miércoles, 25 de marzo de 2015

Ciencia, evolución y entusiasmo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  25 de marzo de 2015

Para mi amigo Enrique Espinosa, compañero en el entusiasmo. Ricercare, 1992


Hace mucho, cuando hacía mi tesis de licenciatura, tuve el privilegio de trabajar en un laboratorio de investigación (el tema, por si a alguien le interesa, tenía que ver con biología molecular; en particular, la genética de la mitocondria de una especie de levadura; y más en particular, con los genes que proporcionaban a los ribosomas de esa mitocondria resistencia a dos antibióticos).

Logré titularme (aunque no con ese trabajo en particular, pues mis dotes para el trabajo de laboratorio resultaron no ser muchas), y aunque luego me di cuenta de que la investigación científica no era lo mío (mi vocación siempre fue la divulgación, que también forma parte del trabajo científico), nunca me desenamoré de la vida del laboratorio. Y una de las cosas que recuerdo con más emoción (aparte de la convivencia diaria, los seminarios donde se discutían las ideas y los resultados y se aprendía en grupo; los cursos y congresos, el fascinante instrumental de laboratorio y tantas cosas más de la vida enclaustrada de los investigadores científicos) era estudiar en maravillosos libros de texto que mostraban un panorama que estaba a años luz de la biología que había aprendido en prepa o en la facultad.

Y el más notable de esos libros era la Biología molecular de la célula, escrito en 1983 por un grupo de expertos encabezado por el bioquímico estadounidense Bruce Alberts (aunque la idea original vino de James Watson, otro de los autores). “El Alberts” revolucionó la enseñanza de la biología molecular de la célula. Se convirtió en un clásico (hoy está en su sexta edición).

Pues bien: este lunes tuve la oportunidad de escuchar a Bruce Alberts en persona dictar una charla científica donde, por supuesto, me asombró con nuevos y fascinantes descubrimientos acerca del funcionamiento de la célula viva. Y es más, ¡pude tomarme una foto con él!

Quizá suene infantil. Pero recuperar a los 49 años el entusiasmo que sentí a los 24, cuando mi enamoramiento por la biología molecular era total, no es algo trivial.

Y es que el evento donde viví esa experiencia, el simposio The major transitions in evolution (“las grandes transiciones de la evolución”, MMTE2015), organizado del 23 al 25 de marzo por el Instituto de Biotecnología (IBt) y el Centro de Ciencias Genómicas (CCG) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), más allá de ser una magnífica reunión de especialistas científicos internacionales, es antes que nada una celebración del entusiasmo.

El evento surgió a partir, precisamente, del entusiasmo de un buen profesor, el investigador Federico Sánchez Rodríguez, del IBt, quien logró contagiarlo a dos de sus alumnos en la exitosa Licenciatura en Ciencias Genómicas de la UNAM: Berenice Jiménez Marín y Juan Escalona Meléndez.

A partir del clásico libro del mismo título, publicado en 1995 por John Maynard Smith y Eörs Szathmáry, Berenice y Juan concibieron la idea de invitar Szathmáry (Maynard murió en 2004) a México para dar una charla ante estudiantes de ciencia e investigadores. Cuando aceptó, surgió la idea de hacer algo más grande: un simposio internacional donde se revisara cómo ha avanzado el conocimiento sobre las grandes transiciones evolutivas, a 20 años de la publicación del libro.

Gracias a la pasión de Berenice y Juan, y a la ayuda de la comunidad científica a la que pertenecen, los dos jóvenes lograron convocar el apoyo de diversas instituciones (UNAM, Conacyt, Gobierno de Morelos –donde se hallan el IBt y el CCG– e incluso empresas privadas). Con el apoyo del experto mexicano en origen de la vida Antonio Lazcano-Araujo se convenció a otros invitados. Se compraron boletos de avión y se reservaron hoteles, se logró contar con un foro –el nuevo Centro de Exposiciones y Congresos de la UNAM–, una página web, programas impresos, servicio de café… Un evento totalmente profesional.

¿Y cuáles son esas grandes transiciones? Ocho: el paso de moléculas autorreplicantes (capaces de reproducirse) a compartimientos (protocélulas); el paso de genes aislados a cromosomas; el paso del mundo del ácido ribonucleico (ARN) al actual de ADN y proteínas; el paso de células procariontes (sin núcleo) a eucariontes (con núcleo y membranas internas); el paso de la reproducción asexual, por clonación, a la sexual; el paso de organismos mono a multicelulares; el paso de individuos solitarios a comunidades, y finalmente, el paso de sociedades de primates a sociedades humanas con lenguaje.

