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domingo, 1 de julio de 2018

Estudiando a los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o. de julio de 2018

A pesar de todas las campañas que se hacen para acercar la ciencia al público, y de programas de TV como La teoría del Big Bang, que muestran que los científicos son seres humanos quizá un poco peculiares, pero no tan distintos de cualquier persona, en el imaginario colectivo persiste su imagen como bichos raros: inventores o científicos locos, distraídos, despeinados, que básicamente se encierran en un laboratorio para estudiar cosas extrañas.

En realidad, la vida del investigador científico dista de ser idílica o sencilla. Su trabajo es arduo no sólo por los moños que la madre naturaleza se pone para dejarse estudiar: los experimentos que fallan, los datos que no se dejan analizar fácilmente, los resultados que distan de lo esperado… Súmele usted la competencia con otros grupos de investigadores que estudian el mismo tema, la falta de dinero –sobre todo en países como el nuestro– y la lucha con la burocracia.

Además de todo esto –como mostrara hace décadas Robert K. Merton, el padre de la sociología de la ciencia que estudió a los científicos como quien estudia una tribu exótica– todo su trabajo tiene como fin publicar artículos especializados en revistas que son arbitradas por sus propios colegas, quienes ejercen un despiadado sistema de control de calidad (revisión por pares o peer review) para asegurar que los resultados de las investigaciones publicadas sean confiables. A cambio de sus publicaciones, los científicos reciben citas de sus trabajos en las publicaciones de otros colegas. Los trabajos más importantes reciben más citas, y los irrelevantes muy pocas o ninguna. Así, los científicos exitosos adquieren reconocimiento, moneda de cambio que se traduce en recursos e influencia.

Este sistema, que ha venido evolucionando a lo largo de varios siglos, y que presenta múltiples complejidades, ha dado pie al mecanismo usado casi universalmente para evaluar a los científicos: la bibliometría: el que publica más trabajos y recibe más citas es considerado mejor que los demás (claro que influyen otros elementos, como la calidad de las revistas en que publica, medida a través del llamado “factor de impacto”, determinado por el número promedio de citas que reciben los artículos que en ella aparecen).

El resultado de todo esto es que, sobre todo de unas décadas para acá, los científicos en todo el mundo viven bajo la presión del “publicar o morir”: su prestigio, sueldos e incluso empleos dependen de publicar continuamente, en las mejores revistas. Esta presión a veces distorsiona la ética de su trabajo, fomentando que publiquen en forma de varios artículos pequeños lo que en realidad era una sola investigación larga, o incluso que lleguen a cometer fraude, presentando resultados inventados (aunque el sistema científico cuenta con mecanismos bastante eficaces para detectar y sancionar tales fraudes).

Pero los sociólogos siguen estudiando a las comunidades de científicos, que globalmente agrupan a casi 8 millones de individuos (0.1 de la población mundial, o una persona de cada mil), según datos de la UNESCO. Recientemente los investigadores rusos Ilya Vasilyev y Pavel Chebotarev, del Instituto de Física y Tecnología de Moscú y el Instituto Trapeznikov de Ciencias del Control, en la misma ciudad, respectivamente, publicaron en la revista Upravlenie Bolshimi Sistemami (Gestión de Sistemas Socioeconómicos) un artículo cuyo título se puede traducir como “Una tipología de los científicos basada en datos bibliométricos”, y que está disponible en el repositorio digital mathnet.ru. (Como desafortunadamente no leo ruso, para este comentario me baso en el resumen en inglés del artículo original y una excelente reseña del mismo publicada en el portal de noticias científicas Phys.org.)

Los investigadores realizaron un análisis matemático de las citas de los 500 científicos más citados en tres disciplinas: física, matemáticas y psicología, según una búsqueda en Google Scholar (Google Académico).

Hallaron que, en general, las curvas de citas de estos científicos a través del tiempo caen de manera natural en tres grandes categorías: los “líderes”, investigadores con amplia experiencia y amplio reconocimiento, y cuyo alto número de citas aumenta año con año; los “sucesores”, investigadores jóvenes con un buen número de citas, y los “esforzados”, que trabajan duramente para obtener sus citas, pero no tienen grandes logros ni tanto prestigio.

Fue interesante hallar que, tanto para físicos como matemáticos, el porcentaje de líderes entre los 500 más citados era de alrededor de un 50% (48.5 y 52%, respectivamente), mientras que el de sucesores era de 31.7 y 25.8%, y el de esforzados de 19.8 y 22.2%. Es decir, los porcentajes en que se distribuyen estas tres categorías son más o menos comparables.

En cambio, para los psicólogos, la distribución era muy distinta: sólo 34% de líderes, 18.3 de sucesores y un enorme 47.7 de esforzados. Los autores suponen que esta diferencia refleja las distintas características de las ciencias naturales, comparadas con las ciencias sociales y humanidades.

