domingo, 28 de mayo de 2017

La primera molécula viva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo de 2017

Había una vez un planeta donde surgió la vida.
La hipótesis del mundo del ARN

Millones de años después, una de los billones de especies que lo habitaban se preguntaba cómo había ocurrido esto. Faltos de más recursos que su imaginación, propusieron la explicación más obvia: la vida en la Tierra tenía que haber sido producto de un creador omnipotente. Explicación que realmente no explicaba nada, pero que sirvió para tranquilizar su inquietud intelectual. Al menos por un tiempo.

Porque luego llegó Charles Darwin, quien además de postular un mecanismo natural que explicaba cómo las especies evolucionan, se diversifican y se adaptan a partir unas de otras, mencionó también que la vida podría haber surgido “en una charca tibia” a partir de compuestos inorgánicos, junto con la energía del sol y los rayos.

Poco después, el inglés JBS Haldane y el ruso Aleksandr Oparin propondrían, cada uno por su lado, teorías más detalladas acerca del posible origen de la vida a partir de los compuestos presentes en la atmósfera primitiva de nuestro planeta. Un poco más adelante, experimentadores como los estadounidenses Stanley Miller y Harold Urey realizarían experimentos que darían sustento a estas propuestas. Nació así formalmente la ciencia que estudia el origen de la vida.

Desde entonces, los avances han sido enormes. Y aunque sigue habiendo muchas cosas que no sabemos con precisión (por ejemplo, si los compuestos precursores de las moléculas que forman a los seres vivos se produjeron en la Tierra o llegaron a bordo de meteoritos), hoy la reconstrucción de los primeros momentos en que se puede hablar de vida en el planeta es cada vez más detallada. Y una de las cosas que van quedando claras es que, aunque Darwin pensaba que las proteínas podrían haber sido las primeras moléculas vivas, lo más probable es que tal papel le corresponda a otro tipo de compuestos: los ácidos nucleicos. Y específicamente, al ácido ribonucleico, o ARN.

Precisamente a este tema estuvo dedicado el simposio “El mundo del ARN” llevado a cabo del 16 al 22 de abril en El Colegio Nacional, esa institución fundada en 1943 por Manuel Ávila Camacho para “preservar y dar a conocer lo más importante de las ciencias, artes y humanidades que México puede ofrecer al mundo”. El simposio fue organizado por tres destacados miembros del Colegio: Antonio Lazcano Araujo, experto mundialmente reconocido en origen de la vida, junto con el biólogo molecular Francisco Bolívar Zapata y el químico Eusebio Juaristi. En él estuvieron presentes destacadísimos especialistas internacionales en el tema provenientes de países como Estados Unidos, España, Francia, Israel y por supuesto México.

Sería imposible resumir en este espacio todo el universo de conocimiento que los asistentes a las diez conferencias magistrales tuvimos el privilegio de disfrutar (una de las obligaciones principales de los 20 miembros de El Colegio Nacional es, precisamente, impartir y organizar conferencias, mesas redondas y simposios, que son siempre públicos y gratuitos). La base del simposio fue la idea de que, a partir de los primeros compuestos inorgánicos y luego del surgimiento de biomoléculas simples, uno de los primeros compuestos que pudo cumplir con dos de las principales funciones que caracterizan a la vida, autorreproducirse y catalizar otras reacciones químicas, fue precisamente el ARN.

A partir de eso, se piensa que hubo una primera etapa –el “mundo del ARN”– en que moléculas de ARN comenzaron a formarse, reproducirse y competir entre ellas. Paulatinamente, comenzaron a catalizar la formación de proteínas, que a su vez ayudarían a catalizar más eficientemente otras reacciones: surgiría así el “mundo de las ribonucleoproteínas”. Finalmente se llegaría al actual “mundo del ADN”, donde las funciones de almacenar la información genética pasarían al ácido desoxirribonucleico, primo del ARN, y la mayoría de las funciones de catálisis química quedarían a cargo de proteínas específicas: las enzimas.

Durante el simposio, sin embargo, los diversos expertos de todo el mundo nos mostraron cómo los detalles de esta increíble historia están siendo constantemente explorados y discutidos para irlos aclarando. Desde la química básica de la atmósfera primitiva y la composición de los meteoritos, al surgimiento y evolución de las primeras moléculas de ARN. De cómo quizá éstas siempre estuvieron conviviendo y coevolucionando con proteínas (lo que implicaría que no hubo “mundo del ARN”, sino “mundo de ribonucleoproteínas” desde un principio) a cómo pudo surgir el código genético, cómo el ARN se alió con las proteínas y las moléculas grasosas que forman membranas para generar las primeras células, y cómo ciertas formas de ARN de vida libre, como virus y viroides, siguen conviviendo con el resto de los seres vivos.

