domingo, 29 de abril de 2018

Reciclar botellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de abril de 2018

El mundo produce al año unos 311 millones de toneladas de plástico, según cifras de 2014. En México, se generan unas 722 mil toneladas anuales, de las cuales se reciclan o reutilizan alrededor del 50%.

Uno de los plásticos más comunes y más difíciles de reciclar es el tereftalato de polietileno, conocido como PET, y que usted encuentra diariamente en las botellas desechables de agua y refresco.

A nivel global, se venden un millón de botellas de plástico ¡cada minuto!, y sólo el 14% de ellas se recicla. Su uso es una catástrofe ambiental, porque el PET es ridículamente resistente a la biodegradación: en condiciones naturales, tarda unos 500 años en desaparecer. Por ello, se está acumulando en depósitos de basura, terrenos y en el océano donde, entre otros perjuicios ambientales, es consumido por organismos marinos a los que daña.

El uso de botellas de PET es una necesidad creada por las compañías refresqueras, que anteriormente usaban botellas de vidrio “retornables”, que la propia compañía recogía, lavaba y reutilizaba. Pero usar botellas de PET, producido a partir de petróleo, y por ello muy barato, permite a las compañías ahorrarse todo el costo de la reutilización, y transferir el costo de disponer de las botellas para reutilizarlas o reciclarlas al consumidor o a los gobiernos. Un ejemplo de cómo la economía triunfa sobre la ecología (curiosamente, ambas palabras derivan de la misma raíz griega, oikos, “casa”). Y aunque hoy hay indicios de que la opinión pública podría obligar a las refresqueras a invertir en alternativas menos dañinas para el ambiente, mientras no sea económicamente viable es muy difícil que cambien su sistema.

Por eso, desde hace años científicos de todo el mundo buscan maneras de biodegradar al PET, para reciclar sus componentes químicos y evitar que se siga acumulando (a diferencia de la simple reutilización que hoy se hace, en que el PET se muele y se transforma en fibras o bloques plásticos para diversos usos, pero sin dejar se ser PET). En julio de 2017, dos investigadoras del Departamento de Alimentos y Biotecnología de la Facultad de Química de la UNAM, Amelia Farrés y Carolina Peña, anunciaron que habían desarrollado, a partir de una enzima llamada cutinasa obtenida del hongo Aspergillus nidulans, una variante modificada por ingeniería genética que logra romper los enlaces químicos que mantienen unidas las moléculas del PET. A partir de ello, han desarrollado un método que está en trámite de patente y que logra biodegradar el PET en unos 15 días, en condiciones de laboratorio. Actualmente están trabajando para escalar el proceso a nivel industrial.

Pero los hongos son más difíciles de cultivar que las bacterias, organismos más simples que se pueden cultivar mucho más rápida y eficientemente para obtener y procesar sus enzimas.

Por eso llamó mucho la atención a nivel mundial la noticia difundida hace 15 días, el 16 de abril, del hallazgo de una bacteria capaz de degradar al PET. Como el hongo de las investigadoras de la UNAM, fue descubierta en un tiradero de basura, pero en Japón. En un artículo científico publicado en la revist

Estructura molecular
de la enzima PETasa
(Fuente: PNAS)
a PNAS, de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, el equipo encabezado por John McGeehan, de la Universidad de Portsmouth, en el Reino Unido, describe cómo aisló la enzima que le permite a la bacteria romper los enlaces del PET –a la que llamaron “PETasa”– y descifró su estructura molecular.

Y resulta que ésta es muy parecida a la de la cutinasa del hongo Aspergillus, lo cual tiene mucho sentido desde el punto de vista evolutivo. Dos enzimas que tienen propiedades químicas parecidas, romper los enlaces tipo éster del polietileno, poseen estructuras moleculares semejantes. Una evolucionó para degradar la cutina, polímero ceroso que forma parte de la cutícula de las plantas; la otra surgió mucho más recientemente en una bacteria, y le permite vivir en los basureros llenos de plástico que abundan en el mundo moderno.

