martes, 27 de diciembre de 2016

La invasión de los curanderos capitalinos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de diciembre fun, fun, fun, digo de 2016

¿Es válido promover las seudociencias con el pretexto de ofrecer servicios de salud basados en las “medicinas tradicionales”?

El Gobierno de la Ciudad de México cuenta con una Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (Sederec), cuya responsabilidad, según su página web, es “establecer y ejecutar políticas públicas y programas en materia de desarrollo rural; atención a pueblos indígenas y comunidades étnicas, huéspedes, migrantes y sus familias”.

Su existencia obedece a que un porcentaje pequeño pero significativo de la población capitalina vive en zonas rurales, que se concentran en las delegaciones de Milpa Alta, Tláhuac, Xochimilco, Álvaro Obregón, Cuajimalpa y Magdalena Contreras, en las que se realizan actividades agropecuarias (Milpa Alta, por ejemplo, es el principal productor de nopal a nivel mundial, y lo exporta hasta a Japón). Además, la ciudad cuenta con un alto porcentaje de inmigrantes rurales e indígenas, muchos de los cuales tienen idiomas distintos al español como lengua materna.

El muy loable “objetivo rector” de esta Secretaría es, siempre según su página web, “promover la equidad, la igualdad y la justicia social entre estos sectores de población, a través de la aplicación de programas encaminados a mejorar sus condiciones de vida, equiparándolas con el resto de la población, en un marco de pleno respeto y reconocimiento del carácter pluriétnico y multicultural que caracteriza a la Ciudad de México”.

Sin embargo, las buenas intenciones parecen torcerse cuando uno se entera de algunas actividades que promueve la Secretaría. El pasado 20 de diciembre emitió un boletín de prensa, reproducido en numerosos medios de comunicación, con el encabezado “Curanderos de la CDMX atendieron a más de 11 mil 500 personas en Casas de Medicina Tradicional”. Estas 25 casas, ubicadas en distintas Delegaciones, son “espacios de atención a la salud” que forman parte del Programa Medicina Tradicional y Herbolaria en la Ciudad, que busca –sigo citando de la página web de la Sederec– “atender problemas de salud primaria de la población indígena y de pueblos originarios de la Ciudad de México desde un enfoque de respeto a sus métodos de curación tradicionales, así como de sus usos y costumbres”.

Dicho programa se enfoca principalmente a la herbolaria y la medicina tradicional. Y eso está bien, aunque habría que reconocer dos cosas. Una: que la herbolaria, aunque ofrece numerosos remedios que son eficaces –y otros que no lo son–, tiene también riesgos, entre los que se hallan la dificultad para controlar las dosis que se ofrecen y la falta de preparación médica formal de sus practicantes. Si bien la herbolaria, a través de las disciplinas de la farmacognosia y el estudio de los productos naturales, ha aportado mucho a la moderna farmacología, pretender que sus tratamientos son equivalentes a la medicina científica, basada en evidencias, es tramposo. Y dos: aunque algunos tratamientos que forman parte de las medicinas tradicionales, como los baños en temazcal o los masajes con piedras calientes mencionados en el boletín de la Sederec pudieran tener alguna utilidad terapéutica –o al menos ser sabrosos–, otros son evidentemente inútiles, como las “armonizaciones, curada de susto, empacho y tronada de angina”, que según el boletín se ofrecen también en las Casas de Medicina Tradicional.

Al mismo tiempo, dichas Casas dan credibilidad, según se menciona en el boletín, a entidades médicas inexistentes como “susto, empacho, mal de ojo, nerviosismo”. Al reconocerlas como enfermedades reales, la Sederec y el propio Gobierno de la Ciudad de México le hacen un muy flaco favor al cuidado de la salud de las poblaciones indígenas a las que dicen querer beneficiar. Más preocupante: los curanderos –que la Sederec también “certifica” mediante sus programas– ofrecen tratar enfermedades reales y graves como diabetes, hipertensión y adicciones, que deberían ser atendidas por personal médico con formación científica formal.

La cereza en el pastel es hallar, entre los tratamientos que la Sederec ha apoyado en 2016 a través de su Programa Medicina Tradicional y Herbolaria, terapias seudomédicas que ni siquiera forman parte de las tradiciones mexicanas y que son más bien estafas terapéuticamente inútiles que deberían ser combatidas por entidades como la Cofepris –Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios–, como la acupuntura, el jugo noni, la curación mediante cuarzos y obsidianas y los “champús anticaída personalizados”.

