miércoles, 25 de diciembre de 2013

¿Navidad y ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de diciembre de 2013
(Por alguna razón, la columna de hoy no apareció en Milenio... pero aquí está para ustedes.)

A quienes nos dedicamos a la ciencia, sobre todo si no tenemos creencias religiosas, con frecuencia nos preguntan en estas fechas si no encontramos contradicción entre celebrar una festividad cristiana y nuestra convicción racionalista (que insiste en que no existen misterios incomprensibles) y naturalista (que rechaza la existencia de entidades sobrenaturales).

Aunque yo conozco a algunos grinches que se niegan a celebrarla, como el dickensiano señor Scrooge (algunos usando el pretexto de que es sólo un festejo consumista), y a ateos recalcitrantes que, con más humor, sustituyen las figuras del nacimiento por héroes de historieta (saludos, amigos), la mayoría de nosotros reconocemos que, más allá de creer o no en la existencia de deidades que además son tres en uno, en vírgenes que dan a luz o en concepciones inmaculadas, la navidad y otras celebraciones cristianas son parte de las tradiciones del nuestro y muchos otros pueblos. Y que, como tales, son ocasiones para convivir y compartir con personas que queremos y fortalecer los lazos sociales que nos hacen pertenecer a una familia, una sociedad, y en última instancia al género humano (nadie se hace humano en soledad, sino en sociedad, dice Fernando Savater… o algo similar, pues cito de memoria).

También es frecuente encontrar divertimentos científico-navideños, como esos que tratan de explicar cómo Santa Clós puede recorrer el mundo repartiendo regalos gracias a efectos cuánticos (o relativistas, como los hoyos de gusano); cómo es que sus renos pueden volar gracias a la aerodinámica inigualable de sus pezuñas y sus cornamentas, o bien que los peces no beben en el río porque absorben agua a través de su piel. En fin, que no todos los científicos somos nerds ultra-racionales como el señor Spock o Sheldon el de La teoría del big bang (aunque muchos sí tenemos, como él, un lado infantil que conservamos y que nos permite seguir disfrutando de la ilusión de la navidad).

Jacques Monod, uno de los padres de la biología molecular, dice en su libro El azar y la necesidad que la ciencia no puede resolver por nosotros el problema de encontrar un objetivo para la vida humana. En otras palabras, al final la ciencia nos da una visión del mundo que puede ser muy confiable, utilísima y asombrosa, pero que no sirve para todo. A veces, hay que simplemente disfrutar las tradiciones sin pensarlas demasiado. Los festejos navideños nos permiten cerrar ciclos, recapitular, planear, reflexionar y compartir. A veces nos entristecen, pero también, con un poco de voluntad, nos alegran. Vale la pena disfrutarlos. Así que, ¡feliz navidad!

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

jueves, 19 de diciembre de 2013

Revistas científicas y calidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de diciembre de 2013

¡Sólo ciencia de moda!
Lejos de lo que se piensa, para hacer ciencia lo más importante no es seguir un cierto método. Lo más importante es, luego de observar o experimentar sobre los fenómenos de la naturaleza, proponer explicaciones para ellos y someterlas a prueba, es comunicar las conclusiones a las que se llegue. Gracias a ello, dichas conclusiones serán discutidas, analizadas, revisadas, cuestionadas, e incluso atacadas, destrozadas y desechadas. Tal es el feroz proceso de control de calidad mediante el que la ciencia garantiza que el conocimiento que produce sea lo más confiable posible.

Como dejó claro el historiador de la ciencia Thomas Kuhn, es el consenso de la comunidad científica de especialistas relevantes en un tema la que valida el conocimiento. La ciencia es una actividad eminentemente social.

Más allá de discusiones en pasillos y seminarios, este control de calidad tradicionalmente se lleva a cabo durante el proceso que lleva a la publicación de un artículo (paper) en una revista científica especializada (journal). El autor entrega su manuscrito, que la revista envía a varios árbitros expertos en el tema, ocultando el nombre del autor, para evitar sesgos (el autor tampoco normalmente no conoce se entera del nombre de sus árbitros). Este proceso de “revisión por pares” o colegas puede llevar a la aceptación, la sugerencia de cambios previos a ésta, o al rechazo del artículo. Una revista con un proceso de arbitraje muy exigente aceptará un porcentaje bajo de los artículos que reciba, pero en teoría muy buenos. Así ha surgido la reputación de las revistas científicas más influyentes del mundo.

