miércoles, 28 de diciembre de 2011

¿Ciencia peligrosa?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de diciembre de 2011

A primera vista suena como una locura: dos científicos, en distintas ciudades, toman un virus patógeno –el de la influenza aviar, o H5N1 (no confundir con el H1N1 que causó la epidemia de influenza porcina en 2009, que tanto sufrimos en México)–, y le introducen mutaciones para hacerlo mucho más peligroso.

En efecto, el virus H5N1, aunque puede pasar de aves a humanos –y en esos casos resulta altamente letal–, lo hace muy raramente. Y hasta ahora no se transmite de humano a humano. Pero Yoshihiro Kawaoka, en la Universidad de Wisconsin en Madison, Estados Unidos, y Ron Fouchier, en el Centro Médico Erasmus, de Rotterdam, Holanda, lo modificaron genéticamente –en parte mediante métodos moleculares, y en parte usando la vieja técnica de pasar la infección repetidamente entre hurones, que se infectan de manera similar a los humanos– hasta lograr cinco mutaciones que permitieron que la enfermedad pudiera transmitirse a través del aire.

Lo hicieron, por supuesto, en laboratorios adecuadamente equipados (con un nivel de seguridad 3, que requiere filtros de aire y presión negativa para evitar fugas, y que todo el personal se bañe y cambie ropa al salir, y que ésta y los desechos sean descontaminados… aunque algunos expertos opinan que debería haberse usado el aún más estricto nivel 4, con trajes completos de bioseguridad). Y no los motivó un ansia malsana de manipular la naturaleza sin importar los peligros que esto implica, sino porque esas mutaciones han ocurrido ya en la naturaleza –aunque no las cinco juntas–, y esto hace sólo cuestión de tiempo que pueda surgir un virus H5N1 que cause una epidemia mortífera.

Aunque hay quien opina que dichas investigaciones son demasiado peligrosas y nunca debieran haberse realizado, estudiar estos virus mutados permitirá conocerlos de antemano y desarrollar pruebas diagnósticas, vacunas y medicamentos para combatir la posible epidemia.

El problema es que, además, los investigadores necesitan publicar sus hallazgos para que sean conocidos, revisados y utilizados por sus colegas. Así funciona y avanza la ciencia. Pero el Consejo Consultivo Nacional de Bioseguridad estadounidense opina que ello constituye un riesgo excesivo, pues dicha información podría ser utilizada por terroristas para repetir el procedimiento y crear un virus que pudiera usarse como arma biológica. Por ello, ha pedido –no tiene facultades para obligar– a las prestigiadas revistas Science y Nature, donde iban a publicarse los resultados, que omitan los procedimientos detallados que se usaron para crear los virus (que sólo estarían disponibles, mediante un procedimiento todavía nada claro, para quienes “realmente” los necesitaran).

Ello ha causado un airado debate en los medios y la comunidad científica, pues la libertad de investigar, y de comunicar lo que se descubre, son pilares fundamentales del método científico. Abrir la posibilidad de que un gobierno intervenga para decidir qué puede publicarse y qué no –muchos especialistas hablan de “censura”– podría ser peligrosísimo para el avance de la ciencia. Además, la información ya está circulando: se presentó parcialmente en una conferencia en Malta en septiembre, y los colaboradores de Kawaoka y Fouchier, y probablemente muchos otros investigadores más –la comunicación amplia y abierta es lo normal en ciencia–, conocen ya los detalles. Por otra parte, cuando una investigación maneja algo tan delicado como el virus H5N1, no puede tratarse como cualquier otro asunto. ¿Tendrán que cambiar las reglas?

Probablemente lo que ocurra será que se declare una moratoria en la difusión de los resultados y que se abra una discusión amplia, como la que hubo en 1975 en Asilomar, California, cuando los temores del potencial dañino de las técnicas de recombinación del ADN obligaron a plantear directivas de seguridad a nivel global (que con el tiempo resultaron ser básicamente innecesarias… afortunadamente).

Desde la historia de Frankenstein se ha popularizado la imagen de una ciencia que irresponsablemente juega con fuerzas más allá de su control y termina causando daño. Lo cierto es que la investigación en todas las áreas avanza cada vez más rápido, y las circunstancias del mundo cambian. Sin duda lo más sabio será analizar y discutir con cuidado para encontrar nuevas maneras de que las sociedades gocen de los beneficios de la ciencia sin producir riesgos inaceptables.

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

De premios a premios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de diciembre de 2011

El pasado viernes 9 de diciembre se entregó uno de los reconocimientos más discretos, y al mismo tiempo más valiosos, que se dan en nuestro país a actividades científicas: el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia, en memoria de Alejandra Jaidar, otorgado por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT).