Es importante defender nuestras tradiciones, y reconocer el valor y dignidad de las culturas originarias. Pero cuando se trata de salud, ofrecer el “cierre de cintura” maya como un tratamiento “alternativo” confiable o útil es equivalente a estafar a las poblaciones que la Sederec está obligada a atender. La medicina científica no es una opción más: es la única medicina cuya confiabilidad podemos garantizar, pues es probada a través de estudios clínicos y análisis rigurosos. Los tratamientos tradicionales o “alternativos”, cuando demuestran ser útiles, pasan a formar parte de ella. Promoverlos como “una alternativa de salud que proteja la economía” es simplemente deshonesto, desde el punto de vista intelectual, científico y médico.

Un buen regalo de navidad para las poblaciones que la Sederec atiende sería, sin descuidar la herbolaria y la medicina tradicional, apoyar sólo aquellos tratamientos provenientes de ella que hayan demostrado ser útiles –la Sederec, en colaboración con la Secretaría de Salud capitalina, podría incluso ser punta de lanza en la investigación en este campo–, y recanalizar los fondos que se han usado para apoyar remedios milagro y seudomedicinas hacia verdaderos tratamientos médicos que apoyen la salud de la población rural, indígena y migrante de esta gran ciudad.



¡Mira!

Por cierto: ya que estamos siendo críticos con el Gobierno de la CdMx, es una verdadera vergüenza el pésimo servicio que proporciona la empresa EcoParq, que maneja el programa de parquímetros de la ciudad, con una única oficina que atiende en un limitadísimo horario de 8:30 am a 1:30 pm sólo de lunes a viernes, lo que hace obligatorio faltar al trabajo para cualquier trámite. Además, se dan el lujo de no trabajar en vacaciones y tienen un call center donde jamás contestan una llamada.

¡Que haya pasado usted una feliz navidad, y que tenga, a pesar de los pesares, un magnífico año nuevo 2017!
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domingo, 18 de diciembre de 2016

Filosofando

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de diciembre de 2016

La época navideña y la cercanía del fin de año hacen que uno se ponga filosófico. Y si se es científico, eso significa pensar en filosofía de la ciencia.

Las discusiones en filosofía de la ciencia suelen ser muy apasionadas. Recientemente tomé parte en una en Facebook, y como suele ocurrir cuando hay suerte, se puso muy buena: los que participamos acabamos todos aprendiendo algo. (Cuando no son buenas, las discusiones en Facebook suelen ser de lo más desgastante, con la gente sólo agrediendo y descalificando para terminar pensando exactamente lo mismo que antes.)

¿Qué problemas aborda la filosofía de la ciencia? En general, aunque no exclusivamente, los que tienen que ver con cómo funciona la ciencia, por qué confiamos en ella y qué límites y problemas enfrenta.

Entre los problemas clásicos están los que tienen que ver con la naturaleza de la realidad (¿existe el mundo, o es un sueño, una alucinación, una realidad virtual?, ¿cómo podemos saberlo?, ¿cómo podríamos probarlo?) y la manera en que podemos adquirir conocimiento certero sobre ella (¿basta con reflexionar de manera sensata y convincente sobre el mundo, como hacían los antiguos griegos?, ¿basta con, además de ello, confrontar nuestras hipótesis con los datos que obtenemos al observar la naturaleza por medio de nuestros sentidos o de los instrumentos científicos con que los extendemos?. Uno de los primeros problemas que uno estudia en filosofía de la ciencia es el hecho de que nuestros sentidos nos pueden engañar: no reflejan directamente el mundo, sino que siempre, inevitablemente, lo interpretan).

A numerosos científicos y apasionados de la ciencia les parece que muchas de estas preguntas, que tienen que ver con las áreas de la filosofía denominadas ontología (el estudio de lo que existe) y epistemología (el estudio de lo que podemos conocer sobre lo que existe) son una pérdida de tiempo. Que una roca existe se comprueba golpeándonos con ella. Pero la verdad es que hay muchas cosas en ciencia –electrones, cuarks, genes, instintos, especies, enlaces químicos– que existen más como abstracciones y generalizaciones artificiales que usamos para darle sentido al mundo que como objetos concretos que se pueden tomar en las manos. Y eso sin meternos en honduras cuánticas donde el estado de un objeto depende de que haya alguien observándolo.