Sin embargo, el proceso ha sufrido distorsiones. Hace nueve días el biólogo celular estadounidense, y ganador del premio Nobel de este año Randy Schekman (de cuyo descubrimiento hablamos aquí hace algunas semanas) publicó en el influyente diario inglés The Guardian un texto donde ataca a las que llama “revistas científicas de lujo”, como Nature, Science y Cell, pues, afirma, “distorsionan a la ciencia” y fomentan “los trabajos que lucen más, no los mejores”.

Schekman describe cómo el afán de estas revistas por tener cada vez más suscriptores y presencia mediática las lleva a publicar los artículos que abordan temas más llamativos o polémicos, no necesariamente los más relevantes científicamente. Y añade que la tendencia mundial –muy marcada en México­– a evaluar y recompensar el trabajo de los investigadores científicos no con base en la calidad de sus trabajos, sino al “factor de impacto” de las revistas donde publican (un parámetro que refleja el promedio del número de citas que reciben los artículos que se publican en ellas, lo cual puede tener relación con la calidad de los mismos, pero también puede reflejar que son erróneos o provocativos, señala Schekman) está provocando que la meta ya no sea hacer buena ciencia, abordar problemas relevantes y producir conocimiento sólido, sino publicar en revistas prestigiosas.

El artículo de Schekman ha provocado mucha discusión en el mundo científico. Aunque en general se reconoce que los problemas que señala son reales, muchos piensan que exagera. Y la solución que propone, las revistas de “acceso libre” –open access–, ya existentes, no está libre de problemas, pues aunque no cobran a los lectores, sí hay que pagar para publicar en ellas, lo que puede llevar a aceptar el mayor número de artículos posible, independientemente de su calidad.

Como la democracia, la evaluación de la calidad en ciencia y la revisión por pares tienen defectos, incluso graves. Pero son lo mejor que tenemos. Afortunadamente, los científicos saben bien que la discusión amplia y sin cortapisas produce una inteligencia colectiva que puede generar mejores propuestas. La discusión está abierta.

[Corrección 25 de diciembre: Mi querido amigo Enrique Espinosa me aclara que en la gran mayoría de las revistas arbitradas del área de las ciencias naturales, el proceso de peer review no es de doble ciego: los autores del artículo no saben el nombre de sus árbitros, pero éstos sí conocen los nombres de los autores. Una sorpresa para mí, que siempre di por hecho lo contrario. Al parecer, en humanidades y ciencias sociales es más frecuente el peer review de doble ciego, que a mí me parece evidentemente más conveniente, pues evita sesgos. Gracias por la aclaración, Enrique!]

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Otra vez agua en Marte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de diciembre de 2013

La noticia de ayer, aparecida en todos lados, nuevamente viene de Marte: el robot explorador Curiosity, de la NASA, que llegó al cráter Gale del planeta rojo hace 16 meses, analizó rocas en un sitio llamado Bahía Yellowknife y descubrió, según publica Milenio Diario, “evidencia directa de que existió un lago de agua dulce en ese planeta”.

Otros medios informaron algo similar; sin embargo, no faltó el noticiero televisivo que se lanzó a anunciar que Curiosity “había descubierto que hubo vida en Marte” (!). Más allá del poco rigor periodístico (y que nunca falta; quizá haya que atribuirlo a la escasez de periodistas científicos formados profesionalmente en nuestro país y al poco interés de los medios –sobre todo los televisivos– en pagarles un sueldo adecuado), cabe preguntar, ¿qué descubrió realmente Curiosity en esta ocasión?

La respuesta la da el artículo publicado en la revista Science por John Grotzinger, del Tecnológico de California (Caltech), y sus colegas (el equipo que supervisa la misión Curiosity consta de más de 400 especialistas). Se descubrieron “rocas sedimentarias de grano fino, que por inferencia representan un antiguo lago”.

La rocas sedimentarias, recordará usted de la secundaria, son las que se forman cuando se depositan pequeños granos rocosos, normalmente suspendidos en agua, que con el tiempo van convirtiéndose en un sedimento que finalmente se cementa y solidifica. Su presencia, por tanto, permite suponer que hubo agua (Curiosity y otras misiones han hallado otras evidencias de la presencia de agua en el pasado remoto de Marte). Y donde hubo agua, podría haber habido vida. Pero de ahí a suponer que la hubo hay un abismo.