Pero lo más curioso es que, modificando mediante ingeniería genética la molécula de la enzima para estudiarla mejor, descubrieron que accidentalmente la habían hecho más eficiente para degradar el PET. Como ocurre muchas veces en ciencia, la casualidad ayuda a la mente preparada.

La explicación es que, siendo un producto evolutivo muy reciente, la enzima todavía no había tenido tiempo de ser perfeccionada por la selección natural. Pero, con los actuales conocimientos de ingeniería de enzimas, los investigadores predicen que hay espacio para hacerla mucho más eficiente, y quizá desarrollar a partir de ella métodos baratos, eficientes y económicamente viables para degradar el PET y recuperar así sus componentes químicos para fabricar nuevos plásticos, en vez de desecharlos.

Ciertamente, la química puede crear problemas. Pero también puede ayudar a resolverlos.

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domingo, 22 de abril de 2018

Legisladores: ¿ocurrentes o irresponsables?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de abril de 2018

Comentábamos aquí la semana pasada que una de las grandes tragedias mexicanas es que las decisiones de Estado no se basan en el conocimiento científico pertinente.

Un ejemplo clarísimo es la manera en que, en el Poder Legislativo, se presentan con cierta regularidad iniciativas de lo más disparatado, producto de simples ocurrencias que suenan bien, pero que con frecuencia son producto de la demagogia, los intereses políticos o comerciales, o simplemente la ignorancia amparada en los buenos deseos (recordemos aquella lamentable, en 1992, cuando en la Asamblea Legislativa del DF se presentó una para modificar el código civil del entonces DF, con el urgentísimo objetivo de prohibir ¡la clonación humana!).

Este desprecio no se limita a las ciencias naturales: muchas propuestas ignoran incluso al derecho, las humanidades y las ciencias sociales, como lo demuestra la disparatada iniciativa, aprobada por unanimidad en la Cámara de Diputados –y que, si tenemos suerte, podrá ser detenida en la de Senadores– de eliminar el fuero para gobernantes y altos funcionarios de gobierno.

Producto de lo que Héctor Aguilar Camín ha definido como las dos fuerzas que mueven el sentir político de los ciudadanos mexicanos en estos tiempos –el enojo y el miedo–, la idea de eliminar el fuero suena en principio genial, tomando el cuenta el uso abusivo y aberrante que se hace de él en México. Pero eliminarlo, en vez de reglamentarlo y corregir su mal uso, es una idea peligrosísima. La función del fuero, que está presente en todas las democracias, es precisamente proteger a gobernantes y funcionarios de los ataques políticos disfrazados de acusaciones penales (pregúntenle al Peje, en 2005, cuando el fuero fue lo único que impidió que fuera acusado y encarcelado).

Volviendo a las ciencias, en este caso biomédicas, suena también genial otra iniciativa: la presentada recientemente para reformar la Ley de Salud para definir como “presuntos donadores” a todos los adultos de 18 años en adelante, de modo que no se tuviera que solicitar su autorización para disponer de sus órganos con fines de donación, a menos que expresamente hubieran manifestado su voluntad en contra (es decir, justo lo contrario de lo que hoy sucede). Sabemos que en nuestro país existe un enorme retraso en cuanto a donación de órganos. Cientos o miles de pacientes esperan meses o años para disponer de un trasplante que les salve la vida, y muchos de ellos mueren sin recibirlo.

Pero convertir, súbitamente y por decreto, a todos los ciudadanos en donadores de hecho es una idea que tiene muchos y graves problemas.

En primerísimo lugar, porque el sistema de salud simplemente no tiene la capacidad, ni material ni en personal preparado, para recibir y manejar esa cantidad inmensa de órganos (que requieren un manejo preciso y muy especializado), y realizar esa cantidad de trasplantes (un procedimiento quirúrgico delicado).

