domingo, 25 de junio de 2017

Genes turbocargados

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de junio de 2017

Difusión de un gene drive
en una población
En su libro El gen egoísta, de 1976, el biólogo británico Richard Dawkins propuso un punto de vista novedoso en biología: los seres vivos no somos sino el medio que tienen los genes para reproducirse.

Aunque se trataba de una figura metafórica, la idea de los genes buscan su propia reproducción como único fin tuvo el efecto de abrir nuevas perspectivas en genética, ecología y biología evolutiva. Y, aunque normalmente los genes cumplen alguna función dentro de los organismos que los albergan, también se halló que existen verdaderos “genes egoístas” cuya única función parece ser reproducirse a sí mismos, aun a costa de dañar a los organismos dentro de los cuales existen. Los virus podrían ser vistos como un ejemplo, aunque no el único, de estas entidades autorreproductoras abusivas.

Pero, ¿qué pasaría si pudiéramos crear genes egoístas artificiales, y usarlos en beneficio de la humanidad?

En los años 70 se desarrollaron los métodos de ingeniería genética que permiten alterar los genes de organismos individuales. A partir de eso se crearon los primeros organismos genéticamente modificados: inicialmente microorganismos para investigación y uso industrial, pero más adelante vegetales como sorgo, maíz, soya, arroz o algodón, que actualmente se cultivan, ya desde hace décadas, en amplios territorios de muchos países, y que poseen propiedades como ser resistentes a plagas o tener un mayor más nutritivos. Al mismo tiempo, se desató la polémica sobre los posibles riesgos que los organismos “transgénicos” pudieran plantear al ambiente.

Uno de los argumentos contra esos temores es que, al menos en organismos sexuales –como plantas y animales– los genes alterados, aunque pudieran “escapar” de la especie modificada y “contaminar” a organismos silvestres, se irían diluyendo en la población por obra de la segregación mendeliana. Es sencillo: cada individuo tiene dos juegos de genes, heredados uno de su padre y otro de su madre. Si hereda un gen alterado, sólo una fracción de sus descendientes, no todos, lo heredarían, pues la probabilidad de heredarlo es de cuando mucho 50% (normalmente menos, pero no nos metamos en complicaciones). Después de varias generaciones de cruzas con individuos silvestres, la fracción de organismos con el gen foráneo en la población iría disminuyendo hasta desaparecer.

Pero en la naturaleza existen ciertos “genes egoístas” que logran heredarse en más del 50% de la descendencia del organismo que los porta. Se los conoce, en inglés, como gene drives (se pronuncia “yin draivs”, que podría traducirse como “impulsores genéticos” o “genes dirigidos”). En 2003 el biólogo evolutivo Austin Burt propuso que, imitándolos, podrían construirse gene drives sintéticos que permitirían hacer ingeniería genética ya no en individuos, sino en poblaciones completas.

Usando las técnicas disponibles, en 2011 Burt y un equipo de colaboradores lograron introducir en el mosquito Anopheles, que transmite la malaria o paludismo, genes que se heredaban a más del 50% de su descendencia. Demostraron así que era posible fabricar un gene drive sintético y que, al introducirlo en una población, el gen foráneo, en vez de irse diluyendo, iba heredándose a más y más individuos hasta “invadir” a la población.

Se trataba sólo de una demostración de principio. Pero en 2012 apareció una nueva tecnología de edición genética mucho más poderosa que las que existían hasta el momento. Llamada CRISPR-Cas –ya mencionada en este espacio–, permite programar, mediante fragmentos cortos de ácido nucleico, enzimas que cortan y pegan ADN de manera ultraprecisa. Usándola, es posible fabricar prácticamente cualquier gene drive que se desee.

Mecanismo de los gene drives
¿Cómo funciona un gene drive? Básicamente, se elige qué zona del cromosoma del individuo se quiere alterar (inactivar un gen, editarlo o añadir un gen nuevo) y se introducen en esa zona los genes del sistema CRISPR-Cas. Al cruzarse, ese individuo –digamos, el padre– heredará el cromosoma modificado a su descendencia. Pero ahí viene el truco: los genes CRISPR-Cas están programados para producir enzimas que cortarán la copia del mismo gen proveniente de la madre. Entonces, los mecanismos naturales de reparación de la célula tratarán de corregir el corte, pero para eso necesitan un modelo. Y usan el que está disponible: el cromosoma del padre. Así, al final los dos cromosomas del hijo contendrán los genes añadidos, y los heredarán a toda su descendencia. Al repetirse el proceso, más y más individuos de la población terminarán conteniendo la modificación genética introducida.

