miércoles, 28 de diciembre de 2005

Clonaciones fraudulentas

La ciencia por gusto-Martín Bonfil Olivera
Clonaciones fraudulentas

No sé si en Corea se celebre la Navidad, pero sí que el científico Hwang Woo-suk está teniendo la peor de su vida.

Hwang saltó a la fama en 2004 por ser el primero en clonar, a partir de células embrionarias, una línea de células precursoras humanas (células madre o troncales). El logro abría en la práctica el camino a desarrollar importantes terapias para combatir enfermedades degenerativas (Alzheimer, Parkinson, diabetes...) e incluso para el desarrollo de órganos clonados para transplantes que no causarían rechazo.

La fama de Hwang creció al anunciar en agosto la creación de Snuppy, el primer perro clonado. Y llegó a la apoteosis cuando en junio de este año dio a conocer la exitosa clonación y cultivo de 11 líneas de células obtenidas a partir de individuos con diabetes, enfermedades inmunitarias o lesiones de la médula espinal. La clonación se logró con la misma técnica de transferencia nuclear con que se creó a la famosa oveja Dolly, y el equipo de Hwang lo consiguió con mucha mayor eficiencia que nadie anteriormente: con sólo unos 15 intentos, en vez de los 230 que requirieron en 2004.

Todo esto bastaría para garantizar que Hwang Woo-suk formara parte de la historia de la medicina. Sin embargo dos escándalos lo han convertido en algo más: un protagonista de la historia de los fraudes científicos.

La primera crisis se desató el 10 de noviembre, cuando comenzó a circular la versión de que Hwang había pagado a colaboradoras suyas para que donaran los óvulos utilizados en el estudio de 2004. Esto no era ilegal según las leyes coreanas (que luego fueron modificadas), aunque sí contravenía las prácticas bioéticas internacionales. El escándalo creció cuando uno de los colaboradores de Hwang, Gerald Schatten, declaró que no trabajaría más con él y pidió se retirara su nombre del artículo de 2005.

Finalmente, Hwang tuvo que admitir los pagos. Aunque su prestigio profesional fue afectado, el apoyo de sus compatriotas al “científico número uno de Corea” creció: la gente se manifestaba a su favor y las donadoras voluntarias de óvulos se contaban por cientos. Hwang seguía siendo un héroe nacional.

Pero hubo un segundo escándalo: el 4 de diciembre Hwang escribió a Science para anunciar que algunas fotos del artículo de 2005, que servían para comprobar que las células precursoras clonadas efectivamente eran genéticamente idénticas a las de los pacientes, habían sido “involuntariamente” duplicadas. A partir de ahí, se desató una rigurosa investigación: los investigadores fueron interrogados, los discos duros de las computadoras se retiraron y se revisaron todas las bitácoras de laboratorio.

El pasado 24, la comisión investigadora concluyó preliminarmente que el equipo de Hwang alteró intencionalmente los datos publicados. Al parecer, la evidencia de las 11 líneas celulares obtenidas es falsa. Todo parece indicar que Hwang y sus colaboradores utilizaron la información de sólo 2 líneas celulares para hacer creer que habían obtenido 11. Además, la eficiencia de la clonación parece haber sido también exagerada.

Hwang ha aceptado la culpa y ha renunciado a sus puestos, en medio de la vergüenza internacional. Los libros para niños sobre sus logros (con títulos como La bella ruta vital de Hwang Woo-suk o Niños, aprendamos del éxito de Hwang Woo-suk) han sido retirados de los estantes. Aunque habrá que esperar unos días para saber si efectivamente Hwang había logrado obtener las células madre clonadas de los pacientes, todas sus investigaciones están hoy bajo sospecha.

¿Quién tiene la culpa? Es pronto para saberlo. Quizá Hwang, motivado por la promesa de fama y éxito. Quizá algún colaborador malicioso (Hwang afirma que fue un colega suyo, Kim Seon-jeong, quien falsificó los datos, aunque Kim afirma que lo hizo por instrucciones de Hwang). Y sin embargo, aunque podría pensarse que este caso socava la credibilidad de la ciencia, sería más justo reconocer que los mecanismos internos del proceso científico, aunque no están diseñados específicamente para detectar fraudes, sí han permitido reconocer éste y dar los pasos necesarios para corregir sus efectos. La confianza en la ciencia se refuerza, no se debilita, cada vez que un fraude sale a la luz.

De lo que no cabe duda es que el año nuevo de Hwang no será prometedor. Todo lo contrario de lo que desde aquí se le desea a usted, querido lector o lectora.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 21 de diciembre de 2005

Creacionismo y libertinaje religioso

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Creacionismo y libertinaje religioso



La palabra “libertinaje” es tendenciosa: normalmente se usa para criticar a quien promueve ideas contrarias a la moral religiosa. No en balde la segunda acepción que ofrece el Diccionario de la Real Academia es “falta de respeto a la religión”.

Pero el mismo diccionario también la define, en primera acepción, como “desenfreno en las obras o en las palabras”. De modo que el concepto de “libertinaje religioso” no necesariamente implica contradicción.

Y es que, desgraciadamente, vivimos una época de indudable desenfreno eclesial. El ejemplo más sonado es la polémica desatada por la propuesta de introducir la teoría del diseño inteligente en las clases de biología de Kansas (propuesta que tristemente triunfó, aunque seguramente sólo en forma temporal).

El problema no es, como quieren hacer ver los promotores del diseño inteligente, que un sistema científico amafiado y conservador descalifique una teoría novedosa.

Simplemente, el diseño inteligente no es una teoría científica. Es sólo una nueva encarnación del viejo creacionismo.

En realidad, de lo que se está discutiendo no es si los seres vivos pudieron evolucionar a partir de la materia inanimada. Lo que verdaderamente está en cuestión es si se acepta la suposición de que detrás del mundo natural existe un proyecto.

Tal debate es válido, por supuesto, pero sólo si es honesto. La religión supone que existe tal proyecto (teleología); la ciencia, en cambio, se basa precisamente en el rechazo (que el biólogo Jaques Monod llamó “principio de objetividad”) de que la naturaleza tenga un plan.

Es tramposo presentar como ciencia algo que no lo es; es todavía peor intentar, en el debate, desacreditar al a ciencia y sus métodos. A pesar de que, como en toda empresa humana, existan mafias y prejuicios, la ciencia se basa en un proceso de revisión y crítica, y ello la dota de mecanismos de autocorrección.

Desgraciadamente, el libertinaje religioso sí tiene un proyecto. Como comentó hace poco Octavio Rodríguez Araujo en La Jornada, “diseño inteligente y creacionismo son parte de una misma intención filosófico-teológica: restarles credibilidad a las teorías científicas”. Embisten así contra la herramienta más preciosa con que cuenta la humanidad para comprender la naturaleza. Y el ataque no sólo proviene de las religiones protestantes: en noviembre el papa Ratzinger se sintió obligado a declarar que “el universo fue creado por un proyecto inteligente”, y criticó “a quienes, en nombre de la ciencia, dicen que el mundo no tiene orden ni concierto” (aunque nadie afirma tal cosa, sino que tal orden no necesariamente obedece a un proyecto: puede surgir de la estructura misma del universo, sino que tenga que dirigirse a un objetivo).

El problema va mucho más allá de la evolución. Noam Chomsky, también en La Jornada, llamaba la atención a que, simultáneamente al ataque al darwinismo, el gobierno de los Estados Unidos niega la evidencia científica sobre el cambio climático global, actitud que pone en riesgo el clima de todo el planeta.

Recientemente el rector Juan Ramón de la Fuente dejó claro que la Universidad Nacional se opone al creacionismo, y criticó que se le quiera otorgar el mismo peso que a la teoría de la evolución. Y el coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, René Drucker, afirmó que “el creacionismo, que se fomenta desde la derecha, tiene como objetivo el control del pensamiento de los jóvenes; desplazar el rigor científico por un conjunto de creencias”, lo que podría convertirlos en “seres poco pensantes” que “creen que todo lo que pasa se debe a una mano divina”.

¿Será algo así lo que tiene en mente el líder panista Manuel Espino, quien hace unos días abogaba por oponerse a ultranza al aborto y la eutanasia y por ajustar la ley para permitir que se puedan realizar actos de oración en las escuelas públicas? La visión científica del ser humano lo concibe como una entidad biológica, parte del mundo natural pero que también lo trasciende gracias a sus dimensiones psicológica y social. Como tal, defiende su derecho a tomar decisiones libres respecto a su cuerpo. La visión religiosa, por desgracia, tiende a desconfiar de tal libertad, y prefiere marcarle límites, cuanto más numerosos, mejor. ¿Dónde está realmente el libertinaje?

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 14 de diciembre de 2005

¿Orgasmos inútiles?

La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera

¿Orgasmos inútiles?

14-diciembre-05

Los científicos a veces hacen preguntas extrañas, como la que titula esta colaboración. Parecería tonto preguntar para qué sirve el orgasmo... al menos, el masculino. Y es que en los hombres el reflejo orgásmico está ligado a la eyaculación (aunque no necesariamente). En otras palabras, desde el punto de vista biológico el orgasmo masculino es indispensable para que exista la fecundación; sin él, la reproducción sería imposible.

¿Y qué hay del orgasmo femenino? Para los sexólogos no es gran misterio, una vez que quedó claro que depende fundamentalmente del clítoris (el famoso orgasmo vaginal promovido por Freud como el único digno de una mujer madura resultó ser esencialmente un mito). Pero para el biólogo evolutivo representa un verdadero enigma.

El orgasmo femenino no es necesario para la fecundación. ¿Cuál es entonces su utilidad evolutiva? ¿Cómo surgió, y para qué? Se han ofrecido distintas explicaciones, algunas ingeniosas (quizá el orgasmo femenino favorece la ovulación), otras más o menos obvias (el orgasmo hace que la mujer disfrute el sexo y por tanto promueve la reproducción) y otras un tanto forzadas (el orgasmo, que a veces se produce durante el parto, ayuda a relajar los músculos de la mujer durante este complicado proceso).

El problema es que ninguna resulta satisfactoria. La ovulación no está ligada al orgasmo; las mujeres pueden gustar del sexo con o sin él, y la relación con el parto es poco convincente. Para colmo, las estadísticas muestran que la distribución del orgasmo femenino es bastante variable: un 25% de las mujeres afirman siempre tenerlo durante el coito; un 75% lo tienen algunas veces, y un 25% nunca lo presenta. ¿Cómo puede algo útil evolutivamente presentarse con tanta irregularidad?

Este año la bióloga Elisabeth Lloyd publicó un libro sobre el tema (The case of female orgasm) en el que presenta la tesis del biólogo Donald Symons de que el orgasmo femenino es simplemente un producto secundario de la evolución del orgasmo masculino. El libro ha ocasionado acaloradas discusiones entre las feministas, pero también entre los biólogos (y biólogas) evolucionistas.

La idea es que tanto el pene como el clítoris derivan de las mismas estructuras embrionarias. La evolución del pene, con sus abundantes conexiones nerviosas y su capacidad para producir el reflejo orgásmico, tiene un alto valor adaptativo (favorece la supervivencia de quienes lo presenten, es útil evolutivamente). Su existencia se explica claramente. Según Symons, es posible que la capacidad orgásmica del clítoris, evolutivamente innecesaria, sea simplemente consecuencia de su origen embrionario: cuenta con el cableado necesario para producir orgasmos porque se deriva del mismo tejido que el pene.

