miércoles, 28 de octubre de 2015

¿Carne mortífera?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de octubre de 2015

No hay mucho más que comentar de lo que ya se ha dicho respecto al informe de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la relación entre el consumo de carne fresca o embutidos y el cáncer del tracto digestivo. Pero sí hay mucho que comentar sobre la manera como se dio a conocer la información y cómo fue manejada por los medios.

El comunicado de prensa dado a conocer este lunes resume los resultados de un metaanálisis (un estudio que analiza en conjunto los resultados de otros estudios clínicos) realizado por un grupo de 22 expertos de 10 países, que tomaron en cuenta más de 800 investigaciones epidemiológicas. Las principales conclusiones son que los embutidos y la carne procesada son capaces de promover la aparición de cáncer colorrectal y, en menor medida, de cáncer de estómago, y quedan clasificados por tanto como carcinógenos del grupo 1 (carcinogénico para humanos), según la escala de la OMS.

La carne fresca o roja, por su parte, queda clasificada en el grupo 2A (probablemente carcinogénico para humanos), pues se halló evidencia sugerente pero no concluyente que relaciona su consumo con el cáncer colorrectal y quizá también con el de páncreas o próstata.

El problema es que los resultados del estudio, dados a conocer por la OMS, se transformaron al ser publicados en diarios y noticieros, páginas web y redes sociales en encabezados como “La carne (o los embutidos) causan cáncer”.

Habría que aclarar, en primer, lugar, que no se trata de nada nuevo: los estudios que relacionan el consumo de carne y embutidos con distintos tipos de cáncer existen desde hace décadas (por eso valía la pena examinar conjuntamente una gran cantidad de ellos, con sus diferencias y contradicciones, para tratar de aclarar lo más posible el panorama).

En segundo lugar, hay que tomar en cuenta que la escala de carcinogenicidad de la OMS es especialmente confusa, porque no es cuantitativa, sino cualitativa: no mide qué tan peligrosa es un factor, sino qué tan claramente sabemos que lo es; que tan buena es la evidencia que establece la relación causal entre el consumo de una sustancia y el cáncer. En la categoría 1 hay factores altamente cancerígenos, como el tabaco o la radiación, pero también sustancias que consumimos sin temor, como el alcohol (la carcinogenicidad del tabaco es, por ejemplo, mucho mayor que la hallada para el consumo de embutidos). En el grupo 2A se hallan sustancias como los esteroides, o compuestos que se hallan en productos para el cabello.

En tercer lugar, el porcentaje de aumento en el riesgo de cáncer que se manejó, estimado en un 18%, ha sido mal entendido. No se trata de un riesgo absoluto, sino de un aumento en el riesgo preexistente: si una persona tiene un riesgo alto de padecer cáncer, el consumo de carne procesada podría aumentar ese porcentaje de riesgo en un 18%, y seguiría siendo alto. Si la persona está sujeta a un riesgo bajo, aun cuando éste aumentara en un 18%, seguiría siendo bajo.

Un ejemplo: según algunos estudios, el riesgo promedio de padecer cáncer colorrectal es de alrededor de 4.5%. El consumo cotidiano de embutidos y carnes procesadas lo podría elevar en 18%, para llegar a sólo un 5.3%. Como contraste, el riesgo promedio de cáncer de pulmón es de 1.3%; el tabaquismo lo eleva a 17.2%, ¡un aumento de mil 323 por ciento (es decir, de más de 13 veces)!

Además, hay que tomar en cuenta que la dosis de consumo de embutidos necesaria para que se manifieste este riesgo es relativamente alta: unos 50 gramos diarios, de manera regular. Una persona que consuma carne roja o embutidos de manera moderada no tiene de qué preocuparse.