Por otro lado, es cierto que existen muchos estafadores que venden las más absurdas charlatanerías como “ciencia” (ahí está como ejemplo la campaña del remedio homeopático “oscillococcinum”, absolutamente inútil, como todos los seudomedicamentos homeopáticos, pero que suena en todas las estaciones de radio). Y hay también muchos chiflados que presentan como “ciencia” ideas tan peligrosas –y tan comprobadamente falsas– como que no existe el calentamiento global, que el sida no es contagioso, que las vacunas causan autismo o incluso que el cigarro no causa cáncer. Ante gente así, es natural que los defensores del pensamiento científico recurramos al pragmatismo: la ciencia funciona: lo probamos al aplicarla.

Pero, más allá del combate a seudociencias y charlatanerías, es una lástima que tantos entusiastas de la ciencia desprecien la filosofía (muchas veces al extremo de pensar que la existencia de filósofos profesionales es una aberración, porque “cualquiera que sepa pensar puede hacer filosofía”… una tontería tan grande como pensar que cualquiera que pueda correr puede ser atleta, sin necesidad de un entrenamiento especializado). Entre otras cosas porque pareciera que sólo aprecian la ciencia por su valor práctico: por sus aplicaciones. Como si su valor cultural, como si el simple hecho de conocer mejor nuestro universo no bastara para valorarla. Y también porque quienes piensan así llegan a pensar cosas como que “la ciencia puede explicar cualquier cosa”, o que cualquier tipo de conocimiento distinto al científico es mera especulación sin valor. Caen así en el vicio filosófico conocido como cientificismo: la confianza en la ciencia convertida en fanatismo.

Y no: hay cosas que, efectivamente, la ciencia no puede probar: además de la ya mencionada existencia de la realidad, están la existencia o inexistencia de un dios, el valor estético de una obra de arte, el valor ético de un acción humana… incluso en matemáticas hay muchas verdades que se comprueban sólo a través de la lógica, no del método científico. Lo cual no quiere decir, claro, que la ciencia no pueda estudiar dichos problemas y aportar elementos para comprenderlos mejor. Pero eso es muy distinto a “resolverlos”.

La ciencia –al menos las ciencias naturales– estudian el mundo físico que nos rodea. Y son, sin la menor duda, el mejor método que tenemos para obtener conocimiento sobre él. Dicho conocimiento, aunque no es absoluto y se refina constantemente, es confiable, gracias a los muchos controles de calidad que la ciencia ha desarrollado para tratar de no engañarse. Pero la ciencia, a diferencia de las matemáticas, no produce verdades eternas.

Apreciar, desarrollar y confiar en la ciencia es importante, sobre todo para combatir a estafadores y enemigos del pensamiento racional. Pero despreciar la filosofía de la ciencia es cegarnos ante los problemas, limitaciones y sí, defectos que la ciencia, como producto humano, inevitablemente presenta.

Al final, yo creo que es mejor defender una imagen realista de la ciencia, con defectos y todo, que querer convertirla en una princesa ideal de cuento. Y eso es precisamente lo que la filosofía de la ciencia nos ofrece.
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domingo, 11 de diciembre de 2016

Las plumas del dinosaurio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de diciembre de 2016

El fósil de Birmania
Si lee usted periódicos o blogs, ve o escucha noticieros, o está conectado a las redes sociales, seguramente ya se enteró del hallazgo, dentro de una pieza de ámbar procedente de las minas (sí: el ámbar se extrae de minas) del estado de Kachin, en Myanmar (o Birmania), de un fragmento de cola de dinosaurio maravillosamente bien preservado, que tiene la característica de presentar plumas. Ofrece así la primera oportunidad de estudiar, con un nivel de detalle nunca antes alcanzado, las plumas de estos animales y de entender más a fondo su evolución.

Tradicionalmente, desde Aristóteles, los biólogos han clasificado a los reptiles, aves y mamíferos porque presentan, respectivamente, escamas, plumas o pelo. Y les gusta pensar que los seres vivos estamos todos relacionados evolutivamente: descendemos de ancestros comunes. Ya desde los tiempos de Darwin se descubrió un “eslabón perdido” que relacionaba a las aves con los dinosaurios: el fósil de Archaepteryx, que parecía evidentemente una pequeña ave con plumas, pero que tenía dientes, garras en las alas y una cola con vértebras.