La idea de que el orgasmo femenino sea simplemente un producto secundario de la evolución del pene y el orgasmo masculino es políticamente muy incorrecta. Muchas feministas han acusado a Lloyd de traidora, de intentar someter nuevamente a las mujeres al dominio masculino, y muchas otras tonterías.

Por otro lado, muchos evolucionistas no aceptan la idea de que todas las características de un organismo deban necesariamente tener una utilidad evolutiva, un valor adaptativo. Abundan ejemplos de características inútiles, simples productos secundarios de la evolución. El color rojo de la sangre, por ejemplo, es consecuencia de su composición química, en particular del hierro que requiere para transportar oxígeno. La sangre no podría ser de otro color; su tono no es una adaptación. Otros ejemplos son las tetillas, esos inútiles pezones de los hombres, o el vello púbico. ¿Qué función útil para la supervivencia pueden cumplir?

En su libro, Elisabeth Lloyd acusa a los biólogos evolutivos de estar prejuiciados: al exigir un valor adaptativo para el orgasmo femenino, favorecen la idea de que, como no parece tenerlo, es una especie de anormalidad, de rareza evolutiva. Pero si se rechaza el adaptacionismo y se acepta que el orgasmo puede ser simplemente un premio fortuito que la evolución concedió a las mujeres, su valor cultural queda en relieve.¿Quién hubiera pensado que una cuestión tan íntima -y placentera- como el orgasmo de las mujeres se convirtiera en un punto importante de una disputa teórica sobre la evolución? A veces, la interacción entre ciencia y cultura (y feminismo) produce discusiones inesperadas.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Inteligencia y clima: controversias científicas

La ciencia por gusto

Martín Bonfil Olivera

Inteligencia y clima: controversias científicas

7-diciembre-05

La ciencia, desgraciadamente, no es como la pintan. Aunque a veces quisiéramos presentarla como un método infalible para producir conocimiento certero, es más bien un proceso complicado y laborioso que, las más de las veces, ofrece respuestas parciales e incompletas, y muchas veces sólo nos permite afirmar que no sabemos la respuesta a un problema.

Ejemplo reciente es un artículo que aparecerá próximamente en la revista científica Intelligence, de la prestigiada editorial Elsevier. El artículo se puso a disposición del público en Internet el pasado 28 de noviembre, y ya ha comenzado a causar controversia. Seguramente es sólo el principio.

¿Por qué la polémica? El título da algunas pistas: "Temperatura, color de piel, ingreso per cápita e IQ: una perspectiva internacional". Los autores -Donald Temper e Hiroko Arikawa, ambos de los Estados Unidos- realizaron un estudio estadístico para hallar la correlación entre la inteligencia media de la población de 129 países -medida como IQ: la puntuación en ciertas pruebas de inteligencia- y factores como el clima (las temperaturas medias en invierno y verano), el color de piel y el ingreso per cápita. Sorprendentemente, encontraron que la idea de que las personas que viven en climas fríos tienden a ser más inteligentes que las de climas cálidos (tesis políticamente muy incorrecta, pero popular en ciertos medios), parece ser confirmada por su estudio. Y no sólo eso: también existe correlación entre el IQ y el color de piel, y entre el IQ y el ingreso medio (lo cual no es tan sorprendente, porque los países cálidos tienen mayor población de piel oscura que los fríos, por razones evolutivas, y la correlación entre IQ e ingreso es casi obvia).

El estudio es una bomba de tiempo: sus implicaciones raciales, sociales y hasta éticas son variadas y polémicas. Y sin embargo, en caso de confirmarse los resultados, habrá que asumirlos.La lógica del estudio no es descabellada: después de todo, la inteligencia es una característica adaptativa, que aumenta la supervivencia de nuestra especie. No es absurdo pensar que las arduas condiciones ambientales de los países fríos favorecieran la selección de individuos con mayor inteligencia que en los climas fríos, donde la supervivencia es más fácil. Aunque también podría argumentarse lo contrario: en climas cálidos hay mayor cantidad e parásitos y depredadores, por ejemplo).

La revista es consciente del carácter polémico del trabajo de Templer y Arikawa, y por ello decidió publicarlo junto con dos comentarios de expertos en el campo. Uno es elogioso; el otro, firmado por Earl Hunt y Robert Sternberg, critica el artículo debido a dudas sobre la calidad de sus datos, su análisis estadístico y su lógica científica. Entre otras cosas, Hunt y Sternberg comentan que la medición del "color de piel promedio" de un país es un concepto muy cuestionable, al igual que la estimación de IQs nacionales; esto invalida en gran medida el análisis estadístico. Además, está en discusión si las pruebas de IQ realmente son confiables en países no occidentales. Finalmente, arguyen que existen muchas otras hipótesis para explicar la correlación entre clima (o entre color de piel) e inteligencia; desde este punto de vista, opinan que el artículo de Templer y Arikawa carece de valor científico.

Seguramente usted, lector, estará preguntándose a quién debemos entonces creerle; cuál es el veredicto. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo, porque el problema con la ciencia viva es que rara vez ofrece respuestas tajantes. Y menos cuando la discusión apenas comienza.

De modo que habrá que estar atentos a cómo se desarrolla la polémica, y ver qué podemos aprender en el proceso. Quizá descubramos algunos hechos que no nos sean agradables; quizá más bien hallemos que los prejuicios raciales pueden permear hasta la ciencia que se publica en revistas arbitradas. De cualquier modo, el conocimiento científico no está aislado de lo social, y como afirman Hunt y Sternberg, "debido a sus ramificaciones sociales, este tipo de investigación debe hacerse, pero debe hacerse cuidadosamente". Habrá que esperar a que se aclare si el estudio era buena o mala ciencia.

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 30 de noviembre de 2005

Inteligencia microbiana

La ciencia por gusto -
Martín Bonfil Olivera

Inteligencia microbiana
30-noviembre-05

La definición de inteligencia ha ocupado a los filósofos durante largo tiempo. Después de todo, en la concepción tradicional, es nuestra inteligencia (o nuestra racionalidad, concepto muy relacionado) lo que nos distingue de los demás animales y nos define como especie.

Sin embargo, en las últimas décadas el concepto de inteligencia se ha ido haciendo más flexible; se ha relativizado. Si consideramos a la inteligencia como la capacidad para resolver problemas (una definición práctica), tendremos que aceptar que la presentan muchas otras especies de seres vivos, cuya gama abarca los cinco reinos, desde bacterias hasta plantas y animales, pasando por protozoarios y hongos.

Hay de problemas a problemas, claro: no es lo mismo resolver una ecuación de segundo grado que simplemente tener la capacidad de encontrar alimento. En un sentido puramente biológico (punto de vista adecuado para la casi totalidad de las especies existentes, excepto unos cuantos monos antropoides, incluyendo al ser humano), el único problema que tienen que resolver los seres vivos es el de asegurar su propia supervivencia y la de sus descendientes. Y para resolverlo, cualquier recurso vale, con tal de que funcione.

¿Es siempre necesaria la inteligencia para resolver un problema? No: si consideramos un problema sencillo, con sólo dos respuestas, esperaríamos que, con sólo reaccionar al azar, un organismo fuera capaz de encontrar la respuesta correcta un 50% de las veces, y no por eso lo llamaríamos “inteligente”. Reservaríamos el adjetivo para el que lograra mejorar significativamente este porcentaje de aciertos.

Pero la pregunta esconde una falacia: en realidad, no es que se necesite inteligencia para resolver problemas, sino que llamamos inteligencia a cualquier cosa que permita resolverlos.

Un caso interesante son las bacterias de nado libre. Si en su medio hay alguna sustancia alimenticia, la detectan y nadan hacia ella. Si la sustancia es nociva, se alejan. Un comportamiento perfectamente adecuado, simple pero “inteligente”: favorece su supervivencia. Y sin embargo, ¿cómo decide la bacteria (formada, como todas las bacterias, por una sola célula) si debe acercarse o alejarse de la sustancia? Si las bacterias no tienen cerebro ni sistema nervioso, ¿en qué lugar de la célula se toma la decisión?

La respuesta es que no hay tal decisión. El comportamiento se explica como sigue:

Las bacterias nadan gracias a estructuras llamadas “flagelos”: largos filamentos que rotan como hélices, impulsando a la célula hacia delante. (Su rotación es posible gracias a los minúsculos nanomotores que tienen en su base; son el único ejemplo de rueda en la naturaleza).

Las bacterias suelen tener varios flagelos, y todos giran en la misma dirección. Pero el giro es reversible: si giran en un sentido, forman una especie de trenza que impulsa a la bacteria en línea recta. Si giran en el sentido opuesto, la trenza se desordena y la célula comienza a dar tumbos sin ton ni son.

El mecanismo que controla el giro de los flagelos está conectado a proteínas de la membrana de la bacteria, capaces de detectar la presencia de nutrientes. Si estos detectores reciben el impacto de moléculas de alimento, los flagelos giran produciendo nado en línea recta, y esto se mantiene mientras la frecuencia de impactos aumente o se mantenga constante. Pero si la frecuencia de impactos nutritivos disminuye, los detectores envían una señal que invierte el giro de los motores flagelares, con lo que la bacteria comienza a dar tumbos hasta que, por azar, acierta a nadar en una dirección que nuevamente la acerca a la fuente de nutrientes.

¿Resultado? La bacteria va probando varias direcciones hasta “atinarle” a la que la acerca al alimento. Y sin embargo, este comportamiento aparentemente inteligente es resultado sólo de un mecanismo de retroalimentación molecular, carente de inteligencia.

El ejemplo quizá es demasiado elemental, pero es también muestra que cualidades como la inteligencia pueden ser propiedades emergentes que surgen de la organización de elementos más sencillos. Mediante un razonamiento similar, aunque mucho más complejo, los neurobiólogos tratan de explicar no sólo la inteligencia humana, sino cómo las neuronas de nuestro cerebro, carentes de conciencia, logran producir el fenómeno maravilloso del “yo” que todos percibimos como nuestra esencia.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 23 de noviembre de 2005

Ciencia, Estado e Iglesia

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera

Ciencia, Estado e Iglesia

Noviembre 23, 2005

Ya cansa el lugar común: “Al César lo que es del César...” Pero las relaciones entre las iglesias -en particular, en países como el nuestro, la católica- y otras poderosas instituciones sociales, como el Estado o la ciencia, siguen provocando polémica.

Es notoria, por ejemplo, la enérgica campaña que El Vaticano está impulsando en toda Iberoamérica con el fin de recuperar presencia pública y poder político. En México, las constantes declaraciones de los jerarcas en el sentido de que “defenderán el derecho de la Iglesia a opinar”, de que efectuarán talleres de voto –acercándose peligrosamente a la línea violatoria de la ley– o de que “es necesario que la Iglesia cuente con medios de comunicación masiva”, muestran que están en pie de lucha.

