domingo, 25 de marzo de 2018

Memética de las fake news

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de marzo de 2018

Hace 42 años, en 1976, el biólogo británico Richard Dawkins publicó su libro El gen egoísta. En él no proponía, como creen quienes sólo leen el título, que haya un “gen del egoísmo”, sino una visión novedosa de la evolución por selección natural que la presentaba no como una competencia entre especies o individuos, sino entre genes.

Para Dawkins los genes son replicadores, entidades cuya función es únicamente producir copias de sí mismos. Aquellos que, por azar debido a mutaciones y otros cambios, tengan características que aumenten sus posibilidades de ser copiados (de replicarse, en lenguaje técnico) serán los que sobrevivan y aumenten su número en una población dada. Los seres vivos, escribió Dawkins, somos simples “máquinas de supervivencia” que los genes han construido para dejar más descendencia.

La propuesta de Dawkins, más que una teoría, es una perspectiva que permite ver la evolución desde un punto de vista distinto, y ha sido útil para entenderla más a fondo. En esencia, sus predicciones son totalmente compatibles con la visión más tradicional, basada en individuos, de la evolución.

Pero quizá lo más importante del libro es que en uno de los últimos capítulos proponía la posibilidad de que existiera otro tipo de replicadores, consistentes no en información genética sino cultural y que, al igual que aquella, se copia y evoluciona, sobrevive o se extingue. Lo hace “infectando” cerebros a través del lenguaje, de libros y revistas, medios de comunicación y redes virtuales. Dawkins llamó “memes” a estos replicadores, nombre que en realidad se puede aplicar a cualquier idea que haya pasado por un cerebro humano.

Hoy la palabra es famosa gracias a un tipo concreto de memes: las imágenes graciosas, acompañadas de texto, que circulan por internet. Pero también las modas los chismes y chistes, las ideologías políticas, las religiones o las teorías científicas son ejemplos de memes (o conjuntos de memes).

Y, por supuesto, también lo son las noticias falsas, o fake news.

Hace unas semanas la revista Science publicó un estudio que llamó mucho la atención en la prensa, firmado por Soroush Vosoughi, Deb Roy y Sinan Aral, investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, y titulado “La difusión en línea de noticias verdaderas y falsas”.

En él se analizaron 126 mil noticias difundidas en Twitter a lo largo de 11 años, entre 2006 y 2017, y que fueron a su vez compartidas en total más de 4.5 millones de veces por unos 3 millones de usuarios distintos. Comenzaron por clasificarlas en verdaderas y falsas, basándose en dictámenes de seis organizaciones profesionales de verificación de información como Snopes.com y Politifact.com.

A continuación analizaron quién las compartía y cuántas veces, y a qué velocidad y qué tan extensamente se difundían en la red. Lo que hallaron fue muy sugerente: del 1% de las más compartidas, las “cascadas” de noticias falsas (la noticia original y la discusión sobre ella) se difundían entre mil y cien mil personas, mientras que las de noticias verdaderas, si bien les iba, alcanzaban a un máximo de unas mil personas.

También hallaron que las fake news se difundían más rápido que las verdaderas, y eran difundidas no por bots (software que automáticamente difunde tweets) ni por personas famosas con miles o millones de fans, sino por gente común con un número limitado de seguidores. Y que, aunque estos efectos eran más notorios en historias sobre política (especialmente en 2016, año de las elecciones presidenciales en Estados Unidos), lo mismo ocurre con noticias sobre otros temas como terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas o información financiera.

Aunque para confirmar los hallazgos se necesitará hacer análisis aun más extensos y profundos, incluyendo a otras redes sociales, los investigadores se arriesgan a plantear una hipótesis para explicar el fenómeno observado: las noticias falsas, dicen, tienden a ser más novedosas que las verdaderas, y por eso provocan emociones miedo, desagrado o sorpresa. En cambio, la información verídica suscita emociones menos intensas, como expectación, tristeza, alegría o confianza. Y esto causa que la gente tienda a compartirlas más las fake news que las noticias verdaderas.

Me parece que, si adoptamos la perspectiva “memética” de Dawkins y vemos a las noticias como memes, los resultados de esta investigación, y otras que continúen, se pueden interpretar en términos de las características que les confieren mayor valor de supervivencia. Así, los memes que sean más novedosos o emocionantes, pero también más sencillos, más satisfactorios, más lógicos o, en fin, que posean cualquier propiedad que nos predisponga a compartirlos (es decir, que promueva su mayor reproducción), serán los que más se difundan en las redes y en la sociedad.