Aunque los diputados se apresuraron a aplaudir y aprobar la iniciativa, los expertos en trasplantes ya se manifestaron, si no en contra de ella, sí de que se apruebe “en el formato actual” (Milenio Diario, 18 de abril). El director general del Centro Nacional de Trasplantes, José Salvador Aburto, por ejemplo, pide que se dé mayor tiempo para analizar la iniciativa, y

de asegurarse “que todos los ciudadanos conozcan el concepto, entiendan perfectamente de qué se trata, y manifiesten entonces si están de acuerdo con la donación o la rechazan”. Por su parte, el coordinador nacional de trasplantes del ISSSTE, Aczel Sánchez, declara que primero habría que “fortalecer con recursos humanos y financieros a las instituciones para poder atender las necesidades de donación y trasplantes”.

Pero hay otros argumentos: desde el punto de vista de la bioética, el cuerpo es propiedad inalienable del individuo –mismo argumento que se usa para defender el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Al disponer por decreto de los órganos del cuerpo de un ciudadano fallecido, el Estado se estaría excediendo en sus facultades y violando el derecho de la persona fallecida, y de sus familiares y seres queridos, a tomar la decisión final. Hay también numerosos ciudadanos que, por razones religiosas, sentimentales o ideológicas no estarían de acuerdo con una donación automática. En distintos países hay leyes que toman en cuenta estos derechos de distintas maneras. Pero prácticamente en ninguno, salvo regímenes autoritarios, se impone la donación por default.

Por otra parte, muchos ciudadanos están incapacitados para ser donadores, ya sea por edad o por padecer distintas enfermedades degenerativas o infecciones, como VIH, hepatitis, mal de Chagas, tripanosomiasis, sífilis y otras. Muchos de ellos no son conscientes siquiera de padecerlas. ¿Cuál sería el sistema para tener registros médicos actualizados y accesibles para poder decidir, en unas apremiantes pocas horas (porque un órgano para donación solo es viable por un tiempo muy limitado), si el fallecido es un donador adecuado? El precio de un error sería que a través de un órgano infectado, por ejemplo, un paciente trasplantado fuera además víctima de una infección.

No hay que descartar tampoco la posibilidad de que un aumento súbito de la cantidad de donadores detonara un mercado negro de órganos.

Y finalmente, ¿por qué sólo mayores de 18? Hay cantidad de niños que también necesitan trasplantes. La limitación a usar los órganos solamente de ciudadanos fallecidos mayores de edad revela que, en efecto, hay otros factores de tipo social, emocional o religioso que se toman en cuenta para los menores de edad, pero extrañamente no para decretar donadores a los adultos.

Como se ve, habrá que pensar mucho y con cuidado la manera de implementar una iniciativa de este tipo, y antes de aplicarla habría que invertir en infraestructura material y humana. Afortunadamente, al parecer la votación fue pospuesta debido precisamente a la falta de consenso de los expertos.

Esperemos que prevalezca la sensatez por encima del voluntarismo deseoso de ganar aplausos o votos fáciles, y la iniciativa se modifique para convertirse en una propuesta más realista, razonada y respetuosa de los derechos humanos. Una que, más que transformar donación en obligación, tratando a los ciudadanos con un paternalismo autoritario, se base en una amplia campaña de donación, ahora sí, voluntaria y centrada en una ciudadanía responsable y bien informada. No es tan difícil si hay voluntad.

¡Mira!
Como colofón a esta historia, me entero de última hora que el Congreso está considerando aprobar otra iniciativa presentada por el PRI en la Cámara de Diputados, en esta ocasión para modificar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, y que atenta contra el Estado Laico al proponer que se amplíen los derechos del clero para adquirir bienes inmuebles sin el visto bueno de la Secretaría de Gobernación; a que las asociaciones religiosas reciban contribuciones no reguladas; a realizar manifestaciones para expresar creencias; a poseer y operar estaciones de radio y televisión; a permitir que ministros de culto basados en su cuerpo doctrinal puedan expresarse contra políticas y legislaciones, y a insistir –a pesar de que ya fue, vergonzosamente, aprobado– el derecho de la objeción de conciencia. No es necesario decir más.