Paralelamente al tema electoral, otro frente en que tradicionalmente la Iglesia ha intentado obtener más espacios es el educativo. La propuesta de incluir clases de religión (¿sólo de la católica?) en las escuelas públicas puede resultar inquietante en un Estado laico. ¿Conviene basar la enseñanza en creencias religiosas o en el conocimiento científico? Afortunadamente la Constitución, en su artículo tercero, es clara: la educación que imparta el Estado “será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”. Y no olvidemos que los puntos de vista del catolicismo con frecuencia se contraponen diametralmente con los de la ciencia, sobre todo en temas como clonación, aborto, anticoncepción, eutanasia, terapia genética y con células madre... Podemos felicitarnos de que lo que en nuestro país se esté discutiendo moderadamente sea la posibilidad de incluir la religión en la escuela, mientras que en España hay movilizaciones masivas y declaraciones agresivas en contra de que las clases de religión ¡dejen de ser obligatorias!

El tema puede discutirse, claro. Al respecto, es interesante contrastar con lo que sucede en Estados Unidos, donde la derecha fundamentalista –en este caso, protestante– ha logrado una penetración brutal en el sistema educativo. Su triunfo más notorio es la inclusión de la teoría seudocientífica del diseño inteligente (la vieja idea creacionista de que es imposible que surjan estructuras adaptativas complejas como las que presentan los seres vivos sin la intervención de un diseñador) en el currículum de las escuelas en Kansas.

Recientemente la revista Science le solicitó al biólogo Antonio Lazcano Araujo, profesor de la Facultad de Ciencias de la UNAM y reconocido especialista en origen de la vida, un texto sobre la enseñanza de la Evolución en México. En él, Lazcano comenta lo sorprendente que resulta para muchos estadunidenses que en un país tradicionalmente católico como México la teoría darwinista de la evolución por selección natural no sea, como en el suyo, fuente de constantes debates y discusiones.

Para encontrar la respuesta al aparente dilema, Lazcano explora la historia de la biología evolutiva en México: lejos de crear conflicto, la enseñanza de la evolución cuenta con una gran tradición en nuestro país. Muestras de ello son los trabajos del famoso naturalista don Alfonso L. Herrera, a principios del siglo XX; los murales de Diego Rivera, que muestran a Charles Darwin, y la moderna enseñanza de la evolución (y de las teorías sobre el origen de la vida, consecuencia del pensamiento darwinista) como parte de todas las carreras de biología.

Lazcano atribuye la ausencia de oposición a la enseñanza de la Evolución en México a características propias del catolicismo, que a diferencia de muchas doctrinas protestantes, no exige una interpretación literal de la Biblia. Sin embargo, se preocupa de que la creciente penetración del protestantismo en nuestro país provoque conflictos como los que viven los Estados Unidos.

Nuestra Constitución especifica que el criterio que orientará a la educación pública “se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Ante las muchas veces razonables exigencias de libertad religiosa, habrá que defender una distinción clara entre creencias religiosas y conocimiento científico. Como concluye Lazcano en su artículo, habrá que buscar la manera de dar al César lo que es del César, a dios lo que es de dios... y a Darwin lo que es de Darwin.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 16 de noviembre de 2005

La batalla contra la credulidad

La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera

La batalla contra la credulidad

16-noviembre-05

La ciencia podría quizá definirse como una lucha constante contra la credulidad.

En efecto: aunque el ideal de objetividad ha sido abandonado por la mayoría de los filósofos de la ciencia –aunque no necesariamente por los científicos mismos–, el pensamiento científico se ha caracterizado siempre por un compromiso con la realidad: la convicción de que mediante la investigación rigurosa puede conocerse algo acerca de cómo es el mundo que nos rodea. Al mismo tiempo, el científico reconoce que puede engañarse, y hace todo lo que esté a su alcance para evitarlo.

El credo de los científicos es precisamente que gracias a este compromiso escéptico, base del llamado método científico (no confundir con la receta de cocina que se enseña en las escuelas), la ciencia evita ser autocomplaciente y se ha convertido en nuestra forma más confiable y poderosa de obtener conocimiento sobre la naturaleza.

Sin embargo, el método científico moderno, con sus mecanismos autocorrectores, es resultado de un continuo proceso histórico que ha durado siglos (de hecho, según algunos filósofos, es continuación de una evolución que puede rastrearse a la aparición de los primeros seres vivos, que ya requerían, para sobrevivir, de información confiable sobre su entorno). Pero no es fácil ser riguroso, y a veces cuesta trabajo abandonar el pensamiento cotidiano, en el que caben suposiciones infundadas como la de que basta con desear algo para que ocurra.Es precisamente gracias a este tipo de "pensamiento esperanzado" (whishful thinking), entre otras cosas, que los profesionales de la credulidad pueden medrar, vendiendo no sólo ilusiones, sino defraudando a sus clientes al ofrecerles, por supuesto siempre mediante un pago, pociones, talismanes, conjuros y demás métodos que supuestamente garantizan el fácil cumplimiento de sus deseos.

Y precisamente por ello es loable la reciente iniciativa de la Cámara de Senadores de aprobar, la semana pasada, un punto de acuerdo en que se solicita que la Secretaría de Gobernación informe sobre la abundante publicidad que videntes, adivinos, psíquicos y curanderos y demás fauna presentan en los medios, y de las medidas que se están tomando para retirarla. Con ello se aborda un viejo problema: que los servicios que ofrecen estos personajes constituyen una forma de fraude (según el artículo 387 del Código Penal).La iniciativa quizá provoque un debate sobre el derecho que tienen estas personas a mantener sus creencias. Desde luego, el problema no es ese, sino que lucren con ellas para engañar a los ciudadanos, muchas veces impidiendo incluso que recurran a verdaderos especialistas para buscar solución a problemas de salud, familiares, psicológicos, económicos o de trabajo. (Alguna vez una astróloga se molestó por un comentario que hice en este espacio: afirmaba que al decir que la astrología es una seudociencia le causaba yo un perjuicio profesional... Tal vez. Pero no tendría ese problema si vendiera un producto legítimo.)

La situación de la ciencia en México no es óptima: hemos sido calificados negativamente en evaluaciones internacionales, y las metas prometidas de aumentar la inversión en ciencia hasta llegar al 1 por ciento del Producto Interno Bruto se han convertido, predeciblemente, en una disminución desde el 0.42 hasta un 0.33 por ciento para el año próximo. Si quisiéramos tener alguna oportunidad de que nuestro país salga del subdesarrollo habría que fomentar el crecimiento de un verdadero y vigoroso sistema científico-tecnológico-industrial.

Y sin embargo, al compararnos con nuestro poderoso vecino del norte, podemos tener alguna esperanza. En Kansas las corrientes religiosas más retrógradas logran imponer la enseñanza de dogmas religiosos (el creacionismo travestido de diseño inteligente) como parte de los cursos de biología evolutiva, lo cual hace pensar que peligra el futuro de esa nación como líder en ciencia y tecnología. Congratulémonos de que, al menos, los legisladores mexicanos todavía sean capaces de distinguir el verdadero pensamiento científico de las charlatanerías y seudociencias que, como dice el punto de acuerdo del Senado, “lucran con la ignorancia o la desesperación de la gente por solucionar sus problemas de una manera fácil”. Enhorabuena por la medida; ojalá se materialice en acciones concretas.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 9 de noviembre de 2005

La ciencia como cultura

Noviembre 9, 2005
La ciencia como cultura
La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera

Si aceptamos la definición de cultura como el conjunto de productos de la actividad humana, resulta que todo es cultura. Y si todo es cultura, la idea de que hay que “fomentar la cultura” resulta un poco absurda.

Por ello conviene adoptar una definición más limitada, que reconoce que pueden existir diversas “culturas” relacionadas con las distintas áreas de la actividad humana. Habría así cultura musical o del deporte, cultura mexicana y cultura francesa. Y, por supuesto, cultura popular y “cultura culta”, a la que normalmente nos referimos cuando pensamos en institutos de bellas artes o en consejos y secretarías de cultura.

Se acepta que esta cultura debe difundirse entre la población. En primer lugar porque no está difundida: se supone que la mayor parte de los ciudadanos no tiene acceso a ella. Y en segundo, porque se trata de un producto valioso de la actividad humana que nos permite enriquecer nuestra existencia y nos produce disfrute. (En cambio, a la cultura popular hay que “defenderla”, pues aunque está presente en todos los pueblos, tiende a desaparecer para ser sustituida por culturas importadas a través de la televisión y otros medios de penetración cultural.)

Desde este punto de vista, se puede entonces hablar de una “cultura científica”: el conocimiento de la ciencia, sus métodos, su manera de pensar y la visión del mundo que nos proporciona.

¿Quiénes debieran tener una cultura científica? Los científicos, por supuesto, pero no sólo ellos: la cultura científica no debiera estar restringida a quienes se dedican profesionalmente a la ciencia, sino que tendría que formar parte de la cultura general de toda la población.Las razones son muchas. Algunas son prácticas: la ciencia es nuestra fuente más confiable de conocimiento acerca de la naturaleza. El conocimiento científico nos permite no sólo entender el mundo que nos rodea, sino también modificarlo e intervenir en él con un alto grado de éxito. La aplicación de este conocimiento ha mejorado el nivel de vida de los ciudadanos a un grado que no ha logrado ninguna otra concepción del mundo o vía de conocimiento. Una cultura científica resulta indispensable para que el ciudadano no científico comprenda cabalmente el mundo actual y pueda darle sentido a los constantes avances científicos y tecnológicos que cada día transforman nuestras vidas. Y no sólo eso: a través de ella, los ciudadanos podemos también responsabilizarnos sobre el rumbo que tome la ciencia y la manera en que se aplique. La democratización del conocimiento científico es otra de las ventajas de una cultura científica popular.

Pero hay razones más abstractas para fomentar una amplia difusión de la cultura científica entre la población general. Y curiosamente, son muy similares a las que impulsan a todas las otras formas de difusión cultural. ¿Por qué, por ejemplo, hacemos exposiciones de pintura y escultura, funciones de danza o teatro, editamos libros de literatura o poesía? Simplemente porque son manifestaciones de la creatividad humana valiosas en sí mismas que hacen que nuestra vida sea más rica, y porque los ciudadanos merecen y tienen derecho a tener acceso a ellas.Aunque por desgracia muchas veces se piensa que la cultura científica se opone de alguna forma a la cultura artística y humanística, lo cierto es que tanto el arte y las humanidades como la ciencia, como formas de cultura, nos dan más opciones a la hora de pensar, actuar, decidir y comprender nuestras vidas.

El pasado lunes, la Universidad Nacional Autónoma de México entregó los estímulos con los que anualmente reconoce la labor de sus académicos destacados. Entre ellos, dos divulgadores científicos fueron reconocidos en el área de creación artística y extensión de la cultura. Uno de ellos fue el ingeniero José de la Herrán, quien recibió el Premio Universidad Nacional por una labor de décadas dedicada a poner la cultura científica y tecnológica al alcance de todos. El otro fue un servidor, que tuvo el honor de recibir la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos. Ambos reconocimientos señalan un logro importante: la aceptación de la cultura científica como parte de la amplia labor de difusión cultural, parte de las labores sustantivas de la universidad nacional y de nuestros valores nacionales. Desde aquí comparto mi satisfacción y mi renovado compromiso con esta gozosa labor.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 26 de octubre de 2005

Norberto Rivera y el petate de Frankenstein

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
26-octubre-05

Cuando Mary Shelley escribió en 1816 su novela Frankenstein, probablemente no imaginó que estaba creando un icono que casi dos siglos después seguiría sirviendo para asustar sobre los “peligros” de manipular a la naturaleza. La moraleja del libro podría resumirse así: si interfieres con las leyes naturales, sufrirás consecuencias terribles.