Analizando las poblaciones con más detalle, los investigadores detectaron que tanto entre los matemáticos como entre los físicos habían tres grupos que definieron como “luminarias” (autoridades reconocidas, que forman alrededor de la mitad de cada muestra), “inerciales”, cuyas citas no aumentan gran cosa con el tiempo, y que constituyen alrededor de un 15% de las muestras, y la “juventud”, que son alrededor de un 30% del total. En el caso de los matemáticos, detectaron además un grupo extra, el de los “precoces”, que tienen éxito muy jóvenes y conforman un 4% de la muestra.

Es llamativo que, analizando estos datos, se pueda clasificar a estos científicos con alto número de citas en grupos relativamente bien definidos, según el éxito que van teniendo a lo largo de sus carreras. Vasilyev y Chebotarev reconocen que se trata sólo de un estudio preliminar, y en un futuro esperan ampliarlo para incluir más disciplinas científicas.

Quizá este tipo de análisis permita ir entendiendo mejor las semejanzas y diferencias entre las distintas ciencias, y quizá nos ayude a encontrar mejores maneras de juzgar y evaluar el trabajo y las carreras de los investigadores científicos.

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domingo, 4 de marzo de 2018

¿Hasta dónde es ciencia la ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de marzo de 2018

Vivimos en la era de internet y la redes sociales, y por tanto, también la era de las fake news, de la posverdad, de la manipulación informativa. Se trata de uno de los problemas más urgentes que amenazan a todas las sociedades modernas.

¿Por qué? Porque mediante la desinformación, que es aceptada sin cuestionar por una gran cantidad de gente y que, como consecuencia, se difunde viralmente, áreas tan vitales para una sociedad como la democracia, la salud o la confianza en las instituciones o en la ciencia pueden ser manipuladas, puestas en duda y quebrantadas (véase por ejemplo la probable intervención rusa en las elecciones estadounidenses en 2016).

En ciencia, las noticias falsas virales dan pie a creencias absurdas, como que el ser humano nunca ha pisado la Luna, que los aviones liberan estelas de compuestos tóxicos (chemtrails) con el fin de causar cáncer o esterilidad en la población, o que la Tierra es plana, cada una acompañada de elaboradas teorías de conspiración en las que intervienen la NASA y los gobiernos mundiales, como si fueran entidades casi omnipotentes. O, mucho más grave, fomentan ideas absurdas como que el sida no es causado por un virus (o que no existe), que el calentamiento global es sólo un invento de los enemigos de los Estados Unidos, o que las vacunas, lejos de proteger la salud, la dañan. Todas ellas pueden perjudicar muy seriamente a la humanidad y al planeta.

¿Cómo combatir esta epidemia de credulidad, desconfianza en el conocimiento científico y falta de pensamiento crítico? Nadie ha dado aún con una buena solución: señalar que no hay que difundir información sin antes verificarla no ha servido, hasta ahora, de gran cosa.

Pero yo creo que, al menos en lo que respecta a temas científicos, quizá parte del problema es que no hemos logrado que el gran público entienda cómo funciona, en realidad, la ciencia: la presentamos casi siempre con un proceso de “invención” realizada por “genios”, o cuando mucho como una receta de cocina: observación, hipótesis, experimentación, comprobación, teoría, ley…

En realidad, el conocimiento científico es múltiple, complejo y varía con el tiempo y el contexto. ¿Cómo se puede saber si una idea (las vacunas, el calentamiento global, la homeopatía, la astrología) son ciencia o sólo engaños seudocientíficos?

La verdad es que hasta los científicos tienen problemas para definir con claridad la frontera entre la ciencia legítima y la que no lo es. La respuesta más sencilla sería decir que la ciencia se basa en evidencia y argumentos lógicos, y la seudociencia no. Pero no es tan sencillo. Hay áreas de la ciencia que no tienen mucha evidencia –aunque sí argumentos, y detalladas ecuaciones– que las apoyen, como la teoría de cuerdas o la de los multiversos. Y sin embargo son en general consideradas científicas. (Aunque hay quienes, por el contrario, las denuncian como especulaciones inútiles y carentes de base, o de plano como seudociencias, como explica detalladamente en su excelente blog “El escéptico de Jalisco” el divulgador científico Daniel Galarza Santiago, quien además es estudiante de filosofía de la ciencia: “La guerra del multiverso y el problema de demarcación”, 1º de febrero de 2018).

Otro intento de definir un “criterio de demarcación” para distinguir qué es ciencia y qué no fue el requisito, propuesto por el filósofo austriaco Karl Popper, de que toda teoría científica debería ser “falsable”, es decir, tendría que estar claro qué resultados, de obtenerse, refutarían dicha teoría. Las seudociencias son notorias porque jamás pueden ser refutadas; siempre recurren a excusas y explicaciones alternas sacadas de la manga (ad hoc) para salvarse de ser refutadas y exhibidas como engaños. La teoría de los multiversos –que en realidad es un gran conjunto de propuestas teóricas distintas, algunas relativamente simples y algunas muy complejas y abstractas– en general no son falsables, pues no hacen –todavía– predicciones que puedan ser puestas a prueba.

