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domingo, 16 de septiembre de 2018

Recordando a Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
16 de septiembre de 2018

Me hubiera gustado publicar esta columna el 2 de octubre, cuando se cumplirán exactamente dos años de la muerte de Luis González de Alba.

Pero faltan varias semanas para eso, y prefiero hablar hoy del libro dedicado a él, Luis González de Alba, un hombre libre, que coordinó Rogelio Villarreal, quien amablemente me invitó a colaborar con un texto sobre la actividad de Luis como divulgador científico. Como recientemente tuve, además, el honor de participar en la presentación del mismo, junto con Ivabelle Arroyo y Adrián González de Alba Cortés, aprovecho para compartir algunas de las ideas que expuse ese día.

Pero hay otro motivo: “La ciencia por gusto” había ocupado desde la muerte de Luis el espacio dominical del periódico Milenio Diario que correspondiera durante tantos años a su propia columna de divulgación científica, “Se descubrió que…”. Como ésta es la primera entrega que ya no aparecerá en ese diario, creo que dedicarla a González de Alba es un mínimo homenaje a él y al espacio de ciencia que defendió, y que hoy ya no existe en la edición dominical de Milenio.

Una de las paradojas de querer hablar de una persona como Luis González de Alba es que al tratar de definirlo, cualquier intento se queda corto. Incluyendo la frase que encabeza el libro, “un hombre libre“. Por supuesto, Luis lo fue: muchos de los autores coinciden en describirlo como “uno de los hombres más libres que conocieron”. Pero fue también muchas otras cosas. Fue un hombre libre, pero no sólo fue un hombre libre. Fue, sin duda, también un destacado intelectual –aunque ajeno siempre a la élite oficial–, pero no sólo fue un intelectual. Fue uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del 68, pero no fue sólo eso; fue comerciante, activista, columnista, hedonista, poeta, novelista, melómano y hasta músico… todas esas cosas y muchas más, pero ninguna lo define. Sólo el conjunto completo –y ni siquiera eso, seguramente– logra darnos una idea del tipo de persona que fue.

De ahí lo oportuno y lo valioso del libro, editado por Tedium Vitae, y que se puede encontrar en buenas librerías y también puede pedir por internet o comprar como e-book. Consta de 42 textos breves escritos por 30 autores, con profesiones diversas: periodistas, escritores, investigadores y divulgadores científicos, activistas, músicos... Está dividido en seis secciones que, por sí mismas, revelan ya el amplio abanico de los intereses y habilidades del homenajeado: “el amigo”, “1968”, “los libros”, “el divulgador de la ciencia”, “el músico” y “Fundasida”. No en balde Villarreal eligió como título de su texto introductorio la frase “Nada humano me es ajeno”.


Al leerlo, lo primero que descubrí es lo poco que yo conocía realimente sobre Luis González de Alba. Yo creía conocerlo, sobre todo porque, además de sus libros y su trayectoria, traté de leer todo lo que publicó a su muerte. Pero leyendo este libro me di cuenta de que el universo González de Alba es mucho más amplio de lo que yo siempre había imaginado.

No hay espacio aquí para reseñar las tantísimas anécdotas y facetas de la vida de González de Alba que se relatan en cada uno de los textos. Pero quizá uno de los que más me gustaron fue el escrito por su sobrino Adrián, quizá la persona más cercana a Luis: "Barquitos de papel", un entrañable relato del que agradezco los muchos detalles que nos permiten ver facetas personalísimas de su tío. Como esa descripción escalofriante de uno de los infames ataques de vértigo que sufría, que lo dejó tirado en el baño, vomitando e indefenso. Fue ese vértigo familiar e incurable uno de los factores que lo llevaron a tomar la decisión de quitarse la vida, antes de sufrir más deterioro.

Me impresionó también, en el texto de Rafael Pérez Gay, su editor en los últimos años, la descripción  de cómo Luis pasó sus últimos días terminando meticulosa y concienzudamente todos sus pendientes, con prisa pero con calma, sin decirle a nadie su intención de suicidarse, pero dejando todo en orden.

Hay también quien señalaba que su narrativa llegaba a ser cursi. Yo podría estar de acuerdo, pero no sin señalar que lo cursi es también un componente indispensable del amor y hasta del sexo, y que sus novelas –parte ficción, parte autobiografía– formaron parte importante de mi formación emocional. En mi opinión, son testimonios equiparables a relatos autobiográficos o testimoniales como La estatua de sal, de Salvador Novo, Una vida no/velada, de Elías Nandino o El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.