Al menos, esa es la moraleja obvia, porque hay otra, menos evidente: lo realmente malo en la creación del ambicioso Víctor Frankenstein no son los daños que ocasiona su criatura fuera de control, sino el hecho mismo de haber osado violar el orden natural al crear vida, algo reservado sólo a los dioses.

Esta misma agenda oculta parece estar también detrás del actual debate sobre la eutanasia en nuestro país. A partir de la iniciativa de crear una instancia legal que regule las solicitudes de enfermos terminales que deseen poner fin, en forma voluntaria y humanitaria, a sus vidas (decisión personal que cualquiera que haya visto la excelente cinta Mar adentro debiera ser capaz de entender y respetar), se han levantado voces opositoras, en particular la de la iglesia católica.

El cardenal Norberto Rivera mencionó incluso la posibilidad de convocar a la desobediencia civil (por más que posteriormente se negara el hecho) si se aprobaba tal medida. Se defiende así la tramposamente llamada “cultura por la vida” (como si todo aquel que discrepara de la dogmática oposición vaticana a la simple posibilidad de decidir sobre los usos de su cuerpo -anticoncepción, aborto, orientación sexual, la eutanasia misma- defendiera una “cultura de la muerte”).

Desde luego, en el fondo se trata de un asunto ético. Pero también de salud, por lo que la posible legislación sobre eutanasia debería estar basada en el conocimiento que aporta la ciencia médica. Lamentablemente, los argumentos que los opositores han esgrimido no ya contra la eutanasia, sino contra la mera posibilidad de discutirla, son terriblemente pobres. Se reducen a afirmaciones como que “no nos está dado” intervenir en la terminación de la vida de un enfermo, o que “no se debe violar el orden natural”.

Son además argumentos falaces, pues se basan en la idea de que existen “leyes naturales” que pueden ser violadas, aunque pagando con funestas consecuencias. Si bien en ciencia se habla de “leyes” (como la de la gravedad), se trata más bien de generalizaciones sobre el comportamiento de la naturaleza. No sólo no pueden violarse, sino que no fueron impuestas por ninguna autoridad que nos castigue si lo hacemos.

Detrás de la idea de que hay un “orden natural” que no nos está dado trascender están dos concepciones filosóficas relacionadas: el vitalismo y el esencialismo. El primero supone que los seres vivos lo estamos gracias a una fuerza vital que nos anima, y que está presente ya desde el momento mismo de la fecundación. El esencialismo supone, a su vez, que las cosas -incluyendo los seres humanos- tienen esencias que los hacen ser lo que son.

La ciencia moderna, por su parte, nos dice que los seres vivos son producto de un proceso de construcción paulatina: van surgiendo a partir de la fecundación y se van convirtiendo paulatinamente en humanos. Y así mismo, al morir no se pierde una “esencia” humana, ni la muerte es un proceso en el que no nos esté dado intervenir (sobre todo si de aliviar el sufrimiento se trata).

La ciencia no puede estar ni a favor ni en contra de la eutanasia, pero sí puede estar abiertamente a favor de la posibilidad de discutir el tema, y puede refutar los argumentos esencialistas y vitalistas con los que se pretende asustar a los ciudadanos para evitar la discusión. No hay ninguna “ley natural” que nos impida intervenir en los procesos vitales para ayudar a quien lo necesite.

La iniciativa sobre la eutanasia no pretende obligar a nadie, sino permitir que quien lo necesite pueda recurrir a ella. Y es en ese sentido que la ciencia puede apoyarla. La ciencia bien entendida ve al ciudadano como un adulto capaz de tomar sus propias decisiones informadas, en el marco de la legalidad. Pareciera que la iglesia lo ve ya no como un niño, sino como una oveja que requiere de un pastor que la guíe. Nos quieren asustar con el petate de Frankenstein.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 19 de octubre de 2005

Ciencia, seudociencia y el criterio de Heisenberg

Octubre 19, 2005

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Ciencia, seudociencia y el criterio de Heisenberg

La vida tiene curiosas contradicciones. Una la viví en el 14o Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, que se llevó a cabo la semana pasada en Morelia, Michoacán. En el local destinado al congreso nos reunimos decenas de comunicadores de la ciencia del país y de varias naciones iberoamericanas a discutir las mejores maneras de llevar a cabo nuestra labor: poner el conocimiento y la cultura científica al alcance del público. Y al mismo tiempo, en el teatro de al lado, se presentaba el notorio experto en ovnis Jaime Maussan con una conferencia titulada “La profecía” (“los mayas lo sabían, los tiempos se están cumpliendo, tú serás testigo”).El contraste era curioso precisamente porque en el Congreso de Divulgación se estuvieron discutiendo lo problemas de cómo promover el pensamiento científico en contra de seudociencias y charlatanerías que abusan de la credibilidad del público para despojarlo de su dinero (y muchas veces de su salud).El contraste, aunque curioso, no es demasiado sorprendente: basta hojear cualquier diario para encontrar, junto a la sección de ciencia -si es que existe-, una página dedicada a los horóscopos. Pero, como también se discutió en el congreso, ¿qué tanto derecho tenemos los comunicadores de la ciencia a descalificar a otras formas de conocimiento distintas de la ciencia?Depende de dos cosas: de cómo se presenten y de qué digan. Ideas como las de Maussan, o las de Walter Mercado, o las de los expertos en niños índigo? podrían quizá ser aceptables como mero entretenimiento, aún a pesar de que no existe evidencia confiable de que existan los visitantes extraterrestres, las predicciones astrológicas ni los niños índigo.Pero en el momento que se presentan como opciones científicamente válidas -como ciencia- se convierten en fraudes. Y más si tomamos en cuenta que invariablemente quienes las promueven lo hacen cobrando una cuota, algo que inmediatamente hace sospechar que se trata más de un negocio que de la promoción desinteresada de formas alternativas de conocimiento frente a la supuesta cerrazón de la comunidad científica. (Compárese, por ejemplo, la muy distinta y mucho menos mercantil actitud de quienes promueven la conservación de diversas tradiciones, de los auténticos ecologistas o de los promotores de la medicina autóctona.)¿Cómo distinguir entre la ciencia auténtica, que produce conocimiento confiable -y aplicable- acerca de la naturaleza, y sus imitadores fraudulentos? La respuesta quizá puede hallarse en una maravillosa obra de teatro que se presentó en los días previos al congreso de Morelia. Se trata de Copenhague, de Michael Frayin, que pudimos disfrutar en una excelente lectura dramatizada. Entre las muchas aristas que aborda esta obra maestra de teatro con tema científico, está el notorio pragmatismo de Werner Heisenberg, uno de los tres personajes y fundador de la mecánica cuántica.Discutiendo con Neils Bohr, su maestro y amigo, quien lo recriminaba por la a veces excesiva audacia con la que tomaba decisiones o saltaba a conclusiones científicas arriesgadas, Heisenberg se justificaba con un único argumento: “¡Funcionó!”.Y en efecto: más allá de todas las discusiones ideológicas o filosóficas que puedan tenerse acerca de la superioridad de la ciencia frente a otras formas de adquirir conocimiento, siempre queda de manifiesto el hecho de que, al aplicar el conocimiento científico, éste ¡funciona! Los aviones vuelan, las vacunas protegen, los antibióticos curan, los teléfonos celulares funcionan (bueno, no exageremos).El punto es que, por desagradable que parezca, este argumento pragmatista, práctico, es algo de lo que no pueden presumir muchas otras disciplinas que quisieran hacerse pasar como ciencias.Y es precisamente la utilidad práctica del conocimiento científico lo que muchas veces nos permite decidir cuándo una charlatanería puede ser no sólo deshonesta, sino lo suficientemente peligrosa como para oponerse activamente a ella. Hasta el momento, afortunadamente, las marañas conceptuales que vende Maussan no hacen mayor daño que despojar a su audiencia de su dinero y de su tiempo. Y quién sabe, ¡a lo mejor hasta puede resultar divertido escucharlo!
mbonfil@servidor.unam.mx

jueves, 13 de octubre de 2005

Medios, tiburones y Nicole Kidman

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Medios, tiburones y Nicole Kidman



Mientras usted lee esto, se lleva a cabo en Morelia, Michoacán el 14º Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica. En él se discuten todo tipo de aspectos relacionados con esta labor y se presentan propuestas y experiencias de lo más diverso, con la esperanza de que la comunidad de divulgadores nacionales y las actividades que llevan a cabo, vayan creciendo a un ritmo cada día mayor.

Entre los temas discutidos, destacó el de la relación de científicos y divulgadores con los medios masivos de comunicación. Y es que, en un país con más de 100 millones de habitantes, los divulgadores somos cada día más conscientes de la urgente necesidad de llegar a públicos más amplios.

El problema es que en los medios masivos el espacio está mucho más competido: los temas que ocupan las primeras planas de los periódicos son la política, los deportes o el espectáculo. ¿Cómo lograr que la ciencia salga ocupe un lugar prominente con tales competidores?

Un caso recientemente aparecido en la prensa mundial puede servir de ejemplo de cómo la creatividad puede ofrecer soluciones al dilema. Se trata de un excelente estudio (ya comentado en MILENIO Diario el pasado 8 de octubre) sobre el comportamiento migratorio de los tiburones blancos de Sudáfrica, llevado a cabo por investigadores de la World Conservation Society, de Nueva York, y encabezado por un oceanólogo mexicano. El estudio se publicó el 7 de octubre en Science, una de las dos revistas científicas más influyentes y prestigiadas del mundo.

Consistió en colocar en las aletas dorsales de los tiburones unos transmisores especiales que registraban sus movimientos (dirección, profundidad) y luego enviaban la información a los investigadores. No todo era sentarse a esperar que llegaran los datos, claro: primero tuvieron que capturar a los tiburones y colocarles los transmisores, labor francamente arriesgada.

Así se averiguó que los tiburones migran a distancias y profundidades mucho mayores de lo que hasta ahora se suponía (hubo una hembra que viajó 20 mil kilómetros en nueve meses, en viaje redondo de Sudáfrica a Australia), y lo hacen con velocidades de casi cinco kilómetros por hora. Según explica el temerario investigador que coordina el proyecto (a quien se ve en fotos junto a las fauces de un tiburón mientras le coloca un transmisor), esto cambia por completo la imagen que teníamos de los tiburones como animales predominantemente costeros.

Cambian también las implicaciones para su conservación, pues debido a su mala imagen pública y a su pesca excesiva, el tiburón blanco está en peligro de extinción. Hasta ahora se pensaba que las poblaciones de lugares distantes entre sí, como Australia y Sudáfrica, estaban aisladas; el estudio muestra que no necesariamente es así, y que quizá las estimaciones de población estén erradas.

Pero desde el punto de vista del periodismo científico, el estudio tiene una característica notable: los investigadores, con excelente visión noticiosa, y con el interés de atraer la atención pública para obtener apoyo para sus proyectos, nombraron Nicole a la hembra que viajó a Australia (en honor de la guapa australiana Nicole Kidman, quien ha expresado su interés por la conservación de los tiburones).