A lo largo de los años, y sobre todo en las últimas décadas, se ha descubierto más y más evidencia de que muchos dinosaurios, que tradicionalmente se representaban cubiertos de una piel escamosa (todavía los vemos así en Parque jurásico) tenían también distintos tipos de plumas, quizá de colores vistosos. De hecho, hoy se considera que muy probablemente los dinosaurios presentaban también sangre caliente y otras características que los relacionan muy cercanamente con las aves; las aves modernas son, en cierto sentido, dinosaurios que sobrevivieron a la extinción de casi todos sus primos cercanos.

Aunque inicialmente se pensaba que las plumas de organismos como Archaeopteryx servían, si no para volar, sí para facilitarles grandes saltos o planear, fue quedando claro, por la presencia de plumas en fósiles de dinosaurios grandes y pesados, que básicamente caminaban o corrían, que probablemente las plumas cumplían otras funciones. Hoy se debate si pudieron servir para correr más rápido, conservar el calor o como señales que ahuyentaran enemigos o atrajeran a parejas sexuales.

Las plumas son estructuras fascinantes. En las aves modernas existen en distintas formas, que van desde simples filamentos, pasando por el plumón de los polluelos, que consiste en múltiples fibras que surgen desordenadamente del cálamo o cañón (la base de la pluma, que se usaba antiguamente para escribir), hasta las plumas comunes. Éstas están formadas por una varilla central, llamada raquis, de la que surgen filamentos (barbas). Cada barba tiene bárbulas, y éstas tienen ganchillos que pueden engancharse en las bárbulas contiguas. Así, la pluma puede formar una estructura rígida que permite el vuelo, pero también es flexible, pues los ganchillos pueden desengancharse y reengancharse con facilidad. (Además, las plumas de las alas, que sirven para el vuelo, tienen una estructura asimétrica, aerodinámica, distinta de las plumas que cubren otras partes del cuerpo.)

Pelos, plumas y escamas tienen un origen evolutivo común. Todos están formados básicamente por el mismo tipo de proteína, la queratina. Y los folículos, tanto los pilosos que forman los pelos como los plumosos que generan las plumas, se originan en estructuras embrionarias llamadas placodas: engrosamientos de la piel con células especializadas.

En junio pasado comentábamos aquí cómo se había descubierto evidencia definitiva de que también las escamas de los reptiles surgen a partir de placodas, con lo que queda clara la relación evolutiva entre los tres grupos. En los reptiles, las placodas generan un crecimiento plano de queratina, que forma la escama. En aves y mamíferos, el crecimiento es en forma cilíndrica, y en las plumas adquiere ramificaciones complejas. Hoy se están comprendiendo los fascinantes mecanismos moleculares que permiten que, durante el desarrollo embrionario, surjan estructuras tan distintas y complejas a partir de un mismo origen.

Pero, ¿qué tan temprano surgieron las plumas en los reptiles (dinosaurios)? ¿Qué tan compleja era su estructura? La evidencia fósil tradicional hacía difícil determinarlo, porque normalmente los especímenes están aplastados y tienen apariencia bidimensional. El fósil de Birmania, de unos 99 millones de años, permite observar la estructura tridimensional, exquisitamente detallada, de las plumas de un fragmento de ocho vértebras de la cola de un pequeño dinosaurio (del tamaño de un gorrión), incluyendo las barbas y bárbulas. (Curiosamente, el vendedor que lo ofrecía en un mercado creía que se trataba de un resto de planta.)

Barbas y bárbulas
de las plumas
del fósil de Birmania
El estudio, dado a conocer el pasado 8 de diciembre y publicado en la revista Current biology por el equipo encabezado por los investigadores Lida Xing, de la Universidad China de Geociencias, y Ryan McKellar, de la Universidad de Regina, en Canadá, llega a varias conclusiones. Una es que el pequeño dinosaurio, probablemente del grupo de los coelurosaurios, no podía volar. Los restos de pigmento indican que su plumaje, si el de todo el cuerpo era igual al de la cola, quizá era café en la parte superior y blancuzco en la inferior. Pero lo más importante, al menos los estudiosos de la evolución, es que probablemente en el desarrollo de las plumas primero aparecieron barbas con bárbulas (como las del plumón) que luego se fusionaron para dar origen a la raquis rígida que da estructura a las plumas, y no inversamente (primero raquis con barbas desnudas que luego desarrollaron bárbulas).

