miércoles, 31 de octubre de 2007

En defensa de Watson

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 31 de octubre de 2007


Más de un lector me ha escrito para extrañarse de la severidad del juicio que expresé la semana pasada respecto a las infortunadas declaraciones de James D. Watson sobre la relación entre IQ y raza, que tanto revuelo causaron, y por las que Watson mismo está pagando un precio que seguramente nunca previó.

Y es que resulta difícil, y hasta doloroso, creer que un científico de su estatura e intelecto haya hecho declaraciones tan torpes. El mismo Watson, en un artículo publicado en The independent después del escándalo, se asombra de sí mismo: “si dije lo que se me citó diciendo, sólo me queda admitir que estoy atónito”.

James Watson es, debo decirlo, uno de mis ídolos. Y por buenas razones. Además de descubrir, con Francis Crick, la estructura en doble hélice del ADN (la molécula más bella, y quizá la más importante, del mundo), durante más de 50 años ha sido un científico influyente y creativo. Coordinó el Cold Spring Harbor Laboratory, uno de los más importantes centros de investigación en genética y biología molecular, durante casi 40 años (tristemente, el escándalo lo obligó a retirarse) y promovió y encabezó el Proyecto del Genoma Humano.

Ha escrito varias excelentes autobiografías. La doble hélice, que tantas vocaciones ha despertado; Genes, chicas y laboratorios, y la reciente Avoid boring people. También es autor de varios increíblemente exitosos (y buenísimos) libros de texto: Biología molecular del gen, que revolucionó la enseñanza de la genética al adoptar la entonces novedosa visión molecular, y décadas después, fruto de un trabajo de equipo, la Biología molecular de la célula. Ambos son clásicos, leídos por estudiantes de ciencia en todo el mundo.

Por todo eso duele ver que Watson, quien se enorgullece de “nunca avergonzarse de decir lo que creo que es la verdad”, haya llevado su costumbre al extremo de autodestruirse.

Tiene razón al afirmar que el estudio de las bases biológicas de la inteligencia, y su relación con las distintas poblaciones humanas, no debe ser confundido con el racismo. Pero se equivoca al insinuar que la genética es toda la explicación (o la más importante), y al olvidar que, además de la genética, la cuestión de la inteligencia tiene aspectos éticos, sociales y culturales. Qué triste que este gran hombre vaya a pasar a la historia como “Watson el racista”.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Dos viejos tontos

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 17 de octubre de 2007


Ser científico no quita lo pendejo.

No puedo decir otra cosa cuando escucho a Fred Alan Wolf, físico-merolico conocido como “Dr. Quantum”, afirmar que uno puede cambiar la realidad con sólo desearlo.

En entrevista en radio nacional, parte de una gira de conferencias en que promueve las charlatanerías new age de las películas ¿Y tú qué sabes? y El secreto, Wolf afirmó que, como la mecánica cuántica muestra que un observador puede influir en el estado de partículas como electrones o fotones, lo mismo ocurre a nivel macroscópico: uno puede dejar ser gordo, feo o pobre con sólo decidirlo.

Pero la física cuántica avanza, y hoy la teoría de la decoherencia elimina la necesidad de un observador para explicar los extraños fenómenos cuánticos. Además, siempre se ha sabido que es imposible que estos fenómenos se manifiesten fuera del nivel subatómico.

¿Es Wolf un embaucador? Prefiero creer que es un científico que sinceramente cree en las ideas equivocadas. Pero el hecho es que él y sus colegas ganan dinero gracias a la credulidad de ciudadanos ávidos de encontrar soluciones a los problemas de la vida.

Algo similar ocurre con James D. Watson, codescubridor de la doble hélice del ADN y Premio Nobel, quien se ha ganado —nuevamente— el repudio público por hacer declaraciones sinceras y quizá correctas, pero excesivamente provocativas, miopes y profundamente ofensivas para la opinión pública.

El 14 de octubre, en entrevista con el Sunday Times, Watson declaró que la inteligencia de los negros es menor que la de los caucásicos, y que hay que tomar esto en cuenta para tratarlos con justicia.