Esto, junto con la calidad del estudio, logró atraer la atención de los medios, que tuvieron así un anzuelo para convertir una noticia científica importante en nota de primera plana, gracias al vínculo con el mundo del espectáculo. (Habría que ver, claro, qué opina Kidman de ser comparada con una tiburona).

El caso ejemplifica varias cosas. Que un mexicano producto del sistema educativo mexicano puede convertirse en investigador internacional de primer nivel. Que con recursos y creatividad puede no sólo hacerse ciencia de primera, sino también lograr que esa ciencia ocupe un lugar en los medios. Y finalmente, que los científicos están ya conscientes de que los medios pueden ser sus aliados en la labor de procuración de fondos y de difusión de sus resultados.

Quizá lo único triste es que rara vez esto ocurra en nuestro país, y que muchos de los mayores logros de científicos mexicanos se den cuando trabajan en otros países.

Ah, por cierto, un pequeño detalle de orgullo familiar. El investigador que encabezó este estudio, Ramón Bonfil, es mi hermano.

mbonfil@servidor.unam.mx

jueves, 6 de octubre de 2005

La biología como evento masivo

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La biología como evento masivo


La semana pasada ocurrió un hecho inusitado en la UNAM: una multitud de estudiantes ansiosos de entrar a un evento que se había anunciado en la Sala Carlos Chávez del Centro Cultural Universitario estuvo a punto de dar un portazo -algo que es común en conciertos de rock-, pues el cupo de la sala fue ampliamente rebasado por los asistentes.

Uno pensaría que no hay nada especialmente raro en esto (más allá del hecho de que los eventos que se presentan en CU normalmente no convocan multitudes). Yo, que estuve ahí, puedo atestiguar que noté dos cosas fuera de lo común: una, que la multitud, a pesar de su ansiedad e inquietud, mostraba un extraño orden& La segunda, que la gran mayoría eran estudiantes de la Facultad de Ciencias, y más específicamente de la carrera de Biología (esto lo supe no porque se les notara en la cara, sino porque suelo dar clases en dicha facultad, además de que otro detalle extrañomuchos de ellos llevaban bajo el brazo libros de biología evolutiva).

No: lo verdaderamente extraño es que no se trataba de un concierto de rock, sino de ¡una conferencia científica! La ofrecía la famosa bióloga estadunidense Lynn Margulis, quien debido a la multitud tuvo que presentar su conferencia sobre evolución y simbiosis en las instalaciones, más amplias, del cercano Museo de las Ciencias Universum.

Y claro, usted se preguntará, antes que nada, ¿quién demonios será esta señora Margulis que causa tanto alboroto? La primera vez que escuché su nombre fue en alguna conferencia del biólogo mexicano Antonio Lazcano, especialista en el origen y la evolución de los seres vivos. Además del chisme común (entre biólogos) de que Margulis fue la primera esposa del famoso y desaparecido astrónomo Carl Sagan, Lazcano nos platicó cómo ella ha sido una de las principales promotoras de la teoría de que la simbiosis la formación de una asociación obligatoria y mutuamente beneficiosa entre dos seres vivos distintoses, más que una rareza de la biología, un proceso importantísimo en la evolución biológica.

En los tiempos en que yo era estudiante de licenciatura (los años ochenta), la idea de que organelos celulares como las mitocondrias (llamadas las centrales energéticas de la célula, pues oxidan los alimentos para producir energía útil) habían sido originalmente bacterias que penetraron en una célula y se quedaron a vivir en ella era francamente escandalosa. Una locura. Y sin embargo, había una bióloga apellidada Margulis, se nos decía, que presentaba amplias pruebas que apoyaban esta hipótesis de la endosimbiosis (simbiosis interna). Entre otras cosas, la mitocondrias tienen el mismo tamaño que las bacterias, tienen sus genes propios (que se parecen a los de las bacterias), se duplican dentro de la célula a su propio ritmo, independientemente de la división celular, y están rodeadas no por una, sino por dos membranas (lo cual sería de esperar si hubieran sido engullidas, pero no digeridas, por la célula mayor).

Con los años, Margulis y otros fueron acumulando evidencia de que no sólo las mitocondrias, sino también los cloroplastos y otros organelos celulares, son producto de la simbiosis. La Teoría Endosimbiótica comenzó a aparecer en algunos libros de texto, y hoy es plenamente parte del canon aceptado de la Biología Evolutiva.

Como si esto fuera poco, Lynn Margulis ha promovido otras visiones revolucionarias en biología, como la famosa Teoría de Gaia, postulada por el químico James Lovelock y que afirma que la influencia de los organismos vivos la biósferaen el planeta Tierra es tal que determinan en gran parte fenómenos atmosféricos, climáticos y hasta geológicos. Metafóricamente, la Tierra es como un gran organismo autorregulado. Margulis también ha sido la principal difusora de la clasificación de los organismos en cinco reinos (gruesamente, bacterias, protozoarios, hongos, plantas y animales), que sustituyó a la ya obsoleta de animales, vegetales y minerales.

En otras palabras, la noticia es que nuestra comunidad estudiantil es capaz de reconocer a una académica de calidad internacional y acudir masivamente a su conferencia. No sólo el rock interesa a los jóvenes universitarios. ¿No es esto una buena noticia?

miércoles, 28 de septiembre de 2005

Darwin y el secreto de las proteínas

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Darwin y el secreto de las proteínas


28-septiembre-05

La semana pasada el premio Nobel de química Harold Kroto, descubridor de la nueva forma de carbono denominada buckminsterfulereno, dio una charla en la UNAM. Mostró cómo los nanotubos de carbono, derivados de ella, resultan muy prometedores para la nanotecnología: la fabricación de máquinas en la escala de las moléculas (millonésimas de milímetro). Kroto fue realista, y comentó que la nanotecnología humana dista mucho de llegar a realizaciones prácticas: se encuentra en una etapa más bien rudimentaria.


La evolución biológica, en cambio, ha producido verdaderas nanomáquinas: las complejas proteínas que hacen posible el funcionamiento de las células y con ello el fenómeno asombroso de la vida. Sir Harry mencionó ejemplos como la hemoglobina de nuestros glóbulos rojos, que recoge oxígeno en los pulmones y lo libera donde haga falta. Nada de lo que haya podido producir el ser humano se encuentra siquiera cerca de la precisión de estas máquinas moleculares.

Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos, de los cuales existen 20 variedades. Se fabrican siguiendo las instrucciones directas de los genes, que determinan qué aminoácidos formarán parte de la cadena proteica y en qué orden.

Puede imaginarse, en una analogía fantasiosa, a una proteína como una larga cadena de segmentos (aminoácidos), cada uno equipado con alguna “herramienta” molecular (soplete, martillo, destornillador, pinzas). Una vez construida, la cadena de proteína se enrolla naturalmente sobre sí misma, en forma muy compleja, y en ese momento queda armada una sofisticada máquina molecular programada para fabricar algo o llevar a cabo alguna reacción química. Al adquirir la proteína su forma precisa, las “herramientas” moleculares que la forman quedan en las posiciones correctas para funcionar.

En los años 60 los biólogos moleculares descifraron el llamado “código genético”: las reglas con las que la célula traduce el lenguaje de los genes al de las proteínas. Conociendo la información contenida en un gen, se sabe exactamente a qué proteína dará origen.

Sin embargo, quedaba por resolver la “segunda parte” del código genético: el problema de la forma precisa que adopta la cadena de aminoácidos una vez fabricada -y por tanto de qué función tendrá. Luego de años de estudios, el problema no ha podido ser resuelto, pues las reglas fisicoquímicas que gobiernan el plegamiento de la cadena de proteína -y que tienen que ver con la flexibilidad de la cadena y con las interacciones de los aminoácidos entre ellos y con el agua que los rodea- son tan complejas que ni la supercomputadora más poderosa puede calcularlas.

Pero la semana pasada la revista científica Nature publicó un artículo del investigador Rama Ranganathan y su equipo, de la Universidad de Texas, quienes aplicaron el razonamiento dar-winiano al problema, con resultados muy prometedores.

Se sabe que al comparar proteínas similares de especies distintas, se encuentran algunos aminoácidos “conservados” evolutivamente: aparecen siempre en las mismas posiciones, a pesar de que otros hayan cambiado en el curso de la evolución. Esto indica que son importantes.

Lo que no se había hecho es tomar en cuenta que algunos de estos aminoácidos conservados se presentan siempre juntos: han “coevolucionado”. Es como si en la proteína un segmento que tuviera, digamos, una llave de tuercas, necesitara siempre cerca otro segmento que tuviera unas pinzas; si una de las dos herramientas no está presente, la otra resulta inútil.

Utilizando este razonamiento, Ranganathan generó reglas “evolutivas” con las que predijo la estructura de nuevas proteínas que en teoría deberían plegarse en forma similar a las naturales, y tener funciones similares. Para comprobar su hipótesis, fabricó las proteínas en el laboratorio y ¡sorpresa!: cumplieron plenamente con sus expectativas.

De modo que, al parecer, el abuelo Darwin sigue teniendo algunos ases bajo la manga. La lógica evolutiva parece triunfar donde los cálculos fisicoquímicos fracasaron. Quizá los biólogos moleculares no tarden mucho en diseñar proteínas artificiales adaptadas a nuestras necesidades. Se abrirá así una nueva etapa en el desarrollo de la nanotecnología de proteínas. Seguramente Harry Kroto estará feliz.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 21 de septiembre de 2005

Homeopatía: ¿curar con nada?

La ciencia por gusto

Milenio Diario
La ciencia por gusto
Homeopatía: ¿curar con nada?

Martín Bonfil Olivera

20 de septiembre de 2005

Todos tenemos algún pariente o amigo –o nostros mismos– que jura que gracias a la homeopatía se curó de tal o cual enfermedad.

Pero también hay quien afirma haberse curado usando cristales de cuarzo, con el reiki, las oscilaciones de un péndulo, o a la “receta” de un brujo del mercado de Sonora.

¿Qué tanta credibilidad merecen estas afirmaciones? La cuestión es complicada porque la medicina, a diferencia de disciplinas como la física, estudia al cuerpo humano, un sistema tan extremadamente complejo que resulta muy difícil distinguir los efectos de un tratamiento específico entre la inmensa cantidad de variables que influyen en él.

Ejemplo: un individuo reporta que padece continuas molestias en la garganta. Se le proporciona una pastilla (o unos chochitos homeopáticos) diciéndole que resolverán el problema. A las pocas horas, el paciente reporta que, efectivamente, las molestias han desparecido. ¿Basta eso para decidir que el tratamiento, homeopático o convencional, es exitoso?

Difícilmente. Hay que tomar en cuenta que, aparte del tratamiento, el paciente está sometido a una gran cantidad de estímulos. ¿Se encuentra bajo estrés? ¿Ha dormido bien? ¿Qué ha comido? ¿Tiene alguna predisposición genética? ¿Ha estado expuesto a condiciones ambientales adversas, o ha tenido contacto con personas enfermas? ¿Consume otros medicamentos? ¿Alguna droga? ¿Cambió recientemente sus hábitos? Cualquiera de estas variables puede haber influido en la aparición de las molestias, o en su desaparición (hay además enfermedades que “se curan solas”, al cumplir su ciclo natural, como sucede con cualquier catarro).

