martes, 27 de enero de 2004

¿Aborto o anticoncepción?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 27 de enero de 2004

¿Qué es un aborto? ¿Qué es un anticonceptivo? ¿Quién tiene más derechos, una mujer adulta o un embrión?

Estas cuestiones suenan, quizá, excesivamente filosóficas (además de polémicas), pero como con todas las cuestiones de este tipo, a veces llega el momento de discutirlas. El pretexto para hacerlo ahora es que, como se anunció el pasado viernes, la Secretaría de Salud decidió aprobar, con varios años de demora, la Norma Oficial Mexicana de los Servicios de Planificación Familiar, que fue publicada el 21 de enero en el Diario Oficial de la Federación. Y en ella, por fin, queda avalada y autorizada oficialmente la llamada anticoncepción de emergencia.

Gracias a esto, las parejas a quienes les falle el uso del condón podrán evitar la angustia de un posible embarazo no deseado y la necesidad de un aborto. (Aunque aclararemos que las rupturas y desprendimientos del condón son poco usuales si se tiene información sobre cómo usarlo adecuadamente; siguen siendo frecuentes por la falta de educación sexual, tan necesaria para l@s adolescentes.) Igual sucederá con aquell@s que no pudieron aguantarse las ganas aunque no tenían condones, las que olvidaron tomarse su píldora y –pasando al ámbito delictivo– quienes hayan sido violadas.

Como era de esperarse, no pasó ni un día antes de que las fuerzas conservadoras del país protestaran por la medida. Su argumento principal es que la anticoncepción de emergencia no es un método anticonceptivo, sino una forma de aborto.

La razón es que impide que el óvulo fecundado se implante en la pared del útero. Los grupos conservadores igualan “óvulo fecundado” a “bebé”, y sienten que tomar la también llamada “píldora de la mañana siguiente” es igual a abortar un feto de 3 meses o más. De hecho –así lo han declarado el arzobispo Norberto Rivera y la Conferencia del Episcopado Mexicano– consideran que es igual que matar a un niño o un adulto, sólo que peor, porque el óvulo “es inocente” (¿inocente de qué?, se pregunta un no creyente… recordemos que vivimos en un estado laico).

Desde una postura médica, biológica, tal argumento es una falacia. Un óvulo fecundado no es más que una célula (o un grupo de unas 8 a 16 células idénticas, para cuando ha llegado al útero). Hay una gran distancia entre esto y un ser humano propiamente dicho, que está formado por billones de células de cientos de tipos, organizadas en tejidos, órganos y sistemas. En particular, la conciencia –centro de la condición humana– depende de la existencia de un sistema nervioso, el cual no se desarrolla antes de varias semanas.

Como argumentó recientemente la filósofa Margarita Valdés, de la UNAM (Milenio Diario, 13 de enero), los embriones en la primeras semanas de desarrollo no son sujetos de consideraciones morales, porque “no son personas reales, sino potenciales”, que “no parecen tener en sí mismas ningún valor intrínseco... si su desarrollo se interrumpe y no se convierten en nada ulterior, no parece haber de dónde justificar su valor”. De otra manera, habría que considerar igualmente inmorales métodos como la abstinencia, que impide la fecundación del óvulo y causa por tanto su muerte y la del espermatozoide, que podrían haber dado origen a un ser humano.

Además, los abortos no son algo antinatural: se calcula que un 15 por ciento de los embarazos “clínicamente evidentes” terminan en abortos espontáneos. La cifra quizá se eleva hasta un 40 por ciento si se consideran los embarazos que todavía no son evidentes (en estos casos es difícil distinguir un aborto espontáneo de una menstruación retrasada y molesta).

En el fondo, oposición a ultranza a todo tipo de aborto se basan en la creencia de un alma inmaterial que habita en el embrión a partir del momento de la fecundación. Desde un punto de vista científico -que necesariamente tiene que ser naturalista, es decir, que excluye entidades y fenómenos sobrenaturales–, tal creencia carece de fundamento.

Desgraciadamente, la ignorancia sigue siendo común, y se manifiesta, por ejemplo, en las declaraciones personajes como Guillermo Bustamante, presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia (“el uso de esta píldora mata al óvulo fecundado en el que ya hay un ser humano”, Metro, 24 de enero). Pareciera que conserva la concepción del siglo 17 en que se pensaba que el óvulo (o bien el espermatozoide) contenía ya un bebé microscópico y completo, que sólo tenía que crecer hasta alcanzar un tamaño humano.