Sin duda, el estudio de las fake news se está convirtiendo en una prioridad, por la tremenda influencia que pueden tener en la política, la economía, la cultura y muchos otros campos de actividad humana. Quizá estudios como éstos nos ayuden a comprender mejor y a controlar la forma en que se difunde la información en las redes para que, en vez de desinformar, manipular o causar caos y confusión, ayude a tener sociedades más justas y mejor informadas.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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domingo, 11 de marzo de 2018

Estafas y control de calidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de marzo de 2018

Diana Quiroz
Acompáñeme a ver esta triste historia que, por desgracia, se repite regularmente en nuestro país.

Primer acto: lo bueno. Varios medios noticiosos comienzan a circular una nota que a primera vista parece positiva y esperanzadora: una especie de “niña genio” mexicana, Diana Quiroz Casillas, estudiante de 22 años de la carrera de ingeniería mecatrónica en el Instituto Tecnológico de La Laguna (ITL), en Torreón, Coahuila, ha sido seleccionada, entre un grupo de competidores, para “asistir al premio Nobel”.

Varios medios, ya desde ahí distorsionaron, voluntariamente o no, la noticia, con titulares ambiguos como que Diana “se ilusiona con el premio Nobel” o que es la “única mexicana invitada a los premios Nobel”. Hubo quien pensó que habría ganado un premio Nobel. En realidad se trata sólo de asistir al Stockholm International Youth Science Seminar, un evento donde jóvenes de todo el mundo tienen la oportunidad de conocer y dialogar con ganadores del famoso premio.

¿Cómo lo logró? Porque ganó, junto con su hermana Raquel, el primer lugar en la Expo Ciencias Nacional, evento organizado por la Red Nacional de Actividades Juveniles en Ciencia y Tecnología, que efectúa regularmente ferias científicas en las que estudiantes de ciencias de distintos niveles pueden presentar proyectos escolares de investigación. Los premios consisten principalmente en la oportunidad de viajar y competir con sus proyectos en otros eventos nacionales e internacionales, a través de redes como MILSET (Movimiento Internacional para el Recreo en Ciencia y Tecnología). El proyecto ganador de Diana se titula “Aplicaciones regenerativas del grafeno”, y fue realizado en el Instituto Tecnológico de la Laguna y el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías.

Segundo acto: lo feo. Si bien el ITL es una institución seria que forma parte del sistema de tecnológicos de la SEP, el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías es una entidad privada que se ostenta como “centro de investigación”, pero que en realidad, junto con la empresa Alquimex, vende productos basados en grafeno, con diversos usos tecnológicos e industriales. Ambas son propiedad de la madre de Diana, la ingeniera química Sandra Salomé Casillas Bolaños, investigadora del propio ITL. Quien, nada casualmente, es también la organizadora de la Expo Ciencias Coahuila. El conflicto de interés es evidente.


Tercer acto: lo malo. Aun así, pocos medios se tomaron la molestia de investigar; la mayoría se limitó a, con buena fe y poco profesionalismo, dar por buena la nota y difundirla. Lo grave es que no hicieron su tarea verificando el sustento científico de las afirmaciones de la joven sobre las propiedades de los productos que vende su empresa familiar, gracias a los que ganó el concurso. En diversos reportajes y entrevistas difundidas por medios como Sinembargo, Vanguardia, Radio Fórmula y muchos otros (incluso el propio Milenio, donde además de una nota, el columnista Luis Apperti, especializado en temas de industria, cantó sus alabanzas), además de las redes sociales (fue muy difundida una entrevista hecha por el periodista Ángel Carrillo en el programa Telediario, de la empresa Multimedios Laguna, luego subida a YouTube), simplemente se anuncia con bombo y platillo que los productos de Alquimex son una especie de panacea.

El problema es que en todas las entrevistas –y en charlas que ella y su madre dan para promover su línea de productos de grafeno “Moonlight”, elaboradas por su empresa Alquimex– Diana hace afirmaciones simplemente falsas, como que el grafeno “puede regenerar órganos del cuerpo humano”, y que por tanto, administrado en forma de gel, puede llegar al órgano afectado y curar enfermedades como cáncer, diabetes, daño renal o hepático, heridas, quemaduras y ¡hasta ojeras!

El grafeno es una forma del carbono, químicamente idéntica al grafito de los lápices, pero que se presenta en forma de láminas ultradelgadas de un átomo de grosor formadas por celdas hexagonales de átomos de carbono. Sus aplicaciones nanotecnológicas están siendo exploradas, y son múltiples y muy prometedoras. Incluso, es cierto, se está explorando su papel en la posible regeneración experimental de tejidos a nivel laboratorio. Pero se trata de ciencia básica. Todavía nada que pueda tener ni remotamente una aplicación clínica, y quizá nunca la tenga. Pensar que simplemente administrar grafeno en forma de nanopartículas curará un hígado enfermo, como si se tratara de nanorrobots que restauran las células dañadas, es ciencia ficción… de la mala. (Y de hecho, si en realidad los productos de Alquimex contienen nanopartículas, éstas podrían tener propiedades tóxicas.)