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domingo, 15 de abril de 2018

¿Más vale tarde que nunca?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de abril de 2018

Estamos ya de lleno en el “Año de Hidalgo”, y el actual gobierno federal, y quien lo encabeza, parecen tener prisa por terminar de cumplir todas las promesas que puedan.

Algunas de ellas tienen que ver con la ciencia y la tecnología, y aunque una de las más importantes quedará olvidada –la de elevar la inversión en este rubro al uno por ciento del Producto Interno Bruto para el final del sexenio–, el presidente Peña Nieto acaba de presentar al Senado de la República, el pasado 5 de abril, una interesante iniciativa para modificar la Ley de Ciencia y Tecnología, con el fin de fortalecer el llamado “Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología”.

En un eficaz resumen, Leticia Robles informa en Excélsior (9 de abril) que los principales objetivos de la iniciativa son proteger a este sector –y en particular al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt)– de los vaivenes sexenales que hacen que en nuestro país todas las instituciones y proyectos se reinventen con cada cambio de gobierno, y que han impedido así la continuidad y el avance sostenido. Y, por otra parte, avanzar en la creación de una verdadera Política de Estado en materia de ciencia, tecnología e innovación.

¿Por qué es importante esto? Porque, a pesar de que desde la creación del Conacyt, en 1970 –hace ya casi 50 años– el apoyo a las actividades de investigación científica, desarrollo tecnológico, innovación y vinculación con la industria, educación y divulgación científica, y otras más comenzó a recibir más reconocimiento y apoyo desde el gobierno, y a ser coordinado de manera más eficaz, aún no hemos logrado, como país, definir un rumbo y mantener una serie de proyectos con visión de largo plazo para ayudar a que nuestra nación desarrolle su potencial científico, tecnológico e industrial.

Tampoco hemos logrado que los gobiernos se apoyen en la ciencia y la tecnología para plantear políticas para abordar problemas sociales, ambientales o de salud, nuevamente con visión de largo plazo: hasta el momento, todos los programas y proyectos suelen tener una duración de cinco años o menos, y no tienen garantía de continuar con los cambios de gobierno. No hemos logrado, pues, plantear una verdadera Política de Estado en ciencia y tecnología digna de ese nombre.

La iniciativa de Peña Nieto, que retoma propuestas del Conacyt y de la comunidad científica en general, plantea siete líneas de desarrollo, que incluyen la planeación transexenal; el fortalecimiento de los Centros Públicos de Investigación del Conacyt (incluyendo que sus miembros sean considerados como académicos, y no como burócratas, y incluso que puedan beneficiarse de parte de las ganancias generadas por sus desarrollos tecnológicos, sin que se consideren parte de su salario: un excelente estímulo que es prácticamente inédito en el sector público en México); el fortalecimiento del Conacyt, para que su director no pueda ser un burócrata, sino un académico reconocido, y del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, para que ahora atienda no sólo a la presidencia, sino a los tres poderes; la creación de un consejo de 20 asesores científicos para el presidente, nombrados por el Conacyt (aunque habrá que ver si realmente los consulta, cosa que no han hecho los últimos presidentes con los asesores de diversos organismos científicos); y finalmente una mayor transparencia en el manejo de fondos y una mayor apertura en la información generada por el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología (entidad que, por cierto, no existe formalmente, pero cuyo reconocimiento, así sea como concepto en desarrollo, es importante).

En una mesa redonda donde se presentó la iniciativa, el doctor Enrique Cabrero, director del Conacyt y uno de los artífices de la propuesta, respondió duros cuestionamientos acerca de lo tardío de su presentación: “no estaban dados todos los elementos para hacer una propuesta”, y “en México se suele pensar en el futuro cuando se acerca un cambio de gobierno”. También aclaró que no se trata de “crear un superConacyt”, y que no se propuso crear una Secretaría de Ciencia y Tecnología porque eso significaría seguir supeditados al control vertical de los gobiernos y a los vaivenes sexenales (La Jornada, 11 de abril).

