Milenio Diario, 8 de mayo de 2003
Hace unos días el príncipe Carlos de Inglaterra alertó sobre una nueva amenaza que se cierne sobre la humanidad. Se trata de la “plasta gris” (grey goo), que de acuerdo con el periódico inglés The Guardian, consiste en “la destrucción del ambiente, quizás del mundo, por robots más pequeños que los virus”, capaces de reproducirse y fuera de control. El príncipe solicitó a la prestigiosa Royal Society que discutiera los “enormes riesgos ambientales y sociales” de esta nueva tecnología.
El episodio, naturalmente, ha provocado una gran cantidad de burlas, y resultaría cómico si no fuera porque la amenaza de la “plasta gris” está siendo tomada en serio no sólo por sus inventores (ETC, o Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración), sino por un público desinformado y susceptible de ser manipulado.
Cuando me enteré de que ETC convocaba a una mesa redonda sobre los peligros de la tecnología, decidí asistir. Me imaginé que la experiencia sería novedosa, pero nada me había preparado para algo tan alucinante.
El título de la mesa, celebrada el 30 de abril en la Facultad de Economía de la UNAM, era bastante descriptivo: “La convergencia tecnológica (nanotecnología, biotecnología, informática...) ¿el futuro de la ciencia?”. Para dar una idea del tono del discurso, reproduzco una frase de uno de los boletines: “La unidad operativa de las ciencias de la información es el bit, la nanotecnología manipula los átomos, las ciencias cognitivas se ocupan de las neuronas y la biotecnología explota los genes. Las iniciales de bit, átomo, neurona y gen integran la palabra BANG. Fusionar estas tecnologías en una sola, dicen sus promotores, llevará a una revolución industrial gigantesca y a un ‘renacimiento’ de la sociedad que garantizarán la dominación de Estados Unidos tanto militar como económica en el siglo 21”.
El auditorio estaba lleno de chavos. Entre los ponentes se encontraba el canadiense Pat Mooney, director ejecutivo de ETC y autor del texto “La inmensidad de lo mínimo”, que causó la alarma del príncipe Carlos (y que puede consultarse en la página del grupo, www.etcgroup.org/article.asp?newsid=396).
Dicen que tememos lo que no entendemos. Lo que encontré en las ponencias fue una gran ignorancia. Una mezcla en partes iguales de ciencia ficción desbocada y fantasías totalitarias a la George Orwell, todo sazonado con una buena dosis de Frankenstein, el mito anticientífico por excelencia. La primera oradora fue Silvia Ribeiro, columnista de La Jornada (diario que, curiosamente, desde hace meses dejó de publicar su suplemento semanal de ciencia), quien ha entrado en polémicas con científicos serios por publicar noticias tendenciosas y poco fundamentadas sobre supuestos efectos nocivos de maíz transgénico en cerdos.
La información que se proporcionó, a pesar de estar presentada en un lenguaje tecnocientífico, estaba llena de errores conceptuales, algunos leves, como la afirmación de que "a escala nanométrica, los átomos de oro son rojos” (un átomo no puede tener color, pues su tamaño es menor que la longitud de onda de la luz visible) hasta confusiones graves como un concepto de nanotecnología (tecnología a la escala de millonésimas de milímetro) que es incompatible con la química, pues supone que se pueden manipular los átomos como si se tratara de ladrillos. Al respecto Phil Moriarty, químico de la Universidad de Nottingham, explica en The Guardian que “los átomos son muy, muy pegajosos. Forman enlaces. Así que esta idea de moverlos a voluntad y ponerlos donde queramos no es muy correcta. Así no funciona la naturaleza, ni la ciencia”.
De cualquier modo, uno se podría preguntar: ¿qué hay de malo en ello? Si lo entiendo bien, el objetivo de ETC es evitar el desarrollo incontrolado de la ciencia y la tecnología y su uso como formas de dominación. Una agenda muy loable. Pero no es válido hacerlo con ignorancia o, peor, con falacias.
La perspectiva adoptada por ETC parte de un prejuicio no explicitado: el de que la ciencia es, antes que nada, peligrosa. Los integrantes del grupo desconfían de la ciencia, pero al mismo tiempo le atribuyen poderes casi mágicos. Para desacreditarla presentan medias verdades. Confunden ciencia con tecnología. Mencionan sólo los posibles aspectos nocivos de las nuevas tecnologías y los exageran grandemente: toman algo que quizá podría suceder y lo anuncian como si fuera una amenaza real. Conviene recordar la moratoria que se aplicó en los años setenta a la tecnología de ADN recombinante: luego de pocos años, las restricciones fueron abandonadas por innecesarias, y a la fecha no ha habido en el mundo una sola muerte o enfermedad humana producidas por la ingeniería genética.
De hecho, uno podría sospechar que hay motivos más oscuros detrás del movimiento. Porque el resultado de esta campaña contra la ciencia es que, mientras los países del tercer mundo siguen debatiendo si las nuevas tecnologías son imperialistas, inmorales o peligrosas, los Estados Unidos continúan desarrollándolas y sacándoles provecho, con lo que la brecha que nos separa de ellos se agranda más y más.
Los divulgadores de la ciencia tenemos una visión distinta: la ciencia y la tecnología son antes que nada útiles. Su aplicación benéfica puede lograrse sólo a través de una amplia apreciación y comprensión pública, que evite malentendidos y exageraciones como las que difunden estos grupos y logre que los ciudadanos participen responsablemente en las decisiones relacionadas con ellas.
Fomentar el rechazo a la ciencia es asegurar nuestro atraso. Y, finalmente, no apreciar la ciencia y la tecnología es perderse de dos de los más elevados logros intelectuales de la humanidad.