Respecto a su faceta como divulgador científico, que es la que justifica esta columna, insisto en lo que ya escribí en mi capítulo en el libro (“Luis, la ciencia y la calle”): González de Alba es uno de los grandes pioneros de la divulgación científica contemporánea en México. Su labor de divulgación en medios impresos es comparable con, y muchas veces superior a –si no por calidad, sí por constancia y trayectoria– la de otros miembros de su generación como Marcelino Perelló, Shahen Hacyan, Cinna Lomnitz, Mauricio-José Schwarz y Javier Flores. Suelo usar textos suyos en mis cursos sobre cómo escribir divulgación científica, en gran parte por la calidad de su prosa, que además de rigurosa y clara, atractiva, eficaz y contundente, mostraba también una constante búsqueda por innovar las maneras de escribir de ciencia, haciendo uso de los recursos literarios.

Siguiendo un poco el espíritu contestatario y provocador de Luis, no quiero hacer sólo su elogio, sino también mencionar que su compleja personalidad tenía aspectos difíciles. Entre ellos sus “toques de mal humor“, que menciona Rafael Pérez Gay, su terquedad, su conocida personalidad gruñona, y su –para mí– bastante evidente carácter obsesivo (que comparto en cierta medida), y que Luis lograba siempre convertir en algo provechoso, al señalar errores, imprecisiones, ambigüedades e incongruencias en las ideas o los escritos de los demás. (Yo mismo llegué a ser víctima de sus puntillosas correcciones por alguna de las columnas que en ese entonces publicaba los miércoles en Milenio, aunque afortunadamente no más de dos o tres veces.)

En resumen, Luis González de Alba, un hombre libre es un libro valioso y disfrutable que permite conocer un poco más a este hombre múltiple, polémico y admirable que, como dice Ivabelle Arroyo en su texto, "a veces no tuvo la verdad, pero siempre tuvo la razón", y poder así recordarlo más honrosamente. Enhorabuena.

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domingo, 12 de agosto de 2018

El nuevo Museo de Historia Natural de la CdMx

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de agosto de 2018

Hace unas semanas me di la oportunidad de regresar, luego de mucho tiempo, a la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, uno de los sitios más hermosos de la Ciudad de México (urbe que de por sí está llena de maravillas para visitar, ya sea como turista o –cosa que con frecuencia olvidamos los chilangos, presas del diario ajetreo– como residente).

Y por supuesto, no podía dejar de pasar por el encantador Museo de Historia Natural (MHN), que desde que era yo niño –hace muuucho, a principios de la década de los 70– ha sido un sitio que despierta mis fantasías. (Recuerdo, por ejemplo, cómo en primero de secundaria nos llevaron en la típica visita escolar y me dejaron de tarea hacer el también típico trabajo sobre el museo: yo me esmeré en tratar de captar, en mis dibujos, el asombro y sentido de maravilla que me inundó en sus exhibiciones sobre el origen de la vida, el cosmos y la evolución… Por ahí debe estar guardado, entre los papeles de mi madre, ese trabajo infantil).

Pero no esperaba era encontrar lo que hallé: un museo con varias salas totalmente renovadas, con una museografía asombrosa y una riqueza sorprendente, al nivel de los mejores museos del mundo. Y menos esperaba, al preguntarle a la primera persona con gafete que hallé sobre los detalles de la renovación, toparme en domingo nada menos que con su amable directora, la maestra Mercedes Jiménez del Arco, quien desde hace dos años está a cargo del Museo, y cuyos conocimientos, liderazgo y sobre todo enorme entusiasmo fueron vitales para darle nueva vida a este emblemático espacio.

La historia del Museo de Historia Natural da para una novela o serie de televisión. Su antecedente más remoto nos lleva al virreinato, cuando a petición del Rey Carlos IV de España llegó a la entonces Nueva España Don José Longinos Martínez a realizar trabajos de investigación en el área de la historia natural, antecesora de la moderna biología. Don José propuso fundar un “gabinete de historia natural”, siguiendo la tendencia entonces en boga de los “gabinetes de curiosidades”, instituciones que con el tiempo darían origen a los actuales museos de ciencia. Así, en agosto de 1790, y con la colaboración de personajes científicos de la época como Don José Antonio Alzate, se fundó en las calles de Plateros (hoy Francisco I. Madero) de la Ciudad de México el Gabinete de Historia Natural. (El actual MHN estaría entonces cumpliendo este mes, en última instancia, 228 años.)

