miércoles, 22 de febrero de 2006

Nanotecnología natural: Darwin por todas partes

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Nanotecnología natural: Darwin por todas partes

22-febrero-06



El 12 de febrero se celebró en todo el mundo el Día de Darwin, recordando el cumpleaños de este biólogo nacido en 1809. Aunque en México la celebración todavía no cobra ímpetu, un ensayo premiado y publicado en la revista Science ese fin de semana da pie para celebrar la belleza de la biología.

En él, Ahmet Yildiz describe cómo determinó en forma precisa cómo se mueven algunos de los motores moleculares que se encuentran en las células vivas, como los que permiten el movimiento de los músculos.

Suena raro hablar de motores biológicos; parecería ser dominio de los nanotecnólogos. Pero a pesar de que estos expertos han logrado producir diminutos engranes, mecanismos y motores de un tamaño que se mide en nanómetros (millonésimas de milímetro), nunca han conseguido nada que se acerque a la perfección y complejidad de lo logrado por la evolución darwiniana a lo largo de millones de años de diseño azaroso, del que el mecanismo de selección natural escoge lo que funciona (precisamente porque funciona), mientras desecha irremediablemente lo demás.

Ya hemos hablado en este espacio de los fabulosos nanomotores rotatorios de las membranas de ciertas bacterias, que hacen girar los largos flagelos que usan como hélices para nadar. Los motores moleculares que hallamos en las células eucariontes (que, a diferencia de las bacterias, sí tienen núcleo) y que permiten el movimiento muscular son muy diferentes. Se trata de proteínas que caminan sobre rieles.

Imagine una locomotora de tamaño molecular. Sólo que esta locomotora (la proteína miosina) tiene ruedas por abajo y por arriba. Y corre sobre dos juegos de rieles. O más bien, cuando las ruedas de la locomotora comienzan a girar, son los rieles arriba y debajo de ella los que se desplazan en direcciones opuestas.

Visto desde fuera, las células musculares se acortan: el músculo se contrae. Los rieles, conocidos como microtúbulos, están formados por otra proteína, la actina. Son largas fibras dentro de las células que constituyen su esqueleto interno (o citoesqueleto).

Por supuesto, ésta es una descripción simplificada. En realidad los rieles de actina son muy distintos de los huesos, porque están construyéndose y destruyéndose constantemente según se necesite. Y las locomotoras de miosina no tienen realmente ruedas, sino piernas.

En efecto: cada molécula de miosina tiene varios pares de piernitas moleculares que van caminando sobre los rieles de actina. Hasta hace poco no se sabía si la miosina caminaba a pasos sobre la actina, adelantando una pierna a la otra, como caminamos los humanos, o si más bien se deslizaba como los gusanos medidores (o como lo haría una persona que tuviera una pierna lastimada y la fuera arrastrando a cada paso).

Lo que Yildiz descubrió, gracias a una técnica en que unía una nanométrica perlita fluorescente a una de las piernas y luego medía su movimiento, fue que la miosina efectivamente camina a pasos, no renguea.

Los motores moleculares darwinianos producto de la selección natural caminan como nosotros.

Pero estos fascinantes motores no sólo son darwinianos por haber evolucionado. También lo son por su funcionamiento, como explica George Oster en un ensayo aparecido en mayo de 2002 en la misma Science. Normalmente se supone que es el gasto de energía celular, en forma de la molécula llamada ATP, la que impulsa el avance de la miosina. En realidad, el avance se debe simplemente a la continua fluctuación que todas las moléculas presentan como consecuencia del llamado movimiento browniano (el ATP se gasta para despegar a la miosina luego dar el paso).

A nivel molecular, todo está siempre en movimiento. Las moléculas, como enjambres de abejas volando al azar, siempre se agitan. Es a esta agitación molecular a lo que llamamos calor. Y debido a ella, las piernas de la miosina se zarandean y a veces avanzan, por azar, hacia delante. Entonces entra en acción los mecanismos darwinianos: cuando se produce el movimiento adecuado, la pierna de miosina queda fijada, por un mecanismo molecular, al riel de actina. Esta especie de trinquete molecular (que permite el avance, pero impide el retroceso) convierte la azarosa agitación térmica en movimiento dirigido. La selección a partir del azar, incluso a nivel molecular, se manifiesta en todos los niveles de la vida. ¡Feliz cumpleaños, Darwin!