Carl Djerassi, químico padre de la píldora y especialista en anticoncepción, incluyendo los aspectos humanos, afirma en su libro La píldora de este hombre: “El que se use ampliamente la anticoncepción de urgencia dependerá en gran medida del grado y de la naturaleza de la difusión inteligente de la información adecuada, preferentemente como parte de la educación sexual. Como es obvio, este método no es para todas, y especialmente, no es para las mujeres que creen que la vida empieza en el segundo en que un espermatozoide ha penetrado en la membrana del óvulo. Sin embargo, mucha gente compartirá mi creencia de que si se usa extensamente, la anticoncepción de urgencia permitirá reducir la frecuencia de abortos provocados.”

Creo que tiene razón: no queda más que felicitar a las numerosas organizaciones que, como el GIRE (en www.gire.org.mx está la información sobre el método), desde hace años, han luchado para lograr este avance. ¡Enhorabuena!

martes, 20 de enero de 2004

Dos mentes y un cerebro

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 20 de enero de 2004

Aunque se habla mucho de los avances de la computación o de la biotecnología, creo que el siglo 21 será conocido como el siglo de la mente.

La razón es que por primera vez tenemos las herramientas conceptuales y los instrumentos que permiten el estudio científico de la mente, es decir, no la reflexión filosófica, sino el estudio experimental. Así, quizá en un tiempo no muy lejano podamos contar con una descripción y explicación acerca de qué es la mente y cómo funciona tan detallada como la que hoy tenemos acerca de la vida.

Pero ya hay avances sorprendentes. Un hecho cada vez más firmemente establecido, que no por ello deja de ser inquietante (e incluso molesto para algunas personas), es el constatar que la mente es únicamente producto del cerebro. El dualismo, la idea de que se necesita “algo más” para que un cerebro tenga un sentido del “yo” -algo inmaterial, indescriptible pero que está ahí en los seres humanos y que es lo que, de hecho, los hace humanos- anda de capa caída. Por el contrario, los estudios que muestran con gran detalle cómo el funcionamiento del cerebro normal es lo que produce la mente –y especialmente los estudios de cómo las anormalidades en el funcionamiento del cerebro afectan la función mental– nos hacen cada vez más conscientes de que, en un sentido muy real, somos nuestros cerebros (o más bien, no podemos ser, no podemos existir, separados de ellos).

En su libro La conciencia explicada (Paidós, 1995), el filósofo Daniel Dennett desarrolla la hipótesis de que el sentido del yo es un relato múltiple que el cerebro escribe y reescribe continuamente en varias vías paralelas simultáneamente. Y analiza un caso curioso, pero no inexplicable desde su punto de vista: la existencia de personas en las que un mismo cerebro puede generar más de uno de estos relatos múltiples: varias personalidades.

El caso más famoso del trastorno de personalidades múltiples, o TPM (también llamado Trastorno Disociativo de Identidad, o TDI) es la novela Sybil, de Flora Schreiber, basada en hechos reales y publicada en 1973 (luego se hizo una película, estelarizada por Sally Field). Sybil era una muchacha que tenía 16 personalidades. Hay quien considera que no se ha demostrado que el TPM exista realmente, y al parecer el caso de Sybil fue exagerado; pero cada vez es más claro que estos pacientes existen, y generalmente tienen una historia de terribles abusos sexuales durante su infancia. “Estos niños han vivido a veces unas circunstancias tan terribles y confusas –dice Dennett– que me sorprende más el hecho de que, psicológicamente, consigan sobrevivir, de lo que me sorprende que consigan conservarse mediante una desesperada reconstrucción de sus límites. Cuando tienen que enfrentarse a un dolor y un conflicto abrumadores, lo que hacen es esto: ‘se marchan’. Crean un límite de tal modo que el horror no les afecta a ellos: o no afecta a nadie o afecta a otro yo, más capacitado para soportar esa violencia”.

Recientemente apareció una prueba contundente de la existencia de pacientes con personalidades múltiples. Un grupo de científicos holandeses hizo un estudio, publicado en la revista científica Neuroimage, del funcionamiento cerebral de 11 pacientes con TPM. Para ello utilizaron la tomografía por emisión de positrones, técnica que permite observar el funcionamiento del cerebro vivo en tiempo real.