Aunque ya han surgido voces críticas del proyecto, creo que en principio promete ser útil y valioso, y conviene analizarlo con detalle. Ya lo están haciendo, “de manera urgente” –aunque espero que no al vapor– las comisiones de Ciencia y Tecnología y de Educación del Senado, con el fin de aprobar la iniciativa antes de que termine el actual periodo de sesiones el próximo 30 de abril.

Termino estas líneas para entregarlas a la redacción mientras me preparo para asistir a la Marcha por la Ciencia, cuya asistencia espero sea muy nutrida. Uno de sus lemas, “Sin ciencia no hay futuro”, me parece hoy más certero que nunca.

Quizá la iniciativa presentada al Senado sea tardía, y probablemente sea imperfecta. Siempre se podrá mejorar. Quizá sean también cuestionables los motivos para presentarla. Lo que no se puede negar es que es un paso en el rumbo correcto. Y eso nunca está mal.

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domingo, 8 de abril de 2018

¡Vamos a la segunda Marcha por la Ciencia!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de abril de 2018

Si es usted científico o estudiante de ciencia; si es usted aficionado a la ciencia, o incluso si la ciencia no le interesa demasiado y nunca le gustó, pero es un ciudadano consciente de que el futuro, la prosperidad y el bienestar de un país dependen, inevitablemente, de su desarrollo científico y tecnológico, entonces tiene usted una cita este próximo sábado 14 de abril para participar en la segunda Marcha por la Ciencia.

¿Por qué? Por muchas razones. Porque el apoyo a la investigación científica y el desarrollo tecnológico son los motores que promueven, además del conocimiento básico sobre el mundo que nos rodea, los descubrimientos que llevan a patentes, y que hacen posible la creación de industrias innovadoras. Y éstas, a su vez, generan riqueza y empleos que elevan el nivel de vida de las sociedades, y permiten que los países que, más que “apoyar” la ciencia y la tecnología, se apoyan en éstas, sean naciones prósperas, poderosas, seguras e influyentes.

Porque en nuestro país el apoyo a la ciencia y la tecnología siempre ha sido de muchas palabras, pero muy pocas acciones. Los estándares internacionales recomiendan que se invierta como mínimo el 1% del producto interno bruto (PIB) en este rubro. Durante el gobierno de Vicente Fox, se modificó la Ley de Ciencia y Tecnología para incluir este requisito. Jamás se ha cumplido. Al comienzo del actual sexenio, Enrique Peña Nieto se comprometió a llegar a esa cifra: aunque durante los primeros años la inversión aumentó, apenas logró pasar del 0.5%. De 2016 a 2017 dicho presupuesto sufrió un recorte de 23%. Y de 2017 a 2018, una disminución adicional de 4.1%.

Los organizadores de la Marcha en México informan que, además, el número y los montos de las becas para estudiar posgrados se ha reducido, así como la cantidad de proyectos de investigación apoyados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Sintomáticamente, el pasado miércoles un contingente de investigadores provenientes de diversas instituciones científicas del país se manifestaron frente a la sede del Conacyt, en la Avenida de los Insurgentes, en la Ciudad de México, bloqueando temporalmente el tránsito para exigir la creación de plazas y el aumento de salarios y seguridad social. Mientras tanto, gobernantes y legisladores continúan estableciendo políticas y tomando decisiones que no están basadas ni informadas por el conocimiento científico relevante que podría orientarlas en temas como salud, ambiente, derechos humanos, comunicaciones y muchos otros.

Además, como comentamos la semana pasada en este espacio, la comunidad científica nacional está enfrentando muy severos problemas por el cambio del sistema de captura del currículum único para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), que debido a su pésimo diseño les está dificultando enormemente solicitar los apoyos que necesitan para seguir trabajando.

