domingo, 30 de julio de 2017

Inteligencia artificial, riesgos y amarillismo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de julio de 2017

La idea de una “inteligencia artificial”, creada por el ser humano, siempre ha causado temor.

Las raíces de este temor se remontan al Gólem de la mitología judía, y pasan por el monstruo de Frankenstein: el primero creado de arcilla y animado por uno de los nombres de Dios; el segundo, a partir de cadáveres y vuelto a la vida gracias a la ciencia, mediante la electricidad. Ambos se revelan contra sus creadores y causan caos y destrucción.

Pero fue con el desarrollo de los primeros robots y computadoras electrónicas, y a través de la ficción literaria, cinematográfica y televisiva, que la idea de una inteligencia artificial que se rebelara para dominarnos o destruirnos pasó a formar parte del imaginario colectivo.

Sólo hasta hace relativamente poco la frase “inteligencia artificial” (que la Wikipedia define como “la capacidad de un agente de percibir su entorno y llevar a cabo acciones que maximicen sus posibilidades de éxito en algún objetivo o tarea”) comenzó a tener algún sentido.

Primero con cosas simples como que el navegador de internet o el programa de correo electrónico recordaran direcciones anteriormente usadas y las llenaran automáticamente. Luego, a través de sistemas como los de Google, Amazon o Facebook, que aprenden a reconocer nuestros hábitos y gustos y a hacernos recomendaciones acordes con ellos, o bien a identificar nuestra cara y las de nuestros conocidos en fotografías, con asombrosa precisión. Y posteriormente con “ayudantes digitales” como Siri, de Apple, o Cortana, de Microsoft, con los que se puede “conversar” de forma casi natural y obtener respuestas moderadamente satisfactorias y cada vez mejores. ¡Ah! Y no olvidemos al autocorrector de los smartphones, que tanta alegría nos da cada día. Por supuesto, en temas más serios, también se están desarrollando sistemas capaces de detectar un tumor en una radiografía o de conducir un auto.

Pero, como se ve, aunque lo logrado puede o no ser impactante, no parece ni con mucho amenazador.

Sin embargo, desde junio pasado ha circulado ampliamente una noticia que pareciera ser la primera señal de que amenazas como HAL 9000 de 2001: Odisea espacial o Skynet de Terminator podrían estar a la vuelta de la esquina: unos investigadores de Facebook que estaban trabajando con chatbots (programas de inteligencia artificial diseñados para comunicarse en lenguaje natural) a los que “entrenaban” para negociar entre ellos (lo cual logran, básicamente, por prueba y error), los dejaron sin supervisión y luego de un tiempo hallaron que habían comenzado a utilizar una derivación del idioma inglés que estaba dejando de ser comprensible para los humanos.

La noticia se exageró bastante en los medios, donde se afirmaba que se había tenido que “desconectar” a las inteligencias artificiales antes de que “se convirtieran en un sistema cerrado” y siguieran comunicándose entre ellas sin que los investigadores pudieran saber de qué hablaban. Suena casi como el inicio de la pesadilla, pero en realidad se trató de algo mucho más simple: el “nuevo lenguaje” desarrollado por los chatbots era más eficiente para comunicarse entre ellos, pero no para lograr su objetivo. Los programadores simplemente suspendieron el experimento para mejorar la programación y evitar que ocurrieran esas desviaciones.

Lo triste fue que quedó opacado lo que podría haber sido la verdadera nota: los bots descubrieron, por sí mismos, maneras de negociar que no tenían programadas pero que los humanos solemos usar, como fingir interés en algo para luego cederlo en una etapa posterior de la negociación, a cambio de otra cosa de mayor valor.

Lo cierto es que la posibilidad de que, con el tiempo, surjan inteligencias artificiales lo suficientemente avanzadas como para ser potencialmente peligrosas (e incluso conciencias artificiales, con los problemas éticos que esto traería aparejado) es casi inevitable. El punto es qué tan pronto podría suceder, y qué podríamos hacer para prevenir el riesgo.

El magnate Elon Musk, dueño de Tesla Motors, opina que el peligro es inminente y llega a decir cosas como que la gente no lo entenderá “hasta que vean robots por la calle matando gente”. Stephen Hawking, Bill Gates o Steve Wozniak comparten versiones más moderadas de sus temores. Otros, como Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, con quien Musk acaba de tener una escaramuza al respecto, discrepan: “creo que quienes proponen estos escenarios de día del juicio son bastante irresponsables”, dijo Zuckerberg en respuesta a Musk. La mayor parte de la comunidad global de expertos en inteligencia artificial concuerdan con él.

