miércoles, 25 de mayo de 2016

De prejuicios a derechos

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de mayo de 2016

Vuelvo a repetirlo: pese a todo, la humanidad avanza.

A pesar del ánimo pesimista que reina en el mundo, y de las profecías apocalípticas que promueven la desesperanza, las sociedades humanas progresan. Lenta, muy lentamente, pero progresan. La esclavitud, que durante siglos fue no sólo legal, sino normal y “natural”, es hoy reconocida como un crimen intolerable. La visión racial que consideraba “inferiores” a ciertos grupos con base en el color de su piel y otros rasgos físicos superficiales, y justificaba con ello negarles derechos, es hoy ya rechazada, al menos en principio, por todas las sociedades. Aunque siga habiendo discriminación racial, es ya claro que ésta no es defendible.

La supeditación de las mujeres –media humanidad– al arbitrio de los machos de la especie, otra constante milenaria, es hoy ya ampliamente rechazada como injusta y dañina; y aunque falta mucho camino por andar, es claro que ya no es un tema que requiera discusión, sino educación. Lo mismo ocurre con los derechos de personas con capacidades diferentes, que poco a poco van siendo reconocidos aunque a todos nos falte mucha educación para ir erradicando los hábitos discriminatorios con los que crecimos y de los que ni siquiera nos percatamos.

Lo mismo está pasando hoy –en una historia que viene desde los primeros disidentes del siglo XIX y XX, pasando por los levantamientos del orgullo homosexual de Stonewall en 1969, la toma de conciencia obligada por el sida en los 80, y el reconocimiento legal en diversos países en los últimos años– con los derechos de las minorías sexuales y de género. Los famosos LGBTTTI: lesbianas, gays, bisexuales, travestis, transexuales, transgénero e intersexuales (aunque hay quien exige incluir otras iniciales como Q, por queer).

Todas estas luchas parten de la reflexión ética y la lucha contra la injusticia que resultan inevitablemente de la naturaleza humana a través de la historia. Y todas ellas, sin la menor duda, han tenido en la ciencia un aliado indispensable, que ha aportado el conocimiento firme que pone en evidencia que todos los argumentos para discriminar a algún grupo humano carecen, de manera categórica, de fundamento.

Nunca he sido peñista ni priísta. Tampoco perredista, panista (dios no lo permita) ni mucho menos morenista. Pero pienso que a las personas y a las instituciones –a diferencia de los escritores– hay que juzgarlas no por sus palabras, sino por sus acciones. Y las iniciativas presentadas por el presidente Peña Nieto el pasado 17 de mayo, durante la celebración –por primera vez usando su nombre correcto en nuestro país– del Día Internacional contra la Homofobia, merecen ser reconocidas como un avance histórico.

Se busca no sólo legalizar los matrimonios entre personas del mismo sexo, sino también dar plenos derechos a las minorías sexuales, combatir la discriminación en leyes y por parte de servidores públicos, educar a los ciudadanos en el respeto a la diversidad sexogenérica, facilitar los trámites para que las personas transgénero tengan documentos que concuerden con su persona, y, en resumen y citando a Peña, “asegurar que todos los mexicanos, sin importar su condición social, su religión, su preferencia sexual, su condición étnica tengan la oportunidad de realizarse plenamente y ser felices”.

Desde luego, las críticas de los sectores más conservadores de la sociedad, en especial del clero católico, no se han hecho esperar, citando los argumentos más absurdos: referencias a un “matrimonio natural” que no existe más que en la imaginación de los mismos que defienden el antinatural voto de castidad y ocultan el abuso a menores; grotescas analogías mecánicas entre “tuercas” y “tornillos” que no se sostienen ni por un momento ante la realidad –y popularidad, consulte usted a cualquier sexólogo– del sexo anal, hetero u homosexual; y reclamos de obediencia a un texto sagrado que nada tiene que hacer en una discusión sobre derechos humanos en una democracia laica.

También han menudeado las críticas respecto a la motivación electorera o populista detrás de la propuesta presidencial. Y sí: es evidente que la decisión busca mejorar la imagen pública del mandatario. Aunque también hay que aceptar que es una apuesta arriesgada, tomando en cuenta el tradicionalismo católico de un amplio sector de la población, sobre todo en los estados.

