domingo, 25 de febrero de 2018

Transgénicos: basta de mitos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de febrero de 2018

El pasado jueves 22 de febrero se llevó a cabo en El Colegio Nacional la presentación de un libro con título polémico: Transgénicos: grandes beneficios, ausencia de daños y mitos (Academia Mexicana de Ciencias, 2017).

Su publicación fue coordinada por el doctor Francisco Bolívar Zapata, pionero de la ingeniería genética a nivel mundial. En él colaboraron otras importantes personalidades del mundo de la biotecnología nacional e internacional, como Luis Herrera Estrella, que desarrolló los primeros métodos para introducir genes foráneos en plantas; Xavier Soberón Mainero, director del Instituto Nacional de Medicina Genómica (Inmegen); los biotecnólogos Agustín López-Munguía Canales y Enrique Galindo Fentanes, del Instituto de Biotecnología de la UNAM, y el doctor Jorge Manuel Vázquez Ramos, director de la Facultad de Química de la UNAM, entre sus 18 autores, varios de los cuales estuvieron presentes en el evento.

La obra presenta, en un formato accesible, información rigurosa que permite aclarar y enfocar la discusión pública sobre el uso, beneficios y posibles recelos sobre el cultivo, comercialización y consumo de organismos genéticamente modificados (OGMs). O, como se les conoce popularmente, organismos transgénicos.

Se trata de un tema que polariza la opinión pública, sobre todo en un país como el nuestro, donde la discusión se ha centrado únicamente en una especie, el maíz (Zea mays), que en sus numerosas variedades es la base de nuestra alimentación y la de todos los pueblos de la llamada Mesoamérica. Quizá por eso, el debate público se ha ideologizado exageradamente, al grado de que se habla de que el cultivo de OGMs podría “acabar” con las variedades de maíz nativo para sustituirlo por una especie de engendro frankensteiniano capaz de causar mutaciones en quien lo consuma, “contaminar” genéticamente al propio maíz y otros vegetales, convertir a los campesinos que lo cultivan en esclavos indefensos de las malignas empresas trasnacionales biotecnológicas y prácticamente destruir al país (“sin maíz no hay país”).

La realidad, según lo revelan extensas y muy estrictas investigaciones llevadas a cabo en todo el mundo durante décadas, es muy, muy distinta: comparto algunos de los conceptos que los expertos expusieron en la presentación del libro.

En primer lugar, como se aclaró insistentemente, los genes que se insertan en organismos para volverlos transgénicos (es decir, para dotarlos de funciones nuevas presentes en otras especies) no son “artificiales”; por el contrario, son totalmente naturales, y la ingeniería genética que se usa para crear OGMs es posible gracias a que los seres vivos cuentan con mecanismos naturales que permiten la incorporación de genes foráneos en su genoma, los cuales fueron simplemente adaptados por los biotecnólogos.

En segundo lugar, y aunque los especialistas presentes en el evento no se atrevieron a expresarlo en esos términos, está más allá de toda duda razonable el hecho de que el consumo de vegetales transgénicos es totalmente seguro para la salud. Además de que han sido consumidos regularmente durante décadas por millones de personas en muchos países, sin que haya habido casos registrados de daños sanitarios, existen cientos de estudios rigurosos que así lo atestiguan. Los poquísimos casos en que se han publicado trabajos que parecen mostrar posibles daños debidos a su consumo han resultado tener problemas metodológicos y de rigor, y no han podido ser replicados. Con tanta evidencia, quedan más que satisfechos los requerimientos del principio de precaución, que busca garantizar en una medida razonable que los avances científicos y tecnológicos no causen daño, pero que no significa oponerse sistemáticamente a cualquier avance sólo por la posibilidad de que exista algún riesgo para el que no haya evidencia tangible.

En tercer lugar, y ante los argumentos de que en especies como el maíz la introducción de cultivos transgénicos pudiera llevar a la dispersión de genes ajenos entre las variedades autóctonas, que tienen un alto valor simbólico, cultural, alimentario y práctico para los campesinos que los cultivan localmente, sobre todo en estados como Oaxaca (y hay que recordar que México es centro de origen evolutivo del maíz), nuevamente la evidencia es clara: desde por lo menos los años 60 los maíces originarios mexicanos han estado conviviendo en el campo con variedades híbridas mejoradas (por métodos no transgénicos), sin que haya habido “contaminación genética” significativa. En gran medida, debido a que son los propios campesinos quienes cultivan y conservan esas variedades nativas. (Por otro lado, en México ya se cultiva desde hace años algodón transgénico, con gran éxito y sin que haya habido problemas, así como soya transgénica.)