Pero en realidad, y a diferencia de ideas claramente seudocientíficas como la Tierra plana, el creacionismo o la astrología, las teorías cosmológicas como la de multiversos o la de cuerdas (que postula que las partículas y fuerzas de la naturaleza son en realidad vibraciones de “cuerdas” invisibles que existen en 8 o 9 dimensiones, enrolladas sobre sí mismas para dar la apariencia de 4 dimensiones –tres del espacio y una de tiempo– que percibimos) no son simples ocurrencias superficiales. Son, por el contario, derivaciones teóricas de alta complejidad que parten de la física más avanzada que conocemos.

Aun así, hay quien las considera “degeneraciones” que sólo especulan inútilmente; “es como considerar la posible existencia de dios como una hipótesis científica”, argumentan sus detractores. Pero, aunque no tenemos pruebas para confirmarlas, refutarlas o elegir la mejor entre sus muchas variantes, podemos defender el argumento de que son “ciencia” en tanto que derivan de la ciencia, son hechas por científicos y utilizan las mismas matemáticas, el mismo rigor y las mismas herramientas teóricas que usa el resto de la física.

Y, sobre todo, porque son aceptadas como ciencia, luego de una discusión amplia y rigurosa, por el consenso mayoritario de la comunidad científica. Porque al final, como han argumentado muchos filósofos e historiadores de la ciencia, notoriamente el físico e historiador estadounidense Thomas Kuhn, ciencia es aquello que la comunidad científica reconoce como ciencia (y, como tal, varía con el tiempo: la ciencia es un proceso histórico, no un cuerpo de conocimientos absolutos).

Así, la ciencia podría quizá caracterizarse por la evidencia que la apoya, el rigor de los argumentos, ecuaciones y teorías que la soportan, por el proceso de discusión crítica al que está sometida –representado por el mecanismo de revisión por pares– y, como resultado de todo esto, por la aceptación mayoritaria de una comunidad de expertos calificados. Aceptación que, sin embargo puede cambiar con el tiempo y el surgimiento de nueva evidencia y nuevos argumentos.

A lo mejor, si los ciudadanos conocieran mejor estas discusiones, apreciarían más claramente que para distinguir las fake news científicas de la ciencia legítima lo mejor es recurrir justo a ese consenso de los expertos, y no sólo confiar en la “autoridad” de una página de Facebook.

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domingo, 18 de febrero de 2018

Un poco de filosofía

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de febrero de 2018

Hace unas semanas publiqué aquí un texto donde me sumaba a la preocupación de muchos intelectuales por la creciente desconfianza que hay hacia lo que algunos llaman “la autoridad de la ciencia”: la concepción de la ciencia como fuente de conocimiento confiable, necesario y útil sobre el mundo que nos rodea. Esa desconfianza se expresa concretamente, entre otros muchos ejemplos, en el absurdo y peligroso movimiento antivacunas.

En la sección de comentarios de mi columna en el sitio web de Milenio –ese “sótano” que a veces parece más un peligroso callejón que un ágora para discusiones constructivas– hubo varias opiniones donde se me acusaba de ser incongruente.

“Que no se lamenten hoy de lo que sembraron en el vasto campo de la postmodernidad”, me reprochó “Miguel Angel”, añadiendo que yo “solía burlarme de los que hablan de hechos objetivos”, y “decía que todo era un constructo social o mental”. Otro lector/troll, BruceWeinn, comentaba que “el conocimiento es universal; lo que es válido desde que se creó este mundo será válido aun después de que desaparezca este universo”. ¿Cómo, si pienso todo eso, pretendo defender la validez del conocimiento científico sobre las vacunas?

Para empezar, habría que explicar a qué se refiere eso de “posmodernismo”: se trata, según la Encyclopaedia Britannica, de un amplio movimiento filosófico de finales del siglo pasado que se caracteriza “por su amplio escepticismo, subjetivismo o relativismo; que sospecha de la razón y es muy sensible al papel de la ideología”. El posmodernismo, continúa la misma Britannica, duda de que haya tal cosa como una realidad objetiva, de que nuestro conocimiento de ella pueda declararse verdadero o falso, de la utilidad de la lógica y la razón para mejorar la vida humana –e incluso de su validez universal–, y de que se puedan construir teorías generales que expliquen el mundo. Puesto así, suena bastante absurdo y anticientífico, por supuesto, aunque hay que aclarar que se trata de una generalización caricaturesca: hay muchas variedades de pensamiento posmodernista, algunas más extremas que otras.

Pero, curiosamente, mis detractores –y muchos científicos también, así como muchos “escépticos” defensores del pensamiento crítico que luchan contra charlatanerías y seudociencias– parecieran defender la visión opuesta: que existe una única realidad objetiva; que ésta puede conocerse de manera certera, total y absoluta por medio de la lógica y la razón; y que las teorías que generamos por medio de ella representan de manera total, “verdadera” (así, sin matices) al mundo físico.

Esto, lamentablemente, como saben desde hace tiempo filósofos de la ciencia, epistemólogos y otros expertos, es una visión simplona e incorrecta del conocimiento y de la ciencia. Si fuera correcta, las teorías científicas, al ser “verdaderas”, no cambiarían constantemente en ese proceso constante de mejora paulatina que a veces da pie a verdaderas y violentas revoluciones: las verdades no cambian.