Pero todo ello es secundario ante los hechos: Peña Nieto se atrevió a proponer, de la manera más pública posible, lo que nadie había propuesto –y muchos habían obstaculizado. Con ello suma a nuestro país a una tendencia internacional que poco a poco va resultando imparable, en esta larga y lenta marcha civilizatoria.

En lo personal, repito, no me importan los motivos, sino los actos. Habrá, eso sí, que vigilar y exigir que las propuestas presidenciales se transformen en hechos. Entonces podremos aplaudir sin reservas.

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miércoles, 18 de mayo de 2016

Prensa, ciencia y rigor

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de mayo de 2016

Hace dos semanas critiqué aquí la forma en que muchos autores de libros de autoayuda distorsionan los conceptos de la ciencia para difundir ideas de tipo más bien místico (y, por tanto, incompatibles con el pensamiento científico). Al hacerlo, señalé, desinforman a sus lectores.

Pero el periodismo es como la casa del jabonero: el que no cae resbala. La semana pasada yo mismo contribuí a difundir información no suficientemente confirmada acerca del supuesto hallazgo de una ciudad maya por un adolescente canadiense de 15 años. Ha quedado claro que la imagen detectada mediante satélites es en realidad de un viejo campo de cultivo. Esto no demerita la inteligencia, entusiasmo y creatividad del joven investigador; sólo muestra que la ciencia exige más rigor de lo que él creía. No así con los periodistas: todos los que, por todo el mundo, difundimos la noticia de inmediato, sin esperar a que fuera plenamente verificada, violamos una de las primeras reglas del buen periodismo.

Lo cierto es que la ciencia es un asunto complejo, donde la distinción entre lo legítimo y lo carente de sustento requiere una buena formación inicial, además estar bien informado y actualizado. Y no se diga cuando se trata de temas “de frontera”, donde el conocimiento está todavía en proceso de construcción.

Un nuevo ejemplo ocurrió el pasado 2 de mayo, cuando la prestigiadísima –y nonagenaria– revista literaria The New Yorker publicó un artículo del laureado autor Siddartha Mukherjee (ganador del premio Pulitzer en 2011 por su magnífico libro El emperador de todos los males: una biografía del cáncer; uno de los mejores libros de divulgación científica que he leído últimamente).

El texto, titulado “Same but different (Iguales pero diferentes) es un adelanto de su nuevo libro El gen: una historia íntima (que acaba de ser publicado en inglés ayer, 17 de mayo). Aborda uno de los temas de moda en biología: la epigenética, es decir, los mecanismos que permiten regular cómo se expresan los genes sin modificar la información que se halla en el ADN de nuestras células. Inmediatamente después de ser publicado, recibió una lluvia de duras críticas por parte de los expertos en epigenética.

Recordemos que los cromosomas, hechos de ácido desoxirribonucleico (ADN), contienen toda la información que controla cómo están hechos y cómo funcionan los seres vivos. Pero esta información tiene primero que ser leída y luego “traducida” al lenguaje de las proteínas, moléculas que llevan a cabo las funciones celulares.

Desde mediados del siglo pasado se sabe que una de las maneras como se regula la activación o inactivación de los genes es mediante proteínas llamadas “factores de transcripción” que se unen a un gen para “activarlo” (es decir, para que su información comience a ser leída). Uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es cómo éste y otros mecanismos celulares regulan qué genes son leídos y cuándo: es esto lo que controla el desarrollo de un óvulo hasta convertirse en un ser humano adulto, y lo que hace que algunas de nuestras células sean musculares y otras neuronas, aunque todas tengan exactamente la misma información genética.

El artículo de Mukherjee hace, dicen sus críticos, un excesivo énfasis en dos de estos “mecanismos epigenéticos de regulación”: la alteración de las proteínas llamadas histonas, que forman los carretes alrededor de los cuales el ADN se enrolla cuando no está siendo leído, y la metilación del ADN, que lo inactiva al añadirle un pequeño grupo químico. Gran parte de la inmensa cantidad de críticas que Mukherjee recibió de los expertos señalan que ignoró lo que se considera con mucho el principal mecanismo de regulación epigenética: los factores de transcripción.