De cualquier modo, es indudable que cierto riesgo existe. Quizá la solución sería imbuir estructuralmente en toda inteligencia artificial las famosas “tres leyes de la robótica” planteadas por el gran Isaac Asimov en sus novelas: “jamás dañar a un humano; jamás desobedecer a un humano; proteger su propia existencia”. Pero aunque enunciarlas es sencillo, programarlas en una moderna inteligencia artificial seria extraordinaria, monumentalmente complicado.

Aunque, ¿quién sabe? Por lo pronto, ya hay gente comenzando a trabajar en ello. Mientras tanto, sigamos disfrutando, o padeciendo, las “inteligencias” artificiales de las que podemos disponer cotidianamente, y esperemos a que mejoren lo suficiente como para dejar de ser una constante fuente de frustración y molestia.

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domingo, 23 de julio de 2017

Verdad científica y consenso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de julio de 2017

La semana pasada presenté en este espacio un comentario sobre el calentamiento global y el cambio climático que trae aparejado, y los describí como “la más grande amenaza para la supervivencia humana”.

En respuesta, más de un lector me acusó de estar propagando una falsedad, e incluso de promover “una nueva religión”. Y es que el tema, a pesar de lo que pudiera pensarse, es polémico.

Hay mucha gente en el mundo –entre ellos, por supuesto, Donald Trump– que dudan de la veracidad de los datos que indican que el calentamiento global es un fenómeno real, o no están convencidos de que sea producto de la actividad humana (la emisión de gases de invernadero producto de la quema de combustibles fósiles), sino que creen que forma parte de los ciclos naturales del sistema Tierra-Sol.

Como consecuencia, niegan sus riesgos (o afirman que es inútil tomar medidas para tratar de mitigarlos), a pesar de la cada vez más clara evidencia que se va acumulando. Estos “escépticos” (o, más adecuadamente, en mi opinión, negacionistas) del cambio climático afirman, para explicar que la inmensa mayoría de los expertos en clima estén de acuerdo en que el riesgo es real (con datos, análisis detallados y modelos complejos que sustentan su opinión), que existe una especie de complot global, organizado quizá por “países enemigos del mundo libre” como China, para propagar la versión oficial. El objetivo de esta conspiración mundial sería perjudicar la economía de los países altamente industrializados –o, en una versión alterna, la de los países emergentes–, que se verían obligados a tomar medidas de alto costo para reducir la emisión de gases de invernadero.

El problema es que, al discutir sobre el asunto, quienes niegan el cambio climático descalifican la validez del conocimiento científico que es dado por bueno por la gran mayoría de los expertos, los cuerpos colegiados internacionales –como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático– así como la gran mayoría de los países que han firmado compromisos como el Acuerdo de París.

Surgen entonces las discusiones sobre lo que es “verdad” en ciencia: cada bando afirma que la verdad está de su lado, y se niega aceptar los datos, interpretaciones, argumentos y conclusiones de sus adversarios. La discusión puede, de este modo, empantanarse y volverse interminable.

No sirve de mucho especular sobre las razones ideológicas, psicológicas o los intereses que pueden estar detrás de las opiniones de los negacionistas del cambio climático. (Aunque tienden a ser personas que consideran la libertad –sobre todo la de mercado– como valor supremo, y suelen estar relacionados con el mundo de las finanzas y los negocios.)

Pero parte del problema es la visión relativamente ingenua que normalmente tenemos de la ciencia. O más precisamente, del método que los científicos usan para producir conocimiento científico confiable. Se nos enseña desde la primaria que los científicos observan objetivamente, sin prejuicios ni preconcepciones, la realidad, y que hacen experimentos, y a partir de ello formulan hipótesis que expliquen lo observado. Luego someten a prueba, con más experimentos, dichas hipótesis, y si nada parece contradecirlas, las aceptan como verdaderas. (Una versión ligeramente más refinada nos dice que los científicos sólo aceptan sus hipótesis y teorías como probablemente verdaderas, las siguen sometiendo a prueba y están siempre listos a desecharlas y sustituirlas por hipótesis mejores en cuanto surjan datos que las refuten.) Finalmente, plasman sus conclusiones en artículos científicos que son enviados a revistas arbitradas, donde sus datos y argumentos son examinados por expertos, y sólo si pasan este control de calidad son publicados y pasan a ser considerados como ciencia legítima. O, en la versión ingenua que es tan popular, como “verdad científica”.

Sin embargo, lo que casi nunca se nos dice es que el quehacer científico no se limita al laboratorio ni termina con la publicación de artículos. Gran parte de la ciencia consiste en la discusión, sistemática, crítica y racional, de los datos, los modelos y las interpretaciones científicas. Una discusión continua, que va desde el momento en que se inicia una investigación hasta mucho después de haber sido publicada.