¿Quiere decir eso que “todo es un constructo mental”, o social? No el mundo real, en cuya existencia creemos firmemente los científicos, pero sí el conocimiento que podemos tener de él. Pero, si tenemos una mínima formación filosófica, sabemos que los humanos no podemos tener acceso directo a la realidad: todo lo que sabemos de ella pasa a través del filtro de nuestros sentidos, que son limitados y propensos a errores (pese a los instrumentos que usamos para ampliarlos), y a las interpretaciones que nuestros cerebros hacen de la información que los sentidos les proporcionan. No podemos jamás ver un objeto: sólo la luz que se refleja en él (y ni siquiera percibimos la luz, sino sólo los impulsos nerviosos que nuestros ojos generan a partir de ella, y que luego, a través de un intrincado procesamiento cerebral, dan origen a la sensación subjetiva de “ver”).

¿Cómo podemos entonces conocer el mundo, cómo podemos confiar en los modelos que nuestros cerebros o nuestra ciencia generan de él? Aceptando que no se trata de conocimiento absoluto, pero sí confiable en cierta medida. Y más confiable cuanto más precavidos seamos en construirlo. El conocimiento científico no es universal ni eterno: se va construyendo, cambia y depende de nuestras creencias, métodos, cultura… es relativo. Pero eso no quiere decir que sea arbitrario.

Y el reconocer esto no lo invalida ni hace que no se pueda decir que sabemos, más allá de toda duda razonable, que las vacunas funcionan, en una enorme mayoría de los casos, como medida de prevención de enfermedades que salva miles de vidas cada año, y que oponerse a su uso es una irresponsabilidad que raya en lo criminal.

(Y no nos vendría mal a científicos, comunicadores de la ciencia y escépticos y defensores del pensamiento crítico educarnos un poco en filosofía de la ciencia: recientemente  Nature, una de las dos revistas científicas más prestigiadas del mundo, publicó un editorial abogando por la urgencia de una educación filosófica para mejorar la formación y la aptitud de los investigadores científicos.)

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domingo, 23 de julio de 2017

Verdad científica y consenso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de julio de 2017

La semana pasada presenté en este espacio un comentario sobre el calentamiento global y el cambio climático que trae aparejado, y los describí como “la más grande amenaza para la supervivencia humana”.

En respuesta, más de un lector me acusó de estar propagando una falsedad, e incluso de promover “una nueva religión”. Y es que el tema, a pesar de lo que pudiera pensarse, es polémico.

Hay mucha gente en el mundo –entre ellos, por supuesto, Donald Trump– que dudan de la veracidad de los datos que indican que el calentamiento global es un fenómeno real, o no están convencidos de que sea producto de la actividad humana (la emisión de gases de invernadero producto de la quema de combustibles fósiles), sino que creen que forma parte de los ciclos naturales del sistema Tierra-Sol.

Como consecuencia, niegan sus riesgos (o afirman que es inútil tomar medidas para tratar de mitigarlos), a pesar de la cada vez más clara evidencia que se va acumulando. Estos “escépticos” (o, más adecuadamente, en mi opinión, negacionistas) del cambio climático afirman, para explicar que la inmensa mayoría de los expertos en clima estén de acuerdo en que el riesgo es real (con datos, análisis detallados y modelos complejos que sustentan su opinión), que existe una especie de complot global, organizado quizá por “países enemigos del mundo libre” como China, para propagar la versión oficial. El objetivo de esta conspiración mundial sería perjudicar la economía de los países altamente industrializados –o, en una versión alterna, la de los países emergentes–, que se verían obligados a tomar medidas de alto costo para reducir la emisión de gases de invernadero.

El problema es que, al discutir sobre el asunto, quienes niegan el cambio climático descalifican la validez del conocimiento científico que es dado por bueno por la gran mayoría de los expertos, los cuerpos colegiados internacionales –como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático– así como la gran mayoría de los países que han firmado compromisos como el Acuerdo de París.

Surgen entonces las discusiones sobre lo que es “verdad” en ciencia: cada bando afirma que la verdad está de su lado, y se niega aceptar los datos, interpretaciones, argumentos y conclusiones de sus adversarios. La discusión puede, de este modo, empantanarse y volverse interminable.

No sirve de mucho especular sobre las razones ideológicas, psicológicas o los intereses que pueden estar detrás de las opiniones de los negacionistas del cambio climático. (Aunque tienden a ser personas que consideran la libertad –sobre todo la de mercado– como valor supremo, y suelen estar relacionados con el mundo de las finanzas y los negocios.)