Sería imposible resumir estos temas y lo que se comentó sobre ellos (los organizadores de la conferencia prometen que las charlas estarán disponibles en internet). Pero todos fueron abordados por invitados de primera línea. Además de Alberts y Lazcano, los asistentes pudimos escuchar y hacer preguntas a Ada Yonaht, cristalógrafa israelí experta en el ribosoma –ese organelo subcelular, verdadero robot molecular, que fabrica las proteínas en todas las células– y premio Nobel de química 2009; la estadounidense Evelyn Fox Keller, filósofa de la ciencia y feminista; la genetista y bloguera Rosie Redfield, defensora del rigor en ciencia; la arqueóloga mexicana Linda Manzanilla, y varios otros expertos de nivel mundial.

Hablando con Berenice y Juan, les pregunté qué los había impulsado a trabajar tanto y lograr algo tan grande. Esperaba una respuesta relacionada con la importancia de la ciencia para el desarrollo del país, el prestigio académico de la UNAM, la formación de futuros científicos… Pero no: lo que los impulsó fue la pasión, el entusiasmo, la “fascinación infantil” (childlike sense of wonder, en palabras de Berenice) por la ciencia y la imagen que nos da de la vida.

Y es un entusiasmo productivo: la reunión, dirigida no a un público general, sino a estudiantes de licenciatura y posgrado en biología así como investigadores, es un evento académico que permite escuchar de primera mano los últimos descubrimientos científicos, de voz de sus descubridores. Pero además discutir con ellos, como se estila en ciencia: de igual a igual. Intercambiar ideas y aprender de ellos. Además, Berenice y Juan tienen muy claro otro objetivo de la reunión: mostrar a sus colegas que la evolución no es sólo un tema más en biología, ni algo opcional: todos los temas de investigación en biología deberían incluir la perspectiva evolutiva. Como dice la famosísima frase del biólogo Theodosius Dobzhansky, usada como lema del simposio, “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”.

En el fondo, más allá del conocer a estrellas de la ciencia y enriquecernos con el conocimiento allí compartido, lo que recibimos los asistentes al MMTE2015 es una poderosa inyección de entusiasmo. Que es, finalmente, la fuerza que impulsa a quienes nos dedicamos a la ciencia.


Posdata 1: Los videos de las charlas del evento MMTE2015 pueden verse en este enlace (por desgracia no están etiquetados para saber cuál video corresponde a cuáles pláticas).

Posdata 2: El libro que dio la base para el simposio, The Major Transitions in Evolution, está traducido al español, en la colección Metatemas de la editorial Tusquets. Aquí más información.



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miércoles, 18 de marzo de 2015

Ciencia, prensa y libre discusión

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  18 de marzo de 2015

Nunca he visto discusiones más duras y vehementes que las que se dan en un seminario o un congreso científico. Los investigadores exponen públicamente sus datos, razonamientos y conclusiones para someterlos al riguroso control de calidad del examen crítico por parte de sus colegas. Nunca he visto tampoco discusiones, por fogosas que puedan ser, más correctas, educadas, sensatas y racionales.

Los científicos cuestionan sin compasión, dudan de todo lo que les suene confuso, y hacen las preguntas que crean necesarias, por incómodas que parezcan. Quien expone tiene que “aguantar vara”, como decimos en México, y responder lo mejor que pueda. Enojarse es impensable, igual que no responder (a cambio, el decir “no lo sé” es perfectamente aceptable, y no constituye ningún problema).

El resultado: o convence a su audiencia, validando así la calidad de su trabajo (el proceso se repite de manera más detallada y mucho más rigurosa cuando envía sus resultados para ser publicados en una revista arbitrada), o bien se convence él de que tiene que trabajar más para lograr resultados con la calidad necesaria para ser convincentes. (También ocurre, y tampoco es problema, que el expositor termine dándose cuenta de que su trabajo no se sostiene, acepte que se equivocó y tenga que comenzar de nuevo.)