No quiero entrar en detalles, pero leyendo las críticas a Mukherjee, en particular las del biólogo evolutivo Jerry Coyne, en su blog Why evolution is true, me da la impresión de que se trata de una típica disputa entre dos bandos científicos: quienes defienden los factores de transcripción y los que defienden las histonas y la metilación como el mecanismo más importante. Como en todo campo de frontera, la polémica sólo se resolverá con el tiempo, y lo que un periodista debe hacer es reportar ambos lados de la controversia. Por desgracia, perece que Mukherjee no actuó como un buen periodista y sólo habló con especialistas de uno de los dos bandos (aunque él afirma que su nuevo libro aborda el tema de manera mucho más completa, incluyendo los factores de transcripción).

Pero el “escándalo Mukherjee” tiene otras aristas. Todo aquel que se dedique a la comunicación pública de la ciencia tiene que servir simultáneamente a dos amos: a la comunicación y a la ciencia. Ésta última exige mantener un mínimo rigor, (cosa que Mukherjee, quien por cierto, también es investigador biomédico, parece no haber logrado); la comunicación, por su parte, requiere hacer lo necesario para que los complejos temas científicos se vuelvan comprensibles y al mismo tiempo atractivos para el lector. Y es aquí donde yo tengo más problemas con el artículo de The New Yorker.

Mukherjee narra la entrañable historia de su madre y su tía, hermanas gemelas, y sus distintas vidas en la India y Estados Unidos, y trenza este relato con las charlas con los expertos en epigenética que entrevistó, y sus visitas a sus laboratorios. Todo con un estilo fascinante y por momentos hasta poético. Pero también se lanza a arriesgadas –y líricas– especulaciones acerca de la posibilidad de heredar los cambios epigenéticos –algo que ocurre, pero muy raramente. Llega al extremo de mencionar, aunque con precaución, podrían ser la base de un “código epigenético” que permitiría un tipo de herencia no darwiniana, sino “lamarckiana”, que permitiría heredar los caracteres adquiridos durante la vida de un individuo. Algo que contradice todo lo que sabemos sobre evolución y que, señalan sus críticos, carece totalmente de fundamento. (Y peor: son ideas que coinciden con muchas de las distorsiones que charlatanes y místicos seudocientíficos propagan acerca de la posibilidad de “influir en los genes” mediante el estilo de vida y el pensamiento positivo, además de dar material para que los enemigos del pensamiento darwiniano avancen en su intención de enseñar la versión religiosa de la evolución, el creacionismo, en los salones de biología, al menos en Estados Unidos).

Mukherjee hace tal énfasis en esto que lo convierte en el tema central de su evocador texto. Y esto es lo que lo hace más peligroso, pues al resultar tan atractivo y contener errores graves, puede desinformar a su gran número de lectores de manera peligrosa… y convincente.

Pero, aunque usted no lo crea, hay más. En su blog, Jerry Coyne señala que The New Yorker, revista famosa por siempre verificar los datos de lo que publica, demuestra el poco aprecio que tiene por la ciencia al publicar un texto plagado de fallas como el de Mukherjee (y algunos otros). De ahí pasa súbitamente a acusar a la revista y sus editores de tener una agenda “posmodernista” y anticientífica, que busca supeditar el rigor de la ciencia a la cultura humanista. Leyendo eso, uno se pregunta si hemos regresado al siglo XX, con sus batallas entre las “dos culturas”, científica y humanística, y las “guerras científicas” de los años 90.

En fin: se trata de otro ejemplo que muestra que comunicar la ciencia sin traicionarla y haciéndola atractiva para un público amplio no es asunto de ninguna manera sencillo. La única forma de lograrlo decorosamente es igual que como se camina sobre un piso resbaloso: con mucho cuidado.

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miércoles, 11 de mayo de 2016

Descubridores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2016

Uno pensaría que en pleno siglo XXI quedan pocas cosas por descubrir en nuestro planeta. El avance de la ciencia durante por lo menos los últimos cuatro siglos ha hecho que queden, al parecer, muy pocos misterios inexplorados.