Pero parte del problema es la visión relativamente ingenua que normalmente tenemos de la ciencia. O más precisamente, del método que los científicos usan para producir conocimiento científico confiable. Se nos enseña desde la primaria que los científicos observan objetivamente, sin prejuicios ni preconcepciones, la realidad, y que hacen experimentos, y a partir de ello formulan hipótesis que expliquen lo observado. Luego someten a prueba, con más experimentos, dichas hipótesis, y si nada parece contradecirlas, las aceptan como verdaderas. (Una versión ligeramente más refinada nos dice que los científicos sólo aceptan sus hipótesis y teorías como probablemente verdaderas, las siguen sometiendo a prueba y están siempre listos a desecharlas y sustituirlas por hipótesis mejores en cuanto surjan datos que las refuten.) Finalmente, plasman sus conclusiones en artículos científicos que son enviados a revistas arbitradas, donde sus datos y argumentos son examinados por expertos, y sólo si pasan este control de calidad son publicados y pasan a ser considerados como ciencia legítima. O, en la versión ingenua que es tan popular, como “verdad científica”.

Sin embargo, lo que casi nunca se nos dice es que el quehacer científico no se limita al laboratorio ni termina con la publicación de artículos. Gran parte de la ciencia consiste en la discusión, sistemática, crítica y racional, de los datos, los modelos y las interpretaciones científicas. Una discusión continua, que va desde el momento en que se inicia una investigación hasta mucho después de haber sido publicada.

Y tampoco suele decirse que en ciencia el concepto de “verdad” no tiene mucho sentido: lo que se obtiene por este complejo proceso (presentado aquí en forma enormemente simplificada) es simplemente conocimiento que representa, en un momento dado, y según la opinión calificada de la mayoría de los expertos en un campo, la visión más confiable de lo que realmente ocurre en la naturaleza.

La idea de que la ciencia no produce verdades sino conocimiento útil y confiable ­–representaciones de lo que existe ahí afuera– y que el criterio para evaluar su validez no son tanto los datos sino el consenso de la comunidad de expertos calificados en el tema del que se trate, es indispensable para entender las interminables discusiones sobre temas polémicos como el cambio climático y otros. Vacunas, VIH/sida, visitantes alienígenas de otros mundos: en todos los casos, la ciencia no ofrece certezas absolutas, sino conocimiento avalado, con base en la evidencia y los argumentos disponibles (incluyendo la aplicación del conocimiento para hacer predicciones), por el consenso de la comunidad científica. (Ésta es, de paso, una de las características que dan a las ciencias naturales su inmenso prestigio: pocas disciplinas logran generar consensos tan generalizados, y por tanto tan confiables, entre sus expertos.)

Existen verdaderas polémicas científicas, en que las opiniones de los especialistas están divididas. Pero con el tiempo y la acumulación de pruebas, muchas veces se van resolviendo para generar consensos mayoritarios. Eso ocurrió precisamente con las teorías sobre el cambio climático, considerado probable hace unos 20 años, y algo prácticamente seguro hoy. Los movimientos negacionistas, en cambio, insisten en presentar como debates aún no resueltos temas que los expertos ya no discuten desde hace años.

En particular, el papel de los periodistas y comunicadores de la ciencia, como quien esto escribe, no es juzgar las disputas científicas ni calificar quién tiene la razón en este tipo de polémicas, sino presentar a su público la ciencia más actual y confiable. Es decir, la que representa el consenso de la comunidad científica. Y, en el caso de polémicas ya superadas, como la del cambio climático, dejar claro que el negacionismo carece de sustento científico.

Todo mundo tiene derecho a su propia opinión, y a confiar en la información que le parezca más adecuada. Lo que no es válido es presentar como ciencia versiones que, aunque en un momento dado hayan sido plausibles, hoy ya han sido desechadas. Cuando se trata de temas donde ya existe un consenso científico amplio, seguir difundiendo opiniones minoritarias es, simplemente, desinformar.
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domingo, 30 de abril de 2017

¿Seudociencia en la UNAM?

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de abril de 2017

Las universidades, sobre todo las públicas, son los espacios naturales para la apertura y la tolerancia. Pero también están obligadas a ser baluartes de la cultura y del rigor académico, que son los cimientos de su reputación, y garantes del papel que cumplen en la sociedad.

El sábado pasado 22 de abril se llevó a cabo en todo el mundo, con una importante participación en México, y en particular en la capital, la Marcha por la Ciencia, que buscó, entre otras cosas, defender la importancia de la investigación científica y del conocimiento que ésta genera para las sociedades modernas. Los valores de la ciencia, entre los que se hallan el compromiso con la realidad, el pensamiento crítico, la honestidad intelectual y el rigor metodológico, son tan importantes como las aplicaciones tecnológicas del conocimiento que se genera gracias a estos valores.

En la marcha hubo una importante participación –no podía ser de otro modo– de contingentes formados por estudiantes de licenciatura y posgrado y por investigadores científicos de varias de las principales instituciones públicas de educación superior, incluyendo al Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y, por supuesto, la máxima casa de estudios de nuestro país, y una de las principales universidades de Latinoamérica, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Por eso resulta alarmante ver que, casi simultáneamente, aparecieron diversos mensajes en medios de la propia UNAM, o asociados a ella, donde se promueve el pensamiento anticientífico al presentar terapias seudomédicas, carentes de toda utilidad terapéutica, como si fueran no sólo válidas, sino como valiosos avances, y donde se criticaba al mismo tiempo a la medicina científica, basada en evidencia.