¿Qué alteraciones pueden realizarse en una población mediante este poderoso método? Por ejemplo, como proponía Burt, hacer que la descendencia del mosquito sea estéril: así, poco a poco se podría ir extinguiendo la población de mosquitos Anopheles. O de otros vectores de enfermedades, como el mosquito Aedes aegypti, que transmite el dengue y las fiebres zika y chikunguña. Se podrían eliminar así de la faz de la Tierra éstas y otras enfermedades, como fiebre amarilla, enfermedad de Lyme, enfermedad del sueño, esquistosomiasis y muchas otras. O bien, siendo menos drásticos, se podrían introducir modificaciones en una población sin extinguirla pero alterándola, por ejemplo para evitar que los mosquitos transmitan las enfermedades. Otros usos posibles para la tecnología de gene drives son eliminar especies invasivas en territorios donde no pertenecen, eliminar la resistencia a pesticidas en malezas, introducir genes útiles en cultivos y otros muchos usos.

Como es fácil imaginar, una tecnología capaz de modificar para siempre una población, y hasta de llevar a la extinción a especies completas, es demasiado potente como para aplicarla sin antes hacer una profunda evaluación de sus posibles consecuencias. Hasta el momento, existe una moratoria global para liberar organismos modificados con gene drives en la naturaleza. Y toda la investigación que utiliza esta tecnología debe realizarse en laboratorios de alta seguridad (niveles 2 y 3 de bioseguridad, para quien sepa de esas cosas).

Hay quien propone una prohibición absoluta y perpetua. Hay, por el contrario, quien opina que sería antiético no usar algo que puede proporcionar tantos beneficios. Hasta el momento, los expertos en bioseguridad de organismos genéticamente modificados coinciden en que, al ser tan nueva la técnica, “no hay aún suficiente información como para garantizar que la liberación de organismos modificados mediante gene drives sea segura”. Pero, al mismo tiempo, también coinciden en que “los beneficios potenciales justifican seguir adelante con la investigación para explorar estos riesgos”, y para poder comprenderlos y evaluarlos mejor.

La ciencia y la tecnología pueden, como toda herramienta –desde unas tijeras hasta un reactor nuclear– ser usadas responsable y constructivamente, o bien convertirse en un arma destructiva. De lo que podemos estar seguros es que seguirá habiendo, inevitablemente, avances tecnológicos con el poder de alterar nuestro entorno. Ante ello, más vale entenderlos a fondo para decidir si los queremos utilizar, y cómo.

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domingo, 18 de junio de 2017

Transgénicos, riesgos y mitos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de junio de 2017

Desde que en 1818 la escritora inglesa Mary Shelley publicó su novela Frankenstein o el moderno Prometeo, el mito del científico como un ser cuya ambición de conocimiento lo lleva a desencadenar fuerzas que salen de su control y acaban causando un desastre pasó a formar parte de nuestra cultura. (O quizá desde mucho antes: no olvidemos al propio Prometeo, que robó a los dioses el fuego sagrado y se lo dio a los hombres, ni a Eva, que come el fruto del árbol de conocimiento y condena así a la humanidad al sufrimiento.)

Actualmente, uno de los avances científicos que más polémica causan es el desarrollo de organismos genéticamente modificados (OGMs), conocidos popularmente como transgénicos. Éstos van desde microorganismos utilizados desde hace décadas en la industria y la investigación científica básica hasta vegetales cuyo cultivo podría ofrecer ventajas –mayor rendimiento o valor nutritivo, resistencia a plagas– y animales, principalmente ganado, aunque también mosquitos que pudieran combatir la propagación de infecciones.

Pero son los vegetales genéticamente modificados los que causan la mayor inquietud, por lo extendido de su cultivo y consumo en todo el mundo. Entre los peligros que se les achacan están el poder ser tóxicos o dañinos a la salud del consumidor (algo totalmente descartado, luego de décadas de evidencia acumulada y de ser consumidos en todo el mundo sin que tales efectos se hayan manifestado); el poder dañar al ambiente circundante al sitio donde se cultivan (algo que en gran medida depende de las circunstancias de su cultivo), y el poder ser fuente de “contaminación genética”, en caso de que los genes ajenos que se han introducido al vegetal pudieran “escapar” y ser transferidos a variedades silvestres de la misma planta, o de otras especies.