Es imposible ya que se descubra un nuevo continente, y casi imposible hallar un nuevo planeta en el sistema solar. Sin embargo, cada año se siguen descubriendo nuevas especies de plantas, animales y microorganismos. Y las profundidades marinas y el subsuelo siguen ofreciendo numerosas oportunidades de hacer hallazgos novedosos, aunque quizá no revolucionarios.

Otra característica de la ciencia moderna, más reciente, es que se ha vuelto ya prácticamente imposible que un investigador solitario realice grandes descubrimientos. La época de los Galileos, los Copérnicos, los Newton, los Lavoisier, los Einstein han quedado atrás, y hoy la ciencia es una actividad inevitable, forzosamente colectiva, que no se puede realizar sin el apoyo de una comunidad de la que se forma parte. No sólo porque todo aquél que realiza un avance lo hace “parado sobre los hombros de gigantes” –todo avance científico se apoya en el conocimiento anterior–, sino porque incluso los criterios de evaluación que permiten distinguir un trabajo científico de calidad de uno defectuoso son necesariamente colectivos. (Y aún más: el financiamiento para hacer ciencia, fuera de casos aislados en que todavía existen “mecenas” que apoyan a un algún investigador, es hoy obtenible sólo si se forma parte de una comunidad científica.)

Aún así, la inteligencia humana y el empuje de la juventud nos siguen ocasionalmente sorprendiendo. Desde hace unos días circuló ampliamente la noticia de que un joven canadiense de 15 años, William Gadoury, residente del municipio de Saint-Jean-de-Matha, en Quebec, había descubierto, usando Google Maps, las ruinas de una antigua y olvidada ciudad maya.

El jovencito, evidentemente dotado con una inteligencia excepcional, se había interesado en la arqueología maya a partir de las predicciones del supuesto fin del mundo de 2012 (que, como se sabe, estaban basadas en interpretaciones erróneas del calendario maya, pero que atrajeron la atención mundial). A decir de la información periodística disponible (una versión formal de su trabajo será próximamente publicada en una revista académica, según se reporta), William se dio cuenta de que muchas de las antiguas ciudades mayas se hallaban en zonas inhóspitas, lejos de ríos. Se preguntó por qué sería así, y sabiendo por sus lecturas –que por lo visto son bastante amplias– que los mayas rendían culto a las estrellas, se le ocurrió una posible explicación: quizá la situación de las ciudades obedecía a algún patrón estelar.

William demostró un auténtico espíritu científico. No quedó conforme con su hipótesis, sino que decidió someterla a prueba. Usando el Códice Tro-Cortesiano, uno de los únicos tres manuscritos mayas existentes, que se conserva en Madrid (y que se puede consultar online), localizó 23 constelaciones mayas, y probó acomodarlas sobre mapas de la zona maya de México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Una idea que no se le había ocurrido a ningún arqueólogo en más de cien años de estudio de la zona maya. Descubrió que, para 22 de las constelaciones, la localización de muchas antiguas ciudades mayas coincidía con la de las estrellas, y no sólo eso: las ciudades principales coincidían con las estrellas más brillantes.

Pero para la constelación número 23, notó que dos de las estrellas correspondían a ciudades, pero una tercera estrella no. ¿Sería posible que hubiera ahí una ciudad desconocida? William pasó de proponer una hipótesis plausible, basada en evidencia, y de someterla a prueba frente a más evidencia, a la tercera etapa del trabajo científico: hacer predicciones, que también tienen que ponerse a prueba.

Y para ello usó la tecnología disponible: Google Maps. Usando fotos satelitales localizó el sitio, y creyó distinguir rastros geométricos en la vegetación que podrían indicar la presencia de ruinas. Contactó a Armand Larocque, experto en geomorfología y geolocalización de la Universidad de Nuevo Brunswick, también en Canadá, y éste consiguió que la Agencia Espacial Canadiense enfocara sus telescopios satelitales en la zona. Lo que se halló es evidencia fuerte de lo que parece ser una pirámide, una avenida y una treintena de edificios menores. William nombró a la posible ciudad K’àak’ chi', “Boca de fuego”.