En la vida diaria –y sobre todo en México–, discutir se suele confundir con pelear. Pero el espíritu de la discusión es justamente lo contrario: examinar un asunto entre dos o más personas para aclararlo lo mejor posible. Los científicos saben que el doloroso y molesto proceso de discutir, de “examinar atenta y particularmente una materia”, según el diccionario, aun cuando esto implique “contender y alegar razones contra el parecer de alguien” (segunda acepción que le da la Academia a la palabra) es la mejor forma de detectar errores en nuestro pensamiento.

Discutir es pensar colectivamente. Y pensar mejor.

Además de la ciencia, el periodismo y la política son disciplinas donde la discusión, el debate, es vital (aunque, al menos en política, lo que pasa como debate suele ser más bien una lamentable revoltura de ataques, descalificaciones, tergiversaciones y razonamientos sesgados para ganar a toda costa la discusión. Y es que los políticos, en vez de la verdad, como los científicos o el bien común, como debiera ser su deber, suelen buscar el poder. Fin de la digresión).

Una sociedad que restringe el debate es una sociedad que se aleja de la democracia. Y para que el debate sea posible, el ciudadano necesita también otro ingrediente vital: la información sobre la que va a discutir.

Las libertades de opinión y expresión, y de prensa e información, no son, pues, accesorios de una democracia. Son componentes fundamentales. El artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (que la ONU, presentó en 1948), dedicado a la libertad de expresión, afirma que “este derecho incluye el de (…) investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión” (énfasis mío).

Más allá de los motivos o intereses que hayan causado la salida de la periodista Carmen Aristegui de la empresa en que trabajaba, es claro que se relaciona, de una manera u otra, con la difusión de información incómoda. La sociedad mexicana pierde cuando el periodismo profesional y crítico, que saca a la luz asuntos que merecen ser discutidos públicamente –y que incluso, a veces, ayuda a que los responsables de alguna ofensa rindan cuentas–, ve reducidos sus espacios.

Carl Sagan, el famoso astrónomo y divulgador científico, afirma en su libro El mundo y sus demonios que la difusión del pensamiento científico beneficia a una sociedad democrática, pues los valores en que se basa –la transparencia y apertura de la información, la discusión libre y abierta y el análisis razonado de los argumentos– coinciden con los valores necesarios en una democracia. Formar ciudadanos con una cultura científica es formar mejores ciudadanos. En cambio, limitar la información y la discusión perjudica la democracia.

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miércoles, 11 de marzo de 2015

La historia de la mitocondria ladrona

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de marzo de 2015

Las mitocondrias son esos organelos subcelulares que, como nos enseñan en la secundaria, proporcionan energía a la célula. (No la “producen”, sino que la liberan en forma utilizable, al ayudar a oxidar los alimentos, y la transfieren a la famosa molécula de ATP –trifosfato de adenosina–, que luego se utiliza donde la célula la necesite. Si la energía de los alimentos se liberara oxidándolos de un solo golpe, es decir, quemándolos, no sería posible aprovecharla y se perdería en forma de calor.)

Las mitocondrias son también uno de esos temas que a los biólogos –sobre todo moleculares y evolutivos– les parecen fascinantes, pero que al resto del mundo le suenan raros, aburridos y hasta absurdos. (Cuando hice mi tesis sobre los genes de los ribosomas de las mitocondrias de una levadura –ejem–, mi padre solía burlarse de mí diciendo que estudiaba “la clonación de las mitocondrias”… palabras para él extravagantes y sin sentido.)

Parte del encanto de las mitocondrias, aparte de los complicadísimos y fascinantes mecanismos que le permiten procesar la energía celular, es su origen evolutivo. En un principio, cuando se descubrieron gracias a la microscopía, a mediados del siglo XIX (en un principio les llamaron “bioblastos”), su existencia se daba por sentada; lo importante era averiguar, primero, cómo estaban hechas, y después qué hacían y cómo funcionaban.

Pero a finales de los 60 la bióloga estadounidense Lynn Margulis propuso algo insólito: que las mitocondrias originalmente fueron bacterias de vida libre que habían sido “secuestradas” dentro de otra célula, y que al paso del tiempo establecieron una relación de simbiosis (cooperación mutua) con ella hasta volverse indispensables.