Curiosity ha estado tratando de detectar, por métodos fisicoquímicos de análisis, la presencia de carbono proveniente de materia orgánica en la superficie de Marte. Pero no ha logrado pruebas claras: por un lado, hay materia orgánica que se forma en el espacio por procesos químicos, sin necesidad de vida, y que cae en Marte. Por otro lado, la materia orgánica que pudiera haber quedado como prueba de la existencia de antiguas bacterias en Marte probablemente habría sido ya destruida por los rayos cósmicos y ultravioleta, u oxidada por los percloratos que abundan en el suelo marciano.

De cualquier modo, los datos reportados en el artículo permiten suponer que, si hubiera habido vida en Marte, un lugar factible habría sido el lodoso fondo del lago que quizá existió en el cráter Gale. Y es más:, las bacterias que hubieran vivido ahí probablemente habrían tenido que ser quimiolitótrofas, es decir, capaces de utilizar para sus funciones metabólicas la energía que se libera en reacciones químicas, cuando ciertas moléculas inorgánicas se oxidan y otras se reducen (existen bacterias así en la Tierra, que no realizan la fotosíntesis ni se alimentan de compuestos orgánicos producidos por otras formas de vida… pero normalmente se hallan sólo en ambientes muy raros, como las grandes profundidades del subsuelo).

De cualquier modo, sin exageraciones, la evidencia de que Marte podría haber albergado agua, y quizá vida, se acumula. Si llegara a confirmarse esto último, eso querría decir que la vida podría existir también en muchos otros sitios en el universo. Que quizá no estamos tan solos. Al final, la emoción sí se justifica.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 4 de diciembre de 2013

La caperucita evolutiva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de diciembre de 2013

Sin duda, la teoría de la evolución por selección natural –que acaba de cumplir 154 años de haber sido publicada en el clásico de Charles Darwin, El origen de las especies– es uno de los productos intelectuales más grandiosos de la humanidad. Pero además de permitirnos entender cómo surge la asombrosa variación y adaptación en el reino viviente, la poderosa idea de Darwin puede también aplicarse en otras áreas.

En particular, el biólogo inglés Richard Dawkins la aplicó a la cultura, al proponer el concepto de que las ideas evolucionan al transmitirse de un cerebro a otro, como virus, modificándose y adaptándose en el proceso. Algunas se extinguen; otras prosperan. Teorías científicas, chistes, chismes, modas, tradiciones, costumbres, religiones y métodos artesanales son ejemplos de lo que Dawkins llamó “memes”, las unidades de la evolución cultural (por contraposición a “genes”, que transmiten la información genética).

El concepto de memes, publicado en su libro de 1977 El gen egoísta, fue en general ignorada o vilipendiada durante décadas, hasta que el surgimiento de internet y las redes sociales han dejado claro que al menos algunas ideas pueden tener un comportamiento evolutivo y viral (y no, “memes” no son sólo las viñetas a línea en blanco y negro acompañadas de una frase chistosa).

Árbol filogenético construido al comparar
relatos de Asia y África con
las variantes de La Caperucita Roja y
El lobo y las siete cabritas
Hoy hay estudios que investigan la evolución de productos culturales como la tecnología, los lenguajes y las tradiciones orales o escritas. Hace un mes se publicó en la revista PLOS One un curioso artículo sobre la evolución del cuento de la Caperucita Roja. En él, el antropólogo Jamshid Tehrani, del Centro para la Coevolución de la Biología y la Cultura de la Universidad de Durham, en Inglaterra, estudió 58 variantes del famoso cuento utilizando los mismos métodos que usan los biólogos para clasificar especies y averiguar su grado de parentesco evolutivo: la filogenética (los especialistas hablan ya de “filomemética” para referirse a este tipo de estudios).

Tehrani encontró que entre las muchas variantes de la historia de la Caperucita que existen en distintos países y tradiciones de Europa, Asia y África, en las que el personaje puede ser niño o niña, o un grupo de ellos, y el antagonista un lobo, un ogro o un tigre, y sólo fingir la voz o bien disfrazarse, sólo algunas están relacionadas con la Caperucita; otras descienden, por un proceso de variación y selección, del más antiguo cuento de El lobo y las siete cabritas. De hecho, La Caperucita parece ser una variante de El lobo, surgida unos mil años después de que éste apareciera, en el siglo I.