Por supuesto, el hallazgo se tendrá que verificar; por el momento no ha habido expediciones al sitio donde se encuentran las probables ruinas. Pero las habrá, y William sueña con estar presente: “Sería la culminación de mis tres años de trabajo, y el sueño de mi vida”, declaró al diario The Telegraph. El joven también espera presentar su trabajo en la Feria Mundial de Ciencia de Brasil, en 2017. Y su técnica, claro, podrá ser utilizada por los arqueólogos para hacer futuros descubrimientos. (Hay que aclara que el uso de fotos aéreas y espaciales para localizar ruinas arqueológicas no es nuevo; lo novedoso es la predicción de su posible localización con base en las tradiciones astronómicas mayas.)

En resumen: una nueva sorpresa, y una muestra de que aun tonterías como las supuestas profecías mayas de 2012 pueden dar origen a fascinantes descubrimientos científicos. Claro, siempre y cuando haya la combinación adecuada de curiosidad, inteligencia, información fidedigna y el indispensable pensamiento crítico.



Nota del 11 de mayo: Luego de que este texto había sido enviado para su publicación a Milenio, por la tarde del 10 de mayo, comenzaron a circular comentarios que muestran que el posible descubrimiento de William Gadoury es considerado poco probable por arqueólogos profesionales, quienes opinan que los medios de comunicación exageraron y le dieron una importancia excesiva a lo que es una hipótesis demasiado aventurada e insuficientemente fundamentada, y que las imágenes satelitales interpretadas como posibles ruinas mayas podrían ser formaciones más comunes como restos de un antiguo campo de cultivo. Quedará por ver si el posible hallazgo se confirma o no. Por lo pronto considero, como muchos de estos comentaristas, que, sea o no real el hallazgo, es el ingenio y la iniciativa de Gadoury lo que resulta fascinante.

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miércoles, 4 de mayo de 2016

Gaby Vargas ataca de nuevo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de mayo de 2016

Contrariamente a lo que muchas veces se escucha, la ciencia –el mejor método que el ser humano ha desarrollado para obtener conocimiento confiable acerca de la naturaleza– no es siempre “fácil” ni “divertida”. Por el contrario: es una labor exigente, superespecializada y agotadora, llena de obstáculos y desengaños. Sólo quien tenga la vocación y el carácter suficientes puede hallar satisfacción en ella. Y su producto, el conocimiento científico, es complejo, abstracto –muchas veces se expresa en lenguaje matemático– y con frecuencia antiintuitivo y frustrante. La ciencia suele mostrar que las cosas no son como creíamos y que no podemos lograr todo lo que deseamos (obtener dinero o energía gratis, no envejecer ni morir, hallar la vacuna contra el cáncer o el catarro).

Quizá por eso son tan populares los charlatanes que ofrecen, bajo el mote de “autoayuda” o “autosuperación”, cosas que todos deseamos como salud, bienestar, juventud, dinero y amor. Para obtenerlos sólo es necesario pagar por las conferencias, libros, productos o terapias que cada gurú, invariablemente, vende. Algunos ejemplos famosos son Deepak Chopra, el (por fortuna) ya difunto “doctor” Masaru Emoto, Paulo Coelho, Carlos Cuauhtémoc Sánchez y otros similares.

Una característica frecuente en los vendedores de autoayuda es que toman algunas ideas científicas (o a veces sólo palabras que suenan científicas) y las mezclan con conceptos místicos o mágicos para obtener un revoltijo contradictorio, incoherente y falto de todo sustento científico, pero que vende y suena bonito. Y eso es lo que ofrecen como solución a todos los problemas de la vida. Ya lo decía Carl Sagan en su indispensable libro El mundo y sus demonios (Planeta, 1997), “La seudociencia es más fácil de presentar al público que la ciencia, porque el corazón de la seudociencia es la idea de que desear algo basta para que sea cierto.”