Y tampoco suele decirse que en ciencia el concepto de “verdad” no tiene mucho sentido: lo que se obtiene por este complejo proceso (presentado aquí en forma enormemente simplificada) es simplemente conocimiento que representa, en un momento dado, y según la opinión calificada de la mayoría de los expertos en un campo, la visión más confiable de lo que realmente ocurre en la naturaleza.

La idea de que la ciencia no produce verdades sino conocimiento útil y confiable ­–representaciones de lo que existe ahí afuera– y que el criterio para evaluar su validez no son tanto los datos sino el consenso de la comunidad de expertos calificados en el tema del que se trate, es indispensable para entender las interminables discusiones sobre temas polémicos como el cambio climático y otros. Vacunas, VIH/sida, visitantes alienígenas de otros mundos: en todos los casos, la ciencia no ofrece certezas absolutas, sino conocimiento avalado, con base en la evidencia y los argumentos disponibles (incluyendo la aplicación del conocimiento para hacer predicciones), por el consenso de la comunidad científica. (Ésta es, de paso, una de las características que dan a las ciencias naturales su inmenso prestigio: pocas disciplinas logran generar consensos tan generalizados, y por tanto tan confiables, entre sus expertos.)

Existen verdaderas polémicas científicas, en que las opiniones de los especialistas están divididas. Pero con el tiempo y la acumulación de pruebas, muchas veces se van resolviendo para generar consensos mayoritarios. Eso ocurrió precisamente con las teorías sobre el cambio climático, considerado probable hace unos 20 años, y algo prácticamente seguro hoy. Los movimientos negacionistas, en cambio, insisten en presentar como debates aún no resueltos temas que los expertos ya no discuten desde hace años.

En particular, el papel de los periodistas y comunicadores de la ciencia, como quien esto escribe, no es juzgar las disputas científicas ni calificar quién tiene la razón en este tipo de polémicas, sino presentar a su público la ciencia más actual y confiable. Es decir, la que representa el consenso de la comunidad científica. Y, en el caso de polémicas ya superadas, como la del cambio climático, dejar claro que el negacionismo carece de sustento científico.

Todo mundo tiene derecho a su propia opinión, y a confiar en la información que le parezca más adecuada. Lo que no es válido es presentar como ciencia versiones que, aunque en un momento dado hayan sido plausibles, hoy ya han sido desechadas. Cuando se trata de temas donde ya existe un consenso científico amplio, seguir difundiendo opiniones minoritarias es, simplemente, desinformar.
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domingo, 16 de julio de 2017

El gran peligro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio de 2017

Primero fue la bomba atómica, que traía consigo lo que nunca había ocurrido: la posibilidad aterradora de que el ser humano fuera la primera especie capaz de destruirse a sí misma. Los temores de un invierno nuclear, consecuencia secundaria de una posible guerra atómica, contribuyeron a formar toda una generación (los baby boomers, nacidos en la posguerra) bajo el espectro de la autodestrucción.

Luego fue el hoyo en la capa superior de ozono, causado por la emisión masiva de clorofluoroalcanos, gases usados masivamente en aerosoles y refrigeración. Amenaza que, afortunadamente, se pudo combatir, con investigación científica y acuerdos políticos y económicos internacionales. Hoy es el calentamiento global, y el cambio climático que lo acompaña –casi dan ganas de llamarlo caos climático– lo que parece amenazar la supervivencia humana, y lo que causará que las generaciones millenial y las que los siguen vivan teniendo pesadillas (los pertenecientes a la generación X, como quien escribe, no viviremos para ver sus peores efectos).

Si fue la evolución por selección natural la que nos dio el potencial de convertirnos, como especie, en lo que hoy somos, fueron descubrimientos de tipo técnico como la agricultura y el uso del fuego los que nos permitieron volvernos verdaderamente humanos: desarrollar familias, sociedades, poblados, naciones, culturas, economías. Pero fueron la ciencia y la tecnología las que nos dieron la capacidad de convertirnos en la especie dominante, al menos por nuestro potencial destructivo, en el planeta.