Por todo ello, a pesar de lo reportado por el terapeuta y por el propio paciente, no es tan sencillo determinar que si un tratamiento resulta o no efectivo clínicamente.

¿De dónde sacan entonces los médicos convencionales la confianza en sus terapias? De que para evaluarlas realizan estudios clínicos masivos cuyos resultados luego analizan con ayuda de una poderosa herramienta: la estadística, que permite distinguir, entre una multitud de datos y variables, si un efecto aparente puede o no ser atribuido, con cierto límite de confiabilidad, a un tratamiento, independientemente de las demás variables que se encuentren presentes.

Estos estudios incluyen además grupos de control a los que se les proporciona un tratamiento placebo (una sustancia inocua, para compensar que en muchos casos la convicción del paciente basta para producir una mejora). Se utiliza también el método de “doble ciego”, en que ni los pacientes ni los médicos saben si están administrando el medicamento o el placebo, para impedir que haya sutiles diferencias en la manera como el médico trata al paciente.

Hoy los homeópatas realizan también estudios clínicos serios, usando placebos y dobles ciegos, además de tratamiento estadístico, para sustentar la efectividad de sus terapias. Algunos de estos estudios han dado resultados positivos; otros negativos.

El problema con la homeopatía es que resulta poco creíble a la luz de los conocimientos químicos y médicos actuales. Se basa en los principios de que “lo semejante cura lo semejante” (para curar la fiebre habría que usar un agente que cause fiebre) y de que la “potencia” de un medicamento aumenta cuanto más se diluya.

Para intentar aclarar las cosas, investigadores de las universidades de Berna, Bristol y Zurich realizaron un cuidadoso “metaestudio”, es decir, un análisis de 110 estudios clínicos sobre homeopatía publicados recientemente, y los compararon mediante un análisis estadístico riguroso con otros 110 estudios de medicina convencional. Sus resultados, publicados a fines de agosto en la revista médica The Lancet (quizá la más prestigiada del mundo), indican que los aparentes efectos clínicos de la homeopatía son en realidad efectos placebo: daría lo mismo darle a los pacientes pastillas de azúcar.

Pero ¡ojo!: como señalan los autores del estudio, aunque para algunos sea un fraude, “para algunas personas la homeopatía puede ser una herramienta que complemente a la medicina convencional”. Después de todo, el uso de placebos ayuda a restaurar la salud de algunos pacientes. Si es así, ¿dónde está el daño en usarlos?

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 14 de septiembre de 2005

Burbujas de jabón

La ciencia por gusto-Martín Bonfil Olivera
Burbujas de jabón

14-septiembre-05

Puede parecer exagerado comparar a la vida con una pompa de jabón. Pero más allá de la metáfora (más allá del estrecho margen de condiciones -temperatura, acidez, presión, gravedad- que permiten la persistencia del frágil equilibrio dinámico que llamamos vida), hay un sentido formal en que la vida existe literalmente dentro de una burbuja jabonosa.

Se trata de las sutiles pero complejas membranas que rodean, recubren y definen a todas las células, unidades mínimas de la vida. En ellas las propiedades fisicoquímicas de moléculas jabonosas -los fosfolípidos-, en interacción con el agua indispensable para la vida, dan pie a una estructura auto-organizada que regula el tráfico de sustancias hacia y desde el interior de la célula viva.

El agua es una sustancia singular: su molécula consta de dos pequeños átomos de hidrógeno unidos a uno de oxígeno, un poco mayor. Su aspecto recuerda la cabeza de Mickey Mouse, y tiene una propiedad determinante: el átomo de oxígeno presenta una mayor avidez por los electrones negativos que giran alrededor de los átomos -y que al compartirse constituyen los enlaces químicos. Debido a ello, presenta una pequeña carga eléctrica negativa, mientras que los hidrógenos-orejas tienen carácter positivo.

Este simple hecho es responsable de la mayoría de las propiedades del agua. En particular, su gran poder como disolvente se debe a que toda sustancia formada por partículas cargadas podrá formar uniones con las moléculas cargadas del agua y así disolverse. Gracias a ello los jabones y detergentes, cuyas moléculas tienen una cabeza cargada, soluble en agua, y una o varias colas aceitosas, que no atraen ni se ven atraídas por las cargas acuosas, pueden disolver a las grasas.

Cuando las moléculas de jabón entran en contacto con la grasa, forman alrededor de ella una capa protectora. Sus cabezas solubles quedan hacia fuera, en contacto con el agua, mientras que sus colas grasosas se incrustan naturalmente en el ambiente graso. La esfera así formada se disuelve en el agua, pues está completamente recubierta de cabezas cargadas. Los vínculos -o falta de ellos- entre moléculas de jabón y de agua explican así el poder limpiador.

Jabones y detergentes pueden formar también delgadas capas de agua emparedada entre dos láminas de moléculas jabonosas. Las cabezas solubles quedan incrustadas en la película acuosa, y las colas grasosas bailan en el aire. Surgen así las burbujas, tan delgadas que refractan el agua produciendo destellos tornasolados.

Las membranas celulares son burbujas inversas: dos capas de fosfolípidos -detergentes naturales- que separan el agua del interior de la del exterior. Las colas grasosas quedan, en este caso, en medio de la delgada capa.

Además de ser importantes para la vida, los jabones y detergentes tienen importantes aplicaciones industriales, como parte de procesos químicos, y ambientales, en el combate a la cada vez más frecuente contaminación por desechos petroleros. Por ello, estudiar su comportamiento y estructura molecular resulta no sólo fascinante, sino altamente revelador.

Un grupo de investigadores de la Universidad de Oregon publicó en el número de septiembre de la Revista de la Sociedad Química Estadounidense un artículo en el que, utilizando un avanzado método de espectroscopía infrarroja, logran estudiar qué sucede cuando una molécula de detergente entra en contacto con la superficie del agua.

El evento, revelado al iluminar con luz infrarroja a la molécula y captar la radiación que emite en respuesta, revela algo parecido a “un renacuajo hambriento que incrusta su cabeza en el aceite u otro contaminante y deja su cola agitándose en el agua”, según el símil que hace Geraldine Richmond, química líder del equipo de investigación.

Los investigadores afirman que su estudio permitirá comprender mejor y modelar el comportamiento de los detergentes. (En particular, han descubierto que el “cuello” del renacuajo detergente se tuerce primero paralelamente a la superficie del agua, mientas que su “cola” se endereza perpendicularmente a ésta...) Más allá de la utilidad que tales detalles moleculares puedan tener en el diseño de nuevos y mejores detergentes, nos proporcionan una sugerente imagen. En el fondo, ¿no se trata de eso la ciencia?


mbonfil@servidor.unam.mx

lunes, 12 de septiembre de 2005

Nueva Orleans: una tragedia anunciada

MILENIO DIARIO

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Nueva Orleans: una tragedia anunciada

7-septiembre-05

¿Por qué será que los adivinos y profetas nunca predicen catástrofes como el 11 de septiembre o la inundación que recientemente asoló a la ciudad de Nueva Orleans? Por desgracia, aunque con frecuencia la ciencia sí logra prevenir sobre el riesgo de desgracias relacionadas con algunos fenómenos naturales, a veces parece que esto tampoco sirve de gran cosa. El ejemplo más reciente (e indignante) es lo que acaba de suceder en la capital del jazz.

En octubre de 2001 (¡hace cuatro años!), la revista Scientific American, sin duda la publicación de divulgación científica más famosa y leída del mundo, publicó un artículo titulado "Ahogando a Nueva Orleans", que comenzaba anunciando que "un huracán importante podría sumergir a Nueva Orleans bajo 20 pies (seis metros) de agua, matando a miles".

El artículo citaba estudios de investigadores de la Universidad de Louisiana, quienes por medio de modelos de computadora habían predicho la magnitud del daño que podría producirse si no prevenían los efectos de la inevitable inundación.

El problema de Nueva Orleans es consecuencia de su ubicación. Se encuentra entre el río Mississippi y el lago Pontchartrain, en una región húmeda y pantanosa. Desde hace más de cuatro mil años, el Misisipi ha arrastrado limo y sedimentos que fueron formando el delta sobre el que se encuentra Nueva Orleans. El delta es constantemente erosionado por el mar, pero el flujo del río solía compensar la erosión. Cuando se comenzaron a construir diques en los márgenes del río para evitar las frecuentes inundaciones de la ciudad, el limo dejó de acumularse en el delta, y la trayectoria del Mississippi se fue alargando, conforme se le confinaba mediante más y más diques. Hoy desemboca prácticamente en la orilla de la plataforma continental, por lo que el limo, en vez de formar más suelo, se pierde en el fondo del mar.

Así, el delta ha ido perdiendo terreno rápidamente ante la erosión marina (Louisiana pierde 4 mil metros cuadrados cada media hora). El suelo poroso del delta se ha ido deshidratando y se ha comprimido. Nueva Orleans se ha ido hundiendo cada vez más y hoy se encuentra por debajo del nivel del mar, lo cual la pone en riesgo de inundación ante cualquier lluvia fuerte y la obliga a bombear agua constantemente hacia el lago Pontchartrain.

Se trata de un verdadero círculo vicioso: el bombeo de agua, junto con los diques, deshidratan cada vez más el suelo, que se sigue hundiendo. El agua de mar invade los pantanos y mata la vegetación, lo que facilita aún más la erosión.

Ante esto, los investigadores de la Universidad de Louisiana, junto con expertos del Cuerpo de Ingenieros del Ejército Estadunidense encargado desde 1879 de construir y reparar los diques prepararon en 1998 un informe titulado Coast 2050, en el que advertían del peligro de una inminente inundación y proponían diversas medidas para comenzar a remediar la situación. Entre ellas estaban la apertura de compuertas controladas en los diques para permitir la salida de agua dulce y sedimento y la restauración de los pantanos; la suspensión del dragado del río, que entonces cambiaría de rumbo para desembocar cerca del delta, y la construcción de compuertas para controlar la entrada de agua desde el Golfo de México hacia el lago Pontchartrain. Se trataba de un plan ambicioso y de alto costo, y fue básicamente ignorado por el gobierno de los Estados Unidos.

Hoy el presidente Bush está siendo criticado por todos los sectores de la sociedad. Su gobierno prefirió invertir recursos materiales y humanos en la guerra de Irak (un tercio de la guardia nacional de Louisiana se encontraba en Irak durante la inundación), y en vez de aumentar los recursos para prevención de desastres, los recortó: los fondos del Cuerpo de Ingenieros para el mantenimiento de los diques, por ejemplo, disminuyeron en los últimos años.

La historia no ha terminado. Las desoídas predicciones científicas fueron, desgraciadamente, correctas. Pero Nueva Orleans sigue estando a merced de futuros huracanes. Louisiana produce la quinta parte del petróleo de los Estados Unidos, y la cuarta parte de su gas natural. Los huracanes son cada vez más frecuentes, en parte debido al calentamiento global, constantemente negado por Bush. Si no se toman medidas, la tragedia podría repetirse. ¿Se necesitará la advertencia de un astrólogo para que alguien haga caso?

miércoles, 31 de agosto de 2005

El principio de autoridad

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
El principio de autoridad


31-agosto-05



¿Por qué confiar en la ciencia? ¿Será porque la hacen personas muy inteligentes y con doctorado? Así sería si la ciencia se rigiera por el principio de autoridad: la idea de que algo vale o no dependiendo de quién lo diga. Así funcionan la autoridad paternal y la religiosa. La ciencia moderna, en cambio, opta por sustentar sus afirmaciones en evidencia comprobable.