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 15 de febrero de 2006

Cómo crucificar a un buen químico

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera

Cómo crucificar a un buen químico
15-febrero-06

"Encubren en el Cinvestav anomalías de científicos”, informaba antier La Jornada a ocho columnas. ¿Alguna otra vez ha visto usted a la ciencia aparecer en primera plana?

Si este columnista fuera reportero, habría tenido que investigar el asunto y quizá entrevistar a dos o tres personas. Como ésta es una columna de opinión, me limitaré a opinar que me parece injusto el escándalo que algunos medios han armado alrededor del destacado químico mexicano Eusebio Juaristi (a quien, aclaro, no tengo el gusto de conocer).

Fundamentemos la opinión. La historia no es complicada. A lo largo de su trayectoria, el doctor Juaristi, del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav) del IPN se ha especializado en la llamada síntesis asimétrica, estereoselectiva o quiral. En otras palabras, se ha especializado en hallar métodos para fabricar las moléculas llamadas quirales (del griego cheir, mano), es decir, aquellas que existen en dos versiones: izquierda y derecha, pero buscando la manera de producir sólo una de las dos.

El asunto es importantísimo para la medicina y las industrias alimentaria y farmacéutica, entre otras, pues las moléculas quirales abundan en los sistemas biológicos, donde la diferencia entre la versión izquierda y derecha puede significar la diferencia entre un veneno y un medicamento. Juaristi es un experto internacional en síntesis asimétrica. Su trabajo ha sido reconocido no sólo con diversos premios –entre ellos el de la Organización de Estados Americanos en 1990 y el Nacional de Ciencias en 1998– sino con el respeto y admiración de sus colegas.

En 2003, según reportan Karina Avilés en La Jornada y Nurit Martínez en El Universal (13 de febrero), Juaristi y uno de sus alumnos de doctorado (Omar Muñoz) publicaron en una revista química el reporte de la producción de una sustancia (una amida quiral) que posteriormente usaban para fabricar otras moléculas. Ese mismo año publicaron otros dos artículos en sendas revistas, en los que usaban la misma sustancia.

Lo que ocurrió después pasa de vez en cuando en la investigación científica: se descubrió un error. La reacción para producir la amida quiral no podía repetirse. Ello invalidaba en gran parte los artículos publicados. Debido a esto, Juaristi hizo lo que se supone que debe hacer todo investigador en esa situación: informó del error a las revistas, a sus superiores y a los organismos que lo financiaron.

Resultado: la retractación de los artículos. Como habían sido parte de la tesis de doctorado de Muñoz, una comisión del Cinvestav consideró retirarle el grado de doctor, pero decidió que bastaría con que incluyera una fe de erratas. Y el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) está reconsiderando su admisión como miembro.

¿Dónde están los, en palabras de Nurit Martínez, “errores que empañan a la investigación científica”? Los comentarios de ambas reporteras revelan una ignorancia profunda acerca de cómo se lleva a cabo y se evalúa la investigación científica. Yo no sé si haya habido torpeza, descuido, mal control de calidad o incluso un manejo fraudulento en el caso; lo que sí sé es que, una vez descubierto el dato falso o incorrecto, se actuó como lo indican las normas. Inflar el caso presentándolo en primera plana justo el día en que Juaristi fue admitido como miembro de El Colegio Nacional da la impresión de un manejo tendencioso de la nota, impresión que refuerzan algunas frases de los artículos publicados lunes y martes por ambos diarios (“Con indagación fallida consiguen grados, becas y reconocimiento”; “su trayectoria de casi 30 años se ve empañada”; “Visiblemente nervioso, mientras sus ojos se ponían a punto del llanto, Juaristi se quedó mudo”).

El Secretario de Educación ha ofrecido indagar el caso, lo cual está muy bien. Pero es injusto crucificar a quien ha sido calificado repetidamente como “quizá el más notable químico mexicano”. Tal vez las declaraciones del propio Juaristi ayer martes sean el mejor comentario: “como cualquier actividad humana hay ocasiones en las que se cometen errores, pero lo importante (es que) una vez detectados se puede corregir y reportarlos. Lo realmente incorrecto es ocultar la verdad”. Y lo absurdo, añado yo, sería pretender que los científicos nunca se equivocaran.