Irónicamente, no fueron los descubrimientos en física atómica y sus temibles aplicaciones destructivas, ni los productos de la industria química que contaminaban la atmósfera, los frutos del ingenio humano que resultaron más dañinos. Fueron los productos de la comparativamente humilde revolución industrial, iniciada en el siglo XVIII –con la máquina de vapor, y sobre todo el motor de combustión interna–, los que, al desatar un ciclo hasta hoy imparable de quema de madera, carbón y petróleo, causaron que las sociedades humanas emitiéramos, a lo largo de más de dos siglos, pero más aceleradamente en las últimas décadas, cantidades de dióxido de carbono capaces de alterar el clima, en virtud de su propiedad de dejar pasar la luz solar pero no la radiación infrarroja reflejada por la superficie terrestre, causando así el temido “efecto invernadero”.

Las consecuencias del cambio climático, las actuales y sobre todo las que vendrán en el futuro cercano, constituyen hasta ahora la más grande amenaza para la supervivencia humana. Tan grande que, como explica el periodista David Wallace-Wells en un reportaje publicado el pasado 9 de julio en la New York Magazine, los humanos “somos incapaces de comprender su alcance”. Wallace-Wells hace todo lo posible por dar un contexto que ponga en perspectiva lo que viene. Y lo que viene va mucho más allá del la simple elevación prevista en el nivel del mar, de por sí ya bastante catastrófica por los daños que puede causar en las poblaciones costeras.

El aumento de la temperatura en las zonas tropicales del mundo podría hacerlas efectivamente inhabitables, debido a los daños que el calor intenso, combinado con la humedad, puede causar en el cuerpo humano. Los habitantes de esos países podrían verse imposibilitados para trabajar las tierras de las que viven; y salir de sus casas en las horas de más calor podría volverse un riesgo grave. Otras consecuencias no sólo posibles, sino ya probables, son crisis en la agricultura y ganadería; migraciones debidas al hambre y la falta de agua; un aumento de la cantidad de ozono y partículas suspendidas, producto de los incendios, en la atmósfera baja; la liberación de metano –gas de invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono– y de virus y bacterias dañinas que hasta ahora estaban congelados en las regiones árticas, y una crisis económica mundial de proporciones nunca vistas. Vale la pena –si tiene usted sus ansiolíticos a la mano– leer el reportaje original de Wallace-Wells, disponible en http://nym.ag/2uvppcu.

Sin duda, todavía podemos hacer algo. Quizá mucho (aunque factores como Donald Trump introducen una incertidumbre difícil de incorporar en los modelos). Pero el cambio es ya inevitable, y gran parte de lo que tendremos que hacer, tarde o temprano, será más para remediar los daños que para evitarlos.

No se puede negar que la ciencia y la tecnología son en parte los factores, entre otros muchos, que hicieron posible que los humanos nos causáramos tal perjuicio, a nosotros mismos y al planeta. Pero tampoco que son ellas mismas las que nos han permitido no sólo darnos cuenta del daño, sino buscar maneras de remediarlo o al menos atenuarlo.

Pero sería muy triste que fuera la simple quema de combustibles fósiles el factor que causó la extinción de la raza humana. Si así ocurriera, todos los grandes logros de la ciencia y la tecnología, todos los inmensos beneficios que, a lo largo de siglos, han dado a la salud, el bienestar, la cultura y el desarrollo humanos habrían sido total, absolutamente inútiles. No puedo imaginar más cruel ironía que esa.

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domingo, 9 de julio de 2017

Ciencia, desarrollo y libertad humana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de julio de 2017

El intelecto humano es sin duda la mayor herramienta de supervivencia con que cuenta nuestra especie. Y es ese refinamiento del intelecto humano que conocemos como ciencia, junto con la aplicación del conocimiento que produce a través de la tecnología, lo nos ha permitido extendernos y prosperar a lo largo y ancho del mundo, hasta convertirnos no sólo en una de las especies más exitosas del planeta, sino también en una de las más peligrosas.

La ciencia logra esto porque potencia las capacidades naturales de observación, abstracción, generación de modelos y predicción que posee naturalmente nuestro sistema nervioso –producto a su vez de nuestra historia evolutiva– y las pule, eliminando muchos de sus defectos (no todos, pero cada vez más) para convertirlas en un método de alta precisión y confiabilidad para representar el mundo en que vivimos, y predecir y controlar su comportamiento.

Lo hace por medio de la observación controlada, precisa y cuantitativa; la experimentación; el desarrollo de instrumentos de precisión; el uso de la estadística, y sobre todo la amplia y abierta discusión crítica de datos, resultados e interpretaciones: un sistema colectivo no sólo de pensamiento, sino de control de calidad –quizá el más estricto que existe en actividad humana alguna–, formado por expertos que colaboran para garantizar que la empresa científica siga avanzando, y que el conocimiento que produce siga siendo confiable. La ciencia, así nos hace más libres a través de conocer y entender el mundo que nos rodea.