Una amable lectora me escribe para inconformarse con algunas de los puntos de vista vertidos últimamente en esta columna. Me reconviene por “no tener una mente abierta” para aceptar los avances de la ciencia, pues pretendo limitar la credibilidad científica a lo que, a falta de más espacio, llamé “la ciencia de a de veras”. “¿Pues de cuál ciencia cree usted que hablaba yo?”, me dice, y a continuación menciona una exhaustiva lista de disciplinas que a su parecer constituyen nuevos campos de avance de la ciencia.

Entre ellos se encuentran las prácticas hindúes de alimentarse exclusivamente de jugos de frutas, por un tiempo o de por vida, y de subsistir solamente a base de prana, es decir, “sólo aire” (aunque la Wikipedia informa que el prana en realidad es “la materia infinita de la cual nace la energía” -no me mire usted así, yo sólo transcribo lo que leí- y previene de no confundirlo, dado que se controla por medio de la respiración, con el aire mismo. Pero no seamos melindrosos).

Están también las investigaciones del Dr. Masaru Emoto, quien hablándole con cariño o con “sentimientos negativos” al agua logra que se cristalice en formas armoniosas o caóticas (como lo vemos al microscopio, se trata de ciencia, innegablemente); la astrología, que “es una ciencia y fue utilizada desde las primeras grandes civilizaciones como la egipcia”; la medicina alternativa, basada en el uso de “extractos de plantas, infusiones, tónicos, etcétera”, que es uno de los “muchos otros métodos que utilizan la llamada medicina vibracional, en donde se incluyen la homeopatía y las esencias florales, entre otras”.

La lista continúa: la curación cuántica, que “nos permite llegar a lo básico de la función celular, por medio de nuestro pensamiento, pasando por los decretos arraigados en el inconsciente para eliminar los traumas y enviar órdenes a nuestro cuerpo para que la regeneración celular ocurra dentro de un proceso perfecto, normal, sano (esto lo saben los chinos desde hace más de cinco mil años)”; los “maravillosos niños índigo”, de los que ya hemos hablado en este espacio... en fin, un catálogo bastante completo.

Más allá de la credibilidad de este tipo de ideas (y de la forma en que se usan conceptos como “energía” o “vibración” en formas totalmente distintas a como se definen en Ciencias Naturales), lo que realmente me preocupó fue la razón por la que mi estimable informadora decía confiar en ellas: “¿No le bastan profesores eméritos de universidades cuyos trabajos son reconocidos mundialmente?”, me reprendía, y añadía una pregunta jugosa: “para usted ¿cuales son los verdaderos científicos?”.

Intentemos una respuesta. Mi corresponsal parece confiar en el principio de autoridad: cree que una disciplina es científica en función de quién la avale. El malentendido es común; mucha gente cree que la validez de la Teoría de la Relatividad, por ejemplo, proviene del prestigio o la inteligencia de Albert Einstein.

Y sin embargo, es un error. En ciencia, como en todas las áreas sustentadas en el pensamiento racional, algo es válido dependiendo no de quién lo afirma, sino de cómo lo sabe. En otras palabras, lo que garantiza la validez del conocimiento científico es el método que se utiliza para obtenerlo. Método basado en la experimentación y la observación controlada, la generación y puesta a prueba de hipótesis para explicar lo observado y (¡ojo!) la discusión entre pares para garantizar que dichas hipótesis sean convincentes.

¿Cumplen los “avances científicos” mencionados por mi lectora con estos requisitos? Hasta el momento no; no han sido aceptados por la comunidad científica. No se trata de prejuicios, sino de control de calidad.

Los “verdaderos” científicos son los que comparten esta forma de trabajo y estos estándares de calidad, y por ello forman parte de una comunidad. De otro modo, no queda más que suponer que se trata de farsantes.

mbonfil@servidor.unam.mx


miércoles, 24 de agosto de 2005

Canciones, manipulación y violencia: ¿de veras somos tan manejables?

MILENIO DIARIO-La ciencia por gusto- Martín Bonfil Olivera
Canciones, manipulación y violencia: ¿de veras somos tan manejables?


24-agosto-05



Si usted ha recibido alguna vez algún mensaje de correo electrónico que diga algo como “¡Cuidado, si recibes un correo que diga (inserte aquí cualquier frase), bórralo de inmediato, es un virus que acabará con toda tu información, envía copia de este mensaje a todos tus conocidos!”, y ha obedecido la orden de reenviar el mensaje, entonces sabe lo fácilmente que podemos ser manipulados los seres humanos. Pues en este caso el único virus es el mensaje mismo, que ha logrado reproducirse y llegar hasta otros buzones gracias a la ayuda que usted, su obediente víctima, le ha proporcionado.

El tema de la manipulación lastima nuestro amor propio. Pero es indiscutible que, expuestos a los mensajes correctos, todos podemos responder con conductas que obedecen los deseos de quienes formulan los mensajes. (Si esto no fuera cierto, Carlos Alazraki no tendría chamba, pues la publicidad no existiría; Hitler no habría llegado al poder y no nos gobernaría Vicente Fox).

Pero en todo hay matices, y tampoco es que baste con enviar un mensaje para que las personas lo obedezcan ciegamente. Por eso, amerita cierta reflexión el reciente escándalo sobre la canción que cantaban durante su entrenamiento los niños asistentes al curso de verano de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (“yo no tengo padre ni nunca lo tendré, el único que tuve yo mismo lo maté...”).

Resulta, cuando menos, de muy mal gusto poner a los niños a cantar canciones violentas, pero, ¿ameritará realmente declarar una alarma nacional y pedir las cabezas de los culpables? Los niños son curiosos y les encanta romper reglas (decir groserías, irse de pinta, ver películas prohibidas...), pero eso no implica que sean delincuentes en potencia... sólo niños normales.

Muchos cuerpos policiacos del mundo cantan en sus entrenamientos ese tipo de canciones. No sólo por su sonsonete, adecuado para mantener el ritmo al correr en grupo, sino porque la calidad transgresora de la canción los hace sentirse cómplices y refuerza el sentido de unidad. Tratándose de adultos, es sensato suponer que no por cantar una canción, por violenta o de mal gusto que ésta sea, quienes la cantan vayan a adoptar las conductas que describe. De otro modo, habría que prohibir cualquier canción –o novela, película o programa de televisión– que describiera conductas indeseables (pero, ¡esperen!, ¿qué no fue eso lo que hicieron autoridades estatales y federales cuando descubrieron que la SEP había publicado el libro El corrido mexicano, de Vicente T. Mendoza, que contenía algunos narcocorridos? Seguramente temían que los infantes de todo el país se volvieran narcotraficantes con sólo leerlos...).

El punto está en saber qué tan influenciables son los niños como los que asistían al curso de la Secretaría de Seguridad. Los niños, especialmente los más pequeños, aprenden en gran medida por imitación, y son muy susceptibles a aprender conductas –y los valores asociados que éstas conllevan– al observar lo que hacen los demás. Un niño pequeño que ve escenas en que una persona golpea a otra, por ejemplo, reproducirá esa conducta al jugar con muñecos. Pero conforme crece, el niño deja de ser tan fácilmente influenciable. ¿Hasta qué edad precisamente y qué tipo de conducta puede imitar un niño? No hay respuesta general: depende del niño, su educación, la conducta de que se trate y el mensaje que la muestre.

Sin embargo, en una reciente reunión de Asociación Psicológica Estadunidense, reportada en la revista Nature (19 agosto) se presentó una revisión profunda de 20 años de investigaciones sobre la influencia de los videojuegos violentos en la conducta de los niños y adolescentes. Entre otras cosas, se mostró que, al menos en el corto plazo (hace falta investigar los efectos a largo plazo), los niños que los juegan son menos sensibles al sufrimiento de otras personas, además de que reportaban sentirse malos y enojados luego de jugarlos. Los videojuegos que mostraban violencia corporal, como patadas y golpes, impulsaban a los niños a imitarlos. Como resultado, la Asociación emitió una resolución para pedir a los fabricantes de videojuegos que indiquen con claridad el nivel de violencia que contienen, que muestren las consecuencias negativas del uso de la violencia y que traten de evitar que los usuarios se identifiquen con los personajes más violentos (algo más bien difícil de lograr).

Ante esto, quizá –sólo quizá– la preocupación ante el uso de canciones violentas en los cursos de verano sea justificada. Aunque claro, eso querría decir que las autoridades deberían estar francamente alarmadas ante la aparición de la nueva versión de videojuego Ghost Recon, que muestra a marines estadunidenses utilizando bombardeos para salvar al presidente de su país, secuestrado en su embajada en México, en pleno Paseo de la Reforma. El jefe de Gobierno del DF dice que es un problema alarmante; el secretario de Gobernación afirma, en cambio, que es trivial. ¿Usted qué opina?



mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 17 de agosto de 2005

La ciencia: una inteligencia colectiva

MILENIO DIARIO

Miércoles 17-agosto. Actualización 05:28 Hrs.

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La ciencia: una inteligencia colectiva

17-agosto-05



Este columnista agradece los mensajes de aliento recibidos a raíz de su última colaboración, dedicada a denunciar los espacios que ocupan tantos charlatanes en los medios de comunicación.

Debe también disculparse por haber dado la impresión de que estaba dispuesto a tirar la toalla. Y afirma, para que quede constancia, estar convencido de que ¡por supuesto que vale la pena divulgar la ciencia! No sólo por su gran utilidad práctica y por lo urgente de ampliar la comunidad científica mexicana. No sólo por lo necesario que es incorporar el pensamiento científico a la cultura mexicana para acercarnos aunque sea un poquito a salir del subdesarrollo. No sólo por el valor intrínseco de la visión del mundo que nos da la ciencia, que al igual que las visiones poéticas o literarias, las artes bellas o populares y las tradiciones, merecen la pena de ser divulgadas sólo para que los demás tengan también oportunidad de conocerlas y disfrutarlas.

No: también es necesario divulgar la ciencia auténtica (la que es reconocida y aceptada, luego de haberla puesto a prueba y discutido, por la comunidad científica) como una forma de poner límites a los abusos y trampas de todo tipo de charlatanes, que descubren que empanizando sus productos chatarra en una delgada capa de lenguaje científico pueden disfrazar el sabor del fraude y aumentar sus ventas (y sus ganancias).

Y sin embargo, queda la duda: ¿cómo es que charlatanes como la señora JZ Knight, dueña de la Escuela de Iluminación de Ramtha, logran convencer a varios físicos serios y (más o menos) reconocidos de convertirse en sus discípulos y prestarle su apoyo? Sus testimonios aparecen en su filme promocional, disfrazado de documental filosófico-científico, What the bleep do we know (¿Y tú qué $%&?#* sabes?). Uno esperaría que contaran con las herramientas para distinguir un engaño bien disfrazado de una ciencia auténtica. ¿Cómo explicar su credulidad?

