miércoles, 20 de octubre de 2004

Niños índigo: la vibración de lo inauténtico



Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

Publicado en Milenio Diario, 20 de octubre de 2004


[Columna publicada originalmente el 20 de octubre de 2004;
poco a poco estoy subiendo a este blog columnas antiguas.]

Hace poco asistí a una excelente exposición del escultor Javier Marín, en el Ex-templo de Corpus Christi, frente a la Alameda Central de la Ciudad de México. Las figuras expuestas -pruebas de taller que, en cierto momento, adquirieron la categoría de obras por derecho propio- son simplemente soberbias. Muestra un dominio de la figura humana y sus posibilidades expresivas. Las figuras de Marín son indudablemente, arte auténtico: basta mirarlas y mirar después, por ejemplo, alguna de las horribles esculturas que nuestras autoridades han puesto en algunas zonas de la ciudad para apreciar la abismal diferencia.

Aunque uno pudiera pensar que entre arte y ciencia no hay mayor relación (se piensa que el arte es sólo sensibilidad y la ciencia sólo racionalidad), en realidad son mundos paralelos. En ambas la creatividad es requisito indispensable. Marín requirió un profundo conocimiento anatómico para recrear la figura humana en toda su potencia; los científicos requieren imaginación y sensibilidad para hallar explicaciones sencillas y elegantes acerca de la naturaleza.

Y en ciencia también es posible, con un poco de ojo crítico, distinguir lo auténtico de las imitaciones mediocres. Veamos, por ejemplo, el caso de los niños índigo.

La supuesta aura de los niños índigo
Según los “especialistas”, los índigo son niños con características singulares. Tienen gran seguridad en sí mismos. Les reclaman a sus padres y maestros si los maltratan, por ejemplo, y se sitúan en una posición de igualdad respecto a ellos. No soportan el autoritarismo. No dudan en expresar sus opiniones, y sólo gustan de relacionarse con sus iguales, lo cual muchas veces los hace solitarios. Les gusta romper las reglas y muchas veces hallan mejores maneras de hacer las cosas. Preguntan con mucha frecuencia “¿por qué?”.

También, se dice, suelen tener un amigo imaginario; pueden poner su atención en varias cosas a la vez; aprenden muchas cosas diferentes, pero cuando tienen suficientes conocimientos lo dejan por aburrimiento; y si no encuentran comprensión a su alrededor se pueden volver muy introvertidos.

¿Le suena conocido? ¡Quizá su hijo sea un niño índigo! O quizá no, porque se trata de características que muchísimos niños comparten. No sorprende tanto, entonces, enterarse de la segunda parte de la historia: los “especialistas” en niños índigo ofrecen también, invariablemente, libros, pláticas, cursos, talleres y todo tipo de servicios para “ayudar” a los padres de estas excepcionales criaturas. Mediante un pago, claro. Según dicen los propios “expertos”, los niños índigo “requieren que sus padres y maestros cambien el tratamiento y crianza de estos niños para ayudarlos a alcanzar el balance y armonía en sus vidas, y para ayudarlos a evitar la frustración”.

Cualquier padre se preocupa por su hijo; hay niños con déficit de atención, o niños con capacidades especiales que requieren una educación especial. Y a todos nos gustaría tener un hijo inteligente, seguro de sí mismo. De modo que los especialistas en niños índigo tienen un amplio mercado dispuesto a pagar por sus servicios. Bien: hasta aquí parecería una más de las numerosas ofertas en el campo de la autosuperación.

Pero explorando más se hallan otras características de los índigo, más discutibles: “cuando era un bebe, tus sentimientos se reflejaban en sus ojos; aun no sabiendo hablar te comunica mensajes con su mirada; busca el contacto con personas mayores, especialmente personas de la tercera edad, para aprender de ellos; no es importante para él tu pasado kármico; parece que te puede leer los pensamientos (sus habilidades telepáticas están desarrolladas)”.

Se afirma también que hay bases “científicas” para justificar la creencia en los niños índigo (y el pago a especialistas para que “ayuden” en su crianza): el aura de los niños índigo, se dice, “vibra” o “refracta” en “la frecuencia del color índigo” (el también llamado añil, un tono de azul oscuro). Los índigo, se dice, “vibran” en una “frecuencia diferente”: la “energía índigo”. Incluso de habla de que “su genética es inquieta”.

¿Entendió usted algo? No, por supuesto, porque no hay nada que entender. El discurso sobre los índigo está lleno de términos huecos que sólo suenan científicos: palabrería. No existen, por ejemplo, evidencias de que exista tal cosa como el “aura”, entendida como reflejo del alma o el estado espiritual. El concepto de “energía” que “vibra” suena parecido a la radiación electromagnética, lo cual no tiene sentido... a menos que se suponga que el alma o espíritu consta de ondas de radio (lo cual no suena muy espiritual que digamos). En cuanto a la “genética inquieta”, mejor no opinar. Y a partir de ahí las cosas empeoran: se supone que los índigo vienen, enviados por algún “poder superior” (¿Dios? ¿Buda? ¿Los extraterrestres?), a ayudar a “elevar la vibración de la raza humana”.

En fin, podemos parar aquí. Al igual que una mala imitación de obra de arte, la historia de los niños índigo da señales evidentes de ser una superchería más, diseñada para ganar dinero a costa de la credulidad de los padres. Es una lástima que, en busca de una buena crianza para sus hijos -y en busca también de algo que colme nuestro sentido de lo maravilloso- haya quienes se conformen con historias tan burdas. Sobre todo porque en la ciencia auténtica, como en el auténtico arte, existen cosas muchas más maravillosas.

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martes, 21 de septiembre de 2004

Un fraude médico... que no lo es tanto

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 21 de septiembre de 2004

Cuando escuchan la palabra “placebo”, la mayoría de los jóvenes pensará inmediatamente en un pólémico grupo musical pop –por cierto, bastante bueno–, cuyo cantante, Brian Molko, tiene un look cultivadamente andrógino.

Sin embargo, la noticia que difundió recientemente la agencia Reuters, relativa a un posible comportamiento engañoso cometido por numerosos médicos al recetar placebos a sus pacientes, no tiene nada que ver con la música de moda.

Se trata de un estudio, realizado por los médicos israelíes Pesach Lichtenberg y Uriel Nitzan, del Hospital Herzog, en Jerusalén, y publicado en la revista British Medical Journal en su edición electrónica el pasado 16 de septiembre. En él preguntaron a 89 médicos israelíes de hospital acerca del uso de este tipo de medicamentos ilusorios, que el diccionario define así: “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto curativo en el enfermo, si éste la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”.

Los resultados del estudio fueron claros: 68 por ciento de los encuestados aceptaron que cuando proporcionan placebos a sus pacientes, les dan a entender que se trata de medicamentos reales. Además, 62 por ciento declararon que recetan placebos al menos una vez al mes.

Los placebos más comúnmente utilizados normalmente son píldoras que no contienen ninguna sustancia activa, sino sólo azúcar o almidón. Y precisamente su efecto depende de que el paciente –y de preferencia, también el médico– tengan confianza en que la píldora realmente puede ayudar. De ahí que algunos médicos se cuestionen qué tan ético resulta el uso de placebos, en vista de que, en cierto modo, se está engañando a los pacientes, a pesar de que esto se haga para mejorar su salud.

También hay que tomar en cuenta que no sólo las píldoras presentan un “efecto placebo”, sino que también existen “tratamientos placebo” en los que el paciente recibe atención y trato amable y por parte del personal médico, e incluso “cirugías placebo”, en las que al paciente se le hospitaliza, se le hacen incisiones similares a las que se harían si se le operara realmente, y posteriormente se le da un tratamiento post-operatorio idéntico al de los pacientes “reales”.

Uno de los caso más famosos de efecto placebo, que ayudó a que éste extraño fenómeno adquiriera reconocimiento en la comunidad médica internacional, fue un estudio realizado hace cuatro décadas, en el que el cardiólogo Leonard Cobb sometió a una serie de pacientes a un simulacro de la operación conocida como “ligadura mamaria”, en la que, a través de pequeñas incisiones en el tórax, se ligaban algunas arterias para tratar de aumentar el flujo de sangre hacia el corazón de pacientes con angina de pecho. Hasta ese momento, el procedimiento se consideraba bastante útil –90 por ciento de los pacientes reportaba una mejoría–, pero el estudio de Cobb demostró era inútil, pues las operaciones simuladas, resultaban tan efectivas como la operación real.

El efecto placebo es tomado en cuenta, por ejemplo, en los estudios clínicos de nuevos fármacos. Para probar la efectividad de una nueva medicina, se hace un estudio en que a un grupo de pacientes no se les da tratamiento alguno, a otro se les da la nueva medicina, y a un tercero se le da un placebo que se ve exactamente igual a la medicina, pero no contiene la sustancia activa. Para que el nuevo fármaco sea útil, tiene que demostrar que es más efectivo que el placebo (hay casos en que sucede exactamente lo contrario, o cual mete en grandes problemas a las farmacéuticas).

