconocida como ciencia ficción, el libro de Bell y Strieber se presenta como una investigación seria. Desgraciadamente, la credibilidad de ambos autores es cercana a cero: Bell es bien conocido, a través de sus programas de radio, como promotor de la creencia en fenómenos paranormales, conspiraciones secretas y visitas extraterrestres, y Strieber es un autor de novelas de terror que posteriormente se ha dedicado a escribir sobre su abducción por extraterrestres. Sobra decir que ningún experto en el clima se toma en serio el panorama catastrófico que presentan en su libro.
Aun así, creo que vale la pena ver El día después de mañana. No para creer que estamos en peligro inmediato, sino porque, además de emocionante, la película lleva un mensaje valioso: que el cambio climático es una realidad. Aunque no vaya a destruir la civilización, sí puede poner en riesgo a personas y ecosistemas. Quizá ayude a que los políticos que se oponen a tomar medidas para frenarlo (como el acuerdo de Kioto, del que recientemente se retiraron los Estados Unidos) se den cuenta de que no pueden seguir ignorando el problema.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario