Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio de 2017
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio de 2017
Primero fue la bomba atómica, que traía consigo lo que nunca había ocurrido: la posibilidad aterradora de que el ser humano fuera la primera especie capaz de destruirse a sí misma. Los temores de un invierno nuclear, consecuencia secundaria de una posible guerra atómica, contribuyeron a formar toda una generación (los baby boomers, nacidos en la posguerra) bajo el espectro de la autodestrucción.
Luego fue el hoyo en la capa superior de ozono, causado por la emisión masiva de clorofluoroalcanos, gases usados masivamente en aerosoles y refrigeración. Amenaza que, afortunadamente, se pudo combatir, con investigación científica y acuerdos políticos y económicos internacionales. Hoy es el calentamiento global, y el cambio climático que lo acompaña –casi dan ganas de llamarlo caos climático– lo que parece amenazar la supervivencia humana, y lo que causará que las generaciones millenial y las que los siguen vivan teniendo pesadillas (los pertenecientes a la generación X, como quien escribe, no viviremos para ver sus peores efectos).
Si fue la evolución por selección natural la que nos dio el potencial de convertirnos, como especie, en lo que hoy somos, fueron descubrimientos de tipo técnico como la agricultura y el uso del fuego los que nos permitieron volvernos verdaderamente humanos: desarrollar familias, sociedades, poblados, naciones, culturas, economías. Pero fueron la ciencia y la tecnología las que nos dieron la capacidad de convertirnos en la especie dominante, al menos por nuestro potencial destructivo, en el planeta.
Irónicamente, no fueron los descubrimientos en física atómica y sus temibles aplicaciones destructivas, ni los productos de la industria química que contaminaban la atmósfera, los frutos del ingenio humano que resultaron más dañinos. Fueron los productos de la comparativamente humilde revolución industrial, iniciada en el siglo XVIII –con la máquina de vapor, y sobre todo el motor de combustión interna–, los que, al desatar un ciclo hasta hoy imparable de quema de madera, carbón y petróleo, causaron que las sociedades humanas emitiéramos, a lo largo de más de dos siglos, pero más aceleradamente en las últimas décadas, cantidades de dióxido de carbono capaces de alterar el clima, en virtud de su propiedad de dejar pasar la luz solar pero no la radiación infrarroja reflejada por la superficie terrestre, causando así el temido “efecto invernadero”.
Las consecuencias del cambio climático, las actuales y sobre todo las que vendrán en el futuro cercano, constituyen hasta ahora la más grande amenaza para la supervivencia humana. Tan grande que, como explica el periodista David Wallace-Wells en un reportaje publicado el pasado 9 de julio en la New York Magazine, los humanos “somos incapaces de comprender su alcance”. Wallace-Wells hace todo lo posible por dar un contexto que ponga en perspectiva lo que viene. Y lo que viene va mucho más allá del la simple elevación prevista en el nivel del mar, de por sí ya bastante catastrófica por los daños que puede causar en las poblaciones costeras.
El aumento de la temperatura en las zonas tropicales del mundo podría hacerlas efectivamente inhabitables, debido a los daños que el calor intenso, combinado con la humedad, puede causar en el cuerpo humano. Los habitantes de esos países podrían verse imposibilitados para trabajar las tierras de las que viven; y salir de sus casas en las horas de más calor podría volverse un riesgo grave. Otras consecuencias no sólo posibles, sino ya probables, son crisis en la agricultura y ganadería; migraciones debidas al hambre y la falta de agua; un aumento de la cantidad de ozono y partículas suspendidas, producto de los incendios, en la atmósfera baja; la liberación de metano –gas de invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono– y de virus y bacterias dañinas que hasta ahora estaban congelados en las regiones árticas, y una crisis económica mundial de proporciones nunca vistas. Vale la pena –si tiene usted sus ansiolíticos a la mano– leer el reportaje original de Wallace-Wells, disponible en http://nym.ag/2uvppcu.
Sin duda, todavía podemos hacer algo. Quizá mucho (aunque factores como Donald Trump introducen una incertidumbre difícil de incorporar en los modelos). Pero el cambio es ya inevitable, y gran parte de lo que tendremos que hacer, tarde o temprano, será más para remediar los daños que para evitarlos.
No se puede negar que la ciencia y la tecnología son en parte los factores, entre otros muchos, que hicieron posible que los humanos nos causáramos tal perjuicio, a nosotros mismos y al planeta. Pero tampoco que son ellas mismas las que nos han permitido no sólo darnos cuenta del daño, sino buscar maneras de remediarlo o al menos atenuarlo.
Pero sería muy triste que fuera la simple quema de combustibles fósiles el factor que causó la extinción de la raza humana. Si así ocurriera, todos los grandes logros de la ciencia y la tecnología, todos los inmensos beneficios que, a lo largo de siglos, han dado a la salud, el bienestar, la cultura y el desarrollo humanos habrían sido total, absolutamente inútiles. No puedo imaginar más cruel ironía que esa.
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