¿A qué se debe este misterioso fenómeno? La realidad es que nadie lo sabe. Existen algunas teorías que explican en parte los fenómenos observados, pero ninguna es totalmente satisfactoria. La primera es que, simplemente, algunas enfermedades (como el catarro o la hepatitis) tienen un curso natural en el que, independientemente de lo que haga el paciente, duran un tiempo y luego desaparecen por sí solas.

Otra explicación es la que postula que la influencia de la mente sobre el cuerpo puede de alguna manera (no mágica, claro) alterar el curso de una enfermedad, o disminuir el dolor que causa una lesión. Existen datos que favorecen esta hipótesis, como el de que ciertos pensamientos pueden estimular la producción de endorfinas, los calmantes naturales que produce nuestro cerebro. Hay también estudios sobre las relaciones que existen entre el sistema nervioso y el inmunitario, que parecen mostrar que el estado de ánimo puede afectar el funcionamiento de las células defensoras de nuestro cuerpo: se sabe, por ejemplo, que el estrés disminuye la inmunidad.

Finalmente, una tercera explicación es de tipo más social: al parecer, las expectativas que uno tenga respecto a un tratamiento y la forma de encarar la enfermedad pueden influir en la forma como uno mismo percibe su estado, y cómo lo ven los demás.

En las conclusiones de su estudio, Lichtenberg y Nitzan plantean que quizá el efecto placebo debiera ser utilizado abiertamente como auxiliar terapéutico, pero al mismo tiempo invitan a la comunidad médica a reflexionar sobre las implicaciones éticas de este método. Lo cierto es que el uso de placebos es una realidad que sigue siendo un enigma para la medicina.

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martes, 31 de agosto de 2004

Ciencia, cerebro y ficción

Publicado en Milenio Diario, 31 de agosto de 2004

A Laura Lecuona, adorada editora y probable fan de ciencia ficción

La semana pasada apareció publicada en el periódico The Guardian una curiosa lista: 60 famosos científicos eligieron “Las diez mejores películas de ciencia ficción”.

La lista no resulta demasiado sorprendente. Está encabezada por Blade Runner, de Ridley Scott (1982), seguida por 2001, Odisea espacial, de Stanley Kubrick (1969), aunque mucha gente considera que el orden debió ser inverso.

El tercer lugar, extrañamente, lo ocupan La guerra de las galaxias y su segunda parte El imperio contraataca, de George Lucas (1977 y 1980), películas a las que muchos consideramos no de ciencia ficción, sino simplemente de aventuras.

Le siguen Alien, nuevamente de Ridley Scott (1979) y Solaris, de Andrei Tarkovsky (1972). El sexto lugar lo ocupan Terminator y su segunda parte T2: día del juicio, de James Cameron (1984 y 1991), seguidas de El día que la tierra se detuvo (también traducida como Ultimátum a la tierra), de Robert Wise (1951) y La guerra de los mundos, de Byron Haskin (1953).

Finalmente, el noveno y décimo lugares los ocupan Matrix, de Andy y Larry Wachowsky (1999) y Encuentros cercanos del tercer tipo, de Steven Spielberg (1977).

Con satisfacción me doy cuenta de que las he visto todas (algunas varias veces), excepto los filmes de Wise y Haskin, quizá porque ambos se estrenaron mucho antes de que yo naciera (soy de los que prefieren ver cine en el cine).

A propósito de la inclusión de La guerra de las galaxias en la lista, ya he comentado aquí por qué no creo que se trate de ciencia ficción (y no sólo yo: el mismo The Guardian comenta que los filmes de Lucas “entraron a la lista probablemente más por razones de nostalgia que de ciencia”). Simplemente, porque no sólo no contiene elementos científicos basados en lo que actualmente se conoce (más allá de postular un “hiperespacio” para explicar los viajes interestelares, o presentar robots), sino que además incluye elementos místicos, como la famosa “fuerza”, que nada tienen que ver con una visión científica del mundo.

Hace unos días una querida amiga me hizo notar que una película reciente, que mucho disfruté, puede también ser considerada como ciencia ficción, aunque no lo parezca. Se trata de la bella Eterno resplandor de la mente sin recuerdos, de Michel Gondry, con guión de ese genio llamado Charlie Kaufman y la controvertida actuación de Jim Carrey.

Más allá de lo fascinante del guión, en el que un científico ha descubierto la manera de borrar selectivamente los recuerdos dolorosos y lo ofrece a parejas separadas (¡quién no ha deseado, en algún momento de desamor, disponer de algo así!), y del mensaje cursilón del final, en el que el amor triunfa a pesar de todo, lo interesante de la cinta es que es perfectamente plausible.

En efecto: lo que hace el supuesto tratamiento es destruir selectivamente las neuronas (¿o serán las conexiones entre neuronas?) en las que están almacenados los recuerdos. Como dice el terapeuta, “estrictamente, se trata de daño cerebral”. Lo interesante es pensar lo que esto implica: nuestros recuerdos –y por extensión nuestras mentes y personalidades– no constan de nada más que del funcionamiento de nuestras células cerebrales y sus conexiones.

Esta visión contrasta con la idea más popular –y ciertamente más sencilla– de que el cerebro es sólo una especie de receptáculo que aloja a la mente (o alma, espíritu o como quiera usted llamarlo). Desgraciadamente, este punto de vista, conocido como dualismo, no sólo no explica nada (¿cómo funciona entonces la conciencia?), sino que requiere aceptar que existen entidades inmateriales, sobrenaturales, de las cuales nunca ha habido pruebas, y de cuya presencia nunca se ha necesitado hasta ahora en la investigación sobre el funcionamiento del cerebro y la mente.

Como toda buena ciencia ficción, Eterno resplandor... partiendo de lo que sabemos hoy, nos hace pensar acerca de los límites de nuestro conocimiento, y al mismo tiempo acerca de lo que somos... como toda buena ficción, finalmente no trata acerca de la ciencia, sino de seres humanos enfrentados a los panoramas que ésta nos revela.

Posdata: Curiosamente, The Guardian también hizo una encuesta entre científicos para elegir a los diez mejores autores de (libros de) ciencia ficción, sólo que esta lista, al parecer, no fue interesante para los medios.

De cualquier modo, para quien le interese, aquí van los diez nombres de estos autores seguidos del nombre de alguna de sus obras más conocidas. Cualquiera de ellas es garantía de calidad: Isaac Asimov (Fundación), John Wyndham (El día de los trífidos), Fred Hoyle (La nube negra), Philip K Dick (¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas?, en la que se basó Blade runner), H. G. Wells (La guerra de los mundos, en la que se basó la película), Ursula K. Le Guin (La mano izquierda de la oscuridad), Arthur C. Clarke (autor de la novela 2001 Odisea espacial, luego de haber escrito con Kubrick el guión de la cinta), Ray Bradbury (Las crónicas marcianas), Frank Herbert (Dunas), y Stanislaw Lem (Solaris, novela en que se basó la cinta de Tarkovsky). Afortunadamente, de esta lista sólo me falta leer a Le Guin y a Hoyle (aunque ya compré La nube negra). ¡Provecho!

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martes, 10 de agosto de 2004

La verdad en los tiempos del Photoshop

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 10 agosto 2004

Mucha gente cree que los científicos se dedican a “resolver misterios”. La existencia de fantasmas, extraterrestres, ángeles o vida después de la muerte son temas favoritos. La verdad es menos emocionante: los científicos se dedican simplemente a averiguar cómo es y cómo funciona el mundo que nos rodea.

Más que acercarse a grandes misterios, lo que hacen los científicos es llegar al límite de lo conocido y empujarlo sólo un poquito más allá. La ciencia avanza un paso a la vez. Pero cuando se trata de un terreno por completo desconocido, la ciencia normalmente no tiene forma de iniciar la investigación. Por eso los “investigadores” que afirman haber resuelto grandes misterios no suelen ser muy confiables: son como un explorador que afirmara haber descubierto un nuevo continente; algo muy poco probable en esta época.

Hace poco recibí una fotografía misteriosa que me permitió hacer una modesta y satisfactoria investigación.

La foto, publicada en abril en el diario The New Nation, de Bangladesh, muestra a un par de arqueólogos que, aparentemente, están trabajando para desenterrar un esqueleto humano de tamaño gigantesco: ¡solamente el cráneo mide lo mismo que una persona adulta! La nota que acompaña a la imagen, firmada por Saalim Alvi, afirma que el esqueleto fue descubierto en una región del desierto del sudeste de Arabia Saudita llamada Rab-Ul-Khalee, o “el Cuadrante Vacío”, durante una excavación de la compañía Aramco en busca de gas.

La pregunta es: ¿debemos creer que, efectivamente, se descubrió tal esqueleto (y por tanto, comenzar a preguntarnos qué quiere decir un hallazgo de esa naturaleza respecto a la evolución humana)? O bien, ¿debemos suponer que se trata simplemente de una foto trucada y olvidarnos del asunto?

El sentido común recomienda lo segundo (todo mundo sabe que los gigantes no existen). Pero podríamos ser tachados de “dogmáticos”. ¿Qué tal si fuera cierto? The New Nation asegura que la excavación fue resguardada por el ejército saudita, que no deja pasar a nadie ajeno a Aramco, pero que la foto fue tomada desde un helicóptero militar y se filtró a la prensa.

