miércoles, 29 de agosto de 2012

Memes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de agosto de 2012

Hay ideas contagiosas.

A menos que no use usted Facebook ni Twitter, ni lea periódicos, ni vea televisión ni oiga radio, se habrá enterado del divertidísimo caso de la restauradora de Borja, Zaragoza (España), la señora Cecilia Giménez, de 80 años, que decidió por sus pistolas “restaurar” una pintura del siglo XIX titulada Ecce homo (el rostro de Cristo al ser presentado por Pilatos) en el muro de la iglesia del Santuario de la Misericordia, en Borja, España. El resultado, de tan grotesco, provoca la carcajada instantánea e incontrolable.

La historia –y su imagen asociada– fueron un éxito inmediato. Luego de aparecer en diarios españoles, brincó a las redes sociales y se difundió por todo el mundo. Las bromas derivadas no se hicieron esperar. La imagen del Cristo “restaurado” fue un clásico instantáneo, que ha pasado ya a formar parte del imaginario colectivo.

Otro caso: el pasado 25 de agosto murió Neil Armstrong, primer humano en pisar la Luna. La noticia, naturalmente, fue mundial. Y no faltaron comentarios burlones alusivos a esas personas que siguen creyendo que el viaje a la Luna fue sólo un montaje filmado en un estudio de cine. A un servidor se le ocurrió poner en Twitter la siguiente frase: “En efecto, es curioso que haya quien no cree que Neil Armstrong haya pisado la Luna pero sí crea que ahora está en el Cielo”. Sorpresivamente para mí, la frase fue copiosamente retuiteada por cientos de personas, en varios países.

¿Por qué se volvieron tan súbitamente populares el Cristo restaurado y mi frase? Una manera de entenderlo es recurrir al concepto de “meme”, propuesto en el libro El gen egoísta, publicado en 1976, por el biólogo británico (aunque nacido casualmente en Kenia) Richard Dawkins, especialista en comportamiento animal y biología evolutiva (y magistral divulgador científico).

¿Qué es un meme (yo siempre he propuesto que en español se diga “mem”, que suena menos bobo, pero nadie me hace caso)? Dawkins explica: “Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de imitación. Si un científico escucha o lee una buena idea, la transmite a sus colegas y estudiantes. La menciona en sus artículos y ponencias. Si la idea se hace popular, puede decirse que se ha propagado, esparciéndose de cerebro en cerebro.”

Hoy la mayoría de los jóvenes conocen como “memes” a los curiosos dibujitos de tira cómica como “Forever alone”, “Me gusta” o “True story”, que pululan como epidemia en internet. El término es correcto, pero la idea de Dawkins va mucho más allá. Para él, los memes son las unidades fundamentales de la comunicación y del pensamiento (y para el filósofo Daniel Dennett, nuestra mente consiste, esencialmente, en una comunidad de memes).

Como los genes –y cualquier entidad capaz de crear réplicas de sí misma (Dawkins los llamó “replicadores”)–, los memes está sometidos al proceso darwiniano de selección natural. Un meme que tenga características que favorezcan su supervivencia y reproducción –ser divertido, curioso o atractivo; ser fácil de comprender y comunicar; estar relacionado con otros memes de moda– se volverá popular, e incluso “viral”.

Hoy, con internet, vivimos inmersos en un mar de memes. Pero en realidad siempre ha sido así: las religiones, los chismes, los chistes, la literatura, los lemas publicitarios, las tradiciones, las teorías científicas y la cultura toda son, en realidad, memes que evolucionan y compiten por sobrevivir y reproducirse en el medio de cultivo de nuestros cerebros.

El Ecce homo restaurado, hoy gran atracción turística, y en mucho menos grado mi frase –que en realidad había yo copiado y adaptado de otro tuitero; los memes también mutan– tuvieron lo necesario para ser memes exitosos. Dawkins –y Darwin– tenían razón.

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miércoles, 22 de agosto de 2012

Crisis de identidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de agosto de 2012

A primera vista, parece tonto preguntarse ¿quién soy? Pero cuando se da uno cuenta de que es el cerebro, y no el cuerpo, la sede de la conciencia –no hay necesidad de invocar dualismos místicos–, comienzan los problemas. ¿Soy yo mi cuerpo, o habito mi cuerpo? ¿Soy mi cerebro? Material para noches de insomnio…

Pero los problemas de identidad afloran también en otros niveles. Solía pensarse que, a nivel biológico, los humanos somos individuos formados, sí, por billones de células, pero provenientes todas ellas de un único óvulo fertilizado y que comparten un mismo genoma. Pero los resultados del Proyecto del Microbioma Humano publicados en junio pasado –y que había querido comentar aquí desde entonces– confirman que esa perspectiva es completamente errónea.