Me parece fascinante poder entender cómo las manifestaciones culturales se van adaptando a sus ambientes psicológicos, naturales, sociales, étnicos. Me encanta la memética. ¿Y a usted?

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Quince años de ¿Cómo ves?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de noviembre de 2013

El placer de la ciencia no le pide nada al que nos proporcionan las artes. Pero para llegar a él hay que pasar primero por la comprensión racional: a la ciencia hay que entenderla antes de poder disfrutarla
a plenitud. Es esto lo que durante ya 15 años ha ofrecido a sus abundantes lectores ¿Cómo ves?, la revista de divulgación científica de la UNAM.

Que una revista mexicana perdure durante 15 años es ya un logro. Que lo haga una dedicada a la ciencia es excepcional. Con sus 20 mil ejemplares mensuales, ¿Cómo ves? no sólo es la más exitosa publicación universitaria de nuestro país. Es también la muestra de que un proyecto de cultura científica puede no sólo sobrevivir, sino prosperar en un país que tiene fama de leer poco y de no valorar la ciencia.

Existen otras excelentes revistas institucionales de divulgación científica con una larga tradición, como Ciencia y desarrollo, del Conacyt, con unos 40 años de trayectoria; Ciencia, de la Academia Mexicana de Ciencias, con más de 50 años, que desde hace unos 13 se ha orientado al público general, y Ciencias, de la Facultad de Ciencias de la UNAM, que cumplió ya 31 años. Pero ninguna tiene la amplia circulación de ¿Cómo ves?, y no están, como ella, dirigidas a un público principalmente juvenil. Por otro lado, las revistas comerciales, algunas de gran calidad, no abordan la ciencia con la profundidad y el rigor de ¿Cómo ves? (afortunadamente, en el mercado hay demanda para una gran diversidad de publicaciones).

La revista, que desde su nacimiento en diciembre de 1998 ha tenido gran aceptación entre jóvenes estudiantes, así como sus profesores ­–es perfecta como complemento pedagógico; para los suscriptores viene acompañada de una “guía didáctica”–, es uno de los proyectos más importantes, emblemáticos y perdurables de la institución que la publica: la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM (los otros son el museo Universum, que cumple 21 años este próximo 12 de diciembre; el Museo de la Luz, con 17 años, y el Diplomado en Divulgación de la Ciencia, que ha formado ya a 18 generaciones de divulgadores).

El gran equipo editorial (por su calidad, si no por su tamaño) que la hace posible, comandado por Estrella Burgos, trabaja para entregar cada mes un nuevo número lleno de artículos interesantes, científicamente correctos, y sobre todo amenos; muchos de ellos escritos por investigadores de la UNAM y otras instituciones de investigación científica. (Este autor ha tenido el privilegio de colaborar en ella, desde el número 1, con la columna mensual “Ojo de mosca”: 180 entregas hasta ahora, comentando distintos aspectos de la labor científica.)

¿Cómo ves? es la oportunidad que la Universidad Nacional ofrece a todos los mexicanos para asomarse y dar un paseo por el mundo de la ciencia. Quizá para asombrarse con historias apasionantes; quizá para aprender. O sólo para curiosear un poco. Brindo por estos primeros 15 años; sin duda los siguientes serán todavía mejores. Y quedan ustedes invitados al festejo, en el auditorio del museo Universum (zona cultural, Ciudad Universitaria, DF) este lunes 2 de diciembre a las 5:30 pm.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Doctor Who y la Ciencia Ficción Televisiva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de noviembre de 2013

La relación entre ciencia y ciencia ficción siempre ha sido polémica. Los científicos solemos pecar de puntillosos, y queremos que cualquier cosa que incluya la palabra “ciencia” cumpla con el rigor al que estamos acostumbrados en nuestra disciplina.

Por eso, cuando nos gusta la ciencia ficción, tendemos a preferir la “dura”: la que se toma en serio la parte científica. (Y es que no a todos los científicos les gusta la ciencia ficción, a pesar de que Isaac Asimov proponía, en alguno de sus innumerables ensayos, que el gusto por ella podría ser un buen indicador para detectar candidatos a futuros científicos.) Esta ciencia ficción “seria” tiene gran cuidado de no violar –aparte de la premisa inicial, que suele ser ficticia– lo permitido por el conocimiento actualmente aceptado.