El periódico afirma también que se trata de los restos del antiguo pueblo de Aad, una raza de gigantes mencionados en el Corán, que podían arrancar árboles usando sólo sus brazos, y que fueron destruidos cuando se volvieron “contra dios y el profeta”. La cuestión fue discutida en foros musulmanes de internet, donde se consideraba sí había que tomar la foto como confirmación del Corán.

Pero apliquemos el sentido común e investiguemos un poco (que es, precisamente, lo que hacen los periodistas, además de los detectives y los científicos). En primer lugar, ¿no es extraño que la foto no haya aparecido en la prensa internacional, y se difunda sólo en internet? Aunque, desde luego, podría ser un complot para ocultar la verdad.

Un poco de cultura científica nos hace dudar más profundamente. Existe algo llamado la “ley cuadrado-cúbica”, que explica que, cuando un objeto duplica su tamaño, su longitud se duplica, pero su área se cuadruplica (2 por 2) y su volumen (y por lo tanto su masa) se multiplica por ocho (2 por 2 por 2). De modo que, si el esqueleto fuera realmente el de un gigante, sus huesos tendrían que ser mucho más gruesos para poder soportar su peso (por la misma razón que las patas de un elefante son mucho más gruesas, en proporción, que las de una vaca. De hecho, es por esta misma razón que una hormiga o araña gigante, como las que aparecen en las películas, serían absolutamente incapaces de moverse, pues sus delgadas patas se quebrarían bajo su peso).

Quizá bastaría con los argumentos anteriores para decidir que la fotografía es falsa. Pero un convencido podría dudar, a pesar de todo. Afortunadamente, una búsqueda rápida en internet revela la fuente de la fotografía. Se trata, efectivamente, de una foto trucada utilizando el conocido programa Photoshop, herramienta esencial de cualquier diseñador gráfico.

La comunidad de usuarios avanzados de Photoshop es tan grande que incluso organizan sus propios concursos en internet. Un diseñador que se hace llamar IronKite envió la famosa foto a uno de esos concursos, titulado “anomalías arqueológicas”. Para crearla utilizó la foto de una excavación de un esqueleto de mamut en Hyde Park, Nueva York, que llevaba a cabo la Universidad de Cornell. El periódico simplemente borró la parte inferior, donde venía la firma del artista, y la circuló en internet (la historia completa puede hallarse en urbanlegends.about.com/library/bl_giant_skeleton.htm, y otros trabajos de IronKite en ironkite.smugmug.com/gallery/2823).

La moraleja es que, casi siempre, el sentido común puede confirmarse investigando en forma racional... al menos en casos “misteriosos” como éste. En palabras de IronKite, “estoy sorprendido con toda la atención que ha recibido esta pequeña foto, especialmente tomando en cuenta que nunca fue mi intención”. Aunque eso no evita que la gente crea en antiguos gigantes: en un foro musulmán de discusión, un usuario sentencia: “Respecto al creador de esta falsificación, que Alá lo perdone”.
comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

martes, 27 de julio de 2004

Conservadurismo, anticiencia... y tangas

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 27 de julio de 2004

¿Qué tienen en común la clonación, la genómica, el sida, las células madre, el aborto y las tangas? (Si pensó usted en un aborto de virus transgénico clonado a partir de células madre que además usa tanga, lo siento: no acertó.)

La respuesta, claro, está en una sigla que ha venido a representar los valores más retrógrados y un discurso que, de anticuado, llega a lo ridículo (incluso antes del asunto de las tangas): ProVida. O más bien, llegaría a lo ridículo si no fuera peligroso.

Como se sabe, el Comité Nacional ProVida recibió de manos de la Secretaría de Salud (SSa) 4.5 millones de pesos, que representan el 37.8 por ciento de los 11.9 millones que se han entregado este año a organizaciones no gubernamentales (ONG). Se convierte así, en palabras de la senadora Yolanda Eugenia González, en la ONGconsentida” de la actual administración (y por segundo año: en 2003 se llevó 30 de 55 millones disponibles, o 54.5 por ciento).

Investigaciones realizadas por otras ONGs, amparadas en la llamada Ley de Transparencia, muestran que ProVida gastó parte de esa suma en cosas muy interesantes: un juego de plumas Montblanc de 12 mil pesos; ropa en Zara, Sears, Aca Joe o El Palacio de Hierro; un millón 35 mil pesos en el alquiler de un salón de fiestas, y lo más sonado: tangas y brasieres en una tienda de Mixcalco. Todo ello amparado en el rubro “ayuda a mujeres”.

El problema tiene dos niveles. Uno es la simple (pero gravísima) corrupción que queda de manifiesto. Urge aclarar estos gastos, y el congreso ya está tomando cartas en el asunto.

Pero hay una faceta más grave. ProVida se dedica fundamentalmente a combatir el aborto, pero también a difundir la ideología oficial de la iglesia católica respecto a todo lo que tiene que ver con el sexo (condena, además del aborto, el control de la natalidad, el uso del condón, toda forma de anticoncepción excepto el método del ritmo, la homosexualidad, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el sexo por placer o fuera de la pareja monógama). La pregunta natural es: ¿por qué la SSa, que fomenta programas de planificación familiar y distribuye condones, y que tiene como obligación velar por la salud de todos los mexicanos, le da una tajada tan grande de su presupuesto, proveniente de nuestros impuestos, a una organización que se opone diametralmente a sus políticas?

En 2003, gracias a las gestiones del senador panista Luis Pazos, al presupuesto de la SSa destinado a la prevención del sida se le recortaron 30 millones de pesos (de 208 a 178 millones), y la diferencia fue canalizada a ProVida. Y hace unos días ONGs que forman parte del Frente Nacional para la atención de personas con VIH denunció en Mérida que más de ocho mil personas infectadas verán afectados sus tratamientos, pues en la SSa reportan que “se acabó” el presupuesto destinado a la compra de medicamentos retrovirales.

¿Qué está pasando? ¿Se trata sólo, como dice Jorge Serrano Limón, cabeza visible de ProVida, de “desorden administrativo”? Veamos algunos datos más:

Desde hace varios años se ha venido promoviendo la creación del Instituto Nacional de Medicina Genómica. Con él, la investigación biomédica de nuestro país tendría la oportunidad de no quedarse atrás en esta nueva área, que promete avances en la terapia de enfermedades degenerativas y el estudio de las susceptibilidades de la población mexicana a importantes enfermedades.

Sin embargo, grupos de derecha se han opuesto a la creación del instituto, alegando que se pretende clonar seres humanos (absurdo: el instituto no tiene nada que ver con la clonación) y que se usarán embriones humanos para obtener células precursoras o “troncales” (falso también). Sin embargo, el presidente Fox retrasó la firma de la ley de creación del instituto y, al mismo tiempo, se preparó la creación de un “Centro” de Medicina Genómica, que estaría sujeto a limitaciones en cuanto a la investigación en células precursoras. Se prestaba así oídos a los temores de la jerarquía católica y los grupos de ultraderecha. Felizmente, en el último momento se firmó el decreto y hoy el INMEGEN está en vías de ser una realidad.

Creo que estos y otros casos muestran una clara tendencia del gobierno a apoyar, mediante sus políticas de salud, ideologías conservadoras que contradicen los datos aportados por la ciencia moderna. La oposición total al aborto, por ejemplo, incluso en casos de violación, o la idea de que la clonación es algo monstruoso, se basan en la creencia de un alma inmaterial que habita en el embrión desde la concepción; la oposición al uso del condón y a la planificación familiar obedecen a dogmas similares.

Según Carl Sagan, los valores de la ciencia son los mismos que los de la democracia. No se puede hacer ciencia en secreto, pues su “control de calidad” se basa en la libre discusión de hipótesis y pruebas. Paralelamente, la transparencia, que fomenta la circulación y el análisis de la información pública por parte de los ciudadanos, fortalece la democracia. Faltaría que nuestras autoridades comprendan que la base sobre la que deben regir su desempeño –y el de las organizaciones a las que favorecen con recursos públicos– es la discusión racional y laica, basada en el conocimiento científico, y no en prejuicios y dogmas.

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martes, 20 de julio de 2004

El secreto del Dr. Octopus

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 20 de julio de 2004

La película El hombre araña 2 sigue dando pretexto para hablar de ciencia. Esta vez no nos concentraremos en el héroe arácnido sino en su contrincante, el doctor Octopus.

En los cómics fue siempre un personaje muy aburrido. Sin embargo, en el filme resulta bastante interesante: inteligente, simpático y buen tipo... hasta que tiene un accidente que destruye el chip de computadora que impedía que la “inteligencia artificial” de los brazos mecánicos que construyó –y a los que ha quedado unido permanentemente– se apodere de su voluntad, obligándolo a actuar en forma criminal.

Parecería simple fantasía... hasta que uno se entera de que existen ya prótesis mecánicas que permiten que unos simios manejen aparatos directamente con la mente, sin intervención de los músculos.

Prótesis, claro, existen desde hace mucho... las más sencillas son las que aprovechan el movimiento del muñón que queda al amputar, por ejemplo, un brazo, para mover una pinza sencilla, de modo que el portador pueda tomar objetos. Prótesis más avanzadas se conectan a las terminales nerviosas motoras para ser dirigidas por los mismos impulsos nerviosos que anteriormente controlaban el miembro amputado.