Fueron muchos los datos expuestos durante la presentación, y muchos más los que se presentan, de manera sistemática, rigurosa y firmemente sustentada, en el libro. Aparte de su edición en papel, está disponible en forma gratuita en formato PDF en la página de la Academia Mexicana de Ciencias, una de las instituciones que auspició su publicación. Si usted, lector o lectora, está interesado, puede consultar esta importante obra de referencia, que por su lenguaje es accesible a un público amplio, en la dirección http://bit.ly/2BMEMAc

Podrá así, con base en información confiable, formarse su propia opinión sobre este tema, y ver si coincide con el punto de vista de sus autores, que consideran que, en vista del daño ambiental que causa la agricultura convencional, con su intenso uso de pesticidas tóxicos, y de las crecientes necesidades alimentarias de la humanidad, resulta antiético seguir satanizando y obstaculizando el uso de una tecnología útil y necesaria, que ofrece oportunidades para reducir drásticamente el uso de pesticidas y aumentar la productividad de distintos cultivos.

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domingo, 18 de febrero de 2018

Un poco de filosofía

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de febrero de 2018

Hace unas semanas publiqué aquí un texto donde me sumaba a la preocupación de muchos intelectuales por la creciente desconfianza que hay hacia lo que algunos llaman “la autoridad de la ciencia”: la concepción de la ciencia como fuente de conocimiento confiable, necesario y útil sobre el mundo que nos rodea. Esa desconfianza se expresa concretamente, entre otros muchos ejemplos, en el absurdo y peligroso movimiento antivacunas.

En la sección de comentarios de mi columna en el sitio web de Milenio –ese “sótano” que a veces parece más un peligroso callejón que un ágora para discusiones constructivas– hubo varias opiniones donde se me acusaba de ser incongruente.

“Que no se lamenten hoy de lo que sembraron en el vasto campo de la postmodernidad”, me reprochó “Miguel Angel”, añadiendo que yo “solía burlarme de los que hablan de hechos objetivos”, y “decía que todo era un constructo social o mental”. Otro lector/troll, BruceWeinn, comentaba que “el conocimiento es universal; lo que es válido desde que se creó este mundo será válido aun después de que desaparezca este universo”. ¿Cómo, si pienso todo eso, pretendo defender la validez del conocimiento científico sobre las vacunas?

Para empezar, habría que explicar a qué se refiere eso de “posmodernismo”: se trata, según la Encyclopaedia Britannica, de un amplio movimiento filosófico de finales del siglo pasado que se caracteriza “por su amplio escepticismo, subjetivismo o relativismo; que sospecha de la razón y es muy sensible al papel de la ideología”. El posmodernismo, continúa la misma Britannica, duda de que haya tal cosa como una realidad objetiva, de que nuestro conocimiento de ella pueda declararse verdadero o falso, de la utilidad de la lógica y la razón para mejorar la vida humana –e incluso de su validez universal–, y de que se puedan construir teorías generales que expliquen el mundo. Puesto así, suena bastante absurdo y anticientífico, por supuesto, aunque hay que aclarar que se trata de una generalización caricaturesca: hay muchas variedades de pensamiento posmodernista, algunas más extremas que otras.

Pero, curiosamente, mis detractores –y muchos científicos también, así como muchos “escépticos” defensores del pensamiento crítico que luchan contra charlatanerías y seudociencias– parecieran defender la visión opuesta: que existe una única realidad objetiva; que ésta puede conocerse de manera certera, total y absoluta por medio de la lógica y la razón; y que las teorías que generamos por medio de ella representan de manera total, “verdadera” (así, sin matices) al mundo físico.

Esto, lamentablemente, como saben desde hace tiempo filósofos de la ciencia, epistemólogos y otros expertos, es una visión simplona e incorrecta del conocimiento y de la ciencia. Si fuera correcta, las teorías científicas, al ser “verdaderas”, no cambiarían constantemente en ese proceso constante de mejora paulatina que a veces da pie a verdaderas y violentas revoluciones: las verdades no cambian.

¿Quiere decir eso que “todo es un constructo mental”, o social? No el mundo real, en cuya existencia creemos firmemente los científicos, pero sí el conocimiento que podemos tener de él. Pero, si tenemos una mínima formación filosófica, sabemos que los humanos no podemos tener acceso directo a la realidad: todo lo que sabemos de ella pasa a través del filtro de nuestros sentidos, que son limitados y propensos a errores (pese a los instrumentos que usamos para ampliarlos), y a las interpretaciones que nuestros cerebros hacen de la información que los sentidos les proporcionan. No podemos jamás ver un objeto: sólo la luz que se refleja en él (y ni siquiera percibimos la luz, sino sólo los impulsos nerviosos que nuestros ojos generan a partir de ella, y que luego, a través de un intrincado procesamiento cerebral, dan origen a la sensación subjetiva de “ver”).