El premio lo han recibido desde 1991 varios de los más reconocidos comunicadores de la ciencia de nuestro país. Pero este año su ganador es doblemente especial, pues se trata de uno de los pilares fundamentales del desarrollo de esta actividad en nuestro país: el doctor Luis Estrada Martínez.

Físico egresado de la Facultad de Ciencias de la UNAM, Estrada, nacido en 1932, comenzó a interesarse en la difusión del conocimiento científico, y de la visión del mundo que la ciencia nos ofrece –lo que muchas veces denominamos “cultura científica”­– más allá de los claustros académicos. Desde los años 60 comenzó a organizar conferencias y cafés científicos; en 1970 fundó el Departamento de Ciencias de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, y en 1977 el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia (PECC), que se transformaría en 1980 en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC), de donde surgieron proyectos tan importantes como la revista Naturaleza y los museos Universum y de la Luz, así como toda una generación de divulgadores científicos profesionales que han compartido su experiencia y conocimiento por todo el país. Y lo más importante: el CUCC defendió una concepción de la comunicación pública de la ciencia como labor académica, que no puede improvisarse y que es de la mayor relevancia para la promoción de la actividad y la cultura científicas y, en última instancia, el bienestar nacional.

Hoy transformado en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC, por desgracia, pues el cambio, ocurrido en 1997, conllevó la pérdida formal de su carácter de entidad académica), esta institución continúa promoviendo la cultura científica en todo el país a través de museos, exposiciones, cursos, conferencias, medios audiovisuales y digitales y publicaciones, como la exitosa revista ¿Cómo ves?, que acaba de cumplir 13 años, además de continuar, por supuesto y contra diversas dificultades, la formación de personal capacitado con excelencia para desarrollar esta labor.

Todo esto y más, mucho más, hubiera sido imposible sin la visión y el impulso de Estrada, auténtico pionero de la divulgación científica latinoamericana.

A diferencia de otros premios, que hoy se negocian políticamente para distinguir no a los más capaces, sino a los más poderosos –como ocurre con el antes prestigioso premio Kalinga, que otorga la UNESCO y que el propio Estrada ganara en 1974–, el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia estimula y reconoce a quienes destacan en una de las labores más importantes y menos apoyadas del país: poner la ciencia al alcance de todos los ciudadanos. Al recibir este premio, es Luis Estrada quien honra a la comunidad de divulgadores científicos mexicanos. ¡Felicidades!

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miércoles, 14 de diciembre de 2011

Discusiones

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de diciembre de 2011

La Real Academia define “discutir”, en primera acepción, como “examinar atenta y particularmente una materia”, y no sólo, como creemos en México, como “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”. En nuestra cultura, “discusión” es sinónimo de pleito, y no de “análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”.

Y es que discutir es no sólo parte de la naturaleza humana, sino una forma de razonar, de pensar apoyándonos no sólo en nuestro cerebro, sino en los de nuestros congéneres, para compartir información, contrastarla, poner a prueba nuestros argumentos y para producir, por medio de un proceso darwiniano de generación azarosa y posterior selección, nuevas y mejores ideas.

Últimamente me ha tocado presenciar o participar en todo tipo de discusiones relacionadas, de una u otra forma, con la ciencia: desde si las opiniones de un ateo que confía más en el pensamiento racional que en lo místico constituyen una falta de respeto –no lo son–, pasando por cuestionamientos acerca de si la ciencia es una actividad intrínsecamente superior a otras –por ejemplo la carpintería– hasta dudas sobre la veracidad de los argumentos científicos que sostienen que el cambio climático global es un fenómeno real, causado por el ser humano.

En todos los casos, la respuesta es que depende. Desde luego, el ámbito de las emociones y convicciones personales es algo que queda fuera del campo de autoridad de la ciencia, pero es también cierto que hay de convicciones a convicciones: si la creencia en lo trascendente le sirve a una persona como apoyo para encontrar fuerza para superar las dificultades de la vida, nadie podría criticar. Pero si se pretende resolver un problema concreto, por ejemplo de salud, confiando en fuerzas sobrenaturales, hay que decir que las soluciones que ofrece la ciencia médica son mucho más eficaces –sin ser perfectas ni totales– que cualquier otro tipo de creencia.

Igualmente, tanto ciencia como carpintería son ocupaciones dignas y respetables por igual, y una y otra pueden ser “mejores” según lo que se requiera (construir un retablo barroco o fabricar una píldora anticonceptiva). Pero difieren en su importancia y utilidad social. Mientras que la carpintería puede producir bienes bellos y útiles, y formar así parte de una sana comunidad económica, la ciencia es asunto de importancia nacional, pues el conocimiento que produce y sus aplicaciones engendran técnicas y productos que cambian nuestra forma de vida e inciden decisivamente en el nivel de vida de un país, e incluso en su influencia internacional. Como le gusta decir al doctor Marcelino Cereijido, son los países que desarrollan ciencia y tecnología los poderosos, los que dominan, venden, deciden e invaden.