Posteriormente, y con los distintos cambios y gobiernos que sufrió nuestro país, el acervo del Museo ha pasado por las más variadas aventuras. Durante la Independencia, nos ilustra la Wikipedia, sus colecciones estuvieron en riesgo de perderse, pero el Virrey Bucareli ordenó enviarlas a la Universidad (en ese entonces, Real y Pontificia). En 1831, Vicente Guerrero firmó el decreto para fundar formalmente un Museo de Historia Natural dentro de la Universidad, que luego quedó ubicado en el Colegio de Minería.

Más tarde, en 1865, el Emperador Maximiliano lo trasladó al Palacio Nacional, y en 1913 llegó a su muy popular sede en el que durante el porfiriato fuera conocido como “Palacio de Cristal” o “Pabellón Japonés”: el edificio de hierro forjado del actual Museo del Chopo. Ahí permanecería, para delicia de chicos y grandes, hasta 1964, con sus fósiles y animales disecados, las famosas “pulgas vestidas” y el borrego de dos cabezas, así como la réplica de una ballena, el esqueleto de un mamut (hoy en Museo de Geología de Santa María la Ribera) y el célebre dinosaurio: la réplica en yeso del esqueleto de un Diplodocus carnegii, de 27 metros de largo y 4 de alto, nombrado así por el millonario y mecenas de la arqueología Andrew Carnegie. Ya fallecido éste, la fundación que lleva su nombre, a petición del pionero de la biología mexicana Alfonso L. Herrera, la donó a México en 1931.

El majestuoso reptil, junto con gran parte del acervo del Chopo, se mudó a Chapultepec en 1964, cuando se construyó el actual Museo de Historia Natural (hoy perteneciente al gobierno capitalino) en la famosa estructura de diez domos semicirculares pintados de distintos colores, que para tantas generaciones ha significado la entrada a una especie de país de las maravillas. Desgraciadamente, de los años 60 para acá, el Museo no recibió el cuidado, y sobre todo el presupuesto que hubiera merecido, y pese a distintos intentos de actualización y renovación, lentamente se fue deteriorando.

Pero a toda capillita le llega su fiestecita: al comenzar su gestión, en diciembre de 2013, el entonces Jefe de Gobierno del DF Miguel Ángel Mancera anunció un “Plan Maestro de Renovación para la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec”, que incluyó el Museo y que, por fortuna, efectivamente se llevó a cabo. Para lograrlo participó un amplio equipo que abarcaba, además del personal del Museo y del Gobierno del DF, a especialistas en biología, paleontología y museografía, a la compañía museográfica Siete Colores, y a los Fideicomisos Pro Bosque de Chapultepec y Todos Juntos por el MHN, que ayudaron a conseguir los fondos necesarios.

Así, el 20 de marzo de 2018, tras un arduo trabajo y una inversión de 220 millones de pesos, se inauguraron cuatro bóvedas renovadas que albergan las nuevas exposiciones sobre los temas “Evolución de los seres vivos”, “Diversidad biológica” y “México megadiverso”.

Ahí me encontré, además de a Mercedes y a mi viejo conocido el Diplodocus, con un perezoso gigante, un pterodáctilo, una enorme tortuga laúd, un tigre dientes de sable, un ñú, una tortuga galápago e infinidad de otros ejemplares de reptiles, aves, insectos, anfibios y mamíferos. Y la nuevo museografía hace que uno pueda disfrutar de toda esta riqueza sin que parezcan, valga la paradoja, “piezas de museo”, sino joyas dignas de disfrutarse y admirarse.

Pero en las bóvedas renovadas, con su sistema de iluminación y aire acondicionado, puertas automáticas, sistema de videovigilancia y nuevos pisos de granito brasileño –en los que uno halla claraboyas bajo las cuales se pueden observar fósiles–, y acompañado de amables guías que hacen más agradable y productiva la visita, uno puede hallar maravillas modernas como videomappings, videowalls, un árbol que representa la evolución y –mi favorito– una enorme pantalla interactiva con un programa llamado Deep tree, donde se puede explorar el árbol evolutivo completo de los seres vivos sobre la Tierra, desde lo más general hasta el más mínimo detalle. Y mucho más.