Pero la ciencia no sólo nos ayuda a sobrevivir: también ha transformado nuestras vidas, por medio no sólo de desarrollos tecnológicos que cambian por completo nuestros hábitos y maneras de relacionarnos (fuego, agricultura, máquinas de vapor y combustión interna, telecomunicaciones, transportes, viajes espaciales, computación…) sino también de desarrollos médicos que salvan millones de vidas (vacunas, antibióticos, técnicas quirúrgicas, terapias contra el cáncer o el VIH…) y de aplicaciones agrícolas, industriales, textiles, en construcción y muchísimos campos más. La ciencia nos hace más libres al eliminar plagas y limitaciones que nos impiden desarrollar nuestro potencial.

Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología han dotado a las sociedades humanas de capacidades cada vez mayores para difundir la cultura, educar, fomentar la discusión informada y crítica, y permitir así el surgimiento de sociedades democráticas modernas y más justas: desde la imprenta hasta los medios masivos de comunicación y los actuales medios digitales, la ciencia y la tecnología nos hacen más libres al permitirnos circular y discutir cada vez más ampliamente la información, formarnos nuestras propias opiniones y tomar nuestras propias decisiones como ciudadanos.

Pero las ciencias naturales, y la tecnología que de ellas deriva, se basan sólo en el estudio del mundo físico. El estudio del ser humano es mucho más complejo. Es por ello que las ciencias médicas o la psicología tienen retos mucho más arduos que la física o la química. Los sistemas que estudian –el cuerpo o la mente humanas– ya no pertenecen al mundo llanamente objetivo, de lo que está “ahí afuera”. En ellas la perspectiva subjetiva del individuo influye en la observación, y dificulta separar la información útil del ruido (el dolor y el malestar, por ejemplo, son sensaciones subjetivas; no existe un “dolorímetro”; en cuanto a los fenómenos psicológicos, su mera definición plantea problemas complicados).

En cambio, las ciencias sociales –antropología, historia, economía, ciencia política y otras–,que estudian ya no la naturaleza ni al individuo humano, sino a las sociedades que forma y los complejísimos fenómenos a los que éstas dan origen, enfrentan un reto mucho más difícil. Las ciencias sociales han procurado adoptar y adaptar, en la medida de sus posibilidades, la actitud científica de las ciencias naturales, junto con sus métodos, fuente de su enorme poder explicativo. Esto ha hecho que sus modelos sean cada vez más rigurosos, basados en datos cada día más confiables y representativos.

Pero, además, se ven obligadas a considerar otros elementos que simplemente no preocupan a las ciencias naturales. Porque se trata aquí ya no de estudiar lo que existe objetivamente, sino de construir colectivamente, mediante acuerdos basados en el rigor intelectual, definiciones, conceptos, parámetros, teorías y modelos que representen de manera útil los fenómenos humanos y sociales. Y no sólo eso: las ciencias sociales buscan entender y, de ser posible, predecir y, si no controlar, al menos sí orientar el comportamiento de estos sistemas, pero obedeciendo a ideales de tipo ético: fomentando sociedades con justicia, libertad, tolerancia y pluralidad, donde sean posibles el desarrollo social y humano.

La semana pasada tuve el privilegio de ser invitado a hablar sobre la relación entre cultura científica y participación ciudadana en la 5ª Escuela de Verano “Libertad y desarrollo” que, gracias a la iniciativa y entusiasmo del Dr. Luis Sánchez Mier, lleva a cabo cada año la Universidad de Guanajuato, con el auspicio de instituciones internacionales, para promover en los estudiantes nacionales e internacionales que participan en ella el conocimiento y la reflexión sobre la relación entre la libertad y el desarrollo humano.

Una de las cosas que aprendí es que cada vez queda más claro que son las sociedades libres, tanto a nivel personal y social como económico y político, las que ofrecen las mayores oportunidades al desarrollo de las personas (la “búsqueda de la felicidad” que menciona la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; el propio proyecto personal). Y también las que, a través de un mayor desarrollo económico, pueden ofrecen un mayor bienestar a sus poblaciones.

Ante el resurgimiento de la intolerancia religiosa, ideológica y política, y las crisis humanitarias y políticas causadas por regímenes totalitarios como los de Corea del Norte, Turquía o, más cerca de nosotros Venezuela, que suprimen libertades individuales y sociales y dañan a sus ciudadanos, urge fomentar el pensamiento crítico y difundir el mejor conocimiento producto de las ciencias sociales, elementos indispensables para tener sociedades libres.

La defensa de los valores sociales y la búsqueda de sociedades más justas son también parte de la cultura científica.

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domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

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