El que la empresa de la madre de Diana esté comercializando estos productos, amparada en la denominación de “suplementos” (lo que los exenta de pasar por la supervisión de las autoridades de salud), pero al mismo tiempo proclamando a los cuatro vientos que pueden curar enfermedades graves o incurables (en un video que circula llegan a afirmar que después de cierto tiempo los pacientes pueden abandonar su tratamiento para la diabetes) las convierte en unas peligrosas estafadoras que venden productos milagro. La Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios), sin duda, debería intervenir. Me dicen que no puede hacerlo si no hay una denuncia previa, a pesar de que ya circulan en internet, además de memes sobre “Lady Grafeno” que ridiculizan las insostenibles afirmaciones de Diana, peticiones para que la Cofepris intervenga, promovidas por investigadores mexicanos en el área de la nanotecnología.

La otra lección es que muchas de nuestras instituciones –el Tecnológico de la Laguna, la Red que organiza las Expo Ciencias, el Conacyt, la Cofepris– deberían esforzarse por ejercer una mucho mayor vigilancia y control de calidad para impedir que proyectos evidentemente fraudulentos y carentes de todo sustento científico sean aprobados y premiados, e incluso comercializados. Es una lástima que una iniciativa valiosa como Expo Ciencias se vea manchada por un escándalo así.

En cuanto a nuestros medios de comunicación, es vergonzoso que, a estas alturas, todavía no reconozcan que la fuente de ciencia y tecnología no puede ser manejada por periodistas y reporteros que carezcan de la mínima formación profesional en periodismo de ciencia. Todo contenido de ciencia y tecnología debería ser revisado, idealmente, por alguien con la capacidad de verificar su rigor. Y cualquier noticia que suene demasiado buena o rara para ser cierta debería ser verificada cuidadosamente antes de ser publicada. (Hay que mencionar que en Facebook han comenzado a circular notas aclarando las cosas, y la periodista Orquídea Fong publicó en Etcétera un excelente reportaje denunciando el caso, y aclarando mucha de la desinformación difundida por otros medios.)

Sólo profesionalizando el periodismo científico –labor que ya están llevando a cabo instituciones como la UNAM y otras universidades, la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, la Red Mexicana de Periodismo de Ciencia y otras– podremos evitar que vuelvan a ocurrir casos como éste, que desinforman, lastiman la reputación de las instituciones, fomentan la charlatanería seudocientífica y, para colmo, ponen en peligro la salud de pacientes que, confiando en la información que reciben, son estafados por vendedores de productos milagro.

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domingo, 4 de marzo de 2018

¿Hasta dónde es ciencia la ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de marzo de 2018

Vivimos en la era de internet y la redes sociales, y por tanto, también la era de las fake news, de la posverdad, de la manipulación informativa. Se trata de uno de los problemas más urgentes que amenazan a todas las sociedades modernas.

¿Por qué? Porque mediante la desinformación, que es aceptada sin cuestionar por una gran cantidad de gente y que, como consecuencia, se difunde viralmente, áreas tan vitales para una sociedad como la democracia, la salud o la confianza en las instituciones o en la ciencia pueden ser manipuladas, puestas en duda y quebrantadas (véase por ejemplo la probable intervención rusa en las elecciones estadounidenses en 2016).

En ciencia, las noticias falsas virales dan pie a creencias absurdas, como que el ser humano nunca ha pisado la Luna, que los aviones liberan estelas de compuestos tóxicos (chemtrails) con el fin de causar cáncer o esterilidad en la población, o que la Tierra es plana, cada una acompañada de elaboradas teorías de conspiración en las que intervienen la NASA y los gobiernos mundiales, como si fueran entidades casi omnipotentes. O, mucho más grave, fomentan ideas absurdas como que el sida no es causado por un virus (o que no existe), que el calentamiento global es sólo un invento de los enemigos de los Estados Unidos, o que las vacunas, lejos de proteger la salud, la dañan. Todas ellas pueden perjudicar muy seriamente a la humanidad y al planeta.

¿Cómo combatir esta epidemia de credulidad, desconfianza en el conocimiento científico y falta de pensamiento crítico? Nadie ha dado aún con una buena solución: señalar que no hay que difundir información sin antes verificarla no ha servido, hasta ahora, de gran cosa.