Desgraciadamente, estos métodos no sirven en casos en que los propios nervios han sufrido daños (por ejemplo, en pacientes parapléjicos o cuadripléjicos). Por ello la investigación sobre cómo lograr que sea directamente el cerebro el que controle las prótesis es un campo de gran interés.

Ya en este espacio reportamos, hace alrededor de un año, dos avances sorprendentes: uno era el desarrollo de un casquete que, en forma parecida a como se hace con un electroencefalograma, detecta ondas cerebrales de manera que un paciente pueda controlar, en forma sencilla, los movimientos de una silla de ruedas robótica.

El otro, más importante, fue una serie de experimentos en que se entrenaba a unos monos, conectados mediante electrodos implantados en sus cerebros, para manejar unos brazos robóticos. Inicialmente los monos aprendían a manejar el robot mediante un control similar al de un videojuego, mientras que una computadora “aprendía” a interpretar los impulsos cerebrales que se producían durante la acción. En una etapa posterior, cuando el sistema ya estaba “calibrado”, se desconectaba el control manual, y era directamente el cerebro de los monos el que controlaba el brazo mecánico. En algunos casos, los monos se daban cuenta de que ya no necesitaban mover control para manejar el robot, y comenzaban a manipularlo directamente con el cerebro, sin mover su propio brazo (era un momento de gran emoción, según lo narran los autores del experimento, dirigidos por Miguel Nicolelis, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte).

Las posibles aplicaciones médicas en humanos son, desde luego, fascinantes. Sin embargo, incluso un desarrollo así de sorprendente tiene limitaciones, pues el control se ejerce sólo a nivel motor. Controlar un brazo mecánico de esa manera resulta bastante difícil, pues hay que mantener el control de los diversos componentes y aprender a dirigirlos con exactitud para, por ejemplo, poder tomar un vaso de agua sin tirarlo. ¿Alguna vez ha tratado usted, por ejemplo, de manejar una de esas pequeñas grúas que hay en cines y farmacias, en la que por unas monedas puede uno intentar agarrar un muñeco de peluche? Bueno, debe ser algo similar, aunque sin trampa.

Por ello, la noticia, publicada el pasado 9 de julio en la revista Science, de que un equipo de científicos comandado por Richard Andersen, del Instituto Tecnológico de California, logró usar un sistema similar para que unos monos, mediante implantes en áreas cognitivas (no motoras) de su cerebro, controlaran directamente el movimiento de un cursor en la pantalla de una computadora es un paso más que nos acerca a la posibilidad de prótesis inteligentes controladas mentalmente.

La diferencia entre los logros de Nicolelis y los de Andersen son que éste último logró que los monos muevan el cursor simplemente pensando en hacia dónde quieren que se mueva. Esto lo logran gracias a computadoras que interpretan los impulsos de sus cerebros (o más bien, según lo describen los autores del artículo, “adivinan” lo que los monos pretenden hacer, con una exactitud de hasta el 88 por ciento). En vez de conectar sus implantes a las áreas motoras del cerebro, que controlan el movimiento de los músculos, Andersen los conectó a áreas cognitivas, que forman una especie de “imagen” de lo que el mono quiere hacer y mandan los impulsos necesarios para que las áreas motoras ejecuten la acción.

Es lo que sucede cuando uno toma un vaso o una manzana: uno no piensa conscientemente “tengo que alargar mi brazo 30 centímetros, luego abrir los dedos, ponerlos alrededor del vaso y luego cerrarlos, pero no con demasiada fuerza”, etcétera. Uno simplemente decide tomar el vaso y otras áreas cerebrales se encargan de controlar todo lo demás. En los monos de Andersen la computadora hace el papel de estas áreas cerebrales motoras.

De modo que, sorprendentemente, quizá el Dr. Octopus sea la parte menos fantasiosa de la película del Hombre Araña... desde luego, podemos estar seguros de que, a pesar de su “inteligencia”, las futuras prótesis y hasta “cuerpos” robóticos no se apoderarán de sus usuarios parapléjicos, sino que los ayudarán a recuperar la posibilidad de actuar en el mundo.

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martes, 13 de julio de 2004

El pegamento del Hombre Araña

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 13 de julio de 2004

La semana pasada nos quejábamos aquí de algunos detalles de la película Spiderman 2, que se alejaban de lo científicamente plausible y por tanto convertían la historia más en simple fantasía que en ciencia ficción.

Sin embargo, si los autores del guión hubieran investigado un poco más –como lo habría hecho un buen autor de ciencia ficción como, por ejemplo, Michael Crichton, autor de Parque Jurásico, cuyos planteamientos están siempre basados en una buena dosis de ciencia aunada a una imaginación creativa– podrían haber hallado mejores justificaciones para algunas situaciones que aparecen en la cinta.

El Hombre Araña se caracteriza por trepar por las paredes. ¿Cómo lo logran las arañas? ¿Sería posible que un ser humano pudiera, realmente, imitarlas?

Hasta hace poco se pensaba que las arañas se adhieren a la paredes y otras superficies gracias a un fenómeno llamado “atracción hidrofílica” o “capilar” (por el conocido fenómeno por el que el agua sube por un tubo de diámetro similar al de un cabello). Si dos superficies que pueden mojarse (no grasosas ni repelentes al agua; de ahí que técnicamente se les conozca como “hidrofílicas”: amantes del agua) se hallan a su vez en contacto con una delgada capa de agua, podrá formarse una especie de “sándwich” entre ellas que permitirá la unión.

Se pensaba que también reptiles como las lagartijas y, en especial, los llamados geckos o salamanquesas (una especie de cruza entre lagartija y camaleón, con patas de dedos bulbosos), que pueden sostener el peso de todo su cuerpo con un solo dedo y trepar incluso sobre superficies pulidas como el vidrio, utilizaban la atracción capilar para lograr sus hazañas. El diccionario de la Real Academia propone una explicación más rudimentaria: dice que sus dedos están “terminados en ventosas”. Pero éste y el otro mecanismo posible, que arañas y geckos tuvieran algún pegamento especial en sus patas, tienen un grave problema: si fueran ciertos, los animales no podrían luego despegarse; al menos no sin un gran esfuerzo.

Sin embargo, en 2002 se publicó un artículo científico en que investigadores de las universidades de California, Stanford y otras, que estudiaron a fondo el fenómeno de la adherencia de los geckos, informan que encontraron algo distinto. La adherencia, al parecer, no se debe a la atracción mediante el agua, sino a un fenómeno mucho más sutil: la atracción entre moléculas conocida como “fuerzas de van der Waals” (en honor del fisicoquímico holandés Johannes D. van der Waals, 1837-1923).

Como se sabe, las moléculas están formadas por átomos que tienen núcleos con carga eléctrica positiva y electrones negativos que giran a su alrededor. Las atracciones de van der Waals, de manera muy simplificada, se deben a que las cargas negativas de los electrones no siempre están bien distribuidas alrededor del núcleo, y esto crea pequeñas zonas positivas y negativas, de existencia casi indetectable, en el átomo. La débil atracción eléctrica entre estas zonas positivas de un átomo y las negativas del otro da origen a fuerzas que pueden unir a dos moléculas.

La fuerza de van der Waals es muy débil, pero puede manifestarse en forma perceptible si se presenta en números suficientemente grandes. Como la atracción se presenta entre superficies, si se aumenta el área superficial de un material se multiplican las oportunidades de formar uniones. Una manera de hacerlo es utilizar una superficie cubierta de vellosidades de tamaño nanométrico (es decir, de millonésimas de milímetro). Entramos entonces al campo de la nanotecnología y los llamados nanomateriales, en los que se presentan fenómenos poco usuales como las atracciones de van der Waals.

Pues bien, las patas de los geckos están cubiertas de estructuras microscópicas llamadas setas, las cuales a su vez contienen una especie de vellosidades submicroscópicas (nanométricas) conocidas como espátulas. Los investigadores sospechaban que, debido a esta nanoestructura biológica, era posible que fueran las fuerzas de van der Waals las responsables de la adherencia. Para probarlo midieron la fuerza de adherencia de patas de geckos vivos a distintas superficies, algunas hidrofílicas (que pueden formar uniones a través del agua) y otras hidrofóbicas, en las que no debería darse la adherencia. Comprobaron que los geckos podían adherirse sin problemas a ambos tipos de superficie.

Como confirmación fabricaron, mediante técnicas de nanotecnología, modelos artificiales de setas, hechas de distintos materiales. Y encontraron, satisfechos, que presentaban propiedades de adherencia muy similares a las de las setas naturales.

Lo interesante es que las fuerzas de van der Waals dependen sólo de la geometría, y se presentan entre materiales de cualquier tipo, independientemente de su composición. De modo que estos hallazgos abren las puertas a la fabricación de adhesivos “secos”, basados en este principio, los cuales funcionarían bajo el agua o en el vacío y no dejarían residuos.