Seguramente se desatará una fiebre de búsqueda de restos fósiles preservados en ámbar. Quién sabe qué sorpresas nos pueda ofrecer esta nueva fuente de información sobre los seres vivos que nos antecedieron en el planeta. Eso sí: la muestra no contiene ADN. El sueño de recrear dinosaurios como los de Parque jurásico sigue siendo ciencia ficción.
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domingo, 4 de diciembre de 2016

Amarillismo y vida de silicio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de diciembre de 2016

"Representación de una forma
de vida basada en el silicio
y no en el carbono”, periódico ABC (http://bit.ly/2glTH9t)
En una mesa redonda en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el doctor Ruy Pérez Tamayo fustigó al periodismo científico, describiéndolo como “una cochinada, un Drácula” que deforma la ciencia hasta volverla irreconocible, y recomendó a los presentes que mejor leyeran los libros de “La ciencia para todos”, esa gran colección publicada por el Fondo de Cultura Económica cuyos 30 años se celebraban.

Aunque, luego de una bienintencionada pregunta de un servidor, reconoció que no todo el periodismo científico es malo, lo cierto es que mucho del que puede encontrarse en los medios está aquejado de un gran problema: la falta de rigor científico, producto de la falta de preparación especializada y también de conocimiento científico (no se puede escribir de deportes sin saber de deportes) en quienes lo ejercen. Esto lleva a la frecuente distorsión y exageración de las notas, y ocasionalmente a un franco amarillismo.

Caso reciente: el 25 de noviembre pasado la revista Science, una de las más importantes y reconocidas en el mundo de la ciencia, presentó un artículo de investigación que llamó la atención de los medios. El periódico español ABC publicó, ese mismo día, un titular sensacionalista: “Crean una forma de vida extravagante capaz de producir moléculas con silicio”, acompañado de una ilustración que muestra un organismo de color azul y aspecto inflable, con forma de hipopótamo, bebiendo agua (?) y descrito así en el pie de foto: “Representación de una forma de vida basada en el silicio y no en el carbono”.

Aun cuando, luego de un poco de contexto, el segundo párrafo de la nota informaba que “Investigadores del Instituto Tecnológico de California […] demuestran que es posible hacer que los seres vivos produzcan componentes de la vida extraños basados en el silicio”, no se podría culpar a un lector casual si pensara que Frances Arnold, líder del equipo de investigadores, y sus colegas, ¡habían logrado crear vida basada en silicio! O casi. Por desgracia, esto dista mucho de la verdad.

La idea de formas de vida basadas en silicio es un tema recurrente en la ciencia ficción desde hace muchas décadas. La razón es que el silicio tiene propiedades muy similares al carbono, elemento base de toda la química orgánica que forma a los seres vivos. Después de todo, se encuentra en la misma columna (grupo 14, antes IV A) de la tabla periódica de los elementos. Puede unirse a cuatro átomos simultáneamente y formar cadenas largas. Isaac Asimov, entre muchos otros, trató de imaginar en sus relatos formas de vida hechas de silicio. Pero lo cierto es que no hay evidencia de que existan, ni de que puedan existir. No podemos ni siquiera imaginar cómo sería un metabolismo completo basado en silicio, y quizá sea imposible. El tener propiedades químicas similares no quiere decir que un elemento pueda sustituir a otro en sistemas tan complejos como los que permiten la vida: algo similar ocurrió en diciembre de 2010, cuando la NASA anunció, en lo que resultó ser un fiasco monumental, haber hallado bacterias que tenían arsénico en vez de fósforo (ambos en el grupo 15, antes V A, de la tabla) en su ADN.

Entonces, ¿en qué consistió el descubrimiento, y por qué llamó la atención de los medios? Primero, algo de antecedentes: la química del carbono es fabulosa y variada, pero limitada. Se pueden fabricar moléculas orgánicas que contengan otros elementos, como el silicio –que es barato y abundante, pues forma el 30 por ciento de la corteza terrestre– que son muy útiles para muchos procesos de síntesis química (fabricar productos químicos) e industriales. Sin embargo, producir moléculas que contengan silicio unido a carbono es difícil y costoso: frecuentemente requiere como catalizadores (facilitadores de la reacción química) elementos caros como rodio, iridio y cobre.