Una de las ideas más sugerentes es que a lo largo del reino viviente hay innumerables “fósiles moleculares” del mundo del ARN: el ácido ribonucleico sigue cumpliendo funciones vitales en prácticamente todos los procesos de una célula viva, como el almacenamiento y copia del material genético, su expresión para fabricar proteínas y en las reacciones químicas que conforman el metabolismo. En cierto modo, el mundo del ARN pervive oculto en las profundidades de la célula moderna.

Ada Yonath y el ribosoma
El broche de oro del simposio fue la conferencia de Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009, quien nos mostró cómo el ribosoma, organelo celular encargado de fabricar proteínas a partir de las instrucciones almacenadas en el ADN, y que está presente en todas las células vivas, es en realidad una sofisticada máquina molecular hecha de ARN, en cuyo corazón se halla un fósil viviente que ha sobrevivido desde los tiempos del mundo del ARN.

Queda la duda de si se puede hablar de que el ARN sea una molécula “viva”. En realidad, se trata de una pregunta mal planteada, que revela que el término “vida” es sólo una palabra cómoda para describir un tipo de sistemas que presentan ciertas propiedades. En realidad, la línea divisoria entre materia viva e inerte es arbitraria. Lo fascinante es vislumbrar un poco de la enorme cantidad de investigación que se está haciendo para entender cómo la química pudo irse convirtiendo en biología a través de un proceso evolutivo que ocurrió hace millones de años, pero cuyas huellas siguen presentes y activas en lo más íntimo de las células que nos forman.

Millones de años después, los habitantes de ese planeta, descendientes de este largo proceso, estamos comenzando a respondernos la pregunta de cómo llegamos a estar aquí.

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domingo, 21 de mayo de 2017

Farmacovigilancia que salva vidas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo de 2017

Cuando, en bachillerato, tuve que elegir qué carrera estudiaría, decidí ser químico farmacéutico biólogo. La respuesta de mis padres al saberlo fue “acabarás como dependiente de una farmacia”.

En realidad la carrera que yo hubiera querido estudiar era bioquímica, pero no existía en México, y la alternativa disponible, ingeniería bioquímica, no era lo que yo buscaba. (Más tarde descubrí que en realidad lo que yo quería estudiar era biología molecular, pero esa es otra historia.)

La visión de mis padres refleja uno de tantos prejuicios comunes acerca de la química. Y, como todos los prejuicios, está basado en la ignorancia. En abril pasado tuve la oportunidad de asistir como conferencista invitado al 3er. Simposio Nacional de Farmacia Hospitalaria, organizado por la Red Mexicana de Atención Farmacéutica y Farmacoterapia en Monterrey, Nuevo León. Ahí descubrí que, incluso después de haber estudiado la carrera, ignoraba yo mucho acerca del importantísimo papel que juega la química farmacéutica dentro de los sistemas de salud. (Sirva de disculpa aclarar que en mi licenciatura yo elegí la orientación de análisis clínicos –aunque nunca la ejercí–, no la de farmacia, y nunca cursé ninguna materia de farmacología.)

El trabajo en la farmacia de un hospital puede sonar como algo muy aburrido: administrar las existencias y surtido de medicamentos, garantizar que a cada paciente se le suministre la dosis indicada por el médico, y… no mucho más.

Nada más lejos de la realidad. Más allá de la labor descrita –que a pesar de sonar simple tiene sus complejidades– el trabajo de los químicos farmacéuticos en un hospital tiene mucho más que ver con un área llamada farmacovigilancia.

A fines de los años 50 se comenzó a usar un medicamento llamado talidomida para suprimir las náuseas en mujeres embarazadas. Pronto se descubrió, con horror, que podía causar una malformación en los bebés llamada focomelia: nacían con las manos o pies soldados al cuerpo, sin brazos o piernas. Miles de bebés fueron afectados en todo el mundo, y la talidomida se prohibió mundialmente en 1963.

Farmacovigilancia
A partir de este y otros casos, en todos los países comenzaron a formarse comités dedicados a vigilar los posibles efectos nocivos de los medicamentos, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) formó el Programa Internacional de Monitoreo de Medicamentos, del que son miembros 124 países, incluyendo a México, y que se dedica a “la ciencia que trata de recoger, vigilar, investigar y evaluar la información sobre los efectos de los medicamentos, productos biológicos, plantas medicinales y medicinas tradicionales, con el objetivo de identificar información sobre nuevas reacciones adversas y prevenir los daños en los pacientes”. En otra palabras, había nacido la farmacovigilancia (en México dicha responsabilidad está a cargo de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios, Cofepris, con la participación de hospitales, universidades, empresas farmacéuticas y asociaciones de profesionales del área biomédica).