Una de las representantes más conocidas y exitosas de esta tendencia en México es la señora Gabriela Vargas Guajardo, conocida como Gaby Vargas. Hija de quien fuera fundador y dueño de MVS Comunicaciones, Joaquín Vargas Gómez, Gaby Vargas se hizo famosa primero como “asesora de imagen” y por sus libros y charlas sobre estilo y modales. Por desgracia, en los últimos años se ha interesado por los aspectos de la salud y el bienestar donde lo “espiritual” se mezcla con lo científico. Como resultado, se ha convertido en una ávida lectora y promotora de todo tipo de charlatanes seudocientíficos: Emoto, Chopra, Rupert Sheldrake y sus locas teorías sobre “resonancia mórfica” (que supuestamente explica por qué ocurren las coincidencias), y muchas, muchas otras locuras.

Las creencias de Vargas son, fundamentalmente, esotéricas, o como ella quizá prefiera decir, “espirituales”. Su problema, al querer mezclarlas con la ciencia, y es un gran problema, es que no cuenta con la preparación ni el conocimiento para distinguir la ciencia auténtica de sus imitaciones fraudulentas. Por el contrario: parece tener un talento especial para detectar charlatanes que se presentan como científicos pero que en realidad proponen “teorías” que carecen de fundamentos y que se contradicen con el conocimiento científico actualmente aceptado. Y se dedica a popularizar sus ideas en sus cápsulas de radio, columnas, blogs, libros y conferencias.

Quizá lo que le falta a Vargas es entender qué es lo que le da legitimidad al conocimiento científico. Lo que nos permite distinguir la ciencia legítima de la ciencia falsa (seudociencia) o deficiente (mala ciencia) es el consenso de la comunidad de expertos científicos en un tema dado. Ciencia es lo que la mayoría de los expertos en un campo acepta como válido en un momento dado, con base en la evidencia, los argumentos y la coherencia con el resto del conocimiento científico aceptado, entre otros factores.

Y por supuesto, este consenso cambia con el tiempo: conforme surge nueva evidencia, nuevos argumentos y nuevas teorías, lo que se considera ciencia válida puede modificarse. Pero sólo si hay muy buenas razones para ello. Por eso, cuando un investigador presenta una teoría, por más “novedosa” y “revolucionaria” que ésta sea, si no cumple con estos requisitos, según el criterio de la gran mayoría de sus colegas, podemos estar seguros de que sus ideas son incorrectas. Si con el paso del tiempo sigue siendo incapaz de convencer a sus supuestos colegas de la validez de sus teorías y aún así insiste en ellas y habla de un complot para acallar sus ideas, sabemos que se trata de un loco, un farsante o un charlatán.

Pues bien: Gaby Vargas acaba de lanzar al mercado un nuevo libro titulado Los 15 secretos para rejuvenecer: la verdadera antiedad (sic) está en tus células (Aguilar, 2016). Sobra decir que no lo he leído (aunque está en todas las mesas de novedades de las librerías del país); hace mucho que decidí no volver a gastar dinero en libros seudocientíficos, ni siquiera para conocer sus argumentos. Pero afortunadamente la señora Vargas pone el primer capítulo de su obra a disposición del público en su página web, y ha dado numerosas entrevistas a medios donde describe las ideas principales.


Y las ideas principales de este mazacote de ciencia y fantasía mágico-voluntarista (wishful thinking) son éstas (mis comentarios, entre paréntesis):

Telómero
1) La principal causa del envejecimiento es el acortamiento de las puntas de los cromosomas que existen en el núcleo de cada una de las células de nuestro cuerpo: los llamados telómeros. En cada división celular, los telómeros se acortan. Cuando se acortan demasiado, la célula deja de dividirse y muere. Cito literalmente, para mostrar el nivel de exageración: “De hecho, todas las enfermedades de las que has escuchado tienen que ver con un acortamiento de los telómeros”. (Aunque la relación de los telómeros con el envejecimiento es un hecho, este último enunciado es totalmente falso, y lo que afirma Vargas es una sobresimplificación brutal. El largo de los telómeros no es el único factor que explica el envejecimiento, y quizá ni siquiera el más importante.)

2) Los telómeros pueden ser restaurados por la acción de la enzima telomerasa. Este proceso puede alargar la vida de las células. (Nuevamente, una verdad a medias: normalmente la telomerasa sólo actúa en tejido embrionario, en las células germinales –gametos– y en ciertos tejidos muy específicos. La gran mayoría de nuestras células carecen de esta enzima. Y qué bueno, porque una activación de la telomerasa puede conducir al desarrollo de cáncer.)