Marcha por la Ciencia:
un evento mundial
Pero la Marcha, que en México se llevará a cabo en varias ciudades como México, Guadalajara, Puebla, Toluca, Cuernavaca, Xalapa, Poza Rica y Tapachula, es un evento mundial. En 2017, cuando se organizó por primera vez como respuesta a las alarmantes políticas del gobierno de Donald Trump, convocó a más de un millón de personas en unas 500 ciudades de todo el mundo. En México más de 20 mil científicos marcharon en distintas ciudades. Se espera que este año la participación aumente (lo cual en parte depende de usted, estimado lector o lectora).

Objetivos de la Marcha
Además de las exigencias nacionales, los objetivos globales de la marcha son, entre otros, enfatizar que la ciencia promueve el bien común, exigir que las decisiones políticas se basen en evidencia, que los gobiernos apoyen la investigación científica y tecnológica, y que acepten el consenso científico en temas vitales como el cambio climático.

En la Ciudad de México la Marcha partirá del Ángel de la Independencia a las 4 de la tarde, para llegar al Zócalo. Si vive en otro Estado, consulte en internet los lugares y horarios de la Marchas más cercana (más información aquí: http://bit.ly/2H4txGo).

Lo importante es participar; no falte. ¡Vamos todos a marchar por la ciencia!

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domingo, 1 de abril de 2018

¡Los científicos protestan!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o de abril de 2018

Los investigadores científicos y tecnológicos suelen ser percibidos como uno de los sectores menos contestatarios de la sociedad. Quizá porque siempre tienen mucho trabajo: sinceramente, hacer ciencia es una labor tan demandante y que requiere tanta dedicación como ser pianista o bailarín de ballet.

Pero el científico encerrado en su torre de marfil y ajeno a los problemas del mundo es también un mito: se trata de un gremio especialmente crítico y comprometido con el bienestar social como cualquier otro, aunque normalmente hagan poco ruido. Hoy en México los científicos están levantando la voz para protestar frente a dos graves problemas.

Problema uno: la ciencia no existe para los políticos

La primera, más que protesta, es propuesta. Es sabido que los políticos sólo mencionan a la ciencia en discursos, pero rara vez toman acciones para fomentarla y fortalecerla (y cuando lo hacen, les basta el menor pretexto para dejar incumplidas sus promesas, como ocurrió con Enrique Peña Nieto, que se comprometió a aumentar la inversión en ciencia y tecnología hasta alcanzar el 1% del Producto Interno Bruto para este año y cumplir así lo que manda la Ley de Ciencia y Tecnología –artículo 9bis– desde 2002).

Pues bien: ninguno de los candidatos presidenciales de este año ha presentado alguna propuesta de una verdadera política nacional de ciencia y tecnología, que aplicarían en caso de ser electos. Ante ello, 67 instituciones como la UNAM, El Colegio de México y diversas universidades anunciaron que van a presentar a los candidatos la “agenda de ciencia y tecnología 2018-2024”, que contiene 150 propuestas para mejorar la situación de la ciencia y la tecnología en el país. Se espera que los políticos tomen en cuenta dichas propuestas y se comprometan a hacerlas cumplir.

Ya en 2012 se había hecho un ejercicio similar, y con buen éxito, ya que ayudó a construir el Programa Especial de Ciencia Tecnología e Innovación (PECiTI), que formó parte del Plan Nacional de Desarrollo de este sexenio y dio lugar a algunos avances. Habrá que ver la respuesta de los candidatos, y sobre todo dar seguimiento a las acciones que tome quien resulte electo.

Problema dos: investigadores convertidos en capturistas

La otra protesta, que ha ido creciendo, aborda un tema que podría parecer menor, pero que revela el enfoque burocrático que permea en la política científica del país. Se trata de la nueva plataforma digital de captura del currículum para los miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Algo que los investigadores describen como un verdadero infierno, y que los ha convertido en “los capturistas mejor pagados” del país, según se describe en una petición en Change.org que hasta el momento lleva acumuladas más de 22 mil firmas.