Por eso fue para mí una experiencia invaluable poder asistir, como observador invitado, al 14º Simposio Internacional sobre Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, realizado en Guadalajara, Jalisco, del 4 al 8 de junio. Al evento asistieron 300 participantes de 37 países, provenientes de la academia, el gobierno, la industria y organizaciones civiles, además de estudiantes y consultores independientes.

Las ponencias, presentadas y discutidas a fondo por este público tan diverso de especialistas en los distintos aspectos de la bioseguridad me permitieron conocer un poco más la inmensa labor llevada a cabo en todo el mundo por un verdadero ejército de expertos –de biotecnólogos a agrónomos a abogados, y mucho más– para garantizar, en todas las naciones donde se usan, que el desarrollo, cultivo y consumo de organismos genéticamente modificados cumpla con los más altos estándares de seguridad para evitar –y en su caso detectar, estudiar, combatir y remediar– los posibles riesgos que pudieran presentarse.

No habría espacio aquí para comentar, ni siquiera superficialmente, los numerosos aspectos de la protección de riesgos abordados en el simposio. Entre otros, las distintas leyes nacionales y acuerdos internacionales –incluyendo el Protocolo de Cartagena, propuesto en 2003 y adoptado por 171 países, incluido México– que regulan la protección del ambiente y la salud humana ante los posibles efectos nocivos de los OGMs. Los países participantes –e incluso los que no participan, como Estados Unidos y Argentina– invierten un enorme esfuerzo en desarrollar leyes, reglamentos, definiciones, métodos de análisis y en verificar y procesar los resultados para evitar posibles riesgos ambientales.

También que está claro que muchos de los posibles riesgos planteados, por ejemplo, por los grupos ambientalistas que se oponen radicalmente al uso de OGMs, han demostrado ser menos graves de lo que se pensó inicialmente. Aunque la interacción de los OGMs con otras especies pudiera llegar a alterar los ecosistemas, y aunque la posibilidad de flujo de genes de una variedad transgénica a plantas silvestres es real, el conocimiento actual, junto con las reglas de bioseguridad y los métodos avanzados de monitoreo que se han desarrollado permiten reducir al mínimo dichos riesgos. Asimismo, hoy sabemos que el flujo de genes dentro de una especie, e incluso entre especies, es algo que, de forma inevitable, ocurre constantemente dentro de la naturaleza: la idea de especies ideales puras y genéticamente inmutables no tiene mucho sustento biológico. Y en casos donde los transgenes han llegado a ser transferidos a variedades silvestres, éstos normalmente se han diluido en forma más o menos rápida en la población, obedeciendo a las reglas de segregación de la genética mendeliana.

Sin embargo, en la cultura persiste una imagen eminentemente negativa de los organismos genéticamente modificados. Se los ve como dañinos, antinaturales y producto de un capitalismo voraz que busca sólo dañar la naturaleza (como si eso fuera buen negocio). El debate sobre ellos se ha ideologizado y politizado al extremo. Esto causa que muchos reglamentos –incluyendo el Protocolo de Cartagena– lleguen a ser, en algunos casos, excesivamente restrictivos. Por ejemplo, si una variedad de planta es producida por métodos moleculares se considera riesgosa, pero si se obtiene exactamente la misma mutación mediante cruzas tradicionales, la planta, al no ser “transgénica”, se trata como carente de riesgo.

Por otro lado, es cierto que la tecnología de manipulación genética ha avanzado mucho respecto a la “ingeniería genética” desarrollada en los años 70 y 80, y hoy se cuenta con técnicas mucho más precisas y poderosas, como CRISPR-Cas (de la que ya se ha hablado en este espacio) y los llamados gene drives (de los que hablaremos próximamente) que podrían plantear nuevos retos en bioseguridad. Retos que expertos y reguladores están ya considerando seria y responsablemente.

Luego de escuchar a tantos especialistas de tan diversas posturas, si algo me quedó claro es que, frente a la imagen popular de irresponsabilidad e imprudencia, en realidad el desarrollo de OGMs es un área donde cada paso se da con el mayor cuidado, para buscar posibles beneficios con el menor riesgo posible. Y no porque las empresas agrobiotecnológicas sean hermanas de la caridad, sino porque la comunidad internacional se ha encargado de regular el desarrollo y liberación de transgénicos de manera informada, eficaz y responsable. Enhorabuena.