Así que, si tiene usted un rato libre, dése la oportunidad de visitar o –si ya lo conocía– regresar al renovado Museo de Historia Natural de esta gran Ciudad de México. Le aseguro que no se arrepentirá. Los horarios son de martes a domingo de 10 a 17 horas, y el costo es de sólo 27 pesos.

Una última reflexión: la transformación del Museo no ha terminado; lo que hay es sólo el inicio de un proyecto mucho más amplio que aspira a renovar las áreas restantes y a construir un moderno edificio anexo para alojar adecuadamente el resto de las colecciones, las áreas administrativas y las de investigación. La actual administración ha trabajado para dejar asegurados los fondos necesarios. Será imperativo que los nuevos gobiernos, a nivel federal y local, reconozcan la importancia de mantener el apoyo a esta importante institución para continuar con su modernización.

Conociendo la trayectoria e interés por la cultura científica de la próxima Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum –quien además ya ha estado a cargo de la Secretaría del Medio Ambiente del DF, de la que dependen el Bosque de Chapultepec y el Museo–, no dudo que así será.

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domingo, 24 de junio de 2018

Encuestas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de junio de 2018

En estos días todo mundo habla de encuestas. Principalmente porque queremos prever lo que pasará en la elección del próximo domingo, que podría decidir el futuro de nuestro país para los próximos seis años.

Pero el año pasado, entre el 16 de octubre y el 15 de noviembre, se llevó a cabo una encuesta distinta, y también muy importante para augurar qué le puede esperar a nuestra nación en años venideros.

Se trata de la ENPECYT, o Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología, que desde 1997 lleva a cabo cada dos años el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) a petición del CONACyT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), y que busca conocer qué tanto interés, y qué conocimientos y actitudes, tienen los ciudadanos mexicanos hacia esos temas.

La encuesta se realiza mediante entrevistas en 3 mil 200 hogares en 32 áreas urbanas con más de 100 mil habitantes de todo el país, lo cual garantiza que sea estadísticamente representativa. Los encuestados fueron mexicanos de 18 años en adelante.

Los resultados presentan pocas sorpresas.

En el campo del interés, la encuesta indicaría que 36% de los mexicanos tiene un interés grande o muy grande en la ciencia y tecnología, 39% moderado, y un preocupante 25% dijo no tener ningún interés. Dado que, para comparar, se preguntó sobre política y sólo 16% dijo tener un interés grande o muy grande, y 43% nulo, uno podría pensar que las cifras no son tan malas. Incluso al preguntar sobre deportes o espectáculos, el nivel de interés alto era, respectivamente, de 37 y 24%, y el nulo de 22 y 24%. Pero, si pensamos que una población en la que a casi la mitad no le interesa la política es fácilmente manipulable, y en la que una cuarta parte no le interesa la ciencia difícilmente la apoyará para promover el desarrollo de la nación, las cifras quizá no son tan tranquilizadoras como parecen.

La cosa empeora cuando se le pregunta a la gente ya no en general sobre “nuevos inventos y descubrimientos científicos”, como arriba, sino más específicamente sobre su interés en ciencias exactas: ahí el interés alto o muy alto es de sólo 23% y el nulo de 42%; casi tan mal como en política. Mi conclusión: nuestro sistema educativo no está cumpliendo con comunicar a los jóvenes la importancia ni de la política ni de la ciencia.

Por otro lado, cuando entramos a la parte de conocimientos y actitudes, el panorama es aún menos halagüeño: aunque yo siempre he dicho que muchas de las preguntas de la ENPECYT están mal formuladas o no son representativas, siempre es preocupante ver que 63% de los mexicanos declara no consultar siquiera información sobre ciencia y tecnología; porcentaje que ha crecido; en 2015 era de 54%. (Por cierto: es muy interesante ver que los medios que consulta el público que sí busca dicha información son prioritariamente impresos: revistas, con 49%, y periódicos, con 44, contra TV y radio con 27 y 10%, respectivamente. Desgraciadamente, la encuesta no incluye internet en esta pregunta, una gravísima omisión que hay que remediar cuanto antes.)