Y es que, al parecer, hay datos sólidos que muestran que en pruebas de IQ los africanos tienden a obtener menos puntos que los caucásicos (y éstos que los orientales). Pero sólo una visión simplista y biologicista brincaría a una conclusión como la de Watson. Antes hay mucho que discutir, incluyendo si existen las razas, qué son la inteligencia y el IQ, y para qué los queremos medir.

Hoy Watson sufre las consecuencias de sus bien intencionadas, pero desafortunadas e imprudentes declaraciones: la cancelación de una gira de charlas en Inglaterra sobre su nuevo libro, la suspensión de sus funciones en el laboratorio donde trabaja desde hace décadas, y quizá lo más grave: el descrédito internacional.

Lo dicho: ser científico, aunque se tenga un Nobel, no quita lo pendejo.

miércoles, 17 de octubre de 2007

En efecto, falsa ciencia

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 17 de octubre de 2007


Se duele Fernando Solana Olivares (MILENIO Diario, 12 de octubre) de la opinión personal que publiqué sobre una de sus columnas (7 de septiembre) en la que afirmaba que “en el nivel subatómico… existe una manifestación de la conciencia” con la que, según él, se puede comunicar mediante la meditación.

Desafortunadamente no menciona que la publiqué en un blog personal, no en una columna periodística. En el blog comento “cosas inútiles pero interesantes”, y me pitorreo de lo que me parece ridículo, con el tono irrespetuoso de una charla de café (que nunca usaría en MILENIO). Tampoco menciona que en otra entrada del blog (17 de septiembre) elogio otra de sus columnas, donde habla sensatamente del debate sobre los medios.

Pero mi opinión se sostiene. Solana critica el “lugar común semiilustrado” de denostar los libros de autosuperación… y a continuación nos receta una serie de contradictorios lugares comunes sobre la ciencia.

Habla de “los sacristanes científicos (que) practican un pensamiento reductivo”, pero ¿puede haber algo más reductivo (y simplista) que pensar que la conciencia humana surge de la de los átomos?

Denuesta el “lamentable papel de la ciencia-técnica moderna: mercantilista, amoral, responsable de la era industrial y de sus horrores químicos, físicos, médicos, ambientales, económicos y sociales”. Pero no menciona los beneficios indudables —y mucho más numerosos— que la ciencia nos ha dado.

Apela al supuesto “misticismo” de grandes científicos... que ellos mismos se encargaron de negar. Schrödinger escribió: “Dios debe quedar fuera del marco del espacio-tiempo. ‘No encuentro a Dios en el espacio ni en el tiempo’, dice el físico sincero”. Y Einstein aclaró que su famoso sentimiento religioso no era de tipo místico, sino sólo consecuencia de su “admiración ilimitada por la estructura del mundo, según nos la puede revelar nuestra ciencia”.

Entendemos muy bien a los átomos. Pensar que tienen conciencia es ignorar el auténtico conocimiento científico, prefiriendo menjurjes seudocientíficos que mezclan ciencia y pensamiento mágico. La búsqueda de la espiritualidad es válida, como cualquier otra empresa humana. Lo inaceptable es vender como auténtica la falsa ciencia que busca espíritus en átomos, energías y vibraciones que no son más que manifestaciones del universo físico.

miércoles, 10 de octubre de 2007

¡Ahí viene la Iglesia!

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 10 de octubre de 2007

En Managua, la policía dispersa con violencia a manifestantes que protestaban porque la Asamblea Nacional prohibió, tras presiones católicas y protestantes, el aborto terapéutico, decisión arbitraria que condena a muerte a numerosas mujeres (Reforma, 5 de octubre). Una muestra de lo que pasa cuando las creencias religiosas se usan como criterio para decidir en temas de salud y bienestar social.

Mientras tanto en México la jerarquía católica, apoyada por el Vaticano y el Colegio de Abogados Católicos, exige “libertad religiosa plena” y promueve una reforma constitucional a los artículos 3, 24 y 130, con objeto de impartir educación religiosa en las escuelas, que las iglesias puedan poseer estaciones de radio y tv y los ministros religiosos puedan asociarse con fines políticos, ser votados a puestos de elección, oponerse a leyes del país, realizar proselitismo... En realidad no se busca libertad religiosa, que ya se tiene, sino echar atrás el concepto de sociedad laica.