El apoyo de los científicos a charlatanes, que los usan como una excelente forma de propaganda (el viejo truco de buscar el apoyo de una autoridad para lograr que los demás crean lo que uno dice), es muy común, y en lo personal me produce una gran desazón. Me consuela recordar que la idea de que los científicos son seres superiores; más inteligentes que el resto de los mortales, es sólo uno más de los mitos que existen acerca de la ciencia.

En realidad, por más que se nos siga vendiendo la imagen del científico genial tipo Einstein, la ciencia no es una empresa individual, sino colectiva. No basta con tener buenas ideas: hay que someterlas a prueba. Y no sólo a la prueba del experimento, sino a la más importante: la de la aceptación de una comunidad de colegas bien preparados para cuestionar las hipótesis que planteamos.

Varios filósofos han planteado que la ciencia (el sistema más avanzado que conocemos para predecir lo que puede ocurrir en nuestro entorno, y por tanto aumentar nuestras posibilidades de supervivencia) es el más elevado escalón en la escala de evolución de la inteligencia. Ello se debe a que aprovecha nuestras capacidades de comunicación para unir los cerebros de los científicos en una labor de pensamiento colectivo (por medio del lenguaje y la cultura, no telepatía). Se suman así las capacidades creativas y críticas de cientos de individuos para generar hipótesis y examinarlas, y quedarse finalmente con las más robustas y resistentes.

Pero el carácter colectivo de la inteligencia científica no obsta para que individualmente los científicos puedan actuar como tontos. Tener un doctorado en ciencia no lo hace a uno más inteligente; formar parte del riguroso proceso de pensamiento colectivo de la ciencia, sí. Quizá por ello seguiremos viendo, de vez en cuando, personalidades científicas respetables que apoyen a charlatanes; no por ello debemos tragarnos la píldora, ni dejar de tener confianza en la ciencia. ¡Después de todo, los científicos son sólo humanos!

mbonfil@servidor.unam.mx

sábado, 13 de agosto de 2005

Charlatanes en los medios

La ciencia por gusto

Charlatanes en los medios

Martín Bonfil Olivera
13 de Agosto de 2005

Para Estrella Burgos, confiando en que sí vale la pena.

Últimamente me he topado con el problema de la desilusión profesional: esa horrible sospecha de que todo a lo que uno se ha dedicado durante años es completamente inútil. Y como usted sabe, un servidor se dedica a divulgar la ciencia, es decir, compartirla con el público.

La mala racha comenzó cuando una tarde encendí el radio para toparme con que en un popular noticiero se presentaba como “experto en medicina naturista” y académico de la Universidad de Chapingo a un charlatán llamado Erik Estrada, quien con la mayor tranquilidad del mundo afirmaba que cualquier enfermedad se puede curar con jugos de frutas, que toda sustancia artificial causa cáncer y que hormonas “artificiales”, como las que contienen las pastillas anticonceptivas, “causan cáncer” (así, sin matices), a diferencia de las hormonas naturales, que por supuesto son, según él, totalmente seguras.

El tipo demostraba la más completa ignorancia acerca de la química: las hormonas “artificiales” muchas veces se fabrican a partir de precursores “naturales” (no de la nada); de cualquier modo si ambas moléculas son idénticas no pueden tener efectos distintos sólo debido a una falsa distinción entre natural y artificial. Pero lo que más me perturbó fue saber que el señor Estrada es, al parecer, invitado habitual de Monitor, y desde esa tribuna sus mensajes anticientíficos llegan a decenas de miles de radioescuchas.

Desgraciadamente, el caso no es único: en otra estación de radio también muy popular se presentó recientemente otro charlatán que mezclaba alegremente la física cuántica (que por supuesto nunca definió) con lo que él llamaba “la espiritualidad”. Y lo mismo sucede en todas las estaciones de radio y TV. ¿Qué hace un divulgador científico cuando se topa con esto?

Hasta hace poco yo hubiera dicho que dar la batalla, pero ya no estoy tan seguro. Y es que los medios de comunicación presentan dos graves problemas. Uno es la gran aceptación que tiene todo tipo de temas “esotéricos”, sobre todo los que se hacen pasar por “científicos” (astrología, ovnis, niños índigo, seudoterapias “alternativas”, curaciones cuánticas…) entre un público que simplemente no sabe que existe conocimiento mucho más confiable (y sorprendente), producto del trabajo de científicos y médicos serios. Público que, por tanto, no puede exigir que dejen de ofrecerle basura.

El otro peligro es la falsa idea que tienen muchos periodistas de que deben darle voz tanto a los expertos científicos como a los charlatanes alternativos, en aras de una mal entendida pluralidad. Se le presentan al público las opiniones de los charlatanes como si fueran tan autorizadas y confiables como las de los científicos. ¿Cómo puede un lector lego defenderse de tal abuso?

Mi desaliento llegó al límite cuando fui, con cierta ilusión cándida, a ver una película que se anunciaba a la vez como “científica” y “filosófica”: me refiero a ¿Y tú qué sabes? (What the bleep do we know?), codirigida por Mark Vicente, William Arntz y Betsy Chasse. Esta verdadera superproducción, excelentemente concebida y dirigida, con efectos especiales de primera, se basa en entrevistas con supuestos expertos en la naturaleza de la conciencia y la realidad (una de ellas es una señora que –aunque no lo dice en la película– afirma ser el canal por el que Ramtha, el espíritu de un habitante de Atlantis que vivió hace 35 mil años, se manifiesta para darnos sus enseñanzas).

La tesis de la cinta, que desgraciadamente resulta muy convincente para el incauto, es en realidad un amasijo de concepciones científicas confusas que mezclan mecánica cuántica, biología molecular y neurociencias para defender ideas como que la ciencia y la religión descubren, en el fondo, las mismas “verdades”; que uno puede modificar la realidad con sólo desearlo, o que “todos somos dioses”.

Lo triste es que la película es un éxito y está llegando a millones de personas en todo el mundo. Ante semejante panorama, ¿tendrá algún sentido seguir pretendiendo divulgar la ciencia de a de veras?

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 23 de febrero de 2005

Si Dios quiere

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

Publicado en
Milenio Diario, 23 de febrero de 2005

No sé a usted, pero a mí me saca un poco de onda hacer una cita y, al confirmar la hora, recibir como respuesta el consabido “si Dios quiere”. Siento que la persona quizá me deje plantado, dependiendo de los designios de un ser superior que, por definición, es inescrutable.

Desde luego, frases como “si Dios quiere”, “primero Dios”, “Dios mediante” y otras son simplemente parte de nuestra tradición popular, y rara vez implican un sentido literal. Pero hay excesos. Le presento tres casos.

Me topé con el primero siendo corrector de estilo de una revista científica. Un investigador presentaba sus excelentes resultados diciendo: “en el Instituto Fulano, y gracias a Dios, el doctor Mengano obtuvo la fase superconductora zutana”. Estará usted de acuerdo en que cada quien es libre de agradecer a quien quiera por el fruto de su trabajo, pero en este caso la presencia divina estaba, al menos, fuera de lugar.

Segundo caso: el pasado 9 de diciembre, la influyente revista científica Nature publicó un editorial titulado “Donde la teología sí importa”. Defendía que, ante la cada vez mayor influencia que tienen las instituciones religiosas, la comunidad científica debería hacer un esfuerzo por tomar en cuenta sus puntos de vista, sobre todo ante dilemas científico-éticos como los que plantean la clonación, la investigación con células precursoras obtenidas de embriones humanos y otras áreas de investigación biomédica. Se citaba la opinión de un sacerdote jesuita que al mismo tiempo es biólogo molecular en la Universidad de Georgetown, quien comentaba que, aunque desde un punto de vista científico todas las posibles vías de investigación usando embriones humanos deberían explorarse simultáneamente y sin demora, en vista de sus posibles beneficios, quizá desde la visión religiosa esta conclusión no fuera aceptable.

La polémica, naturalmente, no se hizo esperar. En el número del pasado 10 de febrero, una carta criticaba el editorial, con el argumento de que los sacerdotes, rabinos y demás religiosos no tienen mayores credenciales para opinar en temas bioéticos que su “creencia en una entidad paranormal que creó el universo y todo lo que contiene”. “¿Aceptarían ustedes consejos en cuestiones fundamentales de alguien que insistiera en creer que Santa Clos es real?”, se preguntaba el indignado corresponsal.

Aunque se trata de una posición extrema –lo cual, como se sabe, siempre es peligroso–, es difícil no concordar hasta cierto punto con la queja. No por falta de respeto por las creencias religiosas de cada quien, sino porque se están mezclando dos ámbitos que no tienen por qué confundirse. Ampliemos el comentario, antes de pasar al tercer caso.

El desacuerdo fundamental, que surge siempre que científicos y religiosos polemizan sobre alguna cuestión, se encuentra en sus respectivas visiones del mundo. Toda religión se basa en algún tipo de creencia en entidades trascendentes que están más allá del universo físico (sean éstas dioses, almas, espíritus, ángeles o cosas más abstractas como “el karma” o las vibraciones cósmicas). Aceptan, por tanto, la existencia de una realidad sobrenatural (en el sentido de que se halla más allá de lo natural) que puede, de algún modo, influir en el mundo natural (es decir, el prosaico y cotidiano universo físico). En algunos casos, se acepta la posibilidad de intervenciones divinas que causan rupturas de las leyes naturales: milagros.

Por el contrario, la visión científica del mundo es fundamentalmente naturalista, pues rechaza de entrada la existencia (o al menos, la influencia en nuestra realidad, que para efectos prácticos es lo mismo) de entidades sobrenaturales. Quizá exista Dios (o Alá, Brahma o Huitzilopochtli), pero la ciencia no tiene necesidad de tal hipótesis.

Más aún: suponer que el mundo natural puede ser influido sobrenaturalmente impediría la existencia misma de la ciencia, pues el resultado de un experimento o un estudio epidemiológico podría ser objeto de estas influencias. ¿Qué caso tendría hacer experimento para intentar hallar regularidades de la naturaleza? Jacques Monod, uno de los padres de la biología molecular, expresó lo mismo por medio de su “principio de objetividad”, que exige al científico suponer que detrás del mundo natural no hay un proyecto, un objetivo (ni, por tanto, una inteligencia superior).

Sirva todo esto de preámbulo para presentar el tercer caso. Como usted sabe, en diciembre y enero, por falta de mantenimiento de los ductos de PEMEX, hubo varios derrames de petróleo en Veracruz, con graves consecuencias ambientales e incluso legales.

Por ello, al ver en el diario Reforma (11 de febrero) una foto cuyo pie reza: “El gobernador de Veracruz estuvo ayer en la reinauguración de la planta Fenoles y Fertilizantes de México. Acompañaron al mandatario el gobernador de Colima y el cardenal Juan Sandoval Iñiguez, quien bendijo las instalaciones, ritual con el que las autoridades esperan que se frenen los derrames”, me di cuenta de que una de las principales industrias de nuestro país está manejada por personas que buscan en el pensamiento mágico-religioso las respuestas que, en una sociedad bien educada, debieran buscarse en la ciencia y la técnica.

Al césar lo que es del césar, pero una nación que no sabe para qué sirve la ciencia está condenada al tercermundismo. ¡Dios no lo quiera!

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!