¿Y las arañas? Recientemente otro grupo de investigadores, alemanes y suizos, ha encontrado que presentan exactamente el mismo fenómeno. Hoy se habla de la posibilidad de fabricar, por ejemplo, trajes espaciales en los que guantes y botas estuvieran recubiertos de estos “nanoadhesivos” de inspiración biológica, lo cual permitiría a los astronautas caminar por el exterior de sus naves al estilo del Hombre Araña. (Por cierto, arañas y geckos se despegan fácilmente, levantando sus patas poco a poco comenzando por un lado, como hace uno al despegar una cinta adhesiva).

La ficción, en este caso, quizá no está tan lejos de convertirse en realidad.

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martes, 6 de julio de 2004

El científico y el hombre araña

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 6 de julio de 2004

El viernes pasado fui a ver El hombre araña 2. Pensaba comentar aquí la cinta debido a que, desde cierto punto de vista, podría considerarse como ciencia ficción... pero viéndola, y sobre todo recordando la primera parte, me di cuenta de que difícilmente una cinta como ésta cabe dentro de un género tan respetable (aunque tan despreciado) como la ciencia ficción.

Y no porque, a mi vez, desprecie yo la cinta. De hecho, la disfruté mucho. Está llena de acción, de efectos sorprendentes y de humor –algo que está siempre presente en los cómics de Spiderman. Y aunque me pareció excesivo el número de escenas en que Tobey Maguire pone cara de tonto (aunque hay una o dos en las que, sorprendentemente, logra no ponerla) y en las que se comporta como tonto (cayéndose de las paredes o no declarándole su amor a la guapa Kirsten Dunst), el personaje del doctor Octopus superó mis expectativas. Además, la película contiene una serie de detalles que, para los fans del programa de TV y los cómics de Marvel de mi generación, despiertan muchos recuerdos.

Pero una cosa es construir un relato ficticio en el que se explican los poderes de un superhéroe mencionando vagamente alguna justificación científica, y otra es seguir los cánones de la verdadera ciencia ficción. Éstos exigen que toda afirmación que se hace esté basada, así sea en forma superficial, con el conocimiento científico real que se tiene en el momento de escribir el relato. Dicho de otro modo, la ciencia ficción trata de tener el menor porcentaje posible de ficción y el mayor de ciencia, a diferencia de productos como La guerra de las galaxias o El hombre araña.

Veamos la ciencia que está presente en el mito del popular arácnido. En primer lugar está el origen de sus poderes: en el cómic original se debían a la picadura de una araña “radiactiva”. ¿Qué significaba esto? Realmente nada: en las primeras décadas de la guerra fría, la imagen popular de la energía nuclear era simplemente que se trataba de algo muy poderoso e imprevisible. Bastaba con que algo fuera “radiactivo” para que, en el imaginario colectivo, fuera capaz de causar cualquier efecto extraño. De ahí que una gran cantidad de superhéroes de la compañía Marcel adquirieran sus poderes debido a la radiación. (Además del telarañudo, están Los Cuatro Fantásticos, que recibieron un baño de rayos cósmicos al aventurarse fuera de la atmósfera terrestre, o el grandulón Hulk, afectado por una sobredosis de rayos gamma. En cambio, los superhéroes de la compañía rival, la DC Comics, eran sobrehumanos por provenir de otro planeta, como Supermán, o por una conjugación de factores como ingerir alguna sustancia extraña y ser golpeados por un rayo, como Flash.)

Sin embargo, parece que el nivel de conocimiento científico que tiene el público general se ha incrementado, por lo que la simple explicación del piquete radiactivo parece hoy demasiado ingenua. De modo que, en la primera cinta, el Hombre Araña es picado no por un bicho nuclear, sino (¿cómo iba a ser de otro modo?) por una araña transgénica. Desgraciadamente, ahí terminaban los intentos de credibilidad, pues a continuación se mostraban imágenes del ADN arácnido mezclándose con el humano de Peter Parker (ojalá las cosas fueran tan fáciles: ¡bastaría con inyectar el ADN adecuado para volver a la gente, por ejemplo, inmune a cualquier enfermedad que se deseara!). Y, a diferencia del cómic, en que la telaraña que constituye la principal arma del superhéroe es un producto químico fabricado por el joven genio Parker y lanzado mediante unos dispositivos ajustados a sus muñecas, en las cintas se supone que es el propio cuerpo de Parker el que fabrica las telarañas y las lanza, lo cual resulta, por decir lo menos, muy poco verosímil. Aunque no tanto como creer que unos pequeños ganchos pueden emerger de su piel y ayudarlo a adherirse a las paredes.

Pero en fin, no es cosa de arruinarse la diversión: basta con asumir que, como en todos los relatos de superhéroes, más que de ciencia ficción se trata de simple fantasía que se trata de justificar muy superficialmente recurriendo a algún concepto científico nebulosamente definido y menos comprendido.

Es también digno de mención el origen del doctor Octopus, uno de los archienemigos del Araña, y que en la cinta adquiere cierta profundidad psicológica que nunca tuvo en los cómics. En el filme, Otto Octavius no queda unido a sus cuatro brazos mecánicos debido a una explosión incontrolada (y, claro, nuclear), sino que la simbiosis que lo convierte en un cyborg ha sido cuidadosamente planeada, y lo único que hace el accidente es arruinar el mecanismo de seguridad que impide que la inteligencia artificial de los brazos, conectada a su sistema nervioso, interfiera con él y se “apodere” de su voluntad. Se trata, al menos, de una explicación más plausible y que da para varias reflexiones.

En fin: la ciencia (y la tecnología), como es usual, siguen presentándose en El Hombre Araña 2 como fuerzas peligrosas, incontrolables y casi mágicas... lo cual, aunque no es lo más deseable, no debería impedir que los fans de “Spidey” disfremos de la cinta comiendo palomitas. ¡Provecho!



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martes, 29 de junio de 2004

Nubarrones de la nanotecnología

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 29 de junio de 2004


En un escrito que publicó hace tiempo, mi querido amigo Enrique Espinosa afirmaba que “si se atiene uno a conversaciones con amigos y parientes, en la mayoría de los casos la ciencia sólo significa malas noticias, curiosidades, amenazas o decepciones... decepciones, como las tecnologías que no nos dan los frutos que esperábamos, medicinas que resultan peor que la enfermedad, enfermedades nuevas...”

Lo recordé porque el pasado domingo 27 Rafael J. Salín-Pascual, colaborador de este diario, publicó en su columna “De filósofos y locos” un texto titulado “El fraude en ciencia”, donde daba una visión realista, pero muy deprimente, de la labor científica. “La ciencia es un negocio, o por lo menos en eso se ha convertido”, comienza su texto, que pasa a describir lo que sucede cuando los científicos son forzados a aumentar su “productividad” a cambio de estímulos económicos: plagio de datos, publicación prematura, robo de reconocimientos, manipulación o falsificación de resultados...

Tanto Salín-Pascual como Enrique tienen razón: la ciencia (y la tecnología) son prismas múltiples que tienen sus lados oscuros. La fe de quienes apreciamos la ciencia y nos dedicamos a ella es que hay más facetas luminosas que sombrías. En la investigación científica, el lado luminoso es el compromiso con la realidad –y con la honestidad– que necesariamente tiene la comunidad científica: si la corrupción se generalizara, el conocimiento producido por los científicos dejaría de reflejar a la realidad, y por tanto dejaría de ser útil. La ciencia cuenta así con un mecanismo autocorrector, en cierto modo similar a la selección natural, que garantiza que no proliferen organismos (teorías) notoriamente inadaptados a su medio. En cuanto al texto de Enrique, se puede consultar aquí.

Pero quizá, al menos para el público no científico, no sea la ciencia, sino la tecnología la que más frecuentemente nos decepciona. Todos estamos hartos de teléfonos celulares que pierden la señal en el momento más inadecuado o de las computadoras que borran nuestros datos justo cuando estábamos por terminar la tesis. Aunque nadie se queja, por ejemplo, de lo notoriamente seguros que resultan los aviones, una tecnología bien probada y desarrollada, ni el radio, ni la TV... quizá lo que sucede es de que hay tecnologías que, en el ambiente de competencia despiadada que prevalece en el mundo, se comercializan apresuradamente, antes estar listas realmente para su uso generalizado. (El fenómeno curiosamente se parece al de los científicos que publican los resultados de sus investigaciones antes de estar bien seguros de ellos, con tal de adelantarse a los competidores. No es coincidencia.)

En un reportaje publicado el 18 de junio en la revista Science, una de las más prestigiadas del mundo de la ciencia, Robert Service analiza los obstáculos que se avizoran en el futuro de una de las tecnologías que se han anunciado con bombo y platillo como las más promisorias para la humanidad: la nanotecnología. En su imagen hacia el público, la nanotecnología, con sus máquinas de tamaño similar al de las moléculas (se miden en nanómetros, o millonésimas de milímetro, de ahí su nombre) se ha anunciado como la portadora de soluciones a problemas de salud (a través de nanomáquinas que destaparían arterias tapadas o repararían tejidos dañados), de diseño de nuevos materiales más baratos y resistentes, e incluso de la lucha contra la contaminación al manipular a nivel molecular los contaminantes para convertirlos en materiales inocuos.