Hay buenas razones, sociales e históricas, para tener las leyes que tenemos. Una es que sufrimos ya una guerra civil, la cristera (1926-1929) ocasionada por la oposición entre Iglesia y Estado: no queremos que pueda repetirse. Otra es que los ministros católicos le deben obediencia al jefe de un Estado extranjero (el Vaticano), por lo que ser funcionarios públicos los llevaría a un conflicto de intereses.

Pero quizá lo más importante es que, a diferencia del pensamiento científico, que fomenta el espíritu crítico y exige pruebas que sustenten lo que se afirma, la educación religiosa promueve la fe: creer algo, por absurdo que sea, sin necesidad de pruebas. Por algo la Constitución exige una educación a la vez laica y científica: se trata de dar a los ciudadanos herramientas útiles en una democracia. La religión pertenece naturalmente al ámbito de lo privado.

Como aclara el especialista en relaciones Iglesia-Estado Roberto Blancarte ayer en MILENIO Diario, la actuación de la Iglesia católica es eminentemente política. Y como señaló Claudia Ruiz Arriola el viernes en Reforma, “la democracia católica... es una contradicción en términos. La democracia niega, por principio, los dogmas sobre los que asienta su poder terrenal la Iglesia católica: la existencia de una verdad absoluta y la infalibilidad de una persona.”

Parece increíble que haya que tener nuevamente ese debate.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Ética y naturaleza

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 3de octubre de 2007


Hay unas avispas con una costumbre que a los humanos nos parece brutal: a la hora de reproducirse, buscan una oruga gorda y saludable, le caen encima y la paralizan con su aguijón. Luego depositan en ella sus huevecillos. Cuando las larvas nacen, se comen viva a la oruga que, inmóvil, se convierte en una fuente de carne fresca y abundante.

¿Monstruoso? Al respecto, Charles Darwin escribió: “No puedo convencerme de que un Dios benévolo y omnipotente hubiera creado a propósito a las [avispas] Ichneumonidae con la intención expresa de que se alimentaran con los cuerpos vivos de las orugas”. Hoy diríamos que Dios, en caso de existir, no tuvo nada que ver. Pero ello no impide que nos horroricemos ante éste y otros ejemplos de lo despiadada que puede ser la naturaleza.

Y los ejemplos no escasean: otras orugas son parasitadas por una pequeña lombriz, o nemátodo, en cuyo intestino a su vez vive la bacteria Photorhabdus luminiscens. Cuando el nematodo entra en la oruga, vomita a las bacterias, que liberan toxinas que la paralizan y literalmente la disuelven por dentro, convirtiéndola en un caldo nutritivo dentro de su propio pellejo. En ese caldo el nemátodo se reproduce, y sus crías son a su vez infectadas por Photorhabdus, para luego salir a parasitar otras orugas, con lo que el ciclo se repite.

Existen también casos de fratricidio entre aves: los primeros polluelos que salen del cascarón agreden a picotazos a los más jóvenes, llegando a matarlos o a expulsarlos del nido.

Y entre leones, cuando los machos alfa destronan a un macho más viejo o enfermo, suelen matar a los cachorros que aquél haya procreado con las hembras de la manada, para luego fecundarlas y dejar su propia descendencia, eliminando a la de su antecesor, al más puro estilo de Shakespeare.

Uno podría, como Darwin, escandalizarse al ver que la naturaleza “tolera” estos comportamientos. Pero recordemos que la moral y la ética son fenómenos exclusivamente humanos. Así como no decimos que una supernova o un terremoto son “crueles”, no tiene sentido juzgar el comportamiento animal con criterios humanos. La naturaleza, finalmente, no es moral ni inmoral: sólo es. En todo caso, podríamos decir que es amoral. Lo cual no quiere decir, claro, que el ser humano tenga que serlo.