Estructura del citocromo C
Por eso, Arnold y su equipo exploraron la posibilidad de lograr que las enzimas, los catalizadores naturales de las células, pudiesen formar dichos enlaces carbono-silicio. Partieron del abundante conocimiento que hoy se tiene sobre la estructura de las enzimas: moléculas gigantes formadas de aminoácidos, frecuentemente con algunos átomos metálicos añadidos. Seleccionaron como un candidato plausible a una proteína bien conocida, el citocromo C, que contiene un grupo hemo con un átomo de hierro (la hemoglobina que transporta el oxígeno en nuestra sangre también tiene un grupo hemo).

Explorando los citocromos C de distintas especies, encontraron que el de la bacteria Rhodothermus marinus, hallada en fuentes termales submarinas de Islandia, podía catalizar la reacción, aunque con baja eficiencia. Esto es posible porque las enzimas, aunque son altamente específicas, suelen tener de cualquier modo cierta “promiscuidad”, y llegan a catalizar, aunque no muy eficazmente, otras reacciones. Aplicando el conocimiento actual sobre ingeniería de proteínas, razonaron que si se modificaba cierto aminoácido de la enzima ésta podría catalizar la unión carbono-silicio con mayor eficacia. Entonces aplicaron otro un método conocido como “evolución dirigida” para generar, en bacterias Eschericia coli (el caballito de batalla de los biólogos moleculares) a las que se introdujo el gen del citocromo de R. marinus, numerosas variantes de la enzima, y luego seleccionaron la más eficiente.

Catálisis enzimática
de enlaces carbono-silicio
(revista Science,
http://bit.ly/2glSpes)
¿El resultado? Un citocromo C modificado que puede unir átomos de carbono y silicio con una eficiencia hasta 15 veces mayor que los mejores catalizadores de laboratorio, y lo puede hacer en un tubo de ensayo o dentro de células de E. coli vivas.

¿Significa esto que vamos a producir vida basada en silicio? Para nada. Pero sí significa que, gracias a la manipulación de los mecanismos celulares refinados por la evolución, podemos llegar a generar nuevos catalizadores, y nuevos procesos químicos, que nos permitan “explorar un espacio” de reacciones y compuestos químicos novedosos que seguramente resultarán utilísimos para la química, la ciencia de materiales, la farmacología y la industria en general.

Es entendible que los medios, siempre necesitados de más público, se enfocaran al aspecto de la vida de silicio. Es imperdonable que algunos medios, notoriamente en español –ABC, y en México el suplemento Investigación y desarrollo, que normalmente publica notas de calidad, pero que en esta ocasión reprodujo tal cual el artículo de ABC– hayan llevado la nota al extremo del amarillismo. Después de todo, aunque otros medios en el mundo también tuvieron titulares exagerados, como “¿Un paso hacia la vida de silicio?”, en Air & Space, otros fueron mucho más sensatos: “Consiguen por primera vez que el carbono y el silicio se unan en células vivas”, en Omicrono.com (aunque anteriormente la misma nota llevaba el título “Crean en laboratorio vida basada en el silicio unido al carbono”), o “Científicos diseñan organismo que forman enlaces químicos que no se hallan en la naturaleza”, en Science now, de Los Angeles Times.

En fin: aunque también exagera un poco, Pérez Tamayo ­–cuyo nombre lleva un importante premio a libros de divulgación científica patrocinado por el FCE– tiene razón. Urge mejorar los estándares del periodismo científico. En México y en el mundo. Sólo así podrán reflejar, sin exageraciones, los fascinantes avances que la ciencia contemporánea nos ofrece constantemente.
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domingo, 27 de noviembre de 2016

Los vuelos gratis no existen

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de noviembre de 2016

El pasado viernes el sitio de noticias en forma de cómics y animaciones Pictoline puso a circular en las redes sociales la información de que la NASA había logrado construir un “sistema de propulsión electromagnética”, o “EmDrive” que podría ser la base para futuros motores de cohetes espaciales mucho más económicos, que no tendrían que usar combustible, debido a que el sistema “viola la tercera ley de Newton”.

La noticia fue tomada por Pictoline de la revista National geographic, pero apareció también en numerosos medios de comunicación de todo el mundo. La fuente original es un artículo técnico hecho público (como publicación adelantada) en la revista Journal of propulsion and power, del Instituto Norteamericano de Aeronáutica y Astronáutica (American Institute of Aeronautics and Astronautics, o AIAA), una asociación civil.

