miércoles, 29 de abril de 2009

Influenza y evolución

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 29 de abril de 2009

El problema es que así son los virus: promiscuos y afectos a los juegos de azar. Así es la evolución, que lleva a las especies por caminos retorcidos e inesperados. Y así es la ciencia, que no puede avanzar por su propio camino, también azaroso, más rápido de lo que avanza, entorpecida por su método, que le exige asegurarse de lo que sabe hasta el momento antes de dar cada paso.

El virus de influenza que nos agobia (familia orthomyxoviridae, tipo A, los más comunes, que infectan también a aves, cerdos y caballos) es, como todos los virus, una cápsula de proteína que contiene material genético; en este caso, ácido ribonucleico (ARN), primo más antiguo e inestable del ADN. He ahí parte del problema: el copiado del ARN es menos exacto: a veces, quita, a veces pone, y ocasiona mutaciones espontáneas dentro de una misma especie de virus.

Y si varios virus distintos infectan una misma célula, pueden recombinarse, llevándose pedazos de información genética de los otros. El que nos preocupa tiene genes de virus que infectan a humanos, cerdos y aves. Y puede continuar cambiando. Alarma que haya aprendido a contagiarse de humano a humano (como se temía con la influenza aviar, en 2006).

Sus apellidos H1N1 se refieren a dos proteínas de su superficie: la hemaglutinina (de la que hay 15 variantes; ésta es la 1), que le sirve para unirse a la célula que va a infectar, y la neuraminidasa (9 variantes), que permite a los nuevos virus salir de la célula sin quedarse pegados a ella.

Precisamente el oseltamivir (Tamiflu, ¡no se automedique!), uno de los medicamentos eficaces contra la influenza, inhibe a esta enzima e impide que los nuevos virus se diseminen.

La ciencia, como la evolución, es impredecible. Puede parecer lenta y cara, pero si hace 56 años James Watson y Francis Crick no hubieran descubierto la doble hélice del ADN, hoy no tendríamos la biología molecular que nos permite estudiar y combatir al virus.

Y si no invertimos ampliamente en investigación científica —ya lo dijo Barack Obama, y lo subrayó aumentando la inversión de su país en ciencia a 3 por ciento del PIB— no podremos combatir futuros retos, de salud ni de otros tipos.

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miércoles, 22 de abril de 2009

La catarata sangrienta

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 22 de abril de 2009

El misterio comenzó en 1911: el explorador australiano Thomas Griffith Taylor descubrió en la Tierra de Victoria, en la Antártida, una catarata de color rojo sangre que surgía bajo el glaciar Taylor (nombrado en su honor).

Inicialmente se pensó que el color era causado por algas, pero hoy se sabe que se debe a óxidos de hierro. ¿Qué los produce?

La corriente brota —en ciertas épocas— de un depósito sub-glaciar: un pequeño lago sepultado 400 metros bajo el hielo. El glaciar —un río de hielo que fluye con lentitud geológica— fue cubriendo el lago de agua de mar hasta dejarlo encapsulado hace dos millones de años. En su interior, hoy super-salado, no hay oxígeno, ni luz.

Aunque no es posible entrar al lago, analizando el agua que fluye en la catarata los investigadores del grupo de Jill Mikucki (Science, 17 de abril), del departamento de Ciencia Terrestre y Planetaria de la Universidad de Harvard, con apoyo de la NASA, han hallado evidencia genética de diversos tipos de bacterias —un “consorcio bacteriano”— que utilizan compuestos de azufre para oxidar el hierro presente en la roca bajo el glaciar como medio para sobrevivir en un ambiente helado, sin luz y sin oxígeno.

Y es que, aunque estamos acostumbrados a pensar que la vida sólo existe si hay oxígeno, eso sólo es cierto para organismos modernos. Microbios como las bacterias y sus primos los arquea son mucho más antiguos, y tienen metabolismos más versátiles.

Las plantas usan energía solar para formar alimentos a partir del dióxido de carbono de la atmósfera (luego, los demás seres vivos oxidamos esos alimentos, combinándolos con oxígeno, para obtener la energía almacenada en ellos).

Pero hay otras formas de sobrevivir. Las bacterias antárticas obtienen energía a partir de compuestos de azufre, y en el proceso producen los óxidos de hierro.

Lo fascinante es que lo mismo pudo haber sucedido hace 700 millones de años, cuando los mares estuvieron cubiertos de hielo.

Y también podría estar ocurriendo en otros mundos, como la luna de Júpiter llamada Europa, bajo cuya superficie helada quizá exista un mar con vida de tipo microbiano.

Moraleja: nunca se sabe lo que puede descubrirse al investigar un misterio sangriento.

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miércoles, 15 de abril de 2009

Yo y mi cerebro

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 15 de abril de 2009

Sabiamente, ante filosofías que abogan por su desaparición, Braulio Peralta dice, el lunes, “¡Viva el yo!”, pues “digan lo que digan sus seguidores”, “Buda no podía ser más que su propio yo”.

“Con un yo”, dice Braulio, se puede, por ejemplo, combatir la corrupción. Negándolo, se vuelve imposible defender “la honestidad, la ética, los derechos humanos”.

La cuestión del yo tiene aristas fascinantes también desde el punto de vista científico. ¿Cómo un cerebro hecho de células, a su vez hechas de moléculas, puede dar origen a la sensación subjetiva que permite a Descartes, y a todos nosotros, decir “pienso, luego existo”? ¿Cómo puede una masa material de tejido generar conciencia, sensación de yo, un alma?

La respuesta más sencilla es la dualista: suponer que algo externo, un alma o espíritu, “entra” al cerebro y lo anima. El cerebro es sólo el vehículo; el alma es inmaterial y, ya de paso, inmortal. Suena bonito.