Es curioso que, aunque 24% dijo estar bien o muy bien informado en cuanto a temas de ciencia y tecnología (contra 40% en deportes, 18% en política y 24% en espectáculos), a la hora de responder preguntas la cosa cambia. Nos enteramos de que, aunque 96% de los encuestados saben que fumar causa cáncer, 88% que el centro de la Tierra es muy caliente y 85% que el ser humano llegó a la Luna (¡tomen eso, conspiracionistas!), 65% responde que la Tierra da una vuelta al Sol en un mes (aunque eso no necesariamente indica que lo crean; posiblemente muchos entienden mal la pregunta o no prestan atención), y sólo 19% sabe que los antibióticos no son eficaces para combatir infecciones virales.

Y aunque un elevado 92% opina que el gobierno debería invertir más en investigación científica (menos de un 5% está “en desacuerdo o muy en desacuerdo”), 70% se opone a la clonación de animales, y un desalentador 46% –casi la mitad de los encuestados– está de acuerdo con la afirmación de que “Debido a sus conocimientos, los investigadores científicos tienen un poder que los hace peligrosos” (una de las preguntas más polémicas y mal formuladas de la encuesta, pero que siempre llama la atención de los medios). Y un francamente alarmante 77% está de acuerdo o muy de acuerdo en que “Existen medios adecuados para el tratamiento de enfermedades que la ciencia no reconoce, como acupuntura, quiropráctica, homeopatía y limpias”. En otras palabras, tres cuartas partes de la población no tiene la capacidad para distinguir entre ciencia y seudociencia ni siquiera cuando se trata de algo tan vital como su salud (porque, como debería ser bien sabido, todas las terapias mencionadas son comprobadamente inútiles desde el punto de vista terapéutico).

La encuesta tiene muchísimos más datos a los que se les puede sacar mucho jugo (si usted gusta, puede hallar toda la información en este link: bit.ly/2tz026L). Pero en general, sus resultados no han cambiado gran cosa a lo largo de los años, y pintan un panorama poco gratificante: quizá el mexicano no tiene una percepción tan mala de la ciencia, pero su conocimiento científico sí tiene grandes y peligrosas lagunas. Y su actitud hacia los científicos, el conocimiento que producen y la tecnología que se deriva de éste es más bien ambivalente: confían y apoyan en algunas cosas, pero ante otras se oponen y tienen temor.

Por cierto, estos resultados coinciden a grandes rasgos con los publicados en otra encuesta reciente, dada a conocer por la encuestadora Parametría en febrero de este año y comentada en su momento en este espacio.

Al final, yo diría que los resultados dejan claro que hay que reforzar la enseñanza de la ciencia, sobre todo a nivel básico y medio (incluyendo no sólo conocimientos científicos, sino hábitos de pensamiento crítico y contexto sobre la importancia social de la ciencia y la tecnología), y por supuesto redoblar el apoyo las actividades de divulgación científica, a través de todos los medios, para toda la población.

Ningún esfuerzo e inversión que se haga en esa dirección será demasiado.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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domingo, 11 de febrero de 2018

Nuestra incultura científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de febrero de 2018

En su libro El mundo y sus demonios, de 1995, el mundialmente famoso astrónomo y divulgador científico Carl Sagan escribió: “Hemos organizado una civilización global en la que los elementos más cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso esa institución democrática clave que son las elecciones— dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una receta para el desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.”

Desde hace muchas décadas –desde el final de la segunda guerra mundial, cuando nos hicimos conscientes del poder destructivo de la tecnología atómica, y desde los años sesenta, cuando surgió la conciencia acerca del daño que nuestros avances científicos y técnicos podían causar al ambiente–, las sociedades modernas nos hemos dado cuenta de que, si queremos sobrevivir, es vital que los ciudadanos cuenten con una mínima cultura científica.

No hay una definición universalmente aceptada de qué significa “cultura científica”. Como mínimo, uno esperaría que una persona científicamente culta conozca y comprenda con cierto detalle un mínimo de conceptos científicos básicos. Yo en lo personal, como divulgador científico, he propuesto que una cultura científica, además de conocimientos, debe incluir también la apreciación del importante papel que la ciencia y la tecnología juegan en el mundo actual, y la capacidad de responsabilizarse –al menos en parte– por el uso que se les dé en la sociedad a la que pertenecemos.