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domingo, 11 de junio de 2017

La escritora que metió la pata

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de junio de 2017

El pasado 4 de junio la famosa escritora española Rosa Montero publicó en su columna “Maneras de vivir”, del suplemento cultural El país semanal, un texto titulado “Consumidores engañados y cautivos”, donde hacía una serie de afirmaciones incorrectas y descabelladas.

Entre ellas, que Norman Borlaug –el padre de la “revolución verde” que ayudó a mejorar enormemente la producción alimentaria mundial mediante cruzas para obtener cultivos mejorados– había “creado semillas transgénicas” (nada de eso: todas se obtuvieron mediante técnicas convencionales, no moleculares: cruzas, hibridación y selección de plantas y semillas). Que el trigo y centeno que se produjeron así contienen un “nuevo” gluten que es la causa de los actuales casos de intolerancia a esta proteína (en realidad no existe intolerancia al gluten fuera de quienes padecen, por una predisposición genética, la enfermedad celíaca: menos de 2 de cada 100 adultos, quienes pueden ser gravemente afectados por su consumo).

Montero afirmaba también que los resultados de la investigación científica que llevan a cabo las empresas farmacéuticas “no son más que publicidad encubierta” (como si no estuvieran sujetos a los mismos controles de calidad que cualquier investigación que se publica en revistas científicas arbitradas, y adicionalmente a los detallados requerimientos de seguridad que imponen las autoridades sanitarias de todos los países antes de autorizar la salida al mercado de nuevos medicamentos).

Y, finalmente, sostenía que la homeopatía no sólo puede tener verdadera utilidad terapéutica, “aunque sólo fuera por el efecto placebo” (cuando éste consiste, precisamente, en la falta de efecto en presencia de un tratamiento, comparado con su ausencia), sino que hay una “campaña” (“meses de un machaque tan orquestado y pertinaz no puede ser casual”) en contra de ella, financiada por los laboratorios farmacéuticos (que son, nos revela, “los verdaderos dueños del mundo”).

Y es que, efectivamente, en España ha habido una muy necesaria y aplaudible reacción contra la inclusión de la homeopatía en cursos universitarios y la venta libre de los seudomedicamentos homeopáticos en las boticas, junto a los productos que Montero llama, incorrectamente, “alopáticos” (usando un término peyorativo inventado por los homeópatas). Pero se trata de un movimiento surgido del sentido común y del pensamiento crítico de personas educadas, bien informadas y preocupadas por la salud de los ciudadanos. Y está basado en décadas de investigación y numerosos estudios científicos y revisiones detalladas de éstos por organismos sanitarios de diversos países, que han llegado a la conclusión inequívoca de que la homeopatía –al igual que otras seudomedicinas “alternativas” como la acupuntura o el reiki– es totalmente ineficaz desde el punto de vista terapéutico (aunque no, obviamente, desde el comercial).

Aparte del tono anticientífico y conspiranoico de su escrito, y de otro en el que responde a la defensora del lector de El país, Montero –quien, sorprendentemente, estudió periodismo– manifiesta una total incomprensión del principio de verificación que todo periodista –igual que cualquier científico– debe seguir antes de publicar su información. Sustenta sus absurdas afirmaciones no con citas a fuentes confiables, sino con frases como “supongo”, “me parece” o “estoy segura que”.

La reacción contra el texto de Montero ha sido tremenda. Numerosos expertos, así como personalidades de la divulgación científica, han explicado ampliamente por qué lo que dice son tonterías, y por qué es tan grave que una líder de opinión respetada como ella propague tal basura conceptual. Grave y peligroso.

Las opiniones de Montero son, creo yo, sólo una muestra más de la preocupante tendencia global a desconfiar del conocimiento científico, obtenido mediante trabajo riguroso y detallado, y sustentado en datos verificables, y a dar entrada, en cambio, a todo tipo de creencias, por absurdas e infundadas que resulten, con tal que de resuenen con nuestras creencias, deseos e ideologías.

Pero, a diferencia de Montero, yo no creo que dicha tendencia a la “posverdad” sea producto de una conspiración internacional, ni que esté financiada por nadie. Simplemente, es expresión del deterioro de nuestra educación, del predominio, en medios comerciales y redes sociales, de ideas simples y pegajosas por encima de la información rigurosa y verificada, y del descontento social ante toda forma de autoridad.

Ante ello, no queda más que reforzar los esfuerzos para educar, tanto en la escuela como en los medios, y combatir la desinformación –sobre todo en temas de ciencia, ambiente y salud– con conocimiento. Cuando los charlatanes hablan y los demás guardamos silencio, ellos ganan.