En resumen, lo más probable es que ocurran varias cosas. Una, que los resultados del metaanálisis serán revisados con detalle para confirmar su validez (ya los representantes de la industria cárnica y los estados productores de carne han salido a descalificar los resultados presentados por la OMS). Dos, que probablemente las recomendaciones en materia de nutrición para la salud cambiarán, pero pese a las declaraciones apresuradas de los promotores del vegetarianismo no habrá que prohibir o dejar de comer carne ni embutidos. Habrá, eso sí, que aprender a consumirlos con moderación, pero sin miedo.

Quizá se buscará también que al procesar la carne se usen menos compuestos cancerígenos como nitritos y nitratos, y se restrinjan procesos como el ahumado o el cocinado a altas temperaturas, que producen compuestos aromáticos de carbono que son también carcinogénicos. Finalmente, es probable que fomente la investigación médica para buscar nuevos y mejores tratamientos preventivos que tomen en cuenta estos datos y ayuden a disminuir el impacto del consumo de carnes y embutidos (que, aceptémoslo, los amantes de la carne y el tocino no vamos dejar de comer) en el riesgo de cáncer en la población.

Pero para mí la lección más importante es que, cuando se trata de dar a conocer con bombo y platillo datos importantes como éstos, las organizaciones de salud como la OMS, debieran ser mucho más cuidadosas con sus estrategias de medios. Usar la clasificación de cancerígenos de la OMS en un contexto mediático generalmente suele, en vez de informar, causar alarma y confusión. Y no tomar en cuenta la tendencia de los medios a simplificar y enfatizar la información científica, lo que frecuentemente produce notas exageradas y descontextualizadas, es arriesgarse a causar, si no pánico e inquietud (como ya está ocurriendo), a algo quizá peor: a causar risa
(como también ya está ocurriendo).

En última instancia, el mal manejo de la información en estos temas puede lograr lo opuesto a lo que se buscaba: que la gente deje de tener confianza en los resultados de la ciencia médica.

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miércoles, 21 de octubre de 2015

¡Rescaten al marciano!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de octubre de 2015

Por fin pude ir a ver la magnífica cinta El marciano (The martian, del gran director Ridley Scott, desastrosamente traducida como “Misión rescate” para su exhibición en México). Como expresé en Twitter, mi opinión es que se trata de “Un hermoso himno al poder de la ciencia y la tecnología”. La disfruté enormemente.

Sin embargo, han surgido, como inevitablemente ocurre cada vez que se estrena una película exitosa de ciencia ficción, críticas a la ciencia presentada en la cinta. Espero que usted ya la haya visto, para poder comentarla aquí sin venderle trama.

Uno de los principales reproches es que la tormenta de arena que ocurre en Marte, y que desata toda la acción de la película, sería… imposible. La atmósfera marciana es unas 100 veces más tenue que la terrestre, por lo que aún los vientos más intensos serían una simple brisa comparados con los terrestres. (Pero bueno: ¿qué sería de las artes escénicas y la narrativa de ficción si renunciamos a la necesaria suspensión de la incredulidad?)

Hay otros errores menos importantes, porque la trama no depende mayormente de ellos, como la gravedad marciana. El diámetro de Marte es sólo un 53% del de la Tierra, y su masa es sólo un 10% de la de ésta. Como consecuencia, su gravedad es sólo un 38% de la terrestre: el astronauta Mark Watney, personificado por Matt Damon en una actuación ampliamente reconocida como brillante, no hubiera podido caminar normalmente, como se muestra en la cinta, sino a saltitos, como los astronautas que pisaron la Luna.

También se ha comentado que las exclusas de aire reales son mucho más complicadas que las que aparecen; que para obtener agua hay métodos más sencillos (como simplemente excavar, ahora que se sabe que en Marte existe agua subterránea), y otros detalles similares.

Por otra parte, los críticos científicos han señalado muchos aciertos, principalmente la notable recreación del paisaje marciano, la factibilidad de cultivar papas en el regolito marciano (como se denomina a la capa de material suelto que cubre la roca dura del suelo de Marte y otros astros como la Luna); lo correcto aunque excesivamente vistoso de los trajes espaciales, o la manera realista en que se muestran las discusiones y el modo de trabajar del personal de la NASA.