¿Cómo podemos entonces conocer el mundo, cómo podemos confiar en los modelos que nuestros cerebros o nuestra ciencia generan de él? Aceptando que no se trata de conocimiento absoluto, pero sí confiable en cierta medida. Y más confiable cuanto más precavidos seamos en construirlo. El conocimiento científico no es universal ni eterno: se va construyendo, cambia y depende de nuestras creencias, métodos, cultura… es relativo. Pero eso no quiere decir que sea arbitrario.

Y el reconocer esto no lo invalida ni hace que no se pueda decir que sabemos, más allá de toda duda razonable, que las vacunas funcionan, en una enorme mayoría de los casos, como medida de prevención de enfermedades que salva miles de vidas cada año, y que oponerse a su uso es una irresponsabilidad que raya en lo criminal.

(Y no nos vendría mal a científicos, comunicadores de la ciencia y escépticos y defensores del pensamiento crítico educarnos un poco en filosofía de la ciencia: recientemente  Nature, una de las dos revistas científicas más prestigiadas del mundo, publicó un editorial abogando por la urgencia de una educación filosófica para mejorar la formación y la aptitud de los investigadores científicos.)

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domingo, 11 de febrero de 2018

Nuestra incultura científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de febrero de 2018

En su libro El mundo y sus demonios, de 1995, el mundialmente famoso astrónomo y divulgador científico Carl Sagan escribió: “Hemos organizado una civilización global en la que los elementos más cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso esa institución democrática clave que son las elecciones— dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una receta para el desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.”

Desde hace muchas décadas –desde el final de la segunda guerra mundial, cuando nos hicimos conscientes del poder destructivo de la tecnología atómica, y desde los años sesenta, cuando surgió la conciencia acerca del daño que nuestros avances científicos y técnicos podían causar al ambiente–, las sociedades modernas nos hemos dado cuenta de que, si queremos sobrevivir, es vital que los ciudadanos cuenten con una mínima cultura científica.

No hay una definición universalmente aceptada de qué significa “cultura científica”. Como mínimo, uno esperaría que una persona científicamente culta conozca y comprenda con cierto detalle un mínimo de conceptos científicos básicos. Yo en lo personal, como divulgador científico, he propuesto que una cultura científica, además de conocimientos, debe incluir también la apreciación del importante papel que la ciencia y la tecnología juegan en el mundo actual, y la capacidad de responsabilizarse –al menos en parte– por el uso que se les dé en la sociedad a la que pertenecemos.

Pero una y otra vez, cuando se hacen estudios y encuestas para conocer el nivel de cultura científica de nuestra población –no sólo en México, sino en prácticamente todos los países– descubrimos que nuestros ciudadanos presentan alarmantes carencias respecto a muchos conocimientos científicos elementales. Esto, a pesar de la inclusión de contenidos de ciencia en la escuela, y de los esfuerzos para popularizarla fuera del ámbito escolar.

El Conacyt realiza cada dos años, aproximadamente, una Encuesta Nacional de Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología (Enpecyt) que se aplica a una muestra más o menos representativa de ciudadanos: en 2015 fueron más de 3 mil, distribuidos en 32 ciudades. En ella invariablemente se descubre que un alto porcentaje de mexicanos cree en cosas como poderes psíquicos, números de la suerte o visitas de viajeros extraterrestres; considera que la astrología o la investigación de fantasmas son disciplinas científicas, y piensa que es más importante combatir la pobreza que invertir en ciencia (como si ambas cosas fueran excluyentes, y sin considerar que la inversión en ciencia de un país es la mejor apuesta para aumentar, a la larga, su nivel económico y de vida).

Pero recientemente la empresa encuestadora Parametría presentó los resultados de su propia encuesta de percepción pública de la ciencia y la tecnología. Aunque se trata de un estudio más limitado –sólo 800 encuestados– y aunque muchas de las preguntas están planteadas de forma simplista o sesgada (problema que, por cierto, comparte la Enpecyt), lo que revela es muy preocupante.

Entre otros datos, la encuesta muestra que si bien un 49% de mexicanos opina que a lo largo de la historia los avances científicos han beneficiado a la humanidad, otro 41% piensa justo lo contrario: que la ciencia ha sido perjudicial. Un 56% opina que la ciencia y la tecnología están haciendo nuestras vidas más sanas, fáciles y cómodas, pero un 40% piensa lo opuesto. Y, alarmantemente, un 69% piensa que “dependemos demasiado de la ciencia, y no lo suficiente de la fe”, contra sólo un 27% que discrepa de tal afirmación.

Parametría informa también de que la situación ha empeorado desde 2009, cuando se aplicó la misma encuesta: la percepción de que la ciencia y la tecnología han beneficiado nuestras vidas bajó de 74 al actual 56% en ese periodo (18% menos), mientras que la opinión respecto a que deberíamos depender menos de la ciencia y más de la fe subió de un 32 al actual 69% (un aumento de 37%).