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domingo, 4 de junio de 2017

Trump, la anticiencia y el futuro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de junio de 2017

La noticia de la semana pasada fue sin duda el anuncio que hizo Donald Trump el jueves primero de junio de que los Estados Unidos se retiran del Acuerdo de París sobre Cambio Climático.

Sobra repetir lo que ya tanto se ha comentado respecto a las razones, sinrazones y posibles consecuencias de esta desafortunada decisión. Pero vale la pena recalcar que el procedimiento de salida, que los Estados Unidos respetarán, tomará unos tres años y medio, durante los cuales ese país continuará formalmente formando parte del Acuerdo, pese a que Trump haya anunciado el cese inmediato de algunas de las medidas a las que compromete, como aportar recursos al Fondo Verde del Clima de las Naciones Unidas –que apoya económicamente a las naciones más pobres para que se adapten al cambio climático– y la obligación de reportar datos sobre uso de combustibles de carbono.

También vale la pena comentar que la decisión de Trump, y en general el movimiento de negacionismo del cambio climático –que afirma que éste no existe, que es una “invención” del gobierno Chino para perjudicar a la industria estadounidense (como afirmara el propio Trump desde 2012), o que es sólo parte de los ciclos naturales de la Tierra, y no producto de la acumulación de gases de invernadero– es una expresión de una amplia tendencia de pensamiento anticientífico que permea la cultura mundial.

Las creencias del propio Trump no podrían ser más incongruentes: así como negaba el cambio climático, en su discurso de retirada del acuerdo de París mencionó que la contribución de los Estados Unidos a éste era “mínima”: “dos décimas de grado Celsius”. Pero esto implica reconocer que el fenómeno es real y que es causado por los gases de invernadero (emitidos, entre otras cosas, por la quema de carbón extraído de minas como las que él quiere revitalizar en su país). Para colmo a los dos días, el sábado, su embajadora en la ONU, Nikki Haley, declaró que Trump “sí cree en el cambio climático”, aunque precisa que cree que “los contaminantes son parte de la ecuación” (énfasis mío), lo cual es muy distinto del consenso científico mundial, que deja claro que los gases de invernadero como dióxido de carbono y metano son, con mucho, los principales causantes del fenómeno.

Pero la decisión de Trump, que cumple una de sus principales promesas de campaña, refleja lo que creen millones de personas no sólo en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. ¿Por qué hay tanta gente que, frente a datos científicos sólidos y a la opinión casi unánime de expertos de todo el globo, sigue empeñándose en negar la realidad del cambio climático?

Se trata de un fenómeno complejo, del que mucho se ha hablado ya. En él influyen la natural tendencia humana a sostener ideas que coincidan con nuestras creencias previas, nuestra ideología o nuestros intereses, así como la emergencia de la cultura de la posverdad, ya comentada aquí, que privilegia las creencias por encima de los hechos para moldear la opinión pública.

Pero también obedece al crecimiento de un movimiento anticientífico, que desconfía enormemente de la ciencia y la ve como parte de una conspiración con fines oscuros. Movimiento que hay que entender, creo yo, como parte de una tendencia generacional que recela, en general, de toda forma de autoridad. Los grandes fracasos de las sociedades modernas para cumplir sus promesas y para garantizar un futuro promisorio a las generaciones jóvenes (millenials y los que les siguen) quizá explican en parte esta desconfianza. Pero no necesariamente la justifican.

Cierto: la ciencia no es fuente de verdades absolutas. Pero es la mejor forma de obtener conocimiento confiable acerca de la naturaleza con que contamos. Conocimiento que además se refina y corrige continuamente. Cierto también: la aplicación del conocimiento científico a través de tecnología en ocasiones produce daños (contaminación, extinción de especies, hoyo en la capa superior de ozono, armas atómicas, calentamiento global). Pero es gracias a la ciencia que nos hemos podido percatar de esos daños, y es ella la que nos da herramientas para combatirlo.

Si el mundo y las sociedades que lo habitan han de sobrevivir, lo harán sólo si logramos, entre otras cosas, apreciar la ciencia y aprovecharla para comprender y abordar los retos que se nos presentan. Afortunadamente, frente a obtusos como Trump –y quienes piensan como él–, están surgiendo en todo el mundo las voces de verdaderos líderes que, basándose en el pensamiento racional, democrático y sí, científico, restablecen la esperanza de que la humanidad reencuentre el rumbo que, durante los últimos años, parecía estar perdiendo.

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