El proyecto, financiado por los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos con unos 170 millones de dólares, fue lanzado en 2008, con una duración de cinco años. Su objetivo, a grandes rasgos: estudiar el microbioma: el conjunto de genes de todos los microorganismos que no sólo viven en nuestro cuerpo, sino que le son indispensables para vivir.

Podría sonar exagerado darle tanta importancia los microbios, hasta que se entera uno de que hay ¡diez veces! más células microbianas que humanas en lo que conocemos como “cuerpo humano”. Que constituyen de uno a dos kilos de nuestro peso. Y que dependemos de ellas para procesos tan básicos como la digestión de una gran variedad de sustancias que, de otro modo, seríamos incapaces de asimilar; la producción de vitaminas que nuestro cuerpo no puede generar –como la K y la biotina (o B7)–; la correcta maduración y regulación del sistema inmunitario, el combate a posibles infecciones, y varios más.

Los bebés nacen libres de microbios. Pero ya desde el momento del parto –a través de la piel, el aire, la leche materna– comienzan a ser colonizados por bacterias y otros microbios que luego formarán parte integral de su organismo. El microbioma varía de individuo a individuo, y cambia con el tiempo, y puede ser alterado drásticamente por factores externos como el consumo de antibióticos.

Hoy se está descubriendo, gracias a los métodos de la metagenómica (la lectura simultánea de los genomas de las 10 mil especies distintas de bacterias que nos habita) que estos microbios con los que convivimos en simbiosis pueden también tener una influencia importante no sólo en infecciones agudas, sino en enfermedades crónicas como la obesidad, la diabetes, el cáncer, las alteraciones inflamatorias digestivas como la colitis o el síndrome de Crohn, e incluso las alteraciones cardiacas, el asma, la esclerosis múltiple y el autismo. No porque las causen, sino porque el tipo de microbios que uno tiene parece estar relacionado con la probabilidad de padecerlas. Hay estudios, por ejemplo, hechos con gemelos, que insinúan que el tipo de bacterias que una persona tenga puede ser un factor importante que determine si será obesa.

El microbioma humano consta de unos tres millones de genes. Comparados con los 23 mil de nuestro genoma, han constituido, evolutivamente, un recurso importantísimo para nuestra adaptación y supervivencia. Estudiarlo nos permitirá, literalmente, conocernos mejor: entenderemos que somos algo más que nuestro cuerpo o nuestro genoma. Somos una comunidad que ha coevolucionado: un ecosistema.

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miércoles, 15 de agosto de 2012

¿Por qué seguimos creyendo tarugadas?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de agosto de 2012

A Raúl: gracias por 20 años de felicidad. ¡Y los que faltan!

En las sociedades modernas, la importancia de la ciencia y la tecnología es evidente. Por eso se enseñan en la escuela, y se hacen esfuerzos por divulgar la cultura científica a través de los medios (el que usted esté leyendo esto es una parte ínfima de esa labor).

Y sin embargo, una gran pregunta para los comunicadores de la ciencia es por qué la gente, a pesar de tener tanta información científica confiable a su alcance, sigue creyendo en cosas absurdas como fantasmas, secuestros (“abducciones”) extraterrestres, horóscopos o “detectores moleculares” que son simples fraudes, sigue comprando curas milagrosas que se anuncian en televisión y en general, conserva creencias que se oponen frontalmente al conocimiento científico actual.

Dos artículos recientemente publicados exploran, de manera científica, este problema. Uno, publicado por Andrew Shtulman y Joshua Valcarcel en la revista Cognition (16 de mayo de 2012), utiliza un método sencillo –pedir a 150 estudiantes que valoren si 200 afirmaciones son ciertas o falsas– para descubrir que el conocimiento científico no suplanta las creencias erróneas, sino que sólo las suprime o enmascara.

Algunas de las afirmaciones usadas coinciden con la intuición, aunque sean científicamente falsas (“el sol gira alrededor de la Tierra”). En otras, la visión ingenua y la científica coinciden (“la luna gira alrededor de la Tierra”). Se descubrió que el tiempo de respuesta de los sujetos era ligeramente más largo (centésimas de segundo) cuando la visión intuitiva y la científica discrepan.

Eso revela que cuesta trabajo mental dar la respuesta correcta, aunque sea bien conocida, porque hay un conflicto con la respuesta intuitiva. ¡No basta con proporcionar la información correcta para desbancar a la incorrecta en la mente de las personas! Este efecto, llamado “disonancia cognitiva” no es nada nuevo; es bien conocido por psicólogos y pedagogos desde hace décadas. Pero no se tenían datos experimentales tan sistemáticos al respecto; el trabajo de Shtulman lo pone sobre bases más firmes.