Pero yo creo que la principal virtud de la cinta –y de la novela de Andy Weir en que se basa, aunque no la he leído– es que muestra que la ciencia bien aplicada funciona. Sirve para resolver problemas y da resultados.

En este sentido, El marciano es una película que habla a favor de la ciencia y la tecnología como herramientas de supervivencia para la humanidad. No por algo la frase I'm gonna have to science the shit out of this, que yo traduciría libremente como “voy a tener que usar la ciencia para resolver esta mierda”, se ha convertido en el mensaje clave de la película.

El marciano nos recuerda, como ya antes lo hicieron películas como Apolo 13 y novelas como Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, o La isla misteriosa, de Julio Verne, que el conocimiento científico y técnico es lo que ha separado a la raza humana de los demás animales, y la herramienta que nos ha permitido sobrevivir. Sólo usándola podremos perdurar como especie.

Cierto: la cinta tiene también un aspecto de “película positiva” que puede verse como frívolo. Peca de optimista (claro: es cine comercial). Incluso puede verse como parte de una campaña publicitaria de la NASA para, a través de una mejor imagen pública, y del apoyo que ésta conlleva, conseguir más fondos, ante las constantes amenazas de recortes por parte del gobierno estadounidense. Lo cual me parece perfecto.

Pero más que nada, en mi opinión la cinta puede leerse como un magnífico ejemplo de divulgación científica en forma narrativa: un relato fascinante que nos mantiene pegados a la butaca y que al mismo tiempo nos muestra cómo el conocimiento científico y tecnológico puede salvar nuestra vida. Coincido con Jim Erickson, del laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, entrevistado en Tech Insider, en que la cinta –y la novela– “nos dicen que tener a alguien en Marte no es ciencia ficción, sino algo alcanzable. Sólo tenemos que hacerlo”.

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miércoles, 14 de octubre de 2015

Nobeles misteriosos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de octubre de 2015

La semana pasada hablamos aquí del premio Nobel de medicina de este año. Comentemos hoy los otros dos Nobeles de ciencias naturales: el de física y el de química. En ambos casos, se trata de investigaciones que resolvieron misterios.

El de física se otorgó, como habíamos mencionado, a dos investigadores cuyos apellidos, yuxtapuestos, producen un efecto divertido: Kajita y McDonald. Takaaki Kajita y Arthur B. McDonald, uno japonés y el otro canadiense, recibieron el premio “por su descubrimiento de las oscilaciones de neutrinos, que demuestran que los éstos tienen masa”.

Kajita y McDonald
¿Qué son los neutrinos? Originalmente, fueron partículas teóricas “indetectables” postuladas en 1930 por el famoso físico austriaco Wolfgang Pauli (que ganó el Nobel en 1945) como una manera de ajustar su modelo teórico para explicar un tipo de desintegración radiactiva (el decaimiento beta). A primera vista sonaría como hacer trampa; pero cuando los físicos proponen este tipo de entidades normalmente lo hacen porque es la única manera concebible de explicar toda una serie de datos precisos y confiables con los que cuentan. Es un poco como hacía Sherlock Holmes para resolver un crimen, a veces planteando soluciones inesperadas: “Cuando todo lo imposible se ha eliminado, lo que quede, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.

Los neutrinos son leptones, un tipo de partículas fundamentales que no se pueden descomponer en otras más pequeñas (a diferencia de los hadrones, como el protón o el neutrón, que están formadas por cuarks). En realidad no es que sean indetectables, sino que sólo interactúan muy pero muy raramente con el resto de las partículas que forman la materia: son casi como fantasmas. A través de la Tierra –y de nuestro cuerpo– pasan constantemente millones de neutrinos provenientes del espacio.

