Milenio Diario, 30 de diciembre de 2003
La noticia de que el gobierno del DF dejaría de aplicar durante el 24 y el 31 de diciembre la polémica prueba del alcoholímetro ha hecho felices a una gran cantidad de capitalinos que, por alguna razón que los abstemios como un servidor no entendemos, no conciben pasársela bien en una fiesta sin ponerse hasta las chanclas.
La prueba, que se aplica a conductores detenidos al azar en las calles de la ciudad y permite remitir al ministerio público a quienes sobrepasen el límite permitido, consiste en bajarse del auto, soplar en un tubito conectado a un aparato electrónico portátil, y esperar que el nivel de alcohol presente en la sangre del desafortunado conductor no exceda de 0.04 por ciento de alcohol en el aliento (lo cual equivale a 0.08 por ciento en la sangre).
Entiendo lo molesto de la prueba, y lo inquietante de sentirse amenazado con “de 12 a 36 horas de arresto”, que es la pena “inconmutable”que se aplica. Y desde luego, la tregua navideña me parece una buena idea, pues hace que los bebedores se sientan menos amenazados en estos días de paz y amor. Esperemos que la tasa de accidentes automovilísticos, que según las autoridades ha disminuido en 70 por ciento desde que se aplica la prueba, no se eleve en esos días.
Se sabe perfectamente los daños que puede causar el alcohol: falta de coordinación, disminución de reflejos, pérdida de inhibiciones... todo ello resulta peligroso cuando se maneja una máquina peligrosa, como es (por ejemplo) un automóvil. Es un hecho que la mayor parte de las muertes en accidentes automovilísticos son debidas al alcohol. Y sin embargo, ¿debe respetarse la libertad del individuo de consumirlo? (Piense usted en las drogas, un caso en que no se respeta la libertad del individuo... ¿qué tan distintas son del alcohol? ¿Por qué las drogas son ilegales y el alcohol, que causa tantas muertes, no?).
Cuando bebemos una copa, esta pequeña molécula, cuyo nombre químico es etanol, llega a la sangre, tras ser absorbida ya desde el estómago, pero sobre todo en la mucosa intestinal (un dato interesante es que, mezclado con bebidas gaseosas, se absorbe más rápidamente).
Al mismo tiempo, el cuerpo comienza a eliminarlo. Entre un 2 y un 10 por ciento de lo consumido se llega a desechar a través de los pulmones (el aliento alcohólico), el sudor y la orina. Pero el resto tiene que ser metabolizado: transformado en otras sustancias. Esto sucede principalmente en el hígado.
Las células hepáticas contienen una enzima –proteína especialista en reacciones químicas– llamada deshidrogenasa alcohólica, que como su nombre lo indica, le quita hidrógeno al etanol y lo convierte en acetaldehído. Éste es una sustancia sumamente tóxica, pero inmediatamente es transformado por otra enzima en acetato, que luego se oxida para convertirse en dióxido de carbono y agua. En el proceso, se liberan calorías que le dan energía al organismo.
Un problema es que la velocidad con las que las enzimas del hígado pueden eliminar el alcohol está limitada. En una hora pueden procesar como máximo, en un hombre adulto promedio, alrededor de lo que contiene una copa de vino o una botella de cerveza.
Otro problema, desde luego, son los efectos que el alcohol, que llega al cerebro a través de la sangre, tiene sobre el sistema nervioso. Su efecto principal es depresivo. En bajas concentraciones, paradójicamente, puede tener un efecto estimulante, al deprimir los centros inhibidores, pero al aumentar la cantidad absorbida produce sucesivamente somnolencia, estupor e incluso coma. Los efectos incapacitantes se comienzan a presentar en general cuando la concentración en la sangre es entre 0.03 y 0.05 por ciento. Con 0.15 por ciento la persona está claramente intoxicada (habla arrastrada, caminar torpe). Por arriba de ese nivel, lo más probable es que se el bebedor se quede dormido, pero si consumió suficiente alcohol como para llegar a niveles aún mayores, puede caer en coma. Con una concentración de entre 0.5 y 1 por ciento de alcohol en la sangre, los centros de la respiración del cerebro pueden quedar anestesiados, con lo que el bebedor muere de asfixia. Estos casos, sin embargo, son raros: la forma más común en que el alcohol mata es a través de un automóvil.
Y sin embargo... la gente sigue bebiendo en exceso y luego sentándose detrás del volante. ¿Por qué? La respuesta seguramente sale del campo de las ciencias duras, y entra en el terreno de la psicología.
Es curioso el ingenio de los bebedores –y especialmente quienes venden bebidas alcohólicas–para criticar el alcoholímetro, o para tratar de darle la vuelta. Me pareció especialmente divertido el intento que hicieron recientemente los restauranteros de vender un agua especial con alto contenido de oxígeno, prometiendo que luego de tomarla –y esperar alrededor de una hora– el bebedor no tendría que temer al alcoholímetro. Quizá este producto ayude a disminuir los efectos de la “cruda”, pero no puede acelerar sensiblemente el metabolismo del alcohol (lo de esperar una hora, claro, es buena idea).
En todo caso, las propuestas de pagar un taxi o un chofer que maneje el auto de bebedor me parecen propuestas más sensatas. No se trata de que la gente no beba, sino de que no maneje bebida. De cualquier modo, trate usted, querida lectora o lector, de no poner su vida en riesgo este año nuevo, para poder disfrutar de un 2004 feliz y lleno de prosperidad.
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