Para ello se administra al paciente un compuesto (por ejemplo el azúcar glucosa) que contenga algún elemento radiactivo. Estos elementos viajan por la sangre hasta el cerebro y ahí se desintegran rápidamente (por lo que no causan daño al paciente). Al desintegrarse, emiten partículas subatómicas llamadas positrones (que son idénticos a los electrones, pero con carga positiva). Mediante un aparato especial, se detecta en qué áreas del cerebro ocurre la emisión de positrones. Como las áreas activas del cerebro necesitan más glucosa, el flujo de sangre en ellas aumenta, y esto se observa como una mayor cantidad de positrones provenientes de esa región.

Pues bien: el experimento consistió en observar a las pacientes con TPM en cualquiera de sus dos personalidades (lo más común es que haya sólo dos) mientras se les leía un relato autobiográfico. Una de las personalidades (la llamada “personalidad traumática”) recordaba haber vivido los dolorosos hechos descritos en el relato, y en su cerebro se activaban regiones relacionadas con las emociones; la otra (llamada “neutral”), no reconocía como propios los eventos relatados, y en su cerebro se activaban otras regiones, pero la información –los recuerdos- asociados con el trauma quedaban bloqueados, como parte de un mecanismo de defensa. En otras palabras, la fisiología cerebral refleja lo que psicológicamente sucede en los pacientes con TDI

Pero ¡ojo!: aún cuando pueda visualizarse en la pantalla de una computadora qué áreas del cerebro de un paciente se activan cuando efectúa cierta actividad mental, y aún cuando cada una de las personalidades de un paciente con personalidad múltiple active distintas zonas del cerebro, esto no quiere decir que la mente, el yo, la conciencia –la esencia de lo que nos hace humanos- pueda localizarse en alguna zona definida del cerebro. El yo no es una “perla” alojada en el centro de este maravilloso órgano, sino producto de su funcionamiento conjunto. Aunque puede sonar antiintiuitivo, esta visión es parte de lo que nos muestran los estudios sobre la mente. Habrá que estar preparados para más sorpresas.

martes, 13 de enero de 2004

El señor de la globalización

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 13 de enero de 2004

A fines del año pasado, como tantos otros en todo el mundo, fui a ver la tercera película de la trilogía de El señor de los anillos: El regreso del rey. Y como tantos otros, salí maravillado. Sin duda se trata de una gran película (basada, claro está, en un gran libro).

Poco después, escuché en un programa de radio algunos comentarios sobre ambas obras (el libro y la película) que me llamaron la atención. Resulta que las obras de J. R. R. Tolkien, autor de la famosísima trilogía, se adscriben a una tendencia conocida como “antimodernismo”, la cual se caracteriza –aún sigue vigente– por un rechazo a los apabullantes avances de la ciencia, la tecnología y la industria.

El antimodernismo surgió como una reacción a los cambios, especialmente notorios a finales del siglo 19, que como resultado de la revolución industrial transformaron la forma de vida de millones de personas. Esta transformación no siempre fue para bien, y la desilusión que provocó el hecho de que las condiciones de vida de gran parte de la población no sólo no mejoraran, sino que empeoraran con la industrialización, es un factor que ocasionó el surgimiento de protestas en los países en proceso de industrialización. Sobra decir que durante el siglo 20 la tendencia antimodernista se ha mantenido, y con razón, a pesar de los indudables beneficios que el avance científico-tecnológico ha proporcionado a la humanidad.

Quizá la escena que más claramente muestra la tendencia antimodernista de El señor de los anillos se halla en la segunda película, Las dos torres. Se trata de la caída de Isengard, el reino de Saruman, el mago malévolo, a manos de los ents, árboles vivientes que son los guardianes de los bosques.

Saruman había talado bosques para construir plantas industriales (qué ironía) en las que fabricaba un ejército con el fin de conquistar la Tierra Media para su amo, el malvado Sauron. Es impresionante –y muy simbólico– ver cómo los ents, representantes del cuidado a la naturaleza, destruyen, con piedras y agua, las oscuras fábricas de Saruman. (Los globalifóbicos que desde la reunión de Seattle comenzaron a dar una digna lucha en contra de la globalización despiadada, y que hoy están reunidos en Monterrey, seguramente han tenido en mente esta escena.)

De hecho, se ha especulado que el famoso anillo de Sauron, centro de toda la trama, simboliza la bomba atómica, con su inmenso poderío de destrucción. Las novelas de Tolkien aparecieron más o menos en la época de la posguerra, alrededor de 1950, pero en realidad la trama había sido desarrollada desde los treinta, así que, como el mismo Tolkien lo afirma, no era para nada eso lo que él tenía en mente cuando escribió las novelas. (Lo cual no impide, desde luego, que hoy podamos interpretar así sus escritos.)

