Milenio Diario, 6 de enero de 2004
A Enrique Espinosa Arciniega, por una larga amistad de claras ideas
En los primeros días de cada año nunca faltan en periódicos, revistas, radio y televisión las tradicionales predicciones anuales. Hay profecías realizadas por brujos o chamanes y horóscopos anuales que hacen astrólogas enjoyadas. Todos tienen en común, sin embargo, que sus predicciones son siempre vagas (“un personaje famoso morirá este año”, “un suceso internacional importante ocurrirá en el primer trimestre”, etcétera. Y son por tanto difíciles de refutar.
Últimamente, entre los periodistas mexicanos se ha popularizado el sano ejercicio de recurrir a las declaraciones pasadas de los políticos y compararlas con las actuales (algunos se han transformado de “izquierdistas” en neoliberales, por ejemplo), o ver si cumplieron sus promesas de campaña. “La hemeroteca es el peor enemigo de los políticos”, dice la frase de moda. Se me ocurre que un ejercicio interesante sería someter a la misma prueba a los adivinos de año nuevo.
El método es fácil (se lo paso al costo a mis colegas, pues no está en mis planes próximos aplicarlo): se toman los periódicos del año pasado, se leen la predicciones, y se comparan con los hechos sucedidos durante el año. Así podremos tener una idea del porcentaje de aciertos de este tipo horóscopos y predicciones. Seguramente no será mucho mayor del que sería esperable por puro azar.
Desde luego los adivinos, gracias a la ya mencionada vaguedad de sus afirmaciones, siempre podrán defenderse diciendo que sus predicciones sí se cumplieron. Después de todo, cualquier cosa puede calificar como “un suceso internacional importante”, y cada año invariablemente muere algún “personaje famoso” en algún lado. Por eso un control importantísimo en nuestro “experimento” sería ver también qué sucesos internacionalmente importantes no fueron predichos por los adivinos. Los atentados terroristas y los desastres naturales, por su naturaleza impredecible, son excelentes candidatos. Por lógica, si los adivinos --o al menos la mayoría de ellos-- tienen realmente la facultad de ver el futuro, un gran número de ellos, en todo el mundo, deberían haber podido prever un suceso como la caída de las torres gemelas en el 2001.
Y sin embargo, a pesar de todas las anteriores consideraciones críticas acerca de las artes adivinatorias, tengo que confesar que los científicos también están en el mismo negocio. Las teorías que construyen tienen el objetivo no sólo de explicar la naturaleza, sino también de predecirla. Es gracias a eso que las teorías científicas pueden utilizarse para construir tecnologías que --normalmente-- funcionan de manera confiable y reproducible.
En realidad, existen dos formas de entender qué significa “predecir” el futuro (predecir el pasado, como se sabe, siempre resulta sencillo). Una concepción, que podríamos denominar sobrenatural, es la que adoptan adivinos y chamanes: de alguna manera, el futuro está ya escrito, o al menos determinado por factores externos. Éstos son accesibles a los iniciados, que logran así “leer” estas verdades inmutables y compartirlas con el resto de nosotros --mediante una módica cuota, claro.
La otra concepción, que denominaré naturalista, es la que adoptan los científicos, y es de una simplicidad decepcionante. Predecir, desde este punto de vista, no es más que adivinar.
¿Y cómo se puede adivinar algo sin recurrir a medios sobrenaturales, se preguntará usted? Simple: por prueba y error.
En efecto: al contrario de lo que a veces nos enseñan, la esencia misma del método científico consiste no en aplicar una receta infalible, sino en hacer muchas pruebas, equivocándonos una y otra vez y reconociendo nuestros errores, hasta acertar. Y en aprender a equivocarnos cada vez menos y acertar cada vez más: aprender a adivinar con mayor eficiencia.
Quizá suene raro, pero es precisamente lo que experimentamos, por ejemplo, cuando aprendemos “de oído” a hablar un idioma (como me señaló recientemente mi amigo Enrique, neurobiólogo que estudia alemán). Inicialmente no sabemos qué significan las palabras, pero poco a poco, interpretando el lenguaje visual de los hablantes, relacionando lo que dicen con el contexto, y en general adivinando, vamos poco a poco aprendiendo el idioma. El proceso por el que un niño aprende a hablar su lengua materna es esencialmente el mismo. Incluso como adultos seguimos dependiendo de este mecanismo de “adivinación” para comprender lo que nos dicen otras personas (por ejemplo cuando no podemos escucharlas bien o cuando tienen un acento poco familiar): primero oímos algo que no entendemos, pero luego “adivinamos” lo que el otro quiso decir, y lo hacemos con alta probabilidad --no seguridad-- de acertar. No se requiere ninguna habilidad sobrenatural como “leer la mente” del otro para lograr esto.
Este tipo de “adivinación” forma parte de la misma clase de procesos que han dado origen a la mente humana y a la vida misma (hechos que, por su naturaleza sorprendente y poco probable, han recibido también explicaciones sobrenaturales). Estoy hablando, claro, de la evolución darwiniana por selección natural. En ellos se selecciona, a partir de una variedad inicial de candidatos, a aquellos que mejor se adaptan o responden a los “retos” planteados por el medio (sobrevivir en un ecosistema, explicar un fenómeno natural, comprender una frase...).
Las predicciones sobrenaturales son imposibles, pero los procesos darwinianos de “adivinación” han dado origen a algunas de los fenómenos más asombrosos en la naturaleza. Para un científico, es mucho más interesante explorarlos que atenerse pasivamente a los “dictados del destino”.
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