Y es que, a diferencia de tantas seudomedicinas, que se ufanan de “no producir efectos secundarios” (debido simplemente a que no producen ningún efecto, pues son terapéuticamente inútiles), los fármacos y los compuestos provenientes de plantas, por ser sustancias químicas que ejercen efectos terapéuticos reales dentro del organismo, también pueden tener repercusiones no deseadas.

La labor de farmacovigilancia recopila datos sobre los llamados “eventos adversos” que puedan ser causados por los medicamentos, para detectar efectos nocivos que no hayan sido detectados durante las extensas pruebas clínicas a que éstos son sometidos antes de autorizar su comercialización. Pruebas que, después de todo, se realizan con poblaciones limitadas. Al salir a la venta, la cantidad de pacientes aumenta, y pueden entonces surgir a la vista efectos poco frecuentes. Se puede así tomar medidas que llegan a incluir el retiro del mercado.

Como comentábamos la semana pasada en este espacio, los medicamentos también pueden producir efectos indeseados al interactuar unos con otros –el simple consumo de antiácidos puede cambiar el pH del estómago y alterar la absorción de un fármaco, por ejemplo. Mediante la farmacovigilancia se recogen constantemente datos para detectar estas interacciones medicamentosas.

Pero la farmacovigilancia también juega un papel dentro de los hospitales: en ellos hay un ejército de farmacólogos que realizan constantemente un tremendo trabajo, junto con otros profesionales de la salud, para garantizar que los pacientes reciban los medicamentos que necesitan de forma correcta, confiable, oportuna y, sobre todo, segura. Buscan monitorear viejos y nuevos medicamentos, detectar reacciones adversas nuevas o inesperadas, reducir costos, dar seguimiento a medicamentos nuevos más allá de los estudios clínicos, asesorar a los médicos para diseñar el tratamiento farmacológico más adecuado y seguro para cada paciente individual, y muchas otras importantes funciones.

Cuando uno considera la enorme labor de investigación y control que implica la farmacovigilancia en hospitales y en todo el sistema de salud para monitorear la seguridad de los fármacos, y lo compara con las afirmaciones de tantos charlatanes médicos, sin más sustento que la evidencia anecdótica, no puede uno más que agradecer que exista una ciencia médica basada en el rigor y la evidencia. Ciencia médica que salva vidas.

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domingo, 14 de mayo de 2017

Cáncer, toronjas y química

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de mayo de 2017


Leyendo el título de este texto, usted podría pensar que voy a decir que comer toronjas puede causar cáncer. Nada más falso.

Más bien, voy a tratar de contarle una historia interesante. Seguramente usted ha oído frases que afirman que todo lo “químico” es malo, dañino, tóxico, venenoso o causa cáncer. Contrariamente, todo aquello que es “natural” se considera automáticamente sano, beneficioso, curativo o al menos inocuo. De ahí modas como el consumir alimentos “orgánicos” porque “no contienen químicos”, y satanizar todos los productos de la industria química y farmacéutica.

Desde luego, de nada sirve explicar que “químicos” somos las personas que estudiamos una licenciatura en esa materia, y que la palabra correcta a usar es compuestos o sustancias químicas. Tampoco sirve de gran cosa aclarar que toda la materia común, incluyendo los animales, plantas y nuestro propio cuerpo, están hechos de compuestos químicos, por lo que la idea de alimentos que no los contengan es absurda. Como me gusta decir, hasta el agua pura es pura química.

La idea de que todo lo químico es malo se llama quimiofobia, y es un prejuicio. Pero cuando se explica lo anterior a quienes lo padecen, simplemente lo sustituyen por otro prejuicio equivalente: el de que todo lo artificial es dañino, mientras que lo natural es sano. Para ver lo falso de esta otra idea basta con recordar que numerosos venenos y toxinas provienen de plantas, animales, hongos o bacterias (incluyendo la toxina botulínica, el veneno más tóxico conocido: bastan unos 350 nanogramos, o milésimas de miligramo, para matar a un adulto de 70 kilos; sin embargo, en dosis aún más bajas sirve para paralizar los músculos faciales y borrar temporalmente las arrugas… quizá la conozca usted bajo el nombre de Botox).