Algo curioso es que muchos consideran, erróneamente desde mi punto de vista, que El señor de los anillos es una obra de ciencia ficción. De hecho, en 1966 compitió de cerca con la trilogía de Fundación, de Isaac Asimov (ampliamente recomendables) por el título de “mejor serie de todos los tiempos” en la entrega de los premios Hugo (quizá el más prestigioso premio de ciencia ficción escrita).

Pero en realidad, además de su enfoque antiindustrial, creo que la ciencia está ausente en la trilogía de Tolkien. Más bien lo que se halla ahí son mitos, magia, seres sobrenaturales… La ciencia ficción, en cambio, utiliza el conocimiento científico aceptado, añadiéndole algún elemento fantasioso –pero no anticientífico ni sobrenatural– para crear una trama interesante en la que (frecuentemente) se intenta explorar el futuro.

No todas las obras de ciencia ficción están necesaria e incondicionalmente a favor de la ciencia (piénsese, por ejemplo, en las obras de Michael Crichton como Parque jurásico, La amenaza de Andrómeda o la recientemente llevada al cine Rescate en el tiempo, donde la tecnociencia es siempre la causa de todos los problemas). Pero en ellas nunca se duda de la efectividad de la ciencia y la tecnología como formas de entender y controlar la naturaleza. Y es precisamente este poderío lo que hace que, mal aplicadas, puedan ser peligrosas y destructivas.

El conocimiento científico y tecnológico pueden, desde luego, caer en manos de alguien que expresamente quiera causar daño. Pero más frecuentemente el daño puede ser producto de la ignorancia y el descuido (una mezcla explosiva). Las actuales discusiones, por ejemplo, sobre la conveniencia o no de utilizar cultivos transgénicos se debe a los temores de que los biotecnólogos, en un exceso de confianza, estén pasando por alto posibles efectos indeseados de las plantas modificadas genéticamente en los ecosistemas.

La visión antimodernista de Tolkien no es muy compatible con la apreciación de la ciencia, pero sin duda nos advierte sobre algo importante que puede aplicarse más allá del ámbito tecnocientífico y tiene importancia en la política: no basta con tener el poder para hacer cosas; hay que tener también la sabiduría para saber cuándo conviene hacerlas. Hace tiempo me llegó una foto trucada en que se veía a George W. Bush portando en su dedo el anillo de Sauron. (“¡Frodo falló!”, decía el pie de foto). Esperemos que no sea así, y que el mensaje de Tolkien tenga algún efecto en las discusiones en las que se decide la política global.

El señor de la globalización

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 13 de enero de 2004

A fines del año pasado, como tantos otros en todo el mundo, fui a ver la tercera película de la trilogía de El señor de los anillos: El regreso del rey. Y como tantos otros, salí maravillado. Sin duda se trata de una gran película (basada, claro está, en un gran libro).

Poco después, escuché en un programa de radio algunos comentarios sobre ambas obras (el libro y la película) que me llamaron la atención. Resulta que las obras de J. R. R. Tolkien, autor de la famosísima trilogía, se adscriben a una tendencia conocida como “antimodernismo”, la cual se caracteriza –aún sigue vigente– por un rechazo a los apabullantes avances de la ciencia, la tecnología y la industria.

El antimodernismo surgió como una reacción a los cambios, especialmente notorios a finales del siglo 19, que como resultado de la revolución industrial transformaron la forma de vida de millones de personas. Esta transformación no siempre fue para bien, y la desilusión que provocó el hecho de que las condiciones de vida de gran parte de la población no sólo no mejoraran, sino que empeoraran con la industrialización, es un factor que ocasionó el surgimiento de protestas en los países en proceso de industrialización. Sobra decir que durante el siglo 20 la tendencia antimodernista se ha mantenido, y con razón, a pesar de los indudables beneficios que el avance científico-tecnológico ha proporcionado a la humanidad.

Quizá la escena que más claramente muestra la tendencia antimodernista de El señor de los anillos se halla en la segunda película, Las dos torres. Se trata de la caída de Isengard, el reino de Saruman, el mago malévolo, a manos de los ents, árboles vivientes que son los guardianes de los bosques.