Pero existe también la otra ciencia ficción: la que vemos en películas y programas de televisión, y que normalmente es menos rigurosa. Se permite más libertad, más inexactitudes científicas, más fantasía. Así, en Viaje a las estrellas (Star trek) podemos ver extraterrestres humanoides con orejas puntiagudas que pueden aparearse con humanos, teletransportadores y naves que viajan más rápido que la luz; cosas similares pueden hallarse en cualquier programa moderno del género.

Y en el cine, La guerra de las galaxias (Star wars) lleva las cosas al extremo, introduciendo espadas láser, una misteriosa “fuerza” mística y otros recursos que hacen que muchos consideren que, más que a la ciencia ficción, pertenece al género de la fantasía pura.

Un caso aparte ha sido Doctor Who (o “El doctor misterio”, como se le conocía en México), el programa de TV de ciencia ficción más antiguo del mundo. De prosapia inglesa (producido por la BBC), nacido en 1963 (el próximo 23 de noviembre celebrará mundialmente, con bombo y platillo, su 50 aniversario), tenía como protagonista a un enigmático anciano que viaja por el cosmos en su máquina del tiempo, el TARDIS, que es más grande por dentro que por fuera y está camuflada de cabina telefónica.

El extraño y misterioso tema musical, la producción en blanco y negro, los originales monstruos que el Doctor encontraba en sus viajes y su mezcla de ciencia y fantasía hicieron que el programa perdurara. A lo largo de las décadas, el Doctor ha sido interpretado por 11 diferentes actores , y actualmente es bastante joven (resultó que es un extraterrestre que puede “regenerar” su cuerpo si corre riesgo de morir). Se ha convertido en toda una tradición inglesa y siempre ha tenido seguidores en otros países. Pero ha sido desde su resurgimiento, con nueva producción y mucho mejores efectos y argumentos, en 2005, que ha alcanzado fama mundial.

Yo, que he sido fan desde hace unos 40 años (cuando pasaron en México los primeros capítulos, en los años 70, y luego los del cuarto doctor, en los 80), confieso que probablemente debo parte de mi fascinación por la ciencia, y quizá parte de mi vocación profesional por conocerla y compartirla, a esa inquietante sensación de misterio que me provocaba ver al viajero de la cabina telefónica.

Ni duda: disfrutaré como enano el 50 aniversario de Doctor Who.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La ciencia ciudadana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de noviembre de 2013

El Dr. Ruy Pérez Tamayo, en la inauguración
del portal Ciencia que se Respira
Durante más de un siglo, la ciencia ha sido una actividad especializada que sólo puede realizar quien haya recibido un entrenamiento de élite, durante varios años.

Al mismo tiempo, la ciencia ha desarrollado instituciones y mecanismos para garantizar la calidad, el desarrollo académico y la estabilidad laboral de los científicos: congresos y seminarios, revistas especializadas, el sistema de arbitraje por colegas (o “pares”), becas y apoyos para realizar investigación, plazas académicas, reglas éticas y sanciones para quien las viole, etcétera.

Pero hoy vivimos en la era del internet y las redes sociales. Las reglas están cambiando. Y el cambio perturba la paz de la torre de marfil científica… lo cual no necesariamente es malo.

Un ejemplo reciente es el caso del joven estadounidense Jack Andraka, de 16 años, quien luego de la muerte de un amigo cercano de la familia a quien consideraba su tío, desarrolló un método novedoso y barato para diagnosticar cáncer de páncreas.

Según lo describe él mismo en una entrevista publicada en Milenio Diario, para hacerlo comenzó a leer en internet (“Google y Wikipedia”) todo lo que pudo, para entender el problema. Autoenseñándose, se adentró en la literatura académica hasta encontrar una base de datos de 8 mil proteínas relacionadas con el cáncer e identificar una proteína (la mesotelina) que podría servir como indicador para detectar el cáncer pancreático. De ahí, leyendo artículos científicos en línea, logró concebir su sensor, que utiliza “papel y nanotubos de carbono”. Escribió a 200 investigadores para solicitar su apoyo en el desarrollo del proyecto, y luego de 199 rechazos, uno lo ayudó.

Andraka se queja en la entrevista de que muchos de los artículos que necesitaba leer no son accesibles para el público general y requieren un pago (que puede ser de cerca de 400 pesos). “Esto hizo muy difícil mi investigación, no podía conseguir artículos que necesitaba”, comenta.

