Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de abril de 2014
Rhodopseudomonas palustris en la superficie de un electrodo (Nature communications) |
¿Recuerda usted sus clases de química en secundaria? ¿Aquellas horrorosas ecuaciones que había que balancear por óxido-reducción? La sustancia que gana un electrón, que tiene carga negativa, se reduce (como le pasa al oxígeno en muchas reacciones). La que pierde un electrón, se oxida (por eso el oxígeno es “oxidante”).
Pues bien, le voy a decir un secreto: detrás de los procesos vitales de comer y respirar hay solamente reacciones de óxido reducción. Nada más. En forma simplificada, la cosa es así: los alimentos que consumimos (por ejemplo, carbohidratos producidos por las plantas mediante la fotosíntesis) contienen mucho hidrógeno. Al contrario del oxígeno, el hidrógeno es un elemento que tiende a ser “reductor” (cede un electrón… ¡el único que tiene!). Así, los carbohidratos son compuestos reducidos.
Lo que hacemos al comerlos –luego de digerirlos, transformarlos y transportarlos a través de la sangre a cada célula de nuestro cuerpo– es precisamente oxidarlos. A los carbohidratos se le arrancan electrones, que son pasados de mano en mano por toda una serie de moléculas en el interior de las células; en especial en las mitocondrias. Ese flujo de electrones va liberando energía, y es lo que impulsa la maquinaria vital de la célula como si fuera una corriente de agua que impulsa varios molinos. Al mismo tiempo, el carbono y el hidrógeno de los carbohidratos, por separado, se combinan con oxígeno –se oxidan– para producir dióxido de carbono (CO2) y agua (H2O) que exhalamos al respirar.
La cadena de transporte de electrones en la mitocondria, asociada a la salida y entrada de iones hidrógeno a través de la membrana mitocondrial |
Los electrones pasan de un compuesto reducido (carbohidratos), de alta energía, hasta el agua y el dióxido de carbono, oxidados, de baja energía. Y en el trayecto ceden su energía para mantenernos vivos. Todos los procesos vitales están, en última instancia, impulsados por el flujo de electrones de las reacciones de óxido-reducción dentro de la célula.
(Por si tenía la duda, en la fotosíntesis ocurre lo contrario: se combinan agua y dióxido de carbono para formar carbohidratos. Pero en este caso el proceso requiere energía, en vez de liberarla: las plantas usan la energía de la luz solar para lograrlo.)
Pues bien: lo interesante del descubrimiento de las bacterias “eléctricas”, Rhodopseudomonas palustris, (realizado por P. R. Girgis, de la Universidad de Harvard, y su equipo, y publicado en la revista Nature Communications el pasado 26 de febrero) no es que usen flujos de electrones para funcionar, sino que pueden tomar electrones no de otras sustancias en disolución, como normalmente ocurre, sino directamente de un electrodo metálico.
Ya se conocían bacterias capaces de donar electrones a sustancias sólidas, como óxidos de hierro, pero el proceso inverso era desconocido. Aparte de las implicaciones ecológicas (al parecer R. palustris puede, al oxidar el hierro a su alrededor, ir formando una capa de cristales de óxido de hierro capaces de conducir la electricidad, con lo que podría robar electrones del hierro enterrado lejos de la superficie, donde vive, pues también realiza la fotosíntesis), el descubrimiento podría algún día tener aplicaciones tecnológicas (por ejemplo para producir pilas biológicas o generar biocombustibles).
Todos somos “eléctricos”. Pero no todos podemos, como esta pequeña bacteria, conectarnos directamente a la corriente. ¡Y luego dicen que la química no es importante!
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