Saruman había talado bosques para construir plantas industriales (qué ironía) en las que fabricaba un ejército con el fin de conquistar la Tierra Media para su amo, el malvado Sauron. Es impresionante –y muy simbólico– ver cómo los ents, representantes del cuidado a la naturaleza, destruyen, con piedras y agua, las oscuras fábricas de Saruman. (Los globalifóbicos que desde la reunión de Seattle comenzaron a dar una digna lucha en contra de la globalización despiadada, y que hoy están reunidos en Monterrey, seguramente han tenido en mente esta escena.)

De hecho, se ha especulado que el famoso anillo de Sauron, centro de toda la trama, simboliza la bomba atómica, con su inmenso poderío de destrucción. Las novelas de Tolkien aparecieron más o menos en la época de la posguerra, alrededor de 1950, pero en realidad la trama había sido desarrollada desde los treinta, así que, como el mismo Tolkien lo afirma, no era para nada eso lo que él tenía en mente cuando escribió las novelas. (Lo cual no impide, desde luego, que hoy podamos interpretar así sus escritos.)

Algo curioso es que muchos consideran, erróneamente desde mi punto de vista, que El señor de los anillos es una obra de ciencia ficción. De hecho, en 1966 compitió de cerca con la trilogía de Fundación, de Isaac Asimov (ampliamente recomendables) por el título de “mejor serie de todos los tiempos” en la entrega de los premios Hugo (quizá el más prestigioso premio de ciencia ficción escrita).

Pero en realidad, además de su enfoque antiindustrial, creo que la ciencia está ausente en la trilogía de Tolkien. Más bien lo que se halla ahí son mitos, magia, seres sobrenaturales… La ciencia ficción, en cambio, utiliza el conocimiento científico aceptado, añadiéndole algún elemento fantasioso –pero no anticientífico ni sobrenatural– para crear una trama interesante en la que (frecuentemente) se intenta explorar el futuro.

No todas las obras de ciencia ficción están necesaria e incondicionalmente a favor de la ciencia (piénsese, por ejemplo, en las obras de Michael Crichton como Parque jurásico, La amenaza de Andrómeda o la recientemente llevada al cine Rescate en el tiempo, donde la tecnociencia es siempre la causa de todos los problemas). Pero en ellas nunca se duda de la efectividad de la ciencia y la tecnología como formas de entender y controlar la naturaleza. Y es precisamente este poderío lo que hace que, mal aplicadas, puedan ser peligrosas y destructivas.

El conocimiento científico y tecnológico pueden, desde luego, caer en manos de alguien que expresamente quiera causar daño. Pero más frecuentemente el daño puede ser producto de la ignorancia y el descuido (una mezcla explosiva). Las actuales discusiones, por ejemplo, sobre la conveniencia o no de utilizar cultivos transgénicos se debe a los temores de que los biotecnólogos, en un exceso de confianza, estén pasando por alto posibles efectos indeseados de las plantas modificadas genéticamente en los ecosistemas.

La visión antimodernista de Tolkien no es muy compatible con la apreciación de la ciencia, pero sin duda nos advierte sobre algo importante que puede aplicarse más allá del ámbito tecnocientífico y tiene importancia en la política: no basta con tener el poder para hacer cosas; hay que tener también la sabiduría para saber cuándo conviene hacerlas. Hace tiempo me llegó una foto trucada en que se veía a George W. Bush portando en su dedo el anillo de Sauron. (“¡Frodo falló!”, decía el pie de foto). Esperemos que no sea así, y que el mensaje de Tolkien tenga algún efecto en las discusiones en las que se decide la política global.

martes, 6 de enero de 2004

Adivinanzas de año nuevo

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 6 de enero de 2004

A Enrique Espinosa Arciniega, por una larga amistad de claras ideas

En los primeros días de cada año nunca faltan en periódicos, revistas, radio y televisión las tradicionales predicciones anuales. Hay profecías realizadas por brujos o chamanes y horóscopos anuales que hacen astrólogas enjoyadas. Todos tienen en común, sin embargo, que sus predicciones son siempre vagas (“un personaje famoso morirá este año”, “un suceso internacional importante ocurrirá en el primer trimestre”, etcétera. Y son por tanto difíciles de refutar.

Últimamente, entre los periodistas mexicanos se ha popularizado el sano ejercicio de recurrir a las declaraciones pasadas de los políticos y compararlas con las actuales (algunos se han transformado de “izquierdistas” en neoliberales, por ejemplo), o ver si cumplieron sus promesas de campaña. “La hemeroteca es el peor enemigo de los políticos”, dice la frase de moda. Se me ocurre que un ejercicio interesante sería someter a la misma prueba a los adivinos de año nuevo.