Pero una y otra vez, cuando se hacen estudios y encuestas para conocer el nivel de cultura científica de nuestra población –no sólo en México, sino en prácticamente todos los países– descubrimos que nuestros ciudadanos presentan alarmantes carencias respecto a muchos conocimientos científicos elementales. Esto, a pesar de la inclusión de contenidos de ciencia en la escuela, y de los esfuerzos para popularizarla fuera del ámbito escolar.

El Conacyt realiza cada dos años, aproximadamente, una Encuesta Nacional de Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología (Enpecyt) que se aplica a una muestra más o menos representativa de ciudadanos: en 2015 fueron más de 3 mil, distribuidos en 32 ciudades. En ella invariablemente se descubre que un alto porcentaje de mexicanos cree en cosas como poderes psíquicos, números de la suerte o visitas de viajeros extraterrestres; considera que la astrología o la investigación de fantasmas son disciplinas científicas, y piensa que es más importante combatir la pobreza que invertir en ciencia (como si ambas cosas fueran excluyentes, y sin considerar que la inversión en ciencia de un país es la mejor apuesta para aumentar, a la larga, su nivel económico y de vida).

Pero recientemente la empresa encuestadora Parametría presentó los resultados de su propia encuesta de percepción pública de la ciencia y la tecnología. Aunque se trata de un estudio más limitado –sólo 800 encuestados– y aunque muchas de las preguntas están planteadas de forma simplista o sesgada (problema que, por cierto, comparte la Enpecyt), lo que revela es muy preocupante.

Entre otros datos, la encuesta muestra que si bien un 49% de mexicanos opina que a lo largo de la historia los avances científicos han beneficiado a la humanidad, otro 41% piensa justo lo contrario: que la ciencia ha sido perjudicial. Un 56% opina que la ciencia y la tecnología están haciendo nuestras vidas más sanas, fáciles y cómodas, pero un 40% piensa lo opuesto. Y, alarmantemente, un 69% piensa que “dependemos demasiado de la ciencia, y no lo suficiente de la fe”, contra sólo un 27% que discrepa de tal afirmación.

Parametría informa también de que la situación ha empeorado desde 2009, cuando se aplicó la misma encuesta: la percepción de que la ciencia y la tecnología han beneficiado nuestras vidas bajó de 74 al actual 56% en ese periodo (18% menos), mientras que la opinión respecto a que deberíamos depender menos de la ciencia y más de la fe subió de un 32 al actual 69% (un aumento de 37%).

Más allá de que sería muy necesario hacer un estudio más profundo y amplio para confirmar estos resultados, es claro que habrá que hacer algo, a nivel federal y con carácter urgente –pienso en algún tipo de estrategia nacional de promoción de la cultura científica­– si no queremos correr, como país, la misma suerte que los Estados Unidos, donde las creencias en curaciones mágicas y el movimiento antivacunas están ocasionando graves problemas de salud, el negacionismo del cambio climático causa daños a nivel global, y un presidente ignorante, discriminador y violento amenaza la paz mundial. O de Costa Rica, donde un candidato que es básicamente un fanático religioso, contrario a los derechos humanos y la educación laica, y que representa los valores más retrógradas y conservadores, podría convertirse en presidente.

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domingo, 21 de enero de 2018

La apasionante historia del índigo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de enero de 2018

La historia de la humanidad, desde los inicios de la civilización –es decir, cuando comenzamos a tener tiempo para algo más que buscar alimentos para sobrevivir, y pudimos comenzar a ocuparnos de cosas superfluas– ha estado ligada a la moda.

Y una de las manifestaciones más tempranas de este afán por portar una vestimenta atractiva, distinta, especial, fue la búsqueda de colorantes que tiñeran las aburridas telas de lana, algodón, lino y seda que se han usado desde siempre con colores variados y llamativos.

Hace unas semanas hablamos aquí de la grana cochinilla, el colorante rojo intenso extraído del insecto Dactylopius coccus, parásito del nopal, y la influencia que ha tenido en la historia de la moda, el arte y la industria.