Quienes satanizan lo químico o lo artificial tienden a pensar, también, que “la naturaleza es sabia” y jamás hace nada que pueda dañar a los seres vivos.

Por eso les puede resultar sorprendente enterarse de que una de las sustancias más conocidas por causar cáncer, o carcinógeno, llamada benzopireno –producida al quemar compuestos orgánicos, y que por tanto está presente en el hollín y el humo de tabaco, pero también en las carnes al carbón– en realidad es un pre-carcinógeno. Sólo se vuelve carcinogénica cuando es transformada, por un grupo de enzimas dentro de nuestras células conocidas como citocromos P450, en un derivado que es el que puede causar cáncer. (El derivado carcinogénico del benzopireno, por si tenía la duda, se llama benzopireno-dihidrodiol-epóxido, y ejerce su efecto intercalándose entre los “escalones” que forman las bases el ADN e interfiriendo con el proceso de duplicación de la información genética.)

¿Por qué el cuerpo humano contendría una enzima que transforma una sustancia más o menos inocua en un carcinógeno? La razón es que esa transformación es un primer paso, llamado bioactivación, para poder eliminarla eficientemente.

Puede sonar complicado, pero hay que recordar que cada célula de nuestro cuerpo es un sistema químico increíblemente complejo, formado por miles de distintas moléculas que constantemente participan en intrincadas cadenas de reacciones químicas. Nosotros mismos, nuestros cuerpos, no somos más que sistemas químicos. Es natural que algunas de estas numerosas reacciones tengan consecuencias indeseadas, pero inevitables.

Citocromo P450,
mostrando el grupo hemo
Las enzimas de la gran familia de los citocromos P450 –que, por cierto, están presentes en prácticamente todas las especies vivas conocidas– participan en muchísimas reacciones vitales para el organismo. Reacciones de óxido-reducción (sí, de esas que odiaba usted en las clases de química de secundaria), en las que toman electrones de algún compuesto, que se oxida, y lo pasan normalmente al oxígeno, que se reduce para formar agua. (Como curiosidad química, en su estructura tienen un grupo hemo, con un átomo de hierro en el centro, como el que contiene la molécula de la hemoglobina, la proteína responsable de transportar el oxígeno dentro de los glóbulos rojos de nuestra sangre, además darle su color rojo.)

Así, los citocromos P450 oxidan compuestos químicos para, por ejemplo, eliminarlos del organismo, pero a veces en el proceso los vuelven carcinogénicos. Así es la bioquímica: ni buena ni mala; solamente complicada.

¿Y las toronjas? Bueno, resulta que algo tan natural e inofensivo como el jugo y la pulpa de toronja contienen varios compuestos, entre los que se hallan la naringenina y la bergamotina, además de furanocumarinas, que pueden alterar la actividad de los citocromos P450. Y como estas enzimas son importantísimas para activar o para eliminar muchos de los medicamentos que se usan para tratar diversas enfermedades (incluyendo cáncer e infección por VIH), el consumo de toronja puede interferir peligrosamente con el tratamiento, causando que sea ineficaz o, por el contrario, favoreciendo una posible sobredosis. Si uno está bajo cualquier tratamiento farmacológico, es mejor evitarla.

¿Cuál es la moraleja? Que ni la naturaleza es sabia, ni lo químico es malo, ni las cosas se pueden reducir a simplonas frases de autosuperación. Que la vida misma es un proceso químico. Y que es importante saber química, y tener médicos y farmacólogos que la dominen, para poder vivir saludablemente.

No hay recetas fáciles: se necesita ciencia.

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domingo, 7 de mayo de 2017

Ciencia y no ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de mayo de 2017

Con frecuencia abordo en este espacio temas que tienen que ver con disciplinas que, sin tener sustento ni reconocimiento científico, se presentan o se hacen pasar como ciencia. De ahí su nombre: falsas ciencias, o seudociencias.

Invariablemente, recibo en esas ocasiones mensajes de lectores inconformes y molestos, que me tildan de dogmático, intolerante, ignorante y otros adjetivos no menos floridos. (Me consuela, al menos, estar en compañía de otros escépticos notables a quienes considero mis maestros, como Isaac Asimov, James Randi, Martin Gardner, Carl Sagan, Michael Shermer y otros.) Invariablemente, también, quienes así opinan son creyentes fervorosos, qué casualidad, en la seudociencia abordada en mi texto.