El ejemplo más notorio fue el artículo titulado “Todo lo que no es alopatía…”, firmado por la doctora Paulina Rivero Weber, filósofa y directora del Programa Universitario de Bioética (PUB) de la UNAM. El texto fue publicado el 19 de abril en un espacio institucional que, con el nombre “Una vida examinada: reflexiones bioéticas”, el PUB tiene en la revista digital Animal político.

En él, Rivero se dedica a defender, contra la que ella llama “medicina alópata” (nombre que sólo los homeópatas usan), a terapias “alternativas” como la homeopatía y la acupuntura, entre otras. Y lo hace, por desgracia y contradiciendo el consejo que ella misma ofrece en su texto (“no se debe hablar de aquello que se desconoce”), desde la más profunda ignorancia. Los argumentos que ofrece para justificar su defensa de estas seudoterapias son lamentables: van desde evidencia anecdótica (como a ella le han funcionado, queda demostrada su eficacia) al argumento de autoridad (su médico, un doctor González, estudió en China, por lo tanto hay que creer en su palabra) y a la falacia de popularidad (o argumento ad populum; como mucha gente dice que le ha funcionado, debe ser cierto).

La doctora Rivero pasa así por encima de cientos de investigaciones clínicas rigurosas, llevadas a cabo en instituciones médicas de prestigio de todo el mundo, y publicadas en las mejores revistas científicas arbitradas, así como estudios comisionados por las autoridades de salud de muchos países desarrollados, que han encontrado que la homeopatía, la acupuntura y tantas otras “terapias alternativas” carecen de cualquier efecto terapéutico real, razón por las que no son reconocidas por la comunidad médica mundial (aunque sí, naturalmente, por las sociedades de homeópatas o de acupunturistas). Incluso, como ya se ha referido en este espacio, en países como Reino Unido, Francia, España, Australia, Holanda o Suiza se ha retirado el apoyo con fondos públicos para tratamientos homeopáticos, y recientemente en Estados Unidos se obliga a los medicamentos homeopáticos a portar una advertencia de que no hay evidencia científica que confirme su efectividad.

Quizá la doctora Rivero desconozca lo anterior. Pero no habría sido tan difícil averiguarlo. Quizá desconozca también las condiciones en que se realizan los estudios clínicos para validar una terapia médica: un grupo de pacientes y otro de control, el uso de placebos administrados por el método de doble ciego, para evitar sesgos, y un riguroso análisis estadístico posterior para detectar si hay algún efecto real, distinto del azar, producido por la terapia.

La doctora Rivero pasa también por encima del conocimiento científico actual, que entra en franca contradicción con los supuestos fundamentos teóricos de ambas disciplinas. Respecto a la homeopatía, la idea de que sustancias que normalmente producen un efecto, al ser diluidas infinitesimalmente, pueden producir el efecto contrario, y que su “potencia” aumenta conforme más diluidas estén (lo cual va, por supuesto, contra todo el conocimiento químico actual). En el caso de la acupuntura, que existe una “energía vital” llamada chi o qui que fluye por unos supuestos canales en el cuerpo humano llamados “meridianos”, y que la inserción de agujas puede corregir problemas en su flujo (por supuesto, ni el chi, que es “inmaterial e imperceptible”, ni los meridianos, que no corresponden a las venas, arterias, nervios ni vasos linfáticos, han sido jamás detectados).

Vale decir que la opinión de Rivero Weber no es representativa de lo que piensan los demás miembros del PUB. En el espacio en Animal político se advierte que “Las opiniones publicadas en este blog son responsabilidad únicamente de sus autores. No expresan una opinión de consenso de los seminarios ni tampoco una posición institucional del PUB-UNAM”. Y probablemente su beligerante texto fue escrito como respuesta a otro artículo publicado anteriormente, el 5 de abril, por otro miembro del PUB, César Palacios González, en el mismo espacio. En este texto, titulado “Estado mexicano, lectura del huevo y homeopatía”, el autor hacía una reducción al absurdo para enfatizar lo absurdo, desde el punto de vista científico como ético, de que las instituciones de salud del Estado mexicano financien tratamientos “alternativos” que carecen tanto de base científica como de efectividad terapéutica. Pero nada de eso justifica la promoción que Rivero hace, no en un foro personal, sino en un espacio público amparado bajo el nombre del PUB y la UNAM, y en su carácter de directora del propio PUB, de la charlatanería seudomédica.

Contra lo que Rivero afirma en su texto, quienes combatimos la promoción de la homeopatía, la acupuntura y demás seudomedicinas no lo hacemos por ignorancia o prejuicio, sino basados en el conocimiento científico aceptado, que a su vez se fundamenta en la experimentación controlada, la búsqueda de evidencia y el análisis y discusión crítica de la misma. Y la respuesta que la ciencia da es clara: no hay evidencia alguna de que tratamientos como éstos tengan algún efecto terapéutico detectable.