El logro de Andraka, un simple estudiante, un ciudadano que logra superar obstáculos para hacer una investigación e insertarse en el mundo de la ciencia académica puede considerarse una muestra de cómo internet está hoy permitiendo a los ciudadanos participar en esta empresa.

Otro ejemplo son los proyectos llamados de “ciencia ciudadana”, en los que investigadores ponen sus datos a disposición del público general y le piden ayuda para clasificarlos, ordenarlos, estudiarlos y abreviar así notoriamente el tiempo que necesitarían para hacerlo ellos mismos. El caso emblemático es el portal Galaxy Zoo, donde más de 150 mil personas han ayudado a clasificar 50 millones de fotos de galaxias… labor titánica que hubiera llevado años sin la participación ciudadana.

Hoy hay proyectos similares para clasificar plantas, insectos, y para colaborar de otras formas en investigaciones sobre clima, arqueología y más.

El lunes pasado se presentó en México un importante proyecto de ciencia ciudadana: el portal Ciencia que se Respira (www.cienciaqueserespira.org), auspiciado por el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). En él, los ciudadanos podremos informarnos y participar en la investigación de primera línea que ahí se realiza (sí: en los Institutos Nacionales de Salud se realiza investigación de primera, como debe ser en todo hospital que se respete) por medio de encuestas, el uso de redes sociales y de programas (“aplicaciones”) que pueden descargarse en el teléfono celular. Gracias a ellas, podremos proporcionar valiosa información respecto a nuestra salud respiratoria, hábitos, la contaminación en la ciudad y otros temas, que será usada por los investigadores para producir nuevo conocimiento que ayude a mejorar la salud de los mexicanos.

Ciencia que se Respira, y otros proyectos de ciencia ciudadana (como la Agenda Ciudadana, consulta promovida recientemente por la Academia Mexicana de Ciencias), no sólo ayudan a los científicos: involucran y empoderan al ciudadano para acercarse a la ciencia, haciendo que aprecie su importancia y disfrute la emoción de colaborar en ella.

Como dice el lema del portal del INER, “la ciencia la hacemos todos”. En el siglo XXI, esto comienza a ser una realidad.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Anticiencia y vacunas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de noviembre de 2013

A un muy querido amigo le preocupa la decadencia de la civilización moderna. Principalmente por el descuido, falta de apoyo y franco desprecio que tenemos por la más refinada herramienta que la humanidad ha desarrollado para sobrevivir: el pensamiento científico.

Parte de su preocupación deriva de las cada vez más frecuentes campañas de desprestigio contra ideas científicas bien establecidas, que promueven teorías de conspiración para descalificar la información científica –aduciendo siempre a inconfesables intereses de hermandades secretas, gobiernos extranjeros o corporaciones internacionales carentes de toda ética–, y que muchas veces tienen consecuencias dañinas y en ocasiones francamente alarmantes para el bienestar social.

Quienes califican el cambio climático global causado por la emisión de gases de invernadero producto de la actividad humana como “patraña”; quienes afirman que el VIH no existe o que el sida no es contagioso porque en realidad lo causan las drogas o la desnutrición; quienes negaron el riesgo real ­–afortunadamente menor de lo que se temía– de la pandemia de influenza de 2009, calificándolo de embuste… todos ellos ponen, en aras de una creencia no justificada, que además va en contra del conocimiento científico comprobado, en riesgo a la sociedad.

Hoy en México se discute agriamente sobre la pertinencia de aplicar impuestos a las bebidas azucaradas, o de limitar la promoción televisiva de la comida chatarra. Se manejan desde argumentos francamente lamentables (“es una idea extranjera”) hasta otros que valdría la pena analizar (“estas medidas no son eficaces”; “se daña a la industria azucarera/de alimentos”, etc.). Lo que no puede negarse es que el excesivo consumo de azúcar, en lo que somos líderes mundiales, causa obesidad. Y que ésta daña la salud y predispone a la diabetes y sus muy onerosas complicaciones. Nuestra nación tiene que hacer algo para combatir un futuro de viejitos obesos y diabéticos que nos amenaza con quebrar el sistema de salud pública.