El universo de las seudociencias es infinitamente amplio y variado. Caben en ella locuras que cualquier persona medianamente sensata e informada rechazaría como absurdas –que la Tierra es plana o hueca, o que estamos gobernados por una raza de extraterrestres de aspecto reptiliano–, y otras que, aunque absurdas, forman ya parte de cierta cultura popular poco informada científicamente, y que tienen numerosos seguidores: la creencia en ovnis tripulados por extraterrestres que nos espían desde las alturas; en la existencia de fantasmas y duendes; la negación de la teoría de la evolución frente a la idea de un creador, o las dudas sobre si realmente la NASA logró llevar, en 1969, hombres a la Luna.

Muchas seudociencias se basan simplemente en la falta de información, sumada a la tendencia humana a creer en aquello que nos “suena” bien y coincide con nuestras creencias previas, y a dar más crédito a simplonas teorías de conspiración que a explicaciones científicas complejas y en cierta medida ambiguas (pues la ciencia ofrece conocimiento confiable pero tentativo y provisional, siempre mejorable, nunca absoluto).

Muchas otras seudociencias, en cambio, mezclan también ideas místicas o esotéricas, como la creencia en “fuerzas vitales” que animan a los seres vivos; en propósitos trascendentes que suponen que “las cosas pasan por algo” (“leyes de la atracción”, karma, etcétera), y en general en fuerzas sobrenaturales que influyen en los sucesos que ocurren en el universo. La ciencia, por supuesto, rechaza todo supuesto sobrenatural de este tipo, y practica un “naturalismo metodológico” que, si bien no niega la posibilidad lógica de que haya fuerzas más allá de lo natural, entidades espirituales o propósitos trascendentes, sí reconoce que ninguna de estas posibilidades es útil o aporta algo al estudio científico del universo, y por tanto las excluye de las explicaciones científicas. No se trata de un prejuicio, sino de una limitación metodológica: lo espiritual o sobrenatural no puede ser estudiado con los métodos de la ciencia, ni para probarlo ni para refutarlo.

Particularmente peligrosas y dañinas son las seudociencias médicas, a las que suelo referirme con frecuencia, no sólo por su comprobada ineficacia, sino porque, al distraer a los pacientes de los tratamientos realmente útiles, ponen en peligro su saludo o su vida. Muchas de ellas incorporan conceptos místicos: numerosas seudomedicinas y terapias “alternativas” introducen, como elementos básicos de su doctrina, conceptos de tipo metafísico hace mucho refutados por la investigación médica, como la creencia en “energías” misteriosas que controlan la salud y la enfermedad (vitalismo).

Los defensores de esta seudomedicinas, además, atacan siempre a la medicina científica, acusándola de ser “reduccionista” y “materialista”: la descalifican precisamente por adoptar una postura naturalista. Sin embargo, la investigación médica rigurosa jamás ha podido demostrar, de manera clara –como se hace con los resultados de cualquier investigación médica aceptada– la efectividad de estas terapias. Si lo lograran, la comunidad médica y científica adoptaría inmediatamente sus resultados y buscaría la manera de aplicarlos y mejorarlos.

Parecería que, si hay tantas “medicinas alternativas” y teorías intrigantes no aceptadas por la ciencia, y si tanta gente cree en ellas, el menos algunas deberían tener bases reales, deberían ser ciertas. Sin embargo, en ciencia se requiere evidencia rigurosa y sistemática que respalde a una teoría. Si no la hay, ninguna teoría, por atractiva que sea, logra ser aceptada. Así funciona la ciencia.

Si pensamos en la ciencia como un círculo de conocimiento confiable que se va expandiendo en el infinito campo de lo que ignoramos, en su interior hay teorías sólidas, aceptadas por el consenso de la comunidad científica, y que cuentan con abundante evidencia experimental que las avala. En sus orillas, que son un tanto borrosas, hay otras teorías que se consideran prometedoras y que, aunque quizá aún no cuenten con suficiente evidencia, son coherentes con el resto del conocimiento científico y ofrecen posibles maneras de ser puestas a prueba, para llegar quizá a ser plenamente aceptadas. Por lo pronto, vale la pena explorar su potencial.

Pero las seudociencias se hallan claramente fuera de este círculo: además de carecer de evidencia, contradicen el conocimiento científico aceptado. Por más lógicas que suenen, por más que nos gustaría que fueran ciertas (porque, además, siempre ofrecen cumplir nuestros más anhelados deseos), no pueden ser consideradas como ciencia.

El ser humano tiene una sorprendente tendencia a engañarse a sí mismo. La ciencia es el método más útil que ha logrado desarrollar, a lo largo de su historia, para contrarrestar esa tendencia. Mantener y defender la división entre ciencia y seudociencia no es intolerancia ni dogmatismo. Es control de calidad.

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