De cualquier modo, fueron detectados en 1956 (ganando así otro premio Nobel, el de 1995, para quienes lo lograron). Se han establecido grandes detectores para estudiarlos: inmensos tanques llenos de agua pesada (que tiene deuterio, el primo pesado del hidrógeno, en su molécula). Sus paredes están tapizadas de tubos fotomultiplicadores, que pueden detectar cualquier mínimo destello de luz que ocurra en la oscuridad.

La detección de neutrinos se basa en que éstos pueden viajar, en el agua, más rápido que la luz (nada puede superar la velocidad de la luz en el vacío, pero ésta viaja más lentamente en otros medios, y nada en la teoría de la relatividad de Einstein prohíbe que algo viaje más rápido en esas condiciones). Cuando una partícula viaja más rápido que la luz, emite fotones, debido al llamado “efecto Cerenkov”. Son los fotones de luz producidos por los neutrinos al pasar por el agua los que se detectan.

Pues bien: al estudiar los neutrinos procedentes del sol, la cantidad detectada en distintos experimentos era sólo un tercio de la esperada según los cálculos teóricos. ¿Dónde estaban los faltantes? El misterio de los neutrinos ausentes podría significar que el sol estuviera muriendo. Afortunadamente no fue así.

El interior del detector
Super Kamiokande
Existen tres tipos de neutrinos: tipo electrón, tipo tau y tipo muón. En 1998 Kajita, utilizando datos del detector Super Kamiokande, en Japón –con sus 50 mil toneladas de agua ultrapura a mil metros bajo tierra– descubrió que los neutrinos que constantemente se producen en la atmósfera debido a los rayos cósmicos podían “cambiar de personalidad” al llegar a la Tierra: de ser tipo electrón, podían pasar a ser tipo muón, por ejemplo. Y en 2001 McDonald, –trabajando en el Observatorio de Neutrinos de Sudbury, en Canadá con mil toneladas de agua pesada a dos kilómetros de profundidad– confirmó que los neutrinos procedentes del sol, que son de tipo electrón, podían también “oscilar” para transformarse en tipo muón o tau. Misterio resuelto: los neutrinos están ahí, pero no los veíamos porque no son del tipo que esperábamos.

Las implicaciones del descubrimiento de la oscilación de neutrinos son grandes: para que sea posible que cambien de tipo, se necesita que tengan masa: algo que contradice el llamado “modelo estándar” que describe todas las partículas subatómicas conocidas. En otras palabras: algo debe andar mal con el modelo. Es imperfecto, y habrá que seguir buscando uno mejor. Aunque parezca raro, esto hace muy felices a los físicos de todo el mundo, que disfrutan de poder seguir resolviendo misterios, y probablemente se deprimirían si llegáramos a conocer todo sobre el universo.

Lindahl, Modrich y Sancar
Por su parte, el misterio que resolvieron los ganadores del Nobel de química es distinto: se otorgó al sueco Tomas Lindahl, el estadounidense Paul Modrich y el turco Aziz Sancar “por sus estudios de los mecanismos de reparación del ADN”.

Todos sabemos que la información genética, que controla todas las funciones de los seres vivos, se almacena en la molécula de ácido desoxirribonucleico, o ADN. En 1970 Lindahl descubrió que el ADN no es una molécula especialmente robusta, como cabría esperar, sino que es extremadamente frágil, y constantemente sufre daño debido a agentes químicos o a la radiación ambiental. ¿Cómo es posible que los seres vivos sobrevivan así?

La respuesta es que existen distintos tipos de mecanismos bioquímicos que constantemente monitorean el ADN y reparan los distintos tipos de daño que puede sufrir. En 1974 el propio Lindahl descubrió el mecanismo de reparación por corte de bases, que detecta “letras” dañadas en la molécula de ADN y elimina las regiones donde se hallan. En 1983, Sancar descubrió un mecanismo distinto para reparar el ADN, el de corte de nucleótidos, que detecta uniones erróneas entre dos letras y elimina el tramo de ADN dañado, sustituyéndolo por el correcto. Y en 1989 Modrich halló un tercer mecanismo natural, la reparación de errores de apareamiento, que corrige “erratas” del ADN en que una “letra” en una de las dos cadenas de la doble hélice está apareada con la pareja incorrecta.