No se vale. Hay mejores maneras de llevar la ciencia a la primera plana.

miércoles, 8 de febrero de 2006

Intolerancia, religión y política: la lección democrática de la ciencia

La ciencia por gusto -
Intolerancia, religión y política: la lección democrática de la ciencia

Martín Bonfil Olivera
8-febrero-06

Vivimos tiempos terribles: ningún adjetivo menos rotundo puede usarse para describir la actual disputa entre los países islámicos del Oriente Medio y los de la Unión Europea, causados por la publicación de una caricatura de un Mahoma con turbante explosivo que –literalmente– resultó profética. Un simple dibujo –publicado originalmente en Dinamarca, y posteriormente reproducido por diarios de otras naciones– ha provocado incendios en diversas embajadas europeas en países islámicos y la muerte de al menos cinco personas.

El creciente conflicto tiene fondo: la desigualdad entre un Medio Oriente pobre y marginado y un Occidente imperialista y rico. Pero en lo inmediato revela la confrontación entre dos visiones radicalmente opuestas de los principios que deben regir el comportamiento de los ciudadanos. De un lado, valores como democracia, laicismo y libertad de prensa y de crítica; del otro, los valores de una religión tan milenaria y tan valiosa como cualquiera, pero para la que la intolerancia ante las “faltas de respeto” a sus creencias –la representación gráfica de su profeta– está plenamente justificada. ¿Cómo conciliar? ¿Cómo explicarles que si bien su religión puede exigirles cierta conducta, no tienen derecho a querer imponérselas a quienes no compartimos su fe? (Y antes habrá que resolver el problema de qué tanto derecho tenemos a imponer ese valor, por encima de su fundamentalismo).

Mientras tanto, en México, nos estamos dando cuenta de que, no obstante nuestra historia –Leyes de Reforma, Guerra Cristera, separación de Iglesia y Estado– no estamos tan alejados de los fundamentalismos religiosos como quisiéramos creer. La valiente toma de postura del historiador Monsiváis frente al descarado proselitismo de un secretario de Gobernación que se resiste a comportarse como el funcionario laico que está obligado a ser trae el problema al frente del escenario público.

Frente a quien pudiera pensar que la protesta de Monsiváis es exagerada, las respuestas del ala más religiosa y conservadora del país dejan claras las cosas. Monseñor Abascal, con cinismo, tacha tramposamente de fundamentalista a quien protesta contra el fundamentalismo. La jerarquía católica se queja de que quieran “limitarnos y amordazarnos” (MILENIO Diario, 7 de febrero). Y la columnista Paz Fernández Cueto, vocera de lo más rancio del conservadurismo católico, revela sin cortapisas de qué se trata el juego.

En Reforma (3 de febrero), afirma que “...sería inexplicable un orden democrático moderno sin el reconocimiento de una soberanía superior a la del Estado”, y propone que los derechos fundamentales de las personas, “anteriores a cualquier Estado”, “no provienen de la voluntad asociada de los hombres” (con lo cual se lleva de corbata a Thomas Hobbes y al resto de la filosofía política). “Si tal fuera el caso –continúa– podrían ser abolidos ... de acuerdo a la opinión cambiante o al criterio imperante del momento. Si por el contrario esos derechos le corresponden al hombre independientemente de su voluntad, entonces tienen que ser de otro origen que algunos llaman divino...”.

¡Ya está! Para acabar con la posibilidad de que alguien cuestione o pretenda cambiar los principios que le gustan a la señora Fernández Cueto, basta con decretar que provienen de Dios. Por tanto, es obligatorio adoptarlos. Lo malo es que lo mismo afirman los prelados islámicos que fomentan las protestas que cimbran a Europa. ¿Cómo decidir entre dos fundamentalismos que afirman tener orígenes divinos?

¿Hay alguna alternativa? Sí: se llama democracia, y curiosamente se apoya en los mismos principios de pensamiento crítico que la ciencia. Como ya afirmaba Carl Sagan en El mundo y sus demonios, “los valores de la ciencia y los de la democracia concuerdan; en muchos casos son indistinguibles...”. Entre ellos destaca el de exigir pruebas y fundamentación racional para lo que se afirma, en vez de pretender que se acepte por el mero hecho de provenir de una autoridad (sea ésta política o religiosa).