El método es fácil (se lo paso al costo a mis colegas, pues no está en mis planes próximos aplicarlo): se toman los periódicos del año pasado, se leen la predicciones, y se comparan con los hechos sucedidos durante el año. Así podremos tener una idea del porcentaje de aciertos de este tipo horóscopos y predicciones. Seguramente no será mucho mayor del que sería esperable por puro azar.

Desde luego los adivinos, gracias a la ya mencionada vaguedad de sus afirmaciones, siempre podrán defenderse diciendo que sus predicciones sí se cumplieron. Después de todo, cualquier cosa puede calificar como “un suceso internacional importante”, y cada año invariablemente muere algún “personaje famoso” en algún lado. Por eso un control importantísimo en nuestro “experimento” sería ver también qué sucesos internacionalmente importantes no fueron predichos por los adivinos. Los atentados terroristas y los desastres naturales, por su naturaleza impredecible, son excelentes candidatos. Por lógica, si los adivinos --o al menos la mayoría de ellos-- tienen realmente la facultad de ver el futuro, un gran número de ellos, en todo el mundo, deberían haber podido prever un suceso como la caída de las torres gemelas en el 2001.

Y sin embargo, a pesar de todas las anteriores consideraciones críticas acerca de las artes adivinatorias, tengo que confesar que los científicos también están en el mismo negocio. Las teorías que construyen tienen el objetivo no sólo de explicar la naturaleza, sino también de predecirla. Es gracias a eso que las teorías científicas pueden utilizarse para construir tecnologías que --normalmente-- funcionan de manera confiable y reproducible.

En realidad, existen dos formas de entender qué significa “predecir” el futuro (predecir el pasado, como se sabe, siempre resulta sencillo). Una concepción, que podríamos denominar sobrenatural, es la que adoptan adivinos y chamanes: de alguna manera, el futuro está ya escrito, o al menos determinado por factores externos. Éstos son accesibles a los iniciados, que logran así “leer” estas verdades inmutables y compartirlas con el resto de nosotros --mediante una módica cuota, claro.

La otra concepción, que denominaré naturalista, es la que adoptan los científicos, y es de una simplicidad decepcionante. Predecir, desde este punto de vista, no es más que adivinar.

¿Y cómo se puede adivinar algo sin recurrir a medios sobrenaturales, se preguntará usted? Simple: por prueba y error.

En efecto: al contrario de lo que a veces nos enseñan, la esencia misma del método científico consiste no en aplicar una receta infalible, sino en hacer muchas pruebas, equivocándonos una y otra vez y reconociendo nuestros errores, hasta acertar. Y en aprender a equivocarnos cada vez menos y acertar cada vez más: aprender a adivinar con mayor eficiencia.

Quizá suene raro, pero es precisamente lo que experimentamos, por ejemplo, cuando aprendemos “de oído” a hablar un idioma (como me señaló recientemente mi amigo Enrique, neurobiólogo que estudia alemán). Inicialmente no sabemos qué significan las palabras, pero poco a poco, interpretando el lenguaje visual de los hablantes, relacionando lo que dicen con el contexto, y en general adivinando, vamos poco a poco aprendiendo el idioma. El proceso por el que un niño aprende a hablar su lengua materna es esencialmente el mismo. Incluso como adultos seguimos dependiendo de este mecanismo de “adivinación” para comprender lo que nos dicen otras personas (por ejemplo cuando no podemos escucharlas bien o cuando tienen un acento poco familiar): primero oímos algo que no entendemos, pero luego “adivinamos” lo que el otro quiso decir, y lo hacemos con alta probabilidad --no seguridad-- de acertar. No se requiere ninguna habilidad sobrenatural como “leer la mente” del otro para lograr esto.

Este tipo de “adivinación” forma parte de la misma clase de procesos que han dado origen a la mente humana y a la vida misma (hechos que, por su naturaleza sorprendente y poco probable, han recibido también explicaciones sobrenaturales). Estoy hablando, claro, de la evolución darwiniana por selección natural. En ellos se selecciona, a partir de una variedad inicial de candidatos, a aquellos que mejor se adaptan o responden a los “retos” planteados por el medio (sobrevivir en un ecosistema, explicar un fenómeno natural, comprender una frase...).

Las predicciones sobrenaturales son imposibles, pero los procesos darwinianos de “adivinación” han dado origen a algunas de los fenómenos más asombrosos en la naturaleza. Para un científico, es mucho más interesante explorarlos que atenerse pasivamente a los “dictados del destino”.