El mismo tipo de discusión se escucha al hablar del tabaquismo: a pesar de los gemidos de los fumadores, que insisten en negar los evidentes y graves daños que les causa –a ellos y a quienes tienen cerca– su hábito adicción, y que hablan de “violación de sus derechos” y otros recursos desesperados, queda claro que la prohibición de fumar en lugares públicos, aunada a los impuestos al tabaco, junto con las campañas, han contribuido eficazmente a disminuir el tabaquismo y a mejorar la salud de los mexicanos. (En cuanto a la eficacia de las fotos de pulmones cancerosos en las cajetillas de cigarros, me reservo mi juicio…)

Es cada vez más frecuente en nuestro país escuchar comentarios como “yo no me vacuno –o no vacuno a mis hijos– porque las vacunas son peligrosas”. Se trata del peligroso movimiento antivacunas que tanto daño está causando en varios países. Su base son las ideas del gurú seudomédico Andrew Wakefield, quien afirmó en 1998 que la vacuna triple viral (que protege contra sarampión, paperas y rubeola) causa autismo en niños. Idea que, sobra decirlo, ha sido amplia y definitivamente refutada.

No obstante, en el Reino Unido las ideas de Wakefield ya han ocasionado que miles de padres se nieguen a vacunar a sus hijos… con lo que los dejan expuestos a estas enfermedades, y ponen en peligro a toda la sociedad, pues cuando hay un número suficiente de individuos no protegidos, las epidemias pueden resurgir. Y ya está ocurriendo: luego de no tener más de unas docenas de casos de sarampión cada año, el Reino Unido reportó un récord de 2 mil pacientes en 2012, y 1,200 para mayo de 2013. Algo semejante podría suceder en Estados Unidos, donde el movimiento antivacunas cobra fuerza. Y en el nuestro, si estas ideas anticientíficas se siguen difundiendo.

Ante los riesgos de la desinformación y el pensamiento anticientífico, sólo la difusión de la cultura y la información científica confiable, junto con adecuadas campañas de salud, pueden vacunarnos.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 30 de octubre de 2013

Malas noticias sobre el VIH

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de octubre de 2013

Resumen gráfico de
los hallazgos de Siliciano
Cuando la gente quiere hablar mal de la ciencia siempre se refiere a cómo ésta no ha logrado hallar la cura de enfermedades como el cáncer, el sida o el catarro común.

Hacerlo es muy injusto, porque la calidad de la quimio y radioterapia contra el cáncer, junto con los avances en cirugía, hoy permiten salvar miles de
vidas que hace dos o tres décadas hubieran estado condenadas.

En cuanto al sida, el rápido desarrollo de pruebas diagnósticas y de medicamentos antirretrovirales (el VIH es un “retrovirus”) permitió comenzar de inmediato el combate a la pandemia. Y el desarrollo de las terapias múltiples (de “coctel” o, como se las conoce actualmente, “terapias antirretrovirales altamente activas”) que someten al virus a un triple ataque con medicamentos, que le impide mutar simultáneamente para volverse resistente a todos, han convertido la infección con VIH en una enfermedad prácticamente crónica. Hoy toda persona infectada puede hacerse la prueba y recibir tratamiento; nadie debería ya morir de sida. (Tampoco nadie debería ya infectarse, pues todos sabemos que el uso correcto y constante del condón lo impide, pero eso es otro problema.)

¿Y el catarro? Bueno, quizá ahí sí la ciencia nos ha quedado a deber algo… Pero, ¿por qué la terapia antirretroviral no logra curar la infección, sólo controlarla? Como dicen Robert Siliciano, de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, Estados U`nidos, y sus coautores en un artículo recién publicado en la revista científica Cell, porque “en las células CD4+ inactivas persisten provirus latentes”.

Ciclo de vida del VIH
En otras palabras, porque dentro de esas células (que son a las que infecta y destruye el VIH, inactivando así al sistema inmunitario y abriendo la puerta a las múltiples infecciones que constituyen el síndrome de inmunodeficiencia adquirida), a veces queda insertado el genoma del virus (al que se llama entonces “provirus”). Esto se debe precisamente a que el VIH es un retrovirus: su genoma no está hecho de ácido desoxirribonucleico, ADN, como de la mayoría de los seres vivos, sino de su primo, el ácido ribonucleico, ARN. El virus primero tiene que convertir su información genética a ADN, usando una enzima llamada “retrotranscriptasa” –de ahí lo de retrovirus– para que la maquinaria de la célula infectada pueda leerla y fabricar nuevos virus.

