miércoles, 25 de octubre de 2006

El charlatán del agua

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
25 octubre 2006

Recientemente estuvo en nuestro país el “doctor” Masaru Emoto, quien difunde Los mensajes ocultos del agua (título del libro que escribió). Las ideas de Emoto son sencillas y suenan bonito: el agua —que como sabemos es indispensable para la vida— responde a nuestras emociones y pensamientos.

Mediante experimentos sencillos, como poner agua en un recipiente y adherirle etiquetas con frases como “te amo” o “te odio”, tomar luego una muestra y enfriarla hasta que forme cristales, Emoto afirma haber comprobado que el agua “siente” y responde a nuestros sentimientos. Los cristales sometidos a mensajes positivos son, dice, armoniosos, mientras que los que recibieron mensajes negativos son asimétricos y feos.

Emoto saltó a la fama mundial cuando sus fotos de cristales, y sus peculiares explicaciones, aparecieron en la película ¿Y tú qué #%& sabes?, notoria por revolver ideas esotéricas con conceptos científicos tergiversados, en una mezcolanza indigerible para quien tenga cierta cultura científica. La cinta tuvo un éxito inusitado entre el público afecto a lo místico (por desgracia, mucho más amplio que el afecto al pensamiento racional).

Los argumentos de Emoto son tan confusos como todos los que aparecen en la cinta. Sus descripciones de los cristales son tan subjetivas que resultan ridículas, como cuando se dice que un cristal resulta “amenazador” o “pacífico”. Tampoco explica cómo podría el agua enterarse de lo que está escrito en un papel (o si sabrá leer en cualquier idioma, o sólo inglés y japonés). A lo más que llega es a hablar de “vibraciones” de una misteriosa “energía vital” que el agua puede captar.

¿Qué hay de malo en todo esto? Más allá del hecho de que Emoto presente sus burdas ideas como “ciencia”, podría pensarse que sólo vende libros e ilusiones a quien quiera creerle. Pero la nota de su visita a México revela algo interesante: el charlatán del agua vino a presentar su línea de productos esotéricos, que incluyen botellas para beber, calcomanías que “neutralizan” el magnetismo pernicioso de aparatos eléctricos y su “agua hexagonal estructurada por medición de onda” (?), llamada “Índigo”.

O sea, el charlatán resultó simple mercachifle. Quizá las autoridades de defensa del consumidor debieran tomar cartas en el asunto. Lo que queda claro es que en pleno siglo XXI sigue siendo fácil separar a un público crédulo de su dinero. ¡Salud!

miércoles, 18 de octubre de 2006

La calidad de la UNAM

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
18 de octubre de 2006

"No confío en esa evaluación”, dijo un compañero universitario ante la noticia de que la UNAM había alcanzado el lugar 74 entre las mejores del mundo (entre más de 13 mil), según la evaluación anual del diario inglés The Times. Primero creía que la evaluación incluía sólo universidades latinoamericanas. Hubo que mostrarle los datos.

Pero su desconfianza no cedió. Le parecía increíble que en dos años la Universidad Nacional (la de todos los mexicanos) pudiera haber pasado del lugar 195 al 95, y luego al 74. Que hubiera quedado por encima de cualquiera de Latinoamérica ¡y de España!

¿Por qué confiamos en las evaluaciones que revelan nuestra pobreza, la crisis de nuestras escuelas, pero no en las que muestran que algo va bien? La encuesta del Times, sin ser absoluta, sí es confiable y reconocida mundialmente. Mi amigo dudaba de los criterios utilizados: pensaba que la reciente mejora administrativa había ayudado en la evaluación.

No fue así. Los cinco criterios utilizados son estrictamente académicos: la opinión de casi cuatro mil académicos de todo el mundo, la de más de 700 empresas que emplean universitarios a nivel mundial, la proporción de estudiantes en cada facultad, la capacidad para atraer estudiantes extranjeros, y la de atraer a académicos de renombre.

Por eso no puedo estar de acuerdo con mi amigo Horacio Salazar cuando comenta (MILENIO Diario, 12 de octubre) que según Andrés Oppenheimer “la UNAM sacó cero en trabajos de investigación aparecidos en publicaciones académicas internacionales”, y concluye que “de poco vale que en la UNAM sí se investigue, si esa investigación no alcanza a ser calificada como de primer nivel”.

Habría que ver cómo se evaluó ese “cero” en investigación. Hay grupos empeñados en descalificar a las universidades públicas. Cierto, la investigación distingue a las universidades de las escuelas, y toda universidad debe hacer la mejor investigación posible.

