Milenio Diario, 25 de abril de 2007
Uno de los requisitos esenciales para hacer ciencia es adoptar lo que el biólogo Jacques Monod llamó “principio de objetividad”: la necesaria suposición de que detrás de los fenómenos de la naturaleza no hay ningún proyecto o plan. Las cosas no ocurren porque alguien así lo haya planeado; no ocurren “para” algo.
Otros pensadores han ampliado el requisito a lo que se conoce como “visión naturalista”: la ciencia tiene que dar por hecho que no existen entidades o fenómenos que estén fuera del mundo natural (sobrenaturales). Esto incluye, por supuesto, la intervención de dioses, ángeles o espíritus de cualquier tipo.
La ciencia es, entonces, “laica” en este sentido. Y lo es por necesidad: para hacer ciencia, para descubrir las regularidades de la naturaleza y poder explicar y predecir los fenómenos que en ella ocurren, tiene que asumirse que tales regularidades existen. Si se cree que las cosas ocurren con sólo desearlas, o que en cualquier momento puede presentarse un milagro o la intervención de un ser mágico, sería imposible hacer experimentos confiables para obtener datos con los cuales confirmar o refutar las teorías científicas. (Por supuesto, la ciencia no busca probar que no exista Dios; sólo hace como si no existiera. No tiene problema con creer en un dios abstracto, siempre y cuando no intervenga en el mundo.)
Y lo cierto es que, hasta ahora, el método científico ha funcionado excelentemente: ningún otro puede competir con él para generar conocimiento sobre la naturaleza.
Las razones por las que las modernas sociedades democráticas son laicas está relacionada con este laicismo naturalista de la ciencia. Los revolucionarios franceses, los padres de la patria estadunidense y los constitucionalistas mexicanos de 1857 reconocieron que, para que un Estado democrático fuera justo, las decisiones que tomara para regir a sus ciudadanos tendrían que estar basadas en el conocimiento más confiable que estuviera disponible.
Es por ello que todavía en la Constitución actual se ordena, por ejemplo, que la educación pública se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa” y esté basada “en los resultados del progreso científico”.
Ante la polémica por temas como el aborto y la eutanasia, conviene recordar que, más allá de la fe personal, hay buenas razones para que las decisiones de gobierno se tomen independientemente de creencias religiosas.
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