Pero esto también permite que el ADN del virus se inserte en el ADN de la célula humana. Cuando una persona infectada recibe tratamiento, éste mata al virus, pero si deja de tomarlo puede salir de su escondite en el genoma de las células CD4+ infectadas y volver a causar daño.

Hasta ahora se estimaba que sólo una de cada mil células tenían estos “provirus” esperando a resurgir. Pero la investigación de Siliciano revela que la cantidad de estas “bombas de tiempo”, como las llamó el experto español José Alcami en una entrevista publicada en el diario El mundo, es quizá 60 veces mayor.

Esto resulta un verdadero balde de agua fría para las esperanzas de desarrollar una cura para personas infectadas, que dependían de hacer salir a estos virus ocultos para poder eliminarlos, activando a esas células CD4+ infectadas.

Supongo que es mejor saberlo; así, los científicos sabrán mejor el tamaño del reto al que se enfrentan en la búsqueda de la ansiada cura. Sí: a veces la ciencia da malas noticias. Aún así, el conocimiento que nos aporta es valioso.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 23 de octubre de 2013

La ciencia y las noticias

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de octubre de 2013

¿Por qué aparecen tan poco la ciencia y la tecnología en las noticias?

Noticieros, periódicos y otros medios de información sistemáticamente (con salvedades, como Milenio Diario y otros pocos) ignoran los temas de ciencia, o bien los cubren muy superficialmente. Frecuentemente, sólo reproducen los boletines que se reciben de agencias internacionales. Y los relegan, invariablemente, a las últimas páginas o minutos del noticiario… si no hay algo más importante que los deje fuera.

Hay excepciones, claro: cuando se anuncian los premios Nobel o cuando ocurre un descubrimiento excepcional (la clonación de la oveja Dolly, la construcción del Gran Colisionador de Hadrones, el desciframiento del genoma humano…). Pero en general, se piensa que la ciencia “no vende”. Y quizá sea cierto: la demanda de estas noticias es baja en un país donde la cultura científica promedio de la población no pasa de lo que se estudia en ciencias naturales en primaria, secundaria o cuando más bachillerato. (Sin mencionar el bajo nivel de desempeño escolar en general, revelado por las pruebas Pisa y Enlace, y el ínfimo índice de lectura de los mexicanos… pero esos son otros problemas.)

Otros retos que enfrenta el periodismo científico son que frecuentemente, cuando un reportero cubre una nota, llega a cometer errores o tergiversar la información (o bien, no la entiende, por estar expresada en un lenguaje especializado, y se limita a reproducirla literalmente, con lo que el lector tampoco entiende nada…). También ocurre que resalta algún aspecto secundario y deja pasar el meollo científico de la noticia, o bien simplemente no sabe qué preguntar cuando se encuentra ante el experto. Todo ello se debe a una sola razón: la carencia de periodistas especializados en cubrir la fuente científica. En México las escuelas de periodismo no enseñan periodismo científico.

Estos y otros retos fueron discutidos la semana pasada, entre expertos nacionales e internacionales (de España, Venezuela, Argentina, Brasil, Estados Unidos e Inglaterra), así como por funcionarios e investigadores científicos, en el 1er Seminario Iberoamericano de Periodismo de Ciencia, Tecnología e Innovación, organizado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) en Mérida, Yucatán, y en el cual tuve el privilegio de participar.

Imposible reseñar todas las visiones, propuestas y debates compartidos. Pero la discusión fue rica y fructífera. Quedó claro que hay acciones concretas que pueden hacerse para impulsar este periodismo, y ayudar así a mejorar la apreciación pública de la ciencia, a difundir la cultura científica y a poner la ciencia en manos de los ciudadanos.

Si los (relativamente pocos) periodistas científicos mexicanos especializados (yo me considero un mero columnista, más que un periodista en todo el sentido de la palabra) han sido hasta ahora bastante renuentes a formar una asociación nacional, como las que existen en muchos países, eventos como éste pueden servir como sustituto para reunirlos a conocerse y discutir. Felicidades a Conacyt y demás entidades que organizaron este primer evento, que en próximas ediciones promete ser un gran apoyo para colaborar a la profesionalización y el reconocimiento del periodismo científico en México. Bastante falta nos hace.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:


Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!