Es posible que sus descubrimientos, además de ayudarnos a entender mejor el funcionamiento celular, algún día puedan aplicarse para combatir enfermedades causadas por mutaciones en el ADN, como el cáncer. Por lo pronto, la ciencia que resuelve misterios es reconocida, acertadamente, por los premios Nobel.

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miércoles, 7 de octubre de 2015

Nobeles con jiribilla


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de octubre de 2015

Estamos ya en la Semana Nobel. Siguiendo el orden tradicional, el lunes se anunció el premio Nobel de fisiología o medicina, seguido el martes por el de física; el de química se habrá ya anunciado para cuando lea usted estos renglones.

Este año los dos primeros Nobeles han llamado más la atención que de costumbre. El de medicina, por un malentendido.

Se otorgó a tres investigadores: la china Youyou Tu (quien recibirá la mitad del premio) “por sus descubrimientos de una terapia novedosa contra la malaria”, y al irlandés William C. Campbell y el japonés Satoshi Ōmura (que se dividirán la otra mitad) “por sus descubrimientos de una nueva terapia contra infecciones causadas por gusanos parásitos”.

Con Ōmura y Campbell no hay problema: a partir del estudio de miles de cepas de bacterias del género Streptomyces, Ōmura identificó 50 que podrían producir fármacos útiles contra infecciones. Más tarde, Campbell descubrió que una de estas cepas producía una molécula, la avermectina, que era muy eficaz contra los gusanos parásitos que causan, en las regiones más pobres del planeta, enfermedades horribles como elefantiasis de piernas o escroto (cuando las lombrices bloquean los vasos linfáticos del paciente) o ceguera (cuanto migran al ojo). Una variante mejorada químicamente, la ivermectina, ha revolucionado el tratamiento contra estos azotes.

Fue el premio de Tu el que causó polémica, pues para descubrir una nueva terapia contra la malaria o paludismo, que asimismo ha revolucionado a nivel mundial el tratamiento de esta extendida infección causada por parásitos llamados plasmodios, recurrió a la medicina tradicional china.

Tu estudió científicamente más de 2 mil remedios tradicionales chinos contra la malaria, y halló que uno, la planta Artemisia annua, parecía efectivo en animales. Pero al tratar de aislar la sustancia activa responsable del efecto, fracasó. Intrigada, la química farmacéutica investigó en la literatura médica tradicional china hasta encontrar que el método recomendado era una extracción en frío. Como en el laboratorio normalmente se hacen extracciones con calor, Tu pensó que esto podría haber destruido la molécula buscada. Así logró aislar, en 1971, la artemisinina, que se ha convertido en una utilísima arma contra las actuales variedades de malaria resistentes a los remedios usuales, como la quinina y la cloroquina.

Aunque partió de la medicina tradicional, que muchas veces resulta ser ineficaz o estar basada en creencias sin fundamento, la investigación de Youyou Tu fue ciencia en su mejor expresión. No olvidemos que la ciencia farmacéutica partió originalmente de la herbolaria, y hoy la química de “productos naturales”, como se la llama, ayuda a identificar las moléculas específicas responsables de los efectos curativos de las plantas, y a purificarlas, modificarlas para hacerlas más efectivas y así utilizarlas para beneficio de todos.

¿Y el premio Nobel de física? Ha causado hilaridad por haber sido entregado a dos científicos cuyos apellidos, en español, recuerdan a un famoso producto de comida rápida: Kajita y McDonald. Hablaremos de ellos la semana próxima, si hay oportunidad.

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