Como sucede con toda nueva tecnología, han comenzado a levantarse voces que advierten sobre los riesgos de la nanotecnología: se habla desde lo tóxicas que pudieran resultar partículas de ese tamaño hasta la posibilidad de que nanomáquinas capaces de reproducirse pudieran rebelarse y acabar con la vida orgánica. Aunque está última posibilidad es ciertamente disparatada, ha recibido alguna atención en los medios de comunicación; incluso fue motivo de que Michael Crichton, autor de Parque jurásico, publicara recientemente una novela llamada Presa (Prey).

Curiosamente, es la posible toxicidad de las partículas de tamaño nanométrico la que parece ser una realidad: en estudios recientes en peces se ha encontrado que las nanopartículas de carbono conocidas como buckybolas pueden ser tóxicas para las membranas celulares del cerebro. Otras investigaciones hallaron que la exposición a nanopartículas de hierro y nanotubos de carbono causó daños pulmonares en ratones y aumentó el nivel de muerte celular en cultivos de células humanas.

Para evitar que suceda lo mismo que pasó con la tecnología atómica, cuya mala imagen pública hizo casi imposible su utilización (con lo que quizá la humanidad perdió la oportunidad de explotar una alternativa importante al uso de combustibles fósiles) o con la biotecnología, que hoy es rechazada por amplios sectores de la población a pesar de sus posibles beneficios, los nanotecnólogos están tratando de acelerar los estudios sobre la toxicidad de las nanopartículas. El problema es que sus propiedades cambian con el tamaño y la composición química, por lo que todavía no se cuenta con métodos seguros y probados para evaluar sus posibles riesgos. Aún así, está claro que es importante no perder la confianza del público, y eso sólo puede lograrse, como afortunadamente lo tienen claro los nanotecnólogos, proporcionando a ese público información clara y fidedigna.

No basta con luchar porque la ciencia y la tecnología cumplan sus promesas: también es importante que sean percibidas de forma más realista por la sociedad.


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martes, 22 de junio de 2004

El día después de mañana, o la tontería bien intencionada

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2004

Explicar el clima es un problema que la ciencia todavía no ha podido resolver. Y es que se trata de un rompecabezas de muchas piezas, en el que cada pieza constituye a su vez un pequeño sistema complejo y difícil de entender.

A primera vista los dos elementos más importantes para explicar el clima son la radiación solar –principal fuente de energía en la tierra– y la atmósfera. La energía del sol calienta nuestro planeta; como las zonas ecuatoriales reciben más calor que las polares, hay diferencias de temperatura atmosférica que causan corrientes de aire. El sol es así el motor que impulsa los vientos.

Pero no hay que olvidar a un tercer elemento: el océano. A partir del siglo 19 que se comenzó a tomar en cuenta la cantidad de calor que transportan las corrientes marinas, en forma de agua caliente del ecuador a los polos y agua fría de los polos al ecuador. Hoy conocemos la importancia de las corrientes rápidas y superficiales: la famosa “corriente del Golfo”, por ejemplo, que transporta agua caliente hacia el norte de Europa, es en gran parte responsable del benigno clima de Europa, que sin ella sería notoriamente más fría.

Existen también otros sistemas más lentos y voluminosos de corrientes marinas, como el llamado “cinturón transportador” del océano Atlántico: grandes masas de agua fría que recorren las profundidades marinas para emerger en el ecuador, donde se calientan y expanden para regresar, ahora cerca de la superficie, hacia el norte. Este sistema, cuyo ciclo puede tardar alrededor de 500 años, es llamado circulación termohalina, pues en él influye no sólo la temperatura, sino la densidad y el contenido de sal del agua (recordemos que el hielo y el agua de deshielo son dulces).

Durante mucho tiempo, como parte de la creencia en la “sabiduría de la naturaleza”, se pensó que las corrientes marinas eran inmutables. Pero, como saben quienes han vivido una guerra o un desastre natural (o, simplemente, quienes han vivido lo suficiente), la vida cambia… y lo mismo sucede con el clima global.

A partir de la revolución industrial, el ser humano ha liberado una cantidad gigantesca de dióxido de carbono, producto de la combustión de madera, carbón, gas y petróleo, a la atmósfera. El océano puede absorber este gas, pero no con tanta rapidez como los producimos, y como resultado su concentración en la atmósfera ha aumentado notoriamente.

Y aquí entra en escena el famoso efecto invernadero. La luz solar que entra a la atmósfera se convierte, al rebotar sobre la superficie de la tierra o del mar, en luz infrarroja, de menor energía, que es absorbida por el dióxido de carbono y otros “gases de invernadero” y no puede escapar al espacio. Como resultado, la temperatura global ha comenzado a aumentar de manera detectable.

Aunque los efectos son aún poco notorios, y aunque hay todavía algunos científicos –y políticos– que dudan de que este calentamiento global sea producto del dióxido de carbono y no, por ejemplo, de algún ciclo natural de calentamiento, si la tendencia continúa podría haber efectos catastróficos. El calentamiento podría hacer que parte de las capas de hielo polares se derritieran: el nivel de los océanos aumentaría y podrían desaparecer poblados costeros y perderse tierras. También podrían aumentar enfermedades como la malaria, asociadas a terrenos pantanosos.

Pero no sólo eso: el derretimiento de los polos podría alterar las corrientes marinas, e incluso llegar a detener la circulación termohalina o la corriente del Golfo, lo cual ocasionaría cambios catastróficos en el clima del hemisferio norte: quizá hasta una edad de hielo (aunque no instantánea).

A partir de este escenario, los autores Art Bell y Whitley Strieber escribieron un libro llamado La supertormenta global que se avecina (Pocket Books, 1999), en el que revisan la evidencia de eras geológicas pasadas y formulan la hipótesis de que el cambio global podría detonar una gigantesca tormenta que iniciaría bruscamente una nueva era de hielo en el hemisferio norte. Este libro fue el que inspiró en parte el argumento para la exitosa película El día después de mañana.

El problema es que, mientras que la película es públicamente reconocida como ciencia ficción, el libro de Bell y Strieber se presenta como una investigación seria. Desgraciadamente, la credibilidad de ambos autores es cercana a cero: Bell es bien conocido, a través de sus programas de radio, como promotor de la creencia en fenómenos paranormales, conspiraciones secretas y visitas extraterrestres, y Strieber es un autor de novelas de terror que posteriormente se ha dedicado a escribir sobre su abducción por extraterrestres. Sobra decir que ningún experto en el clima se toma en serio el panorama catastrófico que presentan en su libro.

Aun así, creo que vale la pena ver El día después de mañana. No para creer que estamos en peligro inmediato, sino porque, además de emocionante, la película lleva un mensaje valioso: que el cambio climático es una realidad. Aunque no vaya a destruir la civilización, sí puede poner en riesgo a personas y ecosistemas. Quizá ayude a que los políticos que se oponen a tomar medidas para frenarlo (como el acuerdo de Kioto, del que recientemente se retiraron los Estados Unidos) se den cuenta de que no pueden seguir ignorando el problema.

martes, 15 de junio de 2004

Qwerty: Una historia de amor

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2004

Las historias de amor, ficticias o reales, comienzan más o menos de la misma manera. Un chico conoce a una chica (o una mujer madura a un joven, o un chico a otro chico; las convenciones, afortunadamente, son cada vez más transgredibles).

Viene entonces el enamoramiento, esa etapa fuera de la realidad en que, como dice Erich Fromm, caen súbitamente las barreras que dividen a dos seres. Se vive entonces el encantamiento y se idealiza no sólo al ser amado, sino a la vida misma.

La diferencia entre los amores ficticios y los reales es que muchos de los primeros finalizan ahí, en el “y vivieron felices para siempre”. Muchos amores reales terminan también, durante o después del enamoramiento. Pero otros, a pesar de la tendencia actual al divorcio, a pesar de las omnipresentes infidelidades, suelen perdurar años y décadas.

Y aquí aparece una de las paradojas del amor maduro, también muy explorada, por cierto, en la ficción moderna de escritores como Almudena Grandes, Javier Marías, Jaime Bayly o Lucía Etxebarria, por nombrar algunos de mis favoritos más recientes. ¿Por qué a veces preferimos un amor antiguo que uno nuevo, aunque a veces parezca más atractivo? ¿Por qué un hombre maduro –digamos– que tiene una amante más joven y guapa que su esposa, con la que vive un nuevo enamoramiento, no se atreve a dejar a ésta y vivir el nuevo romance en forma total? Se me ocurre que en muchas ocasiones la respuesta no es simplemente un egoísmo cómodo, que prefiere seguir con la esposa abnegada y servicial mientras disfruta de la pasión de la joven amante. Quizá a veces es cierta la versión que da el esposo infiel: que después de todo, después de tantos años, hay algo mucho más sólido y profundo que lo une a la esposa que cualquier atracción que pudiera jalarlo hacia la amante.

Esta versión tiene su lógica: el amor maduro que se construye a lo largo de años conlleva algo que ningún enamoramiento, que por definición es algo nuevo, puede tener: una historia. Una larga cadena de momentos compartidos, de eventos construidos en pareja, que van cementando y cimentando una unión más allá de lo que la belleza corporal o la pasión sexual puedan lograr.