Por su lado, tres físicos mexicanos, Julia Tagüeña, Rafael Barrio (del Centro de Investigación en Energía, en Morelos, y el Instituto de Física, respectivamente, ambos de la UNAM) y Gerardo Íñiguez, junto con el finlandés Kimmo Kaski, ambos en la Universidad de Aalto, en Helsinki, Finlandia, publicaron el pasado 8 de agosto, en la revista PLoS ONE, la construcción de un interesantísimo modelo computacional, basado en la teoría de redes, de cómo la información científica en los medios puede modificar la opinión de los miembros de una sociedad.

Para ello, simularon una red de “agentes” que pueden tener opiniones coherentes u opuestas al conocimiento científico, y que son influidos por la opinión de sus vecinos, con quienes pueden establecer o romper vínculos, dependiendo de si sus opiniones sobre temas científicos coinciden o discrepan. Y son también influidos por un “campo” general que simula la influencia de la cultura en la que viven.

El modelo –todavía una aproximación simple, pero prometedora– muestra, entre otras cosas, que aun cuando en una sociedad haya un ambiente positivo a la ciencia, que difunde ampliamente las ideas basadas en ella, los “fundamentalistas” anticientíficos no desaparecen, sino que forman pequeños grupos muy unidos que persisten. Es probable que modelos como éste permitan entender mejor la dinámica social de las ideas científicas y las actitudes de la gente respecto a ellas de manera mucho más detallada que hasta ahora. Quizá ayuden, por ejemplo, a diseñar estrategias para combatir más eficazmente a las seudociencias y charlatanerías.

Ambos estudios, desde perspectivas distintas –uno, experimental y psicológica; el otro, teórica y social– abren nuevas posibilidades para investigar más detalladamente el proceso de difusión del conocimiento científico, y permitirán –metiéndole, precisamente, un poco de ciencia– mejorar las estrategias de comunicación pública de la ciencia.
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miércoles, 8 de agosto de 2012

Medalla de oro para la NASA

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de agosto de 2012

Hoy que todo mundo anda pendiente de los juegos olímpicos, el exitoso aterrizaje del explorador Curiosity en la superficie de Marte, que salió exactamente conforme a lo esperado, despertó –al menos en los medios nacionales– mucho menos interés del que yo hubiera esperado.

Está de más insistir en los detalles de la misión (de la que Milenio Diario ha publicado abundante información). No sólo buscará detectar si hay o hubo en el planeta rojo condiciones que permitieran la existencia de vida. También estudiará su composición geológica y mineralógica, el clima, la atmósfera, la distribución de agua y la cantidad de radiación que incide sobre su superficie –dato vital para pensar en una misión tripulada a Marte. Y, gracias a la participación del científico mexicano Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM, corregirá también los estudios realizados en los 70 por las sondas Viking, que buscaban detectar trazas de aminoácidos y otros compuestos orgánicos, pero que, como demostró Navarro, podrían haber estado viciadas por un mal diseño.

No puede menos que asombrar el alarde tecnológico –y la sólida ciencia que hay detrás– de este laboratorio móvil de casi una tonelada y seis ruedas que contiene 17 cámaras, incluyendo un microscopio, y la ChemCam, un avanzadísimo instrumento que mediante un haz infrarrojo vaporiza muestras minerales y las analiza espectrofotométricamente para determinar qué elementos químicos están presentes. Contiene también, entre otras cosas, espectrómetros, detectores de radiación, instrumentos de difracción de rayos X, una estación de monitoreo del clima diseñada en España, y una fuente atómica de poder que transforma el calor generado por el plutonio que contiene directamente en electricidad.

Y no olvidemos el elegante sistema de aterrizaje, que luego de entrar en la atmósfera a 21 mil kilómetros por hora, protegiéndose del calor con un escudo térmico, desplegó, ya a 1,700 km/h (aún más rápido que el sonido) un paracaídas que lo frenó a 576 km/h. Luego unos cohetes controlaron el descenso hasta que, a unos metros de la superficie, los cables de la Sky crane (grúa espacial) depositaron al Curiosity delicadamente sobre el suelo marciano (aquí un impresionante video que lo muestra).



Ya veremos qué descubre el Laboratorio Espacial Marciano –nombre oficial de la misión–, y qué fascinante información nos proporciona.

El presidente Obama valoró en su justa medida el logro del Curiosity, y declaró que “el éxito de esta noche nos recuerda que nuestra preeminencia, no sólo en el espacio, sino también en la Tierra, depende de seguir invirtiendo sabiamente en la innovación, la tecnología y la investigación básica que siempre ha hecho nuestra economía la envidia del mundo”. Y anunció que para mediados de la década de 2030 enviarán humanos a Marte.

