Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2004
Las historias de amor, ficticias o reales, comienzan más o menos de la misma manera. Un chico conoce a una chica (o una mujer madura a un joven, o un chico a otro chico; las convenciones, afortunadamente, son cada vez más transgredibles).
Viene entonces el enamoramiento, esa etapa fuera de la realidad en que, como dice Erich Fromm, caen súbitamente las barreras que dividen a dos seres. Se vive entonces el encantamiento y se idealiza no sólo al ser amado, sino a la vida misma.
La diferencia entre los amores ficticios y los reales es que muchos de los primeros finalizan ahí, en el “y vivieron felices para siempre”. Muchos amores reales terminan también, durante o después del enamoramiento. Pero otros, a pesar de la tendencia actual al divorcio, a pesar de las omnipresentes infidelidades, suelen perdurar años y décadas.
Y aquí aparece una de las paradojas del amor maduro, también muy explorada, por cierto, en la ficción moderna de escritores como Almudena Grandes, Javier Marías, Jaime Bayly o Lucía Etxebarria, por nombrar algunos de mis favoritos más recientes. ¿Por qué a veces preferimos un amor antiguo que uno nuevo, aunque a veces parezca más atractivo? ¿Por qué un hombre maduro –digamos– que tiene una amante más joven y guapa que su esposa, con la que vive un nuevo enamoramiento, no se atreve a dejar a ésta y vivir el nuevo romance en forma total? Se me ocurre que en muchas ocasiones la respuesta no es simplemente un egoísmo cómodo, que prefiere seguir con la esposa abnegada y servicial mientras disfruta de la pasión de la joven amante. Quizá a veces es cierta la versión que da el esposo infiel: que después de todo, después de tantos años, hay algo mucho más sólido y profundo que lo une a la esposa que cualquier atracción que pudiera jalarlo hacia la amante.
Esta versión tiene su lógica: el amor maduro que se construye a lo largo de años conlleva algo que ningún enamoramiento, que por definición es algo nuevo, puede tener: una historia. Una larga cadena de momentos compartidos, de eventos construidos en pareja, que van cementando y cimentando una unión más allá de lo que la belleza corporal o la pasión sexual puedan lograr.
Quizá lo que puede mantener a una pareja a lo largo de tantos años y a pesar del paso del tiempo, del envejecimiento e incluso de las infidelidades no sea tanto el amor o la conveniencia racional, sino la historia compartida.
Curiosamente, en el mundo de la evolución existe algo muy similar: el llamado “fenómeno qwerty”, que explica por qué a veces las especies biológicas presentan características que no parecen mejorar su adaptación al medio, y a veces incluso la estorban, pero que tienen su explicación en la historia de esa especie.
La palabra qwerty se refiere a las primeras cinco letras que aparecen, desde la esquina superior izquierda, en el teclado de cualquier máquina de escribir (o computadora). ¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué las letras aparecen precisamente en las posiciones que tienen?
Una respuesta lógica sería que fueron colocadas ahí para permitir que los dedos las alcancen en forma cómoda y ágil y facilitar así la escritura. Si usted pensó esto, se equivoca. En realidad, las teclas se acomodaron así precisamente para impedir que los dedos pudieran alcanzarlas con demasiada facilidad. Esto se debe a que las antiguas máquinas de escribir solían atascarse cuando el mecanógrafo oprimía dos teclas demasiado deprisa. Seguramente a usted, si llegó a escribir con una máquina mecánica, le haya pasado. Pero desde luego, hoy que contamos con máquinas eléctricas de “bolita” o con computadoras electrónicas, la necesidad de frenar la velocidad de tecleado ha desaparecido. De hecho, existen distribuciones del teclado más cómodas, como el teclado Dvorak, que permiten mecanografiar con mucha mayor velocidad que el teclado qwerty.
Y sin embargo, resulta prácticamente imposible cambiar los teclados de las computadoras, pues todo mundo estamos acostumbrados, tras años de uso, a la distribución qwerty tradicional. Cambiar el estándar tendría un costo irrazonable. El teclado qwerty es un ejemplo de solución no óptima a un problema que se explica no por razones racionales, sino históricas.
En biología, el fenómeno qwerty explica la presencia de características poco adaptativas de los organismos que, sin embargo, pueden entenderse como resultado de su historia evolutiva: están ahí porque estaban presentes en los antepasados del organismo, y no se han eliminado porque, por razones históricas (es decir, evolutivas: la evolución es historia), resulta imposible hacerlo. Algunos ejemplos son el apéndice en los humanos, que aparentemente sólo sirve para infectarse gravemente de vez en cuando, o el pobre diseño de nuestros ojos, en que las fibras nerviosas pasan por delante de la retina, estorbando la visión y facilitando el desprendimiento de esta membrana, en vez de pasar por detrás, como en los ojos de los pulpos. Los humanos descendemos de animales que tenían apéndice y ojos mal diseñados.
En amores como en evolución, a veces es la historia la que decide con qué nos quedamos. Y quizá, pensándolo bien, eso sea lo mejor.
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