Quizá lo que puede mantener a una pareja a lo largo de tantos años y a pesar del paso del tiempo, del envejecimiento e incluso de las infidelidades no sea tanto el amor o la conveniencia racional, sino la historia compartida.

Curiosamente, en el mundo de la evolución existe algo muy similar: el llamado “fenómeno qwerty”, que explica por qué a veces las especies biológicas presentan características que no parecen mejorar su adaptación al medio, y a veces incluso la estorban, pero que tienen su explicación en la historia de esa especie.

La palabra qwerty se refiere a las primeras cinco letras que aparecen, desde la esquina superior izquierda, en el teclado de cualquier máquina de escribir (o computadora). ¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué las letras aparecen precisamente en las posiciones que tienen?

Una respuesta lógica sería que fueron colocadas ahí para permitir que los dedos las alcancen en forma cómoda y ágil y facilitar así la escritura. Si usted pensó esto, se equivoca. En realidad, las teclas se acomodaron así precisamente para impedir que los dedos pudieran alcanzarlas con demasiada facilidad. Esto se debe a que las antiguas máquinas de escribir solían atascarse cuando el mecanógrafo oprimía dos teclas demasiado deprisa. Seguramente a usted, si llegó a escribir con una máquina mecánica, le haya pasado. Pero desde luego, hoy que contamos con máquinas eléctricas de “bolita” o con computadoras electrónicas, la necesidad de frenar la velocidad de tecleado ha desaparecido. De hecho, existen distribuciones del teclado más cómodas, como el teclado Dvorak, que permiten mecanografiar con mucha mayor velocidad que el teclado qwerty.

Y sin embargo, resulta prácticamente imposible cambiar los teclados de las computadoras, pues todo mundo estamos acostumbrados, tras años de uso, a la distribución qwerty tradicional. Cambiar el estándar tendría un costo irrazonable. El teclado qwerty es un ejemplo de solución no óptima a un problema que se explica no por razones racionales, sino históricas.

En biología, el fenómeno qwerty explica la presencia de características poco adaptativas de los organismos que, sin embargo, pueden entenderse como resultado de su historia evolutiva: están ahí porque estaban presentes en los antepasados del organismo, y no se han eliminado porque, por razones históricas (es decir, evolutivas: la evolución es historia), resulta imposible hacerlo. Algunos ejemplos son el apéndice en los humanos, que aparentemente sólo sirve para infectarse gravemente de vez en cuando, o el pobre diseño de nuestros ojos, en que las fibras nerviosas pasan por delante de la retina, estorbando la visión y facilitando el desprendimiento de esta membrana, en vez de pasar por detrás, como en los ojos de los pulpos. Los humanos descendemos de animales que tenían apéndice y ojos mal diseñados.

En amores como en evolución, a veces es la historia la que decide con qué nos quedamos. Y quizá, pensándolo bien, eso sea lo mejor.

martes, 8 de junio de 2004

Comunicar la ciencia: visiones desde Barcelona

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 6 de junio de 2004

Leer el periódico es un acto tan cotidiano –al menos para quienes lo leemos a diario– que muchas veces no nos detenemos a pensar en su significado. En particular, leer noticias de ciencia (o columnas de opinión sobre ciencia, como ésta) en un periódico puede no parecer nada especial… hasta que uno se detiene un poco a pensar en ello.

La labor de periodismo científico, y la más general que hoy se denomina “comunicación pública de la ciencia”, tiene una larga tradición que se remonta al menos hasta la época de Galileo, el primer científico que publicó sus trabajos no en latín, el idioma de los eruditos, sino en el italiano común que cualquier lector pudiera entender (aunque hay que tomar en cuenta que entonces, mucho más que hoy, saber leer era ya pertenecer a una élite). Más tarde, durante la Ilustración, la labor de enciclopedistas y divulgadores de toda clase floreció. En los salones de las damas elegantes de París se puso de moda estar enterado de los últimos avances del “newtonianismo”, por ejemplo. Y en la Nueva España existieron grandes divulgadores como José Ignacio Bartolache y José Antonio Alzate, considerados los padres de la divulgación científica mexicana.

Aun así, con toda esta tradición, hasta hace poco no era común ver en la prensa mexicana notas relacionadas con la ciencia. Quienes nos dedicamos a esta labor hemos llegado a hacerlo por rumbos más bien fortuitos, abriendo brecha, pues no había manera de obtener una capacitación formal en periodismo científico. Sin embargo, las cosas han cambiado. Hoy no sólo existen ya cursos, diplomados e incluso posgrados en comunicación de la ciencia en nuestro país, sino que hay también una comunidad creciente de comunicadores de la ciencia que van logrando que la actividad se profesionalice cada día más. Pero no sólo eso: aunque pueda sonar raro, existen cada día más profesionales de la comunicación científica que se reúnen, principalmente en congresos, para reflexionar, discutir y analizar la mejor manera de realizar su labor. Desde luego, esto no ocurre sólo en México: en otros países también se está dando un florecimiento de la comunicación de la ciencia como actividad profesional. Se realizan regularmente congresos, tanto nacionales como internacionales, sobre el tema. En México se han realizado 12 congresos nacionales de divulgación científica, y está por comenzar el decimotercero. Y a nivel global existen ya varias redes que organizan reuniones de este tipo.

Todo lo anterior viene a cuento porque precisamente en el momento que redacto estas líneas me encuentro en la ciudad de Barcelona, donde acaba de terminar la octava reunión de la Red de Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. En ella, en el marco de los Diálogos del Fórum Barcelona 2004, un interesante evento multicultural y multidisciplinario que se está llevando a cabo en esta ciudad, se discutió sobre los diversos aspectos de la comunicación de la ciencia, su importancia y los problemas y retos que enfrenta en todo el mundo.

Y al decir “todo el mundo” me refiero literalmente a eso: hasta donde llegué a contabilizar, en el congreso se encontraban presentes delegados de Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Colombia, Corea, España, Estados Unidos, Francia, India, México (por supuesto, y con una delegación bastante numerosa), Nepal, Nueva Zelanda, Perú, el Reino Unido, Sudáfrica, Tailandia y Uruguay (me faltaron algunos, pues los organizadores hablaban de la presencia de 36 países).

El tema del congreso fue la diversidad cultural, y los comunicadores asistentes tuvimos oportunidad de experimentar en carne propia el significado de tal diversidad. Para empezar, por los problemas con el idioma (aunque casi todo mundo hablaba inglés, hay una gran diferencia entre el inglés hablado por un catalán, un gallego, un francés, un chino o un alemán...).

Entre los principales temas que se discutieron destacaron los problemas que se enfrentan al tratar de presentar la ciencia al ciudadano común en culturas tan diversas como la de un país europeo de primer mundo, un país africano o uno latinoamericano o asiático. No sólo el idioma, la cultura y las tradiciones son radicalmente distintas, sino también las necesidades. Porque, y en eso coincidieron en gran medida los asistentes, la comunicación de la ciencia al público debe cumplir con un papel útil a la sociedad.

Hubo varios interesantes debates sobre la manera en que los periodistas científicos están abordando cuestiones relacionadas con la genética. Se discutieron aspectos como el de qué quieren los científicos y comunicadores de la ciencia que la gente sepa sobre ciencia; qué tiene derecho a saber el ciudadano que con sus impuestos paga el trabajo de los científicos; qué es la cultura científica; por qué divulgarla; cómo averiguar lo que la gente opina sobre la ciencia; cómo respetar el derecho del ciudadano a decidir sobre estas cuestiones aun cuando no sea un experto... Como se ve, detrás de lo que podría parecer una labor simple hay todo un mundo de complejidad. Lo cual sólo hace las cosas más interesantes. Por mi parte, regreso a México con una visión más amplia de lo que puede lograrse al usar los medios para poner al ciudadano en contacto más directo con el científico. Y confirmo que, al hacerlo, vale la pena intentar también pasar un buen rato.

martes, 1 de junio de 2004

Humanizar a los animales

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 1 de junio de 2004

Una de las características más inquietantes de la ciencia es su molesta tendencia a romper mitos y prejuicios. La astronomía nos ha mostrado que nuestro planeta no tiene un lugar especial en el universo; la física, que el sentido común frecuentemente nos engaña, como cuando creíamos que el espacio y el tiempo eran conceptos absolutos; la química, que no hay nada especial en la materia de la que estamos hechos los seres vivos. En el caso de la biología, la tendencia ha sido a mostrar que las fronteras que separan a los seres humanos del resto de los seres vivos son bastante arbitrarias.

Nadie discute hoy en día que los humanos somos animales. “Pero animales racionales”, se apresuran a añadir los recelosos. La realidad es que muchos animales exhiben comportamientos que sólo pueden explicarse por cierto tipo de razonamiento que es, en mayor o menor grado, racional. Incluso, hoy es ampliamente aceptado que muchos animales, principalmente simios pero incluso algunos cetáceos, como las ballenas, comparten información no codificada en sus genes que sólo puede calificarse como “cultural”. Claro que la “cultura animal” es relativamente simple, pero sólo difiere de la humana por una cuestión de grado, sin que haya una diferencia cualitativa entre ambas.