Pues bien: el azul es otro color con gran historia. Para obtener un buen tinte azul intenso no basta con tomar cualquier flor de ese color y molerla: son raros los buenos colorantes azules. Y uno de los de mayor calidad por su color, propiedades químicas (adherirse bien a las telas, no descomponerse con la luz, no ser tóxico) es el tinte históricamente conocido como añil o índigo, que puede obtenerse de distintas plantas, pero especialmente del arbusto tropical Indigofera tinctoria, que da unas flores violetas.
Molécula del colorante índigo

Curiosamente, el colorante no se extrae de ellas, sino de las hojas, que tampoco son azules, porque no contienen el colorante índigo (una molécula derivada del aminoácido triptófano llamada indigotina, que absorbe la parte anaranjada del espectro de luz blanca y refleja así luz azul), sino su precursor, la sustancia llamada indoxil. Si se tritura una hoja de la planta, el indoxil se oxida con el oxígeno del aire y se transforma en el colorante índigo.

El añil se ha usado para teñir telas desde hace milenios: la evidencia más antigua de su uso se remonta a hace 6 mil años en Huaca Prieta, Perú, pero fue usado en Mesopotamia, el antiguo Egipto, Mesoamérica y África, además de la India, Japón y el sureste de Asia. La planta fue originalmente domesticada en la India, región que fue durante siglos la principal proveedora del tinte (de ahí su nombre, que significa “de la India”). Usar ropas teñidas con el llamado “oro azul” fue visto como signo de elegancia y riqueza en las antiguas Grecia y Roma, así como en Japón, la propia India y Europa. También, por supuesto, fue muy utilizado por los pintores. Marco Polo, en el siglo XIII, fue el primer europeo en describir cómo se preparaba el colorante en la India.

En Europa, curiosamente, se solía usar un añil extraído de otra planta (Isatis tinctoria), que lo produce en mucha menor cantidad (y es, por tanto, muy caro). Cuando el navegante portugués Vasco da Gama, en 1498, descubrió una ruta marítima directa a la India que daba la vuelta por África (la ruta tradicional pasaba por el Mar Mediterráneo y luego tenía que continuar por tierra, cruzando los peligrosos territorios del Imperio Otomano y del Norte de África), el negocio de la producción de añil europeo entró en crisis, pues el índigo importado era mucho más barato, al grado de que en Inglaterra y Alemania se llegó a prohibir su uso, argumentando que “era venenoso”.

Posteriormente, el índigo se comenzó a cultivar y producir en las colonias de América, hasta que en 1897 la empresa alemana BASF desarrolló un método de síntesis química, que abarató enormemente su costo. En tiempos más recientes su mayor auge ha sido para teñir los famosísimos pantalones de mezclilla (blue jeans), que han sido un estándar de la moda casual desde hace más de un siglo. Aunque cada pantalón requiere sólo unos cuantos gramos de pigmento (que se deposita en forma de minúsculos cristales sobre las fibras de la tela, donde queda fijo) la demanda es tal que hoy la inmensa mayoría se tiñe con índigo sintético. (Otras curiosidades: un derivado sulfonado del índigo, llamado “carmín de índigo”, que es soluble en agua, se usa extensamente como colorante en alimentos. Y algunas personas que nacen con un defecto en la absorción del triptófano en el intestino pueden presentar el llamado “síndrome del pañal azul”, pues el aminoácido es transformado en indoxil y absorbido por el cuerpo, para ser expulsado en la orina donde, al contacto con el aire, se oxida y transforma en índigo.)

La fabricación industrial de índigo requiere del uso de muchos compuestos contaminantes, como formaldehído, cianuro e hidrosulfito de sodio. Por ello, un grupo de investigadores encabezado por John Dueber, de la Universidad de California en Berkeley, buscó un método menos dañino para el ambiente. Se inspiraron en otra planta que produce el pigmento, el índigo chino (Polygonum tinctorium): extrajeron de ella los genes que controlan la producción del índigo y los introdujeron en la bacteria Escherichia coli, fácil de cultivar industrialmente.

Su método, publicado en la revista Nature chemical biology el pasado 8 de enero, consiste en teñir la tela con el pigmento y las enzimas producidas por las bacterias. Aunque no es aún eficiente a escala comercial, y presenta algunos problemas como un tono menos intenso, sirve como prueba de concepto para demostrar que, usando la ingeniería genética, se pueden revolucionar procesos industriales contaminantes para dañar menos el ambiente, y poder seguir disfrutando nuestros blue jeans sin sentimiento de culpa. La historia del índigo en el reino de la moda sigue adelante.

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