La alternativa, conocida como materialismo, monismo o naturalismo, es más sensata, pero tiene problemas. Uno puede explicar cómo los estímulos de los sentidos son procesados de manera complejísima, en paralelo, por los diferentes sistemas cerebrales.

Pero donde la puerca tuerce el rabo es al explicar a quién se le presenta el resultado de todo ese procesamiento, que da lugar a nuestra experiencia subjetiva de la realidad que nos rodea. Postular un “homúnculo” que vive dentro del cerebro es regresar al dualismo.

El filósofo Daniel Dennett —a quien he mencionado mucho últimamente— propone en su libro La conciencia explicada una explicación estimulante: la conciencia, el yo, es un fenómeno virtual. No es material, pero tampoco espiritual: es una consecuencia del funcionamiento cerebral que emerge en un nivel superior de organización. (La vida es otro ejemplo de fenómeno emergente: sólo existe a nivel de células, no de átomos.)

En algún nivel de este procesamiento, el cerebro comienza a percibirse a sí mismo, y eso origina la sensación —virtual— de conciencia.

Suena complejo, pero tratar de entender el yo, por difícil que sea, siempre será mejor —y más útil— que negarlo o renunciar a explicarlo. ¡Viva el yo; viva el alma naturalizada!

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miércoles, 8 de abril de 2009

La paradoja de las especies

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 8 de abril de 2009

El cerebro humano tiende a simplificar. Nos gusta entender las cosas en términos de blanco o negro, bueno o malo… Y también nos gusta pensar que las cosas pueden definirse con claridad: que tienen una esencia.

Un problema para entender la teoría de Darwin es la definición de especie biológica. Aunque él mismo evitó definirla (“…considero la palabra ‘especie’ como dada arbitrariamente… a un grupo de individuos muy semejantes, y que no difiere esencialmente de la palabra ‘variedad’”, escribió en El origen), no negaba su existencia. Nadie confunde perros con caballos.

El criterio usual para definir una especie es el “aislamiento reproductivo”: si dos animales o plantas no se pueden cruzar, o producen descendencia estéril, pertenecen a especies distintas. Si, en cambio, por distintos que parezcan, pueden cruzarse (como las razas de perros), pertenecen a la misma especie.

Pero el criterio reproductivo no es infalible (hay razas caninas que no se cruzan simplemente por razones de tamaño), y no siempre es aplicable: hay muchísimos organismos asexuales, como las bacterias. Además, como se mencionó aquí la semana pasada, muchos de estos organismos intercambian genes “lateralmente” (no de padres a hijos, sino por una especie de “contagio”), por lo que incluso un criterio más moderno, como el análisis de genes, no siempre permite distinguir claramente entre especies.

Por otra parte, decir que “las especies evolucionan” es confuso: si una especie cambia, se convierte en otra. Entonces, ¿cambian las especies, o desaparecen para dejar su lugar a otras?

El problema, explica el filósofo Daniel Dennett en su esclarecedor libro La peligrosa idea de Darwin, es que lo que caracteriza a una especie no es la presencia de una cierta esencia que la defina, sino la ausencia de formas intermedias entre una especie y otra.

Las especies no son colecciones de organismos idénticos: son más bien nubes de individuos con genomas casi iguales, pero con pequeñas variaciones. Decimos que hay dos especies distintas cuando entre dos de estas nubes de genomas hay espacio vacío; en caso contrario, hablamos de variedades. Como siempre, en ciencia las cosas no son tan sencillas como las pintan.

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miércoles, 1 de abril de 2009

El arbolito de Darwin

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 1 de abril de 2009

En 1837, regresando de su viaje de cinco años en el velero Beagle, e iniciando las dos décadas que emplearía en pensar sobre la “transmutación de las especies”, Charles Darwin escribió en su cuaderno de notas “Creo que”, y luego dibujó un pequeño esquema ramificado: el primer árbol evolutivo.

En 1859 publicó El origen de las especies, y la única ilustración que incluyó es un árbol más elaborado. Desde entonces, esa es la metáfora dominante de la evolución: un proceso ramificado en que las nuevas especies surgen a partir de especies preexistentes.

Pero atacar a Darwin es un pasatiempo que pocos pueden resistir, desde fanáticos que intentan prohibirlo hasta biólogos inquietos que pretenden saltar a la fama demostrando que alguna de sus ideas es errónea.

Y claro, hay muchos aspectos en que Darwin se equivocó (su teoría de la herencia, por ejemplo, estaba completamente extraviada). Con el tiempo, la teoría darwiniana de la evolución por selección natural se ha corregido, completado y refinado. Aun así, sigue siendo la columna vertebral del pensamiento evolutivo moderno.

Recientemente la revista New Scientist publicó un artículo que causó revuelo, pues afirmaba que el descubrimiento de la “transferencia horizontal de genes” (no de padres a hijos, sino como la que ocurre cuando dos bacterias intercambian genes de resistencia a antibióticos, o cuando un virus nos inyecta genes de otra especie, como ha ocurrido muchas veces en la evolución humana) da al traste con la imagen de la evolución como un árbol.

Pero evolución de genes no es lo mismo que evolución de especies. Efectivamente, la cosa no es tan sencilla como la pintó Darwin, y en ciertos aspectos se parece más a una red confusa que a un pulcro árbol. Hay ramas que se conectan extrañamente unas con otras (como cuando ciertas bacterias entraron a células antiguas para convertirse en mitocondrias y cloroplastos). Quizá el árbol tenga más de una raíz (hay evidencia de varios “orígenes de la vida” que luego se conectaron).

Tal vez la metáfora del árbol cambie, o se sustituya por una red. Pero de ahí a proclamar “el fin de Darwin” o la gran revolución de la biología hay mucho trecho.

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