Acortamiento
de los telómeros
3) Nuestros pensamientos y emociones pueden afectar la actividad de la telomerasa, que puede ser activada por pensamientos positivos e inactivada por los negativos. Por ello, nuestro estilo de vida y la manera como encaramos los problemas afecta de manera decisiva la forma como envejecemos. Es decir, si eres positivo y disfrutas la vida, envejecerás menos. (Por supuesto, nada de lo anterior tiene el menor sentido: es patentemente falso. No hay ninguna evidencia sólida que apoye tales fantasías, excepto las afirmaciones de los autores que Vargas escoge, cuyas investigaciones no son reconocidas por la comunidad mundial de expertos. Con esos argumentos pretende fundamentar “científicamente” la idea central de la autoayuda: “si deseas algo, se te puede cumplir”; en este caso, no envejecer.)

4) Esta influencia del pensamiento positivo en los telómeros se da a través de “vibraciones” de “energía” (cuando se habla de “energía” y “vibración” en el contexto del misticismo y la autosuperación, siempre se refiere a algo de índole espiritual, no al concepto usado en física… y más o menos lo mismo sucede con la palabra “cuántico”, otra favorita de Vargas y sus congéneres) y de los “campos electromagnéticos” que producen nuestras células y nuestro corazón, y que se pueden comunicar a otras personas. Vale la pena una cita literal: “no exagero al decir que tú y yo podemos intervenir para crear el futuro que deseamos, al ‘encender’ los genes que prolongan la edad […] y ‘apagar’ aquellos que nos envejecen tanto mental, como físicamente, al reducir la velocidad de la pérdida de los telómeros.” (Aquí la señora Vargas ya entra en el campo del desvarío total. Da por hecho que la ciencia “demuestra” la existencia del espíritu y que nuestros pensamientos y emociones “crean” la realidad y pueden modificarla a nuestra conveniencia.)

No hay espacio aquí para mencionar la cantidad de confusiones que Vargas presenta en su libro (confundir la modificación epigenética del ADN con la acción de las telomerasas, por ejemplo, o creer que la activación e inactivación de genes tiene algo que ver con éstas). Sólo mencionaré cómo cita uno de los pocos trabajos científicos serios en que se basa, el del Dr. Ronald DePinho, de la Escuela Médica de Harvard, publicado en noviembre de 2010 en la prestigiada revista Nature.

En su libro, Vargas dice que los resultados de “un interesante experimento realizado [en ratones] por el doctor Ronald A. DePinho […] bien podrían equipararse al hallazgo de la ancestralmente buscada fuente de la eterna juventud. […] Cuando DePinho provocó que los telómeros en sus células se alteraran, […]el ratón rejuveneció por completo: su piel, tejidos y órganos comenzaron a regenerarse como los de un joven”.

Lo malo es que no menciona –y quizá ni siquiera entiende– que los experimentos de DePinho se realizaron con ratones transgénicos en los que el gen que produce la enzima telomerasa se podía controlar artificialmente para encenderlo o apagarlo a voluntad. Un procedimiento que sólo puede realizarse en condiciones de laboratorio que sería absolutamente imposible de realizar en humanos (¡y mucho menos usando sólo “pensamientos positivos” en vez de ingeniería genética!).

Soy partidario absoluto de la libertad de prensa. Pero soy un defensor, como muchos otros colegas divulgadores científicos y pensadores escépticos, del rigor y la veracidad cuando se habla de ciencia. Presentar como ciencia algo que no lo es, es desinformar. Hablar de ciencia sin tener la preparación adecuada para hacerlo, y presentar como válidas teorías sin fundamento a un público amplio y deseoso de información útil es traicionar la confianza que ese público tiene en una comunicadora como Gaby Vargas.

Por lo pronto lo que puedo recomendar es que, si le interesa la ciencia y quiere saber qué dice ésta sobre el envejecimiento, se abstenga de leer el nuevo libro de Gaby Vargas.

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