Pero sobre todo, habría que reconocer que mucha de la poca investigación que se hace en México es de excelente nivel (aunque quizá no de primera). Que para obtener tan buenos resultados debe haber un buen respaldo académico, que incluye a la investigación científica. Y que en realidad lo triste es que sólo la UNAM, entre todas las universidades del país, públicas o privadas, esté entre las 100 mejores. Viéndolo bien, la desgracia es tener sólo una universidad de excelencia.


miércoles, 11 de octubre de 2006

Y sigue el ARN dando

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
11 de octubre de 2006

Los tres premios Nobel de ciencias naturales (y el de economía) de este año han sido para estadunidenses. Y los dos que tienen que ver con biología son por trabajos con el ácido ribonucleico o ARN, la molécula genética que muchas veces se considera como el hermano feo del famoso y fotogénico ADN.

El premio de fisiología o medicina, comentado aquí, se otorgó por el descubrimiento de la “interferencia de ARN”, que permite bloquear la expresión de genes individuales. El de química lo ganó Roger Kornberg, por haber permitido entender con detalle precisamente cómo es que se fabrican las moléculas de ARN mensajero que llevan la información del ADN, en el núcleo celular, a los sitios donde se fabrican las proteínas. Curiosamente, el fenómeno celular que ganó el Nobel de medicina se contrapone al que ganó el de química.

Otra curiosidad es que el padre de Roger, Arthur Kornberg, ganó en 1959 el mismo premio por haber descifrado el mecanismo de la replicación del ADN, que permite copiar la información genética de padres a hijos: se convierten así en la sexta pareja padre-hijo con premios Nobel.

La fabricación de una molécula de ARN mensajero a partir del ADN nuclear se conoce como “transcripción”, y es un fenómeno central para la vida. Ciertos venenos que interfieren con él causan la muerte inevitable. Pero el trabajo de Kornberg hijo no sólo tiene importancia como ciencia básica que permite entender un fenómeno biológico fundamental: sus posibles aplicaciones médicas son muy prometedoras.

Y es que la transcripción es el principal mecanismo por el que una célula controla qué parte de la información genética se expresa (o no). Aunque todas las células de nuestro cuerpo tienen la misma información, la transcripción selectiva de ciertos genes hace que una célula nerviosa haga lo que debe hacer (por ejemplo, fabricar neurotransmisores) y no se confunda con una célula productora de insulina del páncreas. Una de las principales promesas médicas de este siglo, la terapia con células madre, dependerá de que logremos controlar la transcripción para obtener células del tipo que necesitamos.

Gracias a las técnicas desarrolladas por Kornberg hoy sabemos exactamente cómo funciona la maquinaria celular que controla la transcripción. Quizá pronto logremos manipularla. La promesa, sin duda, bien vale un Nobel, y todo queda en familia.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 4 de octubre de 2006

Desenredando un Nobel molecular

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
4 de octubre de 2006

1953: James Watson y Francis Crick descubren que el ácido desoxirribonucleico, ADN, material de los genes, consta de dos cadenas enrolladas en forma de doble hélice. Las cadenas son complementarias: una es “positiva”; la otra, su complemento “negativo”. Como en una fotografía, teniendo una puede reconstruirse la otra. La doble hélice se reproduce; el secreto de la herencia ha sido develado.

1960s: se desentraña el mecanismo por el que la información genética del ADN controla la fabricación de las proteínas, las máquinas que llevan a cabo todas las actividades de la célula viva. El intermediario central resulta ser el ácido ribonucleico, ARN. La información de una de las cadenas del ADN se copia a una cadena complementaria de ARN, que la lleva a las fábricas de proteínas, llamadas ribosomas.

1990s: con las modernas tecnologías de biología molecular, ¿por qué no combatir enfermedades genéticas “silenciando” los genes que las causan? Fabricando cadenas de ARN complementarias a las naturales, podría bloquearse el mensaje del ADN impidiendo que se formaran las proteínas dañinas: el ARN artificial “negativo” se uniría a la cadena natural “positiva”, formando una doble hélice y bloqueando su funcionamiento. Resultado: la idea no funciona, no importa si se usan cadenas de ARN positivas o negativas para intentar bloquear al gen.

1998: Andrew Fire y Craig Mello, de las universidades de Stanford y Massachussets, prueban inyectar ARN positivo y negativo al mismo tiempo en la lombriz Caenorhabditis elegans (que ganó ya un Nobel de medicina en 2002) con la intención de bloquear la fabricación de una proteína muscular. ¡Funciona!

Después se averiguaría qué sucedió: las células cuentan con un complejo y eficaz sistema de protección que detecta ARN de doble cadena y diligentemente lo destruye. Siguiente pregunta: ¿para qué evolucionó? Respuesta: como protección contra virus, muchos de los cuales tienen precisamente ARN de doble cadena en vez de ADN.

Finalmente, la importancia: la técnica de “interferencia de ARN” es hoy una herramienta fundamental para biólogos moleculares de todo el mundo, pues les permite hacer experimentos “bloqueando” genes para ver qué función cumplen. Es por haber descubierto esta utilísima técnica de investigación, y quizá un día de terapia, que Fire y Mello recibirán el Nobel de Medicina este año. ¡Enhorabuena!