Sin embargo la popularidad de este tipo de terapias es grande. Tan grande, que en algunas dependencias de la propia UNAM, como las Facultades de Estudios Superiores Cuautitlán y Zaragoza, se imparten ya cursos de éstas y otras disciplinas “alternativas”, y en las redes sociales universitarias se difunde, como si fuera motivo de orgullo, la aplicación de “acupuntura veterinaria” por egresados de la UNAM. (Hay otros ejemplos dentro y fuera de la UNAM, como la materia de “medicina holística” que se imparte en su Escuela Nacional de Enfermería, o la existencia de un Hospital Nacional Homeopático dependiente de la Secretaría de Salud, como ya se ha comentado aquí.)

El problema de cómo distinguir la ciencia legítima de sus imitaciones seudocientíficas no es sencillo, y ha ocupado por décadas a los filósofos de la ciencia. Pero eso no justifica que cualquier disciplina tenga derecho a ser aceptada como ciencia. Hasta el momento, el criterio que rige, como ha regido siempre, para distinguir ciencia de seudociencia es el consenso de la mayoría de los miembros de la comunidad científica de expertos relevantes. Consenso que obedece, entre otros criterios, a la evidencia y los argumentos para legitimar una disciplina como “científica”. Como dijera el famoso comediante y defensor del pensamiento racional australiano Tim Minchin “¿sabes cómo le llaman a la medicina alternativa que demuestra ser efectiva? Medicina”.

Preocupa que la directora del Programa de Bioética de una Universidad Nacional se erija como defensora de seudoterapias que, al carecer de efectividad ponen en peligro e incluso dañan –al hacer perder un tiempo valioso, o al recomendar tratamientos sin un control farmacológico adecuado– la salud de los pacientes. Hay en ello un evidente conflicto ético.

Y preocupa que en la UNAM se impartan y se difundan seudociencias médicas, porque se daña así la imagen y confiabilidad de la Universidad de todos los mexicanos (así como el IPN ha visto dañada la suya por la existencia continuada de una Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que si bien tiene raíces históricas, no tiene razón de ser en el siglo XXI, y por la venta de productos milagro por parte de “egresados del IPN” que lucran con su marca).

La doctora Rivero hace algunas propuestas que pueden ser útiles: que se distinga entre charlatanes y profesionales calificados (aunque ella supone que los homeópatas y acupunturistas con estudios son, de alguna manera, “profesionales calificados” del área de la salud). Su idea podría aprovecharse estableciendo, en la UNAM y en otras instituciones académicas, mecanismos que, sin restringir la diversidad y pluralidad de pensamiento, ni la libertad académica, sí garanticen un mínimo rigor cuando se habla de ciencia, y sobre todo de ciencias médicas, para impedir que disciplinas seudocientíficas invadan los recintos universitarios. Esto podría hacerse, quizá, estableciendo comités que avalen el rigor científico de la información que se difunde y los cursos que se imparten.

Ojalá que las autoridades de la UNAM tomen medidas para garantizar el rigor académico en el conocimiento que se difunde en nombre de la institución, y para garantizar la confiabilidad de las terapias que la propia UNAM avala. De otra manera, la reputación de nuestra máxima casa de estudios podría verse, lamentablemente, erosionada.

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domingo, 15 de enero de 2017

El fraude homeopático

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de enero de 2017

A fines de diciembre pasado la revista Proceso publicó los resultados de la Encuesta Nacional de Ciencia y Tecnología 2015, elaborada por la UNAM, donde se revela, entre otras tristes muestras de la falta de cultura científica en nuestra población, que “los mexicanos tienen más confianza en los horóscopos que en la ciencia”.

El resultado no es sorprendente: otras encuestas llevadas a cabo con cierta regularidad en nuestro país ofrecen siempre resultados similares: poca confianza en la ciencia, poco conocimiento de ella, incapacidad para distinguir entre ciencia legítima y seudociencias.

El problema de distinguir entre la ciencia digna de confianza y sus imitaciones fraudulentas no es algo que se resuelva fácilmente: ha ocupado durante más de un siglo a científicos, filósofos y otros especialistas, quienes lo conocen como el “problema de la demarcación”.

Y es que tanto la ciencia como muchas falsas ciencias tienen el mismo origen: la curiosidad humana, la búsqueda de respuestas a problemas, el uso del sentido común, de la observación y la experimentación para tratar de obtener conocimiento sobre la naturaleza, que nos permita entender el movimiento de los astros o los ciclos naturales del planeta, curar enfermedades y tomar decisiones en la vida. La diferencia es que muchas disciplinas se conforman con respuestas que suenen lógicas o coherentes, y toman en cuenta sólo los datos que coincidan con ellas. Surgen así disciplinas seudocientíficas como la astrología, la alquimia, el espiritismo o la grafología (en la vertiente que pretende revelar el carácter de una persona a través de su escritura).

La ciencia legítima, en cambio, ha hecho esfuerzos a lo largo de cientos de años para desarrollar métodos que impidan a los científicos engañarse a sí mismos, pues reconocen la multitud de sesgos cognitivos que nuestra especie posee y que nos hacen pensar, por ejemplo, que porque algo ocurre una vez ocurrirá siempre, o que porque dos eventos ocurrieron uno después de otro hay entre ellos una relación de causa y efecto. La observación y experimentación repetidas y controladas, y sometidas a la revisión y crítica de terceros, así como el uso de la estadística, son parte del complejo sistema de control de calidad que la ciencia moderna usa para tratar de reducir al mínimo la tendencia humana a engañarse.