El SNI fue creado en 1984 como una forma de paliar la precaria situación económica que padecía la comunidad científica en México, y que estaba causando una fuga masiva de cerebros. No fue una solución ideal, pues en vez de aumentar sus sueldos para que fueran dignos y competitivos, se optó por otorgar “estímulos” basados en la productividad y calidad del trabajo de los investigadores, pero que no forman parte de su sueldo formal ni sus prestaciones laborales. Aún así, en estos años el SNI ha servido para mejorar las condiciones de trabajo de los científicos y para establecer estándares de calidad, basados esencialmente en la publicación de artículos en revistas internacionales arbitradas, así como la participación en una gran variedad de labores académicas reconocidas (que abarcan investigación, docencia, formación de recursos humanos, vinculación, innovación y divulgación científica). Un sistema con muchos defectos, pero que en general ha sido útil.

Inicialmente, los informes que los investigadores presentan para su evaluación consistían en un currículum y papeles probatorios entregados en forma física, que son evaluados por comisiones dictaminadoras especializadas. Con el advenimiento de la era digital, se optó por instalar un sistema digital de captura del currículum, alojado en el sitio web del Conacyt, y que pese a tener múltiples deficiencias, se fue puliendo y ajustando para funcionar más o menos adecuadamente.

Pero recientemente el SNI decidió cambiar de plataforma, instalando una que está pésimamente diseñada: se basa en catálogos detallados para que los investigadores vayan eligiendo, de un número interminable de menús precargados, cada una de las opciones para cada publicación o actividad que desean reportar en su currículum.

(Imagen satírica)
¿El resultado? Horas y horas perdidas para los investigadores científicos de todo el país, así como ineficiencia, frustración y enojo. Para empezar, el sistema no importa correctamente la información previamente capturada durante años, y mucha se ha perdido (se habla de un 70%). Además, los campos son inflexibles y confusos, y muchas veces no abarcan opciones necesarias para que los investigadores reporten sus actividades (este problema es especialmente severo para quienes trabajan en ciencias sociales).

Los investigadores de todo el país están protestando por un sistema que, lejos de reducir problemas o aumentar la eficiencia, parece diseñado para reducir los costos y carga de trabajo del Conacyt. Al mismo tiempo, el nuevo sistema reduce las opciones de actividades consideradas “válidas” por el SNI, lo cual muchos investigadores califican de injusto y excluyente.

Además de la petición por internet, un grupo de 214 investigadores científicos del SNI (incluyendo a tres eméritos y 70 de nivel III), encabezados por los doctores Luis Mochán y Karen Volke, de la UNAM, envió una carta al director del Conacyt donde exponían los problemas y ofrecían posibles soluciones. En ella dejan claro que el sistema no sólo está mal concebido, al estar basado en catálogos cerrados que siempre serán insuficientes, sino que se implementó sin estar debidamente probado y sin garantizar la portabilidad de los datos previamente capturados, lo que ocasionó su injustificable pérdida. Los investigadores no sólo se quejan: en su carta también proponen. “Si necesitan capturar información para hacer estadísticas [el motivo probable detrás del cambio de sistema], podrían contratar capturistas o reclutar estudiantes para hacer un útil servicio social, lo cual sería más económico. Podrían también emplear programas computacionales de modesta inteligencia artificial para analizar los textos [informes razonables entregados por los investigadores] y extraer la información relevante de manera automatizada”. Incluso ofrecen su ayuda: “para ello podrían apoyarse en los expertos relevantes de nuestra comunidad académica”.

Se abrió también una lista de discusión en internet para exponer los numerosos problemas específicos y posibles soluciones. Pero la respuesta ha sido decepcionante: el director adjunto encargado del SNI respondió con una carta que no sólo defiende un sistema computacional mal concebido y peor implementado, sino que resulta levemente amenazadora. En un encuentro con miembros de la comunidad académica, el resultado fue similar.

Podría parecer irrelevante, pero es sintomático: forzar, por ineficiencia e ineptitud, a los científicos mexicanos a gastar tiempo valioso realizando labores burocráticas excesivas es sintomático de un país que no aprecia el valor de la ciencia y la tecnología, factores que distinguen a los países prósperos y avanzados de los subdesarrollados.

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