Más allá de que sería muy necesario hacer un estudio más profundo y amplio para confirmar estos resultados, es claro que habrá que hacer algo, a nivel federal y con carácter urgente –pienso en algún tipo de estrategia nacional de promoción de la cultura científica­– si no queremos correr, como país, la misma suerte que los Estados Unidos, donde las creencias en curaciones mágicas y el movimiento antivacunas están ocasionando graves problemas de salud, el negacionismo del cambio climático causa daños a nivel global, y un presidente ignorante, discriminador y violento amenaza la paz mundial. O de Costa Rica, donde un candidato que es básicamente un fanático religioso, contrario a los derechos humanos y la educación laica, y que representa los valores más retrógradas y conservadores, podría convertirse en presidente.

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domingo, 4 de febrero de 2018

La desconfianza en el saber

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de febrero de 2018

En el suplemento Laberinto de Milenio, el poeta Julio Hubbard se lamenta el pasado 3 de febrero (“Nuevos mapas del contagio”) de los tiempos actuales en que cada uno puede construir su propia versión de la verdad: “Así como hay post–verdad, igual han de existir un post–saber y una post–ignorancia”.

Se duele asimismo de los efectos de este relativismo tonto (no todo relativismo lo es: toda persona sensata sabe que la interpretación de las cosas depende de su contexto… pero no al grado de que sea válido pretender que “uno inventa la realidad”) esté causando daños objetivos, palpables, en el mundo real: menciona a quienes reniegan de la explicación darwiniana que nos permite entender racionalmente la asombrosa evolución y adaptación de los seres vivos, para sustituirla por la creencia simplona en un creador todopoderoso, o la recientemente popular, y bastante más absurda, creencia en que nuestro planeta es un disco plano rodeado por una inmensa pared de hielo, y de que toda la evidencia de que es un esferoide es producto de una conspiración mundial orquestada por la NASA.

(Yo añadiría a quienes, con el orate Trump a la cabeza, reniegan, sinceramente o impulsados por mezquinos intereses económicos, de la realidad del calentamiento global ocasionado por la liberación desmedida de gases de efecto invernadero, y el consecuente cambio climático: calentamiento, enfriamiento, acidificación de océanos, sequías, alteración de los patrones de lluvias, tormentas y huracanes, y muchos otros efectos complejos.)

Pero, sobre todo, Hubbard reniega de quienes, por seguir la moda absurda de creer que “las vacunas causan autismo y reducen el desarrollo cerebral” (entre otras muchas sandeces, respaldadas, cómo no, por su respectiva teoría conspiratoria), dejan de vacunar a sus hijos. Se alarma del resurgimiento en muchos países avanzados, que es donde también están en auge estas creencias absurdas, de enfermedades ya casi desaparecidas: sarampión, paperas, tosferina, poliomielitis. Y señala algo vital: las vacunas no son sólo asunto de salud individual, sino señal de “respeto por los demás; el reconocimiento básico y elemental de que nuestro propio cuerpo está conectado con los otros”.

Se refiere, claro, al fenómeno de la inmunidad de grupo: las vacunas no protegen a cada individuo por igual, y hay personas que por diversas razones de salud o de otra índole no pueden vacunarse. Aún así, el hecho de estar rodeados de personas que sí estén vacunadas los protege. Pero si el porcentaje de personas vacunadas en una población baja de cierto nivel (que no es muy bajo, por cierto), la enfermedad tiene las puertas abiertas para producir un brote epidémico. “Mi cuerpo y mis actos no son solo de arbitrio propio: implican una responsabilidad hacia los demás”, dice Hubbard.

Ya está sucediendo. Incluso en México. Usted mismo, que lee esto, ¿a cuántas personas conoce directamente que hayan dicho “yo no voy a vacunar a mis hijos”? La probabilidad de que sea al menos a una es cada día más alta.

¿A qué obedece esta crisis –que es global– de la credibilidad del conocimiento no sólo científico, sino en general; esta desconfianza en la autoridad intelectual? No lo sé. Quizá tenga un componente generacional: el surgimiento de la generación millenial, producto del cambio cultural (computación, comunicaciones, internet, redes sociales, declive de la lectura, deterioro de los sistemas educativos, sobre todo de las habilidades matemáticas y de lectoescritura, como lo muestran año con año las pruebas PISA y similares). En particular, creo que el no fomentar la construcción de una cultura científica mínima en cada ciudadano, desde la primaria en adelante, así como en el hogar, es parte de un problema que sí, es eterno, pero que hoy se agudiza.

Como sociedad, como sociedades, no nos hemos tomado en serio lo que está pasando. La consecuencias ya se nos vienen encima. Más vale que vayamos pensando qué hacer.

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