Aun así, se puede defender el derecho de las personas a creer en aquello que les convenza, sean éstas historias de extraterrestres que nos visitan en platillos voladores, influencias planetarias que afectan nuestro destino, o la existencia de fantasmas y otros seres sobrenaturales. Simplemente, hay que insistir en que dichas creencias carecen de todo sustento científico, como lo demuestran numerosas investigaciones llevadas a cabo durante décadas.

Pero cuando se trata de la salud pública, hay que marcar límites. Existe una infinidad de seudociencias médicas que proliferan en todos los países y afirman, en contra no sólo de la lógica y el conocimiento científico, sino de toda la evidencia disponible, poder curar enfermedades. Acupuntura, homeopatía, reiki, aromaterapia, flores de Bach, curación con cuarzos o péndulos, terapias “cuánticas”… la lista es interminable.

En particular la homeopatía tiene una larga historia: fue inventada a fines del siglo XVIII por el alemán Samuel Hahnemann, quien a partir de los efectos contra la fiebre de la quinina –que servía para combatir la malaria, pero que tomada por alguien sano podía producir fiebre– hizo la generalización de que “lo semejante cura lo semejante”. A partir de ese y otros caprichosos principios, como el de que una sustancia se hace más “potente” cuanto mayor sea su dilución (siempre y cuando antes se agite vigorosamente cien veces, claro), y manteniendo ideas provenientes de la medicina hipocrática, Hahnemann creó la homeopatía.

La explicación de la gran popularidad de esta seudomedicina es compleja. El caso es que a principios del siglo XX tuvo gran popularidad en Francia, de donde fue importada, a instancias de homeópatas mexicanos, por el gobierno de Porfirio Díaz, que fundó el Hospital Nacional Homeopático (que subsiste hasta nuestros días, como parte de la Secretaría de Salud, y que fue recién remodelado y reinaugurado en 2014), y la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que hoy es parte del Instituto Politécnico Nacional y forma, lamentablemente, médicos con preparación científica y al mismo tiempo homeopática.

El problema con la homeopatía es que, a pesar de sus más de dos siglos de historia, ha demostrado ser una terapia completamente inútil: numerosísimos estudios hechos durante décadas en todo el mundo lo confirman. Por supuesto, mucha gente afirma haberse curado con tratamientos homeopáticos. Lo mismo ocurre con otras terapias, o con quien pone una veladora a la virgen o se hace una limpia. Pero estas curaciones son sólo producto del efecto placebo: la aparente acción terapéutica de un tratamiento que no se debe realmente a éste. Por otro lado, los principios teóricos de la homeopatía van en contra de todo el conocimiento químico y farmacológico acumulado durante siglos. El efecto de una sustancia disminuye, no aumenta, con su dilución, y las diluciones homeopáticas frecuentemente implican que la solución no contiene ya ni una sola molécula de la sustancia supuestamente curativa (los homeópatas explican esto diciendo que lo que se preserva es su “espíritu curativo”).

Aunque hay homeópatas en todo el mundo y una industria transnacional que fabrica estos inútiles medicamentos, y aunque en Alemania –tan dada a las supersticiones naturistas– goza de gran prestigio, en numerosos países avanzados como el Reino Unido, Francia, España, Australia, Holanda o Suiza las autoridades y la comunidad médica han reconocido su inutilidad terapéutica, y en algunos países se ha logrado que los tratamientos homeopáticos dejen de recibir apoyo del sistema de salud pública. Y en noviembre de 2016 la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos determinó que “Los remedios homeopáticos (…) tendrán ahora que venir con una advertencia que especifica que están basados en teorías anticuadas no aceptadas por la mayoría de los expertos médicos modernos y que no hay evidencia científica de que el producto funcione”.

Desgraciadamente, sus raíces históricas y amplia aceptación hacen que la homeopatía siga formando parte del sistema de salud mexicano. Recientemente, el diario La Jornada publicó varios reportajes donde presenta, con la opinión de homeópatas y fabricantes de medicamentos homeopáticos, a esta seudomedicina como una opción no sólo válida, sino mejor que la medicina científica (a la que los homeópatas llaman, erróneamente, “alopática”), con el argumento de que “no causa efectos secundarios”. E informa, asimismo, que en el Diario Oficial de la Federación se publicó, en agosto pasado, la “Primera Actualización del Cuadro Básico y Catálogo de Medicamentos Homeopáticos”.

Con esto, el gobierno federal, y las autoridades de salud, continúan avalando una terapia inútil que muchas naciones avanzadas ya están, afortunadamente, comenzando a rechazar, pues defrauda la confianza de los ciudadanos al ofrecer tratamientos ineficaces para tratar enfermedades reales.

Cierto: los mexicanos confiamos más en los horóscopos que en la ciencia. Y también en las seudomedicinas.

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Contacto: mbonfil@unam.mx

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