Puede argumentarse que, en casos como éste, el pensamiento racional democrático (gemelo del científico) ofrece un fundamento más sólido y natural para buscar soluciones –y para decidir hasta dónde los derechos de unos pueden limitar los de los demás– que los dogmas religiosos. Habrá que ver si es posible convencer de esto a quienes opinan diferente e insisten en dictar cómo debemos pensar y comportarnos los demás.

miércoles, 1 de febrero de 2006

La utilidad de lo inútil

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera

La utilidad de lo inútil

1-febrero-06

En días pasados Román Revueltas Retes, en una penetrante serie de colaboraciones titulada “Nostalgia de lo maravilloso”, reflexionaba en este diario sobre la capacidad de los seres humanos para dejarnos engañar por todo tipo de creencias que encarnan esa cómoda y reconfortante forma de pensar llamada pensamiento mágico. Y aventuraba la interesante hipótesis de que muchas veces creemos en milagros, magia, poderes extrasensoriales, medicinas alternativas y demás formas de acercarnos a lo maravilloso debido a que “la ilusión de estos prodigios nos permite trascender, así sea por unos momentos, la brutal realidad del mundo material”, con sus problemas, miedos, limitaciones y (sobre todo) decepciones.

Pero más adelante lanzaba un curioso y pesimista reto al lector: “Pero, corre, ve y dile a los creyentes que tomar esas píldoras azucaradas es tan inútil como ingerir los placebos; comunícale a un adicto a la medicina naturista que en cuanto le detecten un cáncer más le vale salir corriendo para que le administren una dosis masiva de fármacos de laboratorio; notifícale a un fanático de la ecología que los cultivos transgénicos son exactamente iguales a los que la propia naturaleza ha modificado genéticamente a lo largo del tiempo; avísale a una supersticiosa que llevar un cuarzo anudado en el pescuezo es como llevar una obsidiana o una argolla de cobre o un eslabón de carey. Hazlo. A ver cómo te va”.

Tiene razón Revueltas: jugar el papel de escéptico es la receta perfecta para acabar etiquetado como eterno aguafiestas, cuando no de intolerante, cerrado y fundamentalista. Pero la verdad es que cuesta mucho quedarse callado ante tantos engaños. Ante charlatanes que, utilizando argumentos deshilvanados y muchas veces incoherentes, logran sin embargo engañar fácilmente a un público ansioso de consumir amuletos, píldoras o artefactos milagrosos que garantizan arreglar su vida, eliminar esos kilos de más, atraer el amor, el dinero o la salud, y tantas otras cosas.

Y es que el problema es que, más allá de la posibilidad lógica –siempre existente– de que quizá algunas de estas creencias alternativas pudieran tener alguna base (quizá sí existan vibraciones imperceptibles que afectan nuestra salud; quizá no sean las bacterias sino desequilibrios en los humores corporales los que causan tal o cual enfermedad; quizá los imanes o los cuarzos sí logren desviar la energía negativa –por más que los científicos digan que la energía no es ni negativa ni positiva–; quizá una sustancia terapéutica aumente su poder conforme esté más diluida; quizá los astros sí afectan nuestras vidas; quizá los extraterrestres sí nos estén observando detrás de las nubes –o de los postes de Mérida–); más allá de esa lejana posibilidad, digo, lo cierto es que ante la más que comprobada efectividad y precisión de las predicciones basadas en el conocimiento científico (las vacunas sí protegen al 99 por ciento de la población; el satélite artificial sí logra colocarse precisamente en la órbita prevista; las ondas de radio o el rayo láser sí nos permiten transmitir información a distancia y escuchar música en nuestro hogar sin que haya músicos presentes; la ingeniería genética sí produce nuevas variedades de trigo más resistentes o nutritivas...) cuesta mucho quedarse callado y no tomar partido por la ciencia cuando ve uno que se está engañando al prójimo ofreciéndole curas milagrosas.

Y tiene también razón Revueltas en su conclusión pesimista: no tiene mucho caso tratar de convencer a los creyentes en el pensamiento mágico. Pero quisiera añadir algo: hay otro sentido, menos inmediato, en que la empresa de difundir el pensamiento científico –que necesaria e inevitablemente se opone, tarde o temprano, al pensamiento mágico–, vale indudablemente la pena.

Y curiosamente, para alguien que proviene de las artes, como el violinista Revueltas, seguramente resultará familiar. Se trata del sentido que tiene promover la ciencia no como generadora de tecnología, o de soluciones a problemas particulares, sino como uno de los productos más refinados de la cultura humana. Quizá el verdadero motivo por el que vale la pena promover la visión del mundo que ofrece la ciencia es la misma por la que vale la pena celebrar el año de Mozart y compartir su música. Ya decidirá cada quien si prefiere escucharla o quedarse únicamente con lo que ofrece la música grupera.