Pero yo creo que, al menos en lo que respecta a temas científicos, quizá parte del problema es que no hemos logrado que el gran público entienda cómo funciona, en realidad, la ciencia: la presentamos casi siempre con un proceso de “invención” realizada por “genios”, o cuando mucho como una receta de cocina: observación, hipótesis, experimentación, comprobación, teoría, ley…

En realidad, el conocimiento científico es múltiple, complejo y varía con el tiempo y el contexto. ¿Cómo se puede saber si una idea (las vacunas, el calentamiento global, la homeopatía, la astrología) son ciencia o sólo engaños seudocientíficos?

La verdad es que hasta los científicos tienen problemas para definir con claridad la frontera entre la ciencia legítima y la que no lo es. La respuesta más sencilla sería decir que la ciencia se basa en evidencia y argumentos lógicos, y la seudociencia no. Pero no es tan sencillo. Hay áreas de la ciencia que no tienen mucha evidencia –aunque sí argumentos, y detalladas ecuaciones– que las apoyen, como la teoría de cuerdas o la de los multiversos. Y sin embargo son en general consideradas científicas. (Aunque hay quienes, por el contrario, las denuncian como especulaciones inútiles y carentes de base, o de plano como seudociencias, como explica detalladamente en su excelente blog “El escéptico de Jalisco” el divulgador científico Daniel Galarza Santiago, quien además es estudiante de filosofía de la ciencia: “La guerra del multiverso y el problema de demarcación”, 1º de febrero de 2018).

Otro intento de definir un “criterio de demarcación” para distinguir qué es ciencia y qué no fue el requisito, propuesto por el filósofo austriaco Karl Popper, de que toda teoría científica debería ser “falsable”, es decir, tendría que estar claro qué resultados, de obtenerse, refutarían dicha teoría. Las seudociencias son notorias porque jamás pueden ser refutadas; siempre recurren a excusas y explicaciones alternas sacadas de la manga (ad hoc) para salvarse de ser refutadas y exhibidas como engaños. La teoría de los multiversos –que en realidad es un gran conjunto de propuestas teóricas distintas, algunas relativamente simples y algunas muy complejas y abstractas– en general no son falsables, pues no hacen –todavía– predicciones que puedan ser puestas a prueba.

Pero en realidad, y a diferencia de ideas claramente seudocientíficas como la Tierra plana, el creacionismo o la astrología, las teorías cosmológicas como la de multiversos o la de cuerdas (que postula que las partículas y fuerzas de la naturaleza son en realidad vibraciones de “cuerdas” invisibles que existen en 8 o 9 dimensiones, enrolladas sobre sí mismas para dar la apariencia de 4 dimensiones –tres del espacio y una de tiempo– que percibimos) no son simples ocurrencias superficiales. Son, por el contario, derivaciones teóricas de alta complejidad que parten de la física más avanzada que conocemos.

Aun así, hay quien las considera “degeneraciones” que sólo especulan inútilmente; “es como considerar la posible existencia de dios como una hipótesis científica”, argumentan sus detractores. Pero, aunque no tenemos pruebas para confirmarlas, refutarlas o elegir la mejor entre sus muchas variantes, podemos defender el argumento de que son “ciencia” en tanto que derivan de la ciencia, son hechas por científicos y utilizan las mismas matemáticas, el mismo rigor y las mismas herramientas teóricas que usa el resto de la física.

Y, sobre todo, porque son aceptadas como ciencia, luego de una discusión amplia y rigurosa, por el consenso mayoritario de la comunidad científica. Porque al final, como han argumentado muchos filósofos e historiadores de la ciencia, notoriamente el físico e historiador estadounidense Thomas Kuhn, ciencia es aquello que la comunidad científica reconoce como ciencia (y, como tal, varía con el tiempo: la ciencia es un proceso histórico, no un cuerpo de conocimientos absolutos).

Así, la ciencia podría quizá caracterizarse por la evidencia que la apoya, el rigor de los argumentos, ecuaciones y teorías que la soportan, por el proceso de discusión crítica al que está sometida –representado por el mecanismo de revisión por pares– y, como resultado de todo esto, por la aceptación mayoritaria de una comunidad de expertos calificados. Aceptación que, sin embargo puede cambiar con el tiempo y el surgimiento de nueva evidencia y nuevos argumentos.

A lo mejor, si los ciudadanos conocieran mejor estas discusiones, apreciarían más claramente que para distinguir las fake news científicas de la ciencia legítima lo mejor es recurrir justo a ese consenso de los expertos, y no sólo confiar en la “autoridad” de una página de Facebook.

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