El invento llamó la atención porque podría ser la solución a uno de los principales problemas de los viajes espaciales. Todos los sistemas de propulsión utilizan la tercera ley de Newton, que como usted recordará afirma que “para toda acción existe una reacción igual y opuesta”. Más precisamente, cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza de igual magnitud y de sentido opuesto. Esto es lo que nos permite, al nadar, impulsarnos empujando con nuestros pies la orilla de la alberca. Y es lo que permite a los cohetes impulsarse en el espacio: expulsan hacia atrás, a alta velocidad, los gases producto de la quema del combustible, y generan así una fuerza de reacción que impulsa al cohete hacia delante.

Pero para un viaje interplanetario, se debe cargar una gran cantidad de combustible: una gran limitación. El EmDrive resolvería este problema. Consiste en una cavidad resonante electromagnética y un magnetrón. Éste funciona como una especie de “cañón” que lanza microondas contra la pared de la cavidad y produce así un impulso (los magnetrones se usan también en los hornos de microondas). Como todo ocurre dentro del sistema, no hay una fuerza de reacción y no se necesita un combustible que expulsar (aunque sí una fuente de energía que alimente al magnetrón).

Es como si, estando dentro de la caja de un camión de carga, uno pudiera hacer que éste avanzara lanzando pelotas contra la pared delantera interna de la propia caja. (Si a usted esto le suena posible, no se preocupe: lo vemos constantemente en las caricaturas. Por desgracia, las leyes de la física hacen que sea imposible.)

Pero, si es imposible, ¿cómo puede funcionar el EmDrive? Después de todo, los investigadores que lo construyeron –encabezados por Harold White– forman parte del Advanced Propulsion Physics Laboratory de la NASA (Laboratorio de Física Avanzada de la Propulsión, también conocido como “Laboratorios Eagleworks”). Y el experimento (en que el prototipo de EmDrive generó sólo una fuerza minúscula, medible sólo con instrumentos de precisión) fue publicado en una revista científica seria.

La respuesta, tristemente, es que… no funciona.

¿Qué ocurrió entonces? Varias cosas. Una, los medios de comunicación no suelen verificar este tipo de noticias de ciencia y tecnología con el rigor suficiente (para empezar, a cualquiera que tenga una mediana formación científica la idea de violar las leyes de Newton le sonará altamente sospechosa). Sume esto a la ansiedad por publicar noticias espectaculares y la probabilidad de que ocurran casos así es alta.)

Dos, algunas revistas científicas tienen estándares de calidad deficientes; y para colmo, el artículo de White y sus colaboradores no ha sido aún publicado de manera formal, sino como “avance”.

Y tres: incluso en instituciones serias como la NASA suele haber pequeños grupos marginales que hacen investigación arriesgada, que puede dar buenos resultados o puede caer en lo absurdo. Los Laboratorios Eagleworks, a pesar de su impresionante nombre, son en realidad un grupo pequeño de personas con un presupuesto bajo que exploran posibles sistemas de propulsión basados en teorías marginales (es decir, teorías que son rechazadas, con buenas razones, por el grueso de la comunidad científica). En otras palabras, Eagleworks son una especie de grupo de locos tolerados por la NASA sólo por si acaso pudieran toparse con algo interesante.

El EmDrive ya había causado controversia desde que en 2006 la popular revista New Scientist había cometido el error de publicar un artículo donde lo presentaba como una propuesta seria, lo cual causó una amplia protesta de la comunidad científica.

El artículo de White pretendía ser una prueba de concepto de que el EmDrive es posible. Pero la realidad es que su experimento está plagado de problemas: en particular, no se puede asegurar que la fuerza impulsora detectada sea real, pues cae dentro del margen de error de los instrumentos, y podría haber sido causada simplemente por las fluctuaciones térmicas del aire (además, claro, de que quienes creen que el EmDrive funciona reconocen no tener ni la menor idea de cómo podría funcionar).

¿Moraleja? Las instituciones como la NASA –pero también muchas universidades en el mundo– deberían tener estándares más altos en lo que consideran investigación científica seria. Las revistas científicas deberían reforzar sus mecanismos de control de calidad a través de la revisión por pares. Los medios de comunicación deberían contar con periodistas especializados en temas científicos, para no publicar notas que luego serán desmentidas. Y los ciudadanos deberíamos tratar de incorporar el pensamiento crítico y la cultura científica a nuestra manera de pensar, al menos para saber que si algo suena demasiado bueno, lo más probable es que sea mentira.

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