En cambio, aquí en México me ha tocado oír, recientemente, las más extrañas tonterías seudocientíficas. Personas con preparación médica que piensan seriamente que la homeopatía realmente cura –más allá del efecto placebo– y que realmente es una ciencia. Gente que tuitea que cierta marca de pan ¡“contiene trigo transgénico y provoca malformaciones congénitas, impotencia y cáncer”! Antropólogos convencidos de que las “limpias” realmente curan, porque “usan fotones” mediante “un efecto electromagnético”. La desinformación, el analfabetismo científico y la seudociencia siguen floreciendo en nuestro pobre país.

Al parecer, todavía falta mucho para que reconozcamos plenamente la importancia de la investigación y el desarrollo científico-tecnológicos. Mientras esto no ocurra, tendremos que conformarnos con sólo mirar, o cuando mucho colaborar un poco con proyectos ajenos. Falta mucho para poder ganar nuestras propias medallas.





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miércoles, 1 de agosto de 2012

La bacteria digital

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1 de agosto de 2012

Contrario a lo que se piensa, los científicos no sólo viven de hacer experimentos. También suelen construir modelos y simulaciones: recreaciones de la naturaleza –muchas veces matemáticas, aunque también hay simulaciones mecánicas y de otros tipos– basadas en los datos y teorías disponibles que se espera que se comporten de manera muy similar a los sistemas reales.

Los físicos tienen ya varios siglos de usarlos: es gracias a ellos que han podido recrear y estudiar detalladamente el big bang o un agujero negro, o predecir la existencia y el comportamiento de una partícula subatómica.

La biología también tiene modelos y simulaciones, pero un grupo de científicos de la Universidad de Stanford, encabezados por Markus Covert acaba de marcar un avance radical: crearon una simulación, un modelo computacional, de una célula completa.

Antes de que usted se pregunte para qué sirve eso, imagine cómo sería, por ejemplo, tener una simulación computacional detallada de una ciudad completa. No algo como SimCity, que es un juego, y a pesar de su complejidad sigue siendo un modelo extremadamente simplificado, sino un modelo que incluyera el número real de personas, edificios, vialidades, automóviles, y su movimiento a lo largo de los días.

Un modelo así permitiría entender con precisión cómo funciona la ciudad, detectar las áreas problemáticas y, si fuera lo suficientemente fino, incluso predecir eventos como apagones, inundaciones, embotellamientos de tráfico o accidentes (quizá no al detalle de cuándo y dónde ocurre un choque vehicular, pero sí qué lugares, días y horas son más propicios para que ocurran).

Pues bien: Covert y su equipo reportan en la revista Cell (20 de julio de 2012) la construcción de su modelo –que consta de más de 1,900 parámetros distintos en 28 sub-modelos–, en el que introdujeron la información completa del genoma de la bacteria Mycoplasma genitalium (que, como su nombre lo indica, causa infecciones genitales en humanos, como la uretritis no gonocócica). Pero también, basándose en la información tomada de más de 900 artículos de investigación, modelaron qué información genética está activa, leyéndose en un momento dado en la célula (su transcriptoma), las proteínas, entre ellas enzimas, que se están fabricando (su proteoma) y las reacciones químicas se están llevando a cabo en la célula y que dichas enzimas controlan (el metaboloma).

Se eligió a M. genitalium porque es una de las bacterias con genoma más pequeño que se conocen (sólo tiene 525 genes –contra los más de 23 mil del genoma humano). Pero también porque es la especie en que se ha trabajado más en la llamada biología sintética: en 2010 se realizó un “trasplante de genes” en que se reprogramó a la bacteria con un genoma artificial.

La simulación de Covert usó programación enfocada en objetos que mezcla distintas técnicas matemáticas (ecuaciones diferenciales ordinarias, redes booleanas, y otras) para representar los distintos procesos, y que funciona en ciclos, combinando cada vez los datos del ciclo anterior para ir simulando el estado de cada parámetro, hasta que la célula se divide. Fue sometida a prueba para ver si lograba reproducir datos que ya se conocen sobre la concentración de ciertas sustancias dentro de la célula. Y lo hizo bastante bien.

El modelo es preliminar (“sólo un “borrador”, dice Covert). Pero abre toda una nueva rama de estudios sobre la biología celular. Servirá para descubrir nuevos fenómenos no detectados, que aparecen en la simulación y luego pueden buscarse en las bacterias reales. Ya se lograron algunos hallazgos de este tipo. Y también podrá servir para, un día, diseñar de manera racional bacterias artificiales que realicen funciones útiles como producir biocombustibles o antibióticos, o degradar compuestos contaminantes.

Sin duda, esta célula digital es mucho más que un juego.


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