La propuesta de Margulis estaba basada en una multitud de datos (por ejemplo, que las mitocondrias tienen sus propios genes, aparte de los del núcleo de la célula). Aunque tardó algunas décadas en ser tomada en serio por el grueso de la comunidad científica, con los años la evidencia se acumuló hasta ser innegable. Hoy se considera que los procesos de simbiosis fueron centrales en el origen de las células eucariontes (las que tienen núcleo). Y Margulis argumentó hasta su muerte en 2011 que la cooperación a nivel celular (a la que llamó simbiogénesis) era una de las fuerzas fundamentales de la evolución.

El árbol filogenético
de Wang y Wu 
Pues bien: la historia podría cambiar. Un par de investigadores de la Universidad de Virginia, Zhang Wang y Martin Wu, publicaron en octubre pasado en la revista científica PLoS One un estudio en el que, luego de estudiar más de 4 mil 400 genes antiguos de mitocondrias que, a través de los años, migraron al núcleo de las células que las contienen, pudieron reconstruir un árbol genealógico (filogenético, en lenguaje técnico) que sitúa al ancestro de todas las mitocondrias cerca de un tipo de bacterias llamadas rickettsiales, que se caracterizan por ser parásitas.

Y he ahí la sorpresa: éste y otros resultados del estudio hacen muy probable que las primeras mitocondrias hayan sido en realidad parásitos, ladrones que entraron a otras células a robar su ATP, no a fabricarlo.

Hay expertos que cuestionan los detalles del estudio y el análisis de los datos. Habrá que investigar más. Pero, aunque a Margulis no le agradaría, quizá el resultado nos obligue a reconsiderar si es la cooperación o la competencia la fuerza más importante en la evolución de la célula.

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miércoles, 4 de marzo de 2015

Spock, Beakman y la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de marzo de 2015

El pasado viernes murió Leonard Nimoy, actor querido por nerds y fans de la ciencia ficción de varias generaciones (desde la anterior a la mía hasta las actuales) por su inolvidable y definitiva interpretación de Mr. Spock, el oficial científico de la nave interplanetaria Enterprise, en la serie televisiva de los años sesenta Viaje a las estrellas (Star Trek) y sus secuelas en cine y TV de las décadas siguientes, hasta el presente.

Hijo de madre humana y padre vulcano, Spock se caracterizaba por su personalidad ultra-lógica, que muy ocasionalmente entraba en conflicto con su reprimido pero emocional lado humano.

(Por cierto, Nimoy murió a los 83 años víctima de la terrible enfermedad pulmonar obstructiva crónica, o EPOC, cuya causa es el tabaquismo y una de cuyas manifestaciones es la degeneración del tejido pulmonar llamada enfisema, que mata lentamente de asfixia a quienes la sufren. La EPOC afecta al cinco por ciento de la población mundial, y mata a tres millones de personas al año. En comparación, el cáncer de pulmón y el sida matan, cada uno, a millón y medio. Usted decide si sigue fumando…)

Dos días después de la triste noticia apareció publicado en The California Sunday Magazine un artículo que narra el inesperado éxito en México de otro actor, protagonista de la serie de los años noventa El mundo de Beakman: Paul Zaloom. A diferencia de Nimoy, Zaloom está vivito y coleando, pero muy sorprendido del inusitado éxito que Beakman tuvo y sigue teniendo en Latinoamérica, y muy especialmente en nuestro país. Recordará usted la multitudinaria asistencia que sus dos presentaciones el año pasado tuvieron aquí.

¿Qué tienen en común ambos personajes? Spock era fascinante porque actuaba siempre basado en la lógica y la ciencia. Beakman lo era porque convertía a la ciencia, mediante el absurdo y la sorpresa, en algo divertido y accesible. Ambos atraparon las mentes de jóvenes de distintas generaciones y despertaron su entusiasmo y curiosidad por la ciencia.

Indudablemente, la ciencia y la tecnología son vitales para cualquier sociedad actual. Y parte importantísima de lo que un país necesita para ser de primer mundo es tener un número suficiente de científicos.

Pues bien: sostengo que, junto con los esfuerzos de enseñanza escolar de la ciencia y de divulgación científica tradicional, medios como la televisión, a través de programas como Viaje a las estrellas o El mundo de Beakman, contribuyen también a despertar vocaciones científicas, pues logran, como dijera el gran Carl Sagan, “encender la llama del asombro”.

Gracias, Beakman. Y gracias, Spock: vida larga y próspera.

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