Publicado en Milenio Diario, 20 de julio de 2004
La película El hombre araña 2 sigue dando pretexto para hablar de ciencia. Esta vez no nos concentraremos en el héroe arácnido sino en su contrincante, el doctor Octopus.
En los cómics fue siempre un personaje muy aburrido. Sin embargo, en el filme resulta bastante interesante: inteligente, simpático y buen tipo... hasta que tiene un accidente que destruye el chip de computadora que impedía que la “inteligencia artificial” de los brazos mecánicos que construyó –y a los que ha quedado unido permanentemente– se apodere de su voluntad, obligándolo a actuar en forma criminal.
Parecería simple fantasía... hasta que uno se entera de que existen ya prótesis mecánicas que permiten que unos simios manejen aparatos directamente con la mente, sin intervención de los músculos.
Prótesis, claro, existen desde hace mucho... las más sencillas son las que aprovechan el movimiento del muñón que queda al amputar, por ejemplo, un brazo, para mover una pinza sencilla, de modo que el portador pueda tomar objetos. Prótesis más avanzadas se conectan a las terminales nerviosas motoras para ser dirigidas por los mismos impulsos nerviosos que anteriormente controlaban el miembro amputado.
Desgraciadamente, estos métodos no sirven en casos en que los propios nervios han sufrido daños (por ejemplo, en pacientes parapléjicos o cuadripléjicos). Por ello la investigación sobre cómo lograr que sea directamente el cerebro el que controle las prótesis es un campo de gran interés.
Ya en este espacio reportamos, hace alrededor de un año, dos avances sorprendentes: uno era el desarrollo de un casquete que, en forma parecida a como se hace con un electroencefalograma, detecta ondas cerebrales de manera que un paciente pueda controlar, en forma sencilla, los movimientos de una silla de ruedas robótica.
El otro, más importante, fue una serie de experimentos en que se entrenaba a unos monos, conectados mediante electrodos implantados en sus cerebros, para manejar unos brazos robóticos. Inicialmente los monos aprendían a manejar el robot mediante un control similar al de un videojuego, mientras que una computadora “aprendía” a interpretar los impulsos cerebrales que se producían durante la acción. En una etapa posterior, cuando el sistema ya estaba “calibrado”, se desconectaba el control manual, y era directamente el cerebro de los monos el que controlaba el brazo mecánico. En algunos casos, los monos se daban cuenta de que ya no necesitaban mover control para manejar el robot, y comenzaban a manipularlo directamente con el cerebro, sin mover su propio brazo (era un momento de gran emoción, según lo narran los autores del experimento, dirigidos por Miguel Nicolelis, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte).
Las posibles aplicaciones médicas en humanos son, desde luego, fascinantes. Sin embargo, incluso un desarrollo así de sorprendente tiene limitaciones, pues el control se ejerce sólo a nivel motor. Controlar un brazo mecánico de esa manera resulta bastante difícil, pues hay que mantener el control de los diversos componentes y aprender a dirigirlos con exactitud para, por ejemplo, poder tomar un vaso de agua sin tirarlo. ¿Alguna vez ha tratado usted, por ejemplo, de manejar una de esas pequeñas grúas que hay en cines y farmacias, en la que por unas monedas puede uno intentar agarrar un muñeco de peluche? Bueno, debe ser algo similar, aunque sin trampa.
Por ello, la noticia, publicada el pasado 9 de julio en la revista Science, de que un equipo de científicos comandado por Richard Andersen, del Instituto Tecnológico de California, logró usar un sistema similar para que unos monos, mediante implantes en áreas cognitivas (no motoras) de su cerebro, controlaran directamente el movimiento de un cursor en la pantalla de una computadora es un paso más que nos acerca a la posibilidad de prótesis inteligentes controladas mentalmente.
La diferencia entre los logros de Nicolelis y los de Andersen son que éste último logró que los monos muevan el cursor simplemente pensando en hacia dónde quieren que se mueva. Esto lo logran gracias a computadoras que interpretan los impulsos de sus cerebros (o más bien, según lo describen los autores del artículo, “adivinan” lo que los monos pretenden hacer, con una exactitud de hasta el 88 por ciento). En vez de conectar sus implantes a las áreas motoras del cerebro, que controlan el movimiento de los músculos, Andersen los conectó a áreas cognitivas, que forman una especie de “imagen” de lo que el mono quiere hacer y mandan los impulsos necesarios para que las áreas motoras ejecuten la acción.
Es lo que sucede cuando uno toma un vaso o una manzana: uno no piensa conscientemente “tengo que alargar mi brazo 30 centímetros, luego abrir los dedos, ponerlos alrededor del vaso y luego cerrarlos, pero no con demasiada fuerza”, etcétera. Uno simplemente decide tomar el vaso y otras áreas cerebrales se encargan de controlar todo lo demás. En los monos de Andersen la computadora hace el papel de estas áreas cerebrales motoras.
De modo que, sorprendentemente, quizá el Dr. Octopus sea la parte menos fantasiosa de la película del Hombre Araña... desde luego, podemos estar seguros de que, a pesar de su “inteligencia”, las futuras prótesis y hasta “cuerpos” robóticos no se apoderarán de sus usuarios parapléjicos, sino que los ayudarán a recuperar la posibilidad de actuar en el mundo.
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