En cuanto al cambio climático, es cierto que no hay pueden hacerse afirmaciones decisivas. La ciencia no produce verdades, sino conocimiento apoyado en evidencia y argumentos, que está siempre abierto a discusión y puede cambiar con el tiempo. Pero en este momento, el consenso general de la comunidad mundial de expertos es que son los gases liberados por la acción humana los causantes del fenómeno. En todo caso, el principio de precaución exige que, ante la duda, se actúe para minimizar el daño posible.

Si hay algo que encarne el espíritu de la discusión productiva e intelectualmente honesta es la ciencia. Quizá si lo entendiéramos así, podríamos ser mejores ciudadanos de una democracia. Ya lo señalaba Carl Sagan: “Los valores de la ciencia y los de la democracia concuerdan; en muchos casos son indistinguibles”.

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Tres libros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de diciembre de 2011

A mis padres, por esos primeros libros,
y a mis mejores amigos Gerardo Ferrer,
con quien compartí a Hofstadter,
y Enrique Espinosa, que cumplió años ayer
y que me regaló a Dennett 

Vivimos en la era de la hiperconectividad. Computadoras, teléfonos celulares y tabletas, junto con las redes sociales, nos ofrecen posibilidades que antes simplemente no existían para comunicarnos instantáneamente con prácticamente cualquier persona.

Esto da lugar a fenómenos nuevos que todavía no entendemos bien. Dinámicas sociales que, como individuos y como sociedad, no sabemos todavía cómo manejar. ¿Quién hubiera pensado hace cinco años (Twitter apareció en 2006; Facebook en 2004) que uno podría enterarse instantáneamente de las tonterías que un candidato presidencial dijo cuando le pidieron nombrar tres libros que hubieran influido en su vida? Y más importante: ¡que podríamos contestarle directamente, hacer burla de él con infinidad de chistes (destronó a Ninel Conde en Twitter), y enterarnos de que su hija nos insultaba llamándonos “pendejos”, “prole” y “envidiosos”!

Sin duda las redes, como toda herramienta, pueden ser muy útiles o convertirse en un arma peligrosa, de la que a veces salen tiros por la culata. Me pregunto cómo las emplearemos, qué reglas y modales evolucionarán respecto a su uso.

Y para aprovechar el tema de moda, se me antoja mencionar tres libros que han influido, y mucho, en mi vida (descontando el más importante, como me dijo hoy un amigo: el libro de texto de primero de primaria, por supuesto, pues con ese aprende uno a leer, y el libro para niños Cómo aprendemos, (Queromón Editores, 1964) que mis padres me regalaron en los 70 –mi madre me lo ofreció diciendo que contenía “todas las respuestas” y con eso detonó una búsqueda infructuosa que todavía continúa– y que sin duda despertó mi vocación por la divulgación científica, junto con las maravillosas colecciones de libros de Time-Life y la Nueva Enciclopedia Temática, que ya era vieja cuando la compraron).

El primero lo escribió Douglas Hofstadter, físico que con él ganó el Premio Pulitzer en 1980 (el personaje de Leonard en el popular programa de TV el personaje de Leonard en el popular programa de TV La teoría del big bang se apellida Hofstadter en su honor). Se trata de Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada (publicado en español por el Conacyt en 1982, y posteriormente en España con un subtítulo diferente: “Un eterno y grácil bucle”). Un libro tan barroco, complejo y deslumbrante que es imposible describirlo: baste decir que habla de arte, música, matemáticas y computación, entre muchos otros temas, para indagar sobre la relación entre cerebro, mente y conciencia.

El segundo es El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del genial escritor y neurólogo inglés Oliver Sacks. En él convierte sus casos clínicos en literatura y logra inquietarnos y perturbarnos, pero también conmovernos y hacernos reflexionar sobre la compleja naturaleza humana. Y, sobre todo, mostrar que somos nuestro cerebro: que el alma es sólo un fenómeno emergente de nuestros mecanismos neurales. Un refuerzo decisivo a mi concepción naturalista del mundo.

Y el tercero (¡ay, podría mencionar tantos más, si hubiera espacio!) es La peligrosa idea de Darwin, del filósofo Daniel Dennett, en el que, para ayudar a sus lectores a entender su teoría de la conciencia esbozada en otro libro, La conciencia explicada, profundiza en la idea de selección natural, base de la teoría darwiniana de la evolución, y al hacerlo nos permite apreciar su importancia y magnitud, y entenderla de nuevas y sorprendentes maneras, en una forma que ni mis maestros de evolución en el posgrado pudieron hacerlo (incluso, muchos biólogos nunca llegan a entenderla con la profundidad que él la explica).

Tres libros que a mí me cambiaron y me encantaron (en ambos sentidos de la palabra). Si lee alguno, espero que lo disfrute.

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