Como consecuencia de esto, hablar de los derechos de los animales es cada vez menos cuestión de compasión o sentimentalismo, y cada vez más asunto de simple justicia. En cierta medida, podría incluso hablarse de los “derechos humanos” de los animales.

El hecho no debería ser muy sorprendente. Después de todo, hasta hace relativamente pocos años se pensaba que los negros eran, si no una especie distinta de ser humano, al menos sí una variedad inferior, y tal argumento se utilizaba para negarles derechos que hoy consideramos fundamentales para toda persona, independientemente de sus características físicas. Hace sólo unos pocos siglos se discutía, también, si las mujeres o los indígenas americanos poseían o no un alma, y si se podía por tanto considerárseles realmente como humanos. El actual debate sobre la total igualdad de derechos para las minorías sexuales es sólo un paso más en el camino de derribar prejuicios sobre las “diferencias” entre personas, diferencias que, además de ser en un buen grado arbitrarias y artificiales, siempre acaban interpretándose como superioridad de algunos grupos sobre otros.

Dos notas recientes en los medios de comunicación muestran el avance en la otra rama del mismo camino, la de los derechos de los animales.

La primera se refiere a la decisión, recientemente tomada por las autoridades del Zoológico de Detroit, de liberar a sus elefantes Winky y Wanda en un santuario animal, debido a la artritis que padecían por su prolongado encierro.

Al parecer, los paquidermos necesitan ser libres para caminar por espacios extensos, y el área limitada de la que disponían en el zoológico (en cualquier zoológico) es insuficiente. Además, las condiciones de su cautiverio, a pesar de ser uno de los zoológicos más avanzados, les causaba otro tipo de alteraciones como estrés y comportamiento agresivo. Esto es debido a que los elefantes son criaturas muy inteligentes y sociables: comparten, según una nota de la agencia Reuters, características tan “humanas” como la amistad o el dolor por sus muertos; el cautiverio prolongado los afecta de manera similar como afectaría a un humano. Por ello, el zoológico de Detroit considera que, por motivos éticos, ningún zoológico debería tener elefantes. Su decisión quizá siente un precedente importante para evitar el sufrimiento y enfermedad a estos animales.

La segunda nota tiene que ver con la investigación científica: el gobierno de la Gran Bretaña, luego de una larga controversia sobre la utilización de animales de laboratorio por parte de empresas farmacéuticas, y de una racha de agresiones violentas por parte de activistas a favor de los derechos de los animales, ha decidido abandonar sus planes de construir en Cambridge un centro de investigación sobre primates (nuestros parientes más cercanos) e invertir en cambio en un nuevo centro que realizará investigación para hallar formas de reducir el número de animales usados en la experimentación y aumentar los estándares del cuidado que se les proporciona a los que se usan actualmente. En particular, se explorarán alternativas como la modelación por computadora, y el uso de voluntarios humanos (en investigaciones que no supongan un riesgo para la salud, claro) o de cultivos de células humanas.

A diferencia de lo que quizá suceda con los elefantes en los zoológicos, es muy poco probable que pueda prescindirse completamente de los animales para fines de investigación. Aunque el uso de animales para probar productos cosméticos puede verse como algo superfluo, la investigación médica es fundamental para salvar vidas humanas, y no toda puede hacerse usando las otras alternativas. En este caso, el bienestar de los humanos tendrá que ponerse por delante. (La posición contraria, por cierto, tampoco es totalmente defendible. Para ser coherentes, tendríamos que volvernos todos vegetarianos, opción que no es viable ni deseable.)

De cualquier modo, y aunque no podamos dejar de usar a los animales para beneficio humano, sí podemos reconocer que tienen derechos y esforzarnos para respetarlos al máximo. En este caso, al contrario de lo que piensan muchos radicales que culpan a la ciencia de deshumanizar a la sociedad, es el conocimiento científico el que nos está mostrando que entre humanos y animales no hay, realmente, diferencias esenciales.

martes, 25 de mayo de 2004

Transexuales, homosexuales, cultura y ciencia

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 25 de mayo de 2004

En su reciente libro La ciencia y el sexo (UNAM, 2004), Ana María Sánchez Mora muestra cómo la ciencia ha sido una de las fuerzas que han permitido a las mujeres luchar por sus derechos. “El arma más poderosa del feminismo es la ciencia”, afirma. Entra así de lleno en los escabrosos terrenos de la discusión sobre natura y cultura.

En efecto, cuando se trata de asuntos relacionados con la naturaleza humana (inteligencia, orientación sexual, propensión a la violencia), basta con sugerir que las ciencias naturales pueden ofrecer una explicación para que se levanten indignadas las voces de sociólogos, psicólogos, filósofos o religiosos, aprestándose a defender al ser humano de lo que perciben como uno más de los ataques de la ciencia reduccionista y deshumanizante.

Desgraciadamente, lo más común es que tales defensores oficiosos estén mal informados. En primer lugar, porque nada está más lejos de la agenda de la ciencia –la buena ciencia, que es necesariamente humanista– que reducir al ser humano a un conjunto de instintos, de células o –peor aún– de átomos. El reduccionismo extremo ha pasado de moda hace mucho (excepto entre algunos físicos que siguen creyendo que la mecánica cuántica puede explicar todo, incluyendo la caída del muro de Berlín y los asesinatos de Ciudad Juárez).

Pero están mal informados también porque, a pesar de todas sus protestas, hoy es ya muy claro que un conjunto importante de conductas humanas es controlado, al menos parcialmente, por mecanismos biológicos que tienen que ver con estructuras cerebrales, hormonas y genes. Lo cual no quiere decir que el ser humano no tenga libre albedrío, sino que éste no surge por milagro, sino a partir de un cerebro y un cuerpo que han evolucionado para sobrevivir en un medio cambiante.

Como siempre, ninguna posición radical puede dar una respuesta completa o satisfactoria; se necesitará una mezcla de factores biológicos y culturales, en proporciones que todavía no conocemos, para entender la conducta humana. Sin embargo, algunos casos aparecidos recientemente en las noticias ponen de relieve, nuevamente, la importancia de los factores biológicos.

El más notorio fue el de David Reimer (Milenio Diario, 18 de mayo), un estadounidense de 38 años que se suicidó el pasado 11 de mayo. Durante toda su infancia, David vivió creyendo que era Brenda, una mujer; su caso sirvió como un polémico experimento para estudiar la influencia de la cultura y de los genes en la identidad sexual de un individuo.

Reimer nació, junto con su hermano gemelo Brian, siendo varón, pero una circuncisión convertida en desastre lo dejó sin pene. Los padres decidieron llevarlo a tratamiento con un experto famoso en ese entonces, el doctor John Money, quien les aseguró que la mejor opción era convertir al bebé en hembra. Para ello se le realizaron operaciones para construirle genitales femeninos, y se le educó como una niña. Money aseguraba que la identidad sexual dependía exclusivamente de la educación, y aprovechó el infortunado accidente para probar sus teorías en condiciones ideales: dos sujetos, uno experimental y otro de control, genéticamente idénticos. Sometió a los gemelos a sesiones de “terapia” que hoy serían consideradas éticamente inadmisibles y que dejaron huellas traumáticas en ambos hermanos.

El resultado fue trágico: Brenda nunca se adaptó a la identidad que se le impuso, y tenía actitudes de tipo lésbico. Cuando creció y averiguó la verdad, se sometió a una nueva operación para convertirse en hombre. A los 23 años se casó con una mujer que tenía tres hijos, aunque se divorciaron a los pocos años. Mientras tanto, en 2002, su hermano Brian se suicidó, aparentemente incapaz de soportar la presión de los medios, pues la historia de David había salido a la luz pública en 2000. El capítulo final del drama es el suicidio de David, probablemente por las mismas razones.

Conclusión: la educación no basta para cambiar lo que dicta la biología, y el triste caso de Reimer ha pasado a formar parte de los libros de texto.

La segunda nota tiene que ver con un reciente triunfo en cuanto a los derechos de los transexuales, personas que deciden cambiar de sexo mediante cirugía y tratamientos hormonales. El Comité Olímpico Internacional decidió que los atletas transexuales podrán competir como mujeres en las Olimpiadas de 2004 siempre y cuando se hayan sometido a cirugía que incluya el retiro de las gónadas masculinas, hayan llevado un tratamiento hormonal por un tiempo suficiente como para no tener ya ventaja sobre las mujeres (los hombres normalmente tienen mayor masa muscular y capacidad pulmonar y cardiaca debido a sus mayores niveles de testosterona) y haber sido reconocidos legalmente como mujeres.

En este caso, y coincidiendo con el planteamiento de Sánchez Mora, la ciencia ha servido para defender una causa y lograr nuevos derechos para un grupo minoritario.

Tomando en cuenta esto, la tercera noticia, la de la aprobación de las bodas gays en el estado norteamericano de Massachusetts, parece ser un ejemplo más del conocimiento científico apoyando los derechos de minorías. Hoy se sabe que la homosexualidad, lejos de ser una perversión o una enfermedad, es sólo otra opción válida. Más allá de si puede explicarse por causas biológicas o culturales, lo importante, en todos estos casos, es respetar los derechos de la persona. Después de todo, las explicaciones científicas quizá puedan ayudarnos a ser más humanos.