miércoles, 28 de diciembre de 2011

¿Ciencia peligrosa?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de diciembre de 2011

A primera vista suena como una locura: dos científicos, en distintas ciudades, toman un virus patógeno –el de la influenza aviar, o H5N1 (no confundir con el H1N1 que causó la epidemia de influenza porcina en 2009, que tanto sufrimos en México)–, y le introducen mutaciones para hacerlo mucho más peligroso.

En efecto, el virus H5N1, aunque puede pasar de aves a humanos –y en esos casos resulta altamente letal–, lo hace muy raramente. Y hasta ahora no se transmite de humano a humano. Pero Yoshihiro Kawaoka, en la Universidad de Wisconsin en Madison, Estados Unidos, y Ron Fouchier, en el Centro Médico Erasmus, de Rotterdam, Holanda, lo modificaron genéticamente –en parte mediante métodos moleculares, y en parte usando la vieja técnica de pasar la infección repetidamente entre hurones, que se infectan de manera similar a los humanos– hasta lograr cinco mutaciones que permitieron que la enfermedad pudiera transmitirse a través del aire.

Lo hicieron, por supuesto, en laboratorios adecuadamente equipados (con un nivel de seguridad 3, que requiere filtros de aire y presión negativa para evitar fugas, y que todo el personal se bañe y cambie ropa al salir, y que ésta y los desechos sean descontaminados… aunque algunos expertos opinan que debería haberse usado el aún más estricto nivel 4, con trajes completos de bioseguridad). Y no los motivó un ansia malsana de manipular la naturaleza sin importar los peligros que esto implica, sino porque esas mutaciones han ocurrido ya en la naturaleza –aunque no las cinco juntas–, y esto hace sólo cuestión de tiempo que pueda surgir un virus H5N1 que cause una epidemia mortífera.

Aunque hay quien opina que dichas investigaciones son demasiado peligrosas y nunca debieran haberse realizado, estudiar estos virus mutados permitirá conocerlos de antemano y desarrollar pruebas diagnósticas, vacunas y medicamentos para combatir la posible epidemia.

El problema es que, además, los investigadores necesitan publicar sus hallazgos para que sean conocidos, revisados y utilizados por sus colegas. Así funciona y avanza la ciencia. Pero el Consejo Consultivo Nacional de Bioseguridad estadounidense opina que ello constituye un riesgo excesivo, pues dicha información podría ser utilizada por terroristas para repetir el procedimiento y crear un virus que pudiera usarse como arma biológica. Por ello, ha pedido –no tiene facultades para obligar– a las prestigiadas revistas Science y Nature, donde iban a publicarse los resultados, que omitan los procedimientos detallados que se usaron para crear los virus (que sólo estarían disponibles, mediante un procedimiento todavía nada claro, para quienes “realmente” los necesitaran).

Ello ha causado un airado debate en los medios y la comunidad científica, pues la libertad de investigar, y de comunicar lo que se descubre, son pilares fundamentales del método científico. Abrir la posibilidad de que un gobierno intervenga para decidir qué puede publicarse y qué no –muchos especialistas hablan de “censura”– podría ser peligrosísimo para el avance de la ciencia. Además, la información ya está circulando: se presentó parcialmente en una conferencia en Malta en septiembre, y los colaboradores de Kawaoka y Fouchier, y probablemente muchos otros investigadores más –la comunicación amplia y abierta es lo normal en ciencia–, conocen ya los detalles. Por otra parte, cuando una investigación maneja algo tan delicado como el virus H5N1, no puede tratarse como cualquier otro asunto. ¿Tendrán que cambiar las reglas?

Probablemente lo que ocurra será que se declare una moratoria en la difusión de los resultados y que se abra una discusión amplia, como la que hubo en 1975 en Asilomar, California, cuando los temores del potencial dañino de las técnicas de recombinación del ADN obligaron a plantear directivas de seguridad a nivel global (que con el tiempo resultaron ser básicamente innecesarias… afortunadamente).

Desde la historia de Frankenstein se ha popularizado la imagen de una ciencia que irresponsablemente juega con fuerzas más allá de su control y termina causando daño. Lo cierto es que la investigación en todas las áreas avanza cada vez más rápido, y las circunstancias del mundo cambian. Sin duda lo más sabio será analizar y discutir con cuidado para encontrar nuevas maneras de que las sociedades gocen de los beneficios de la ciencia sin producir riesgos inaceptables.

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

De premios a premios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de diciembre de 2011

El pasado viernes 9 de diciembre se entregó uno de los reconocimientos más discretos, y al mismo tiempo más valiosos, que se dan en nuestro país a actividades científicas: el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia, en memoria de Alejandra Jaidar, otorgado por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT).

El premio lo han recibido desde 1991 varios de los más reconocidos comunicadores de la ciencia de nuestro país. Pero este año su ganador es doblemente especial, pues se trata de uno de los pilares fundamentales del desarrollo de esta actividad en nuestro país: el doctor Luis Estrada Martínez.

Físico egresado de la Facultad de Ciencias de la UNAM, Estrada, nacido en 1932, comenzó a interesarse en la difusión del conocimiento científico, y de la visión del mundo que la ciencia nos ofrece –lo que muchas veces denominamos “cultura científica”­– más allá de los claustros académicos. Desde los años 60 comenzó a organizar conferencias y cafés científicos; en 1970 fundó el Departamento de Ciencias de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, y en 1977 el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia (PECC), que se transformaría en 1980 en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC), de donde surgieron proyectos tan importantes como la revista Naturaleza y los museos Universum y de la Luz, así como toda una generación de divulgadores científicos profesionales que han compartido su experiencia y conocimiento por todo el país. Y lo más importante: el CUCC defendió una concepción de la comunicación pública de la ciencia como labor académica, que no puede improvisarse y que es de la mayor relevancia para la promoción de la actividad y la cultura científicas y, en última instancia, el bienestar nacional.

Hoy transformado en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC, por desgracia, pues el cambio, ocurrido en 1997, conllevó la pérdida formal de su carácter de entidad académica), esta institución continúa promoviendo la cultura científica en todo el país a través de museos, exposiciones, cursos, conferencias, medios audiovisuales y digitales y publicaciones, como la exitosa revista ¿Cómo ves?, que acaba de cumplir 13 años, además de continuar, por supuesto y contra diversas dificultades, la formación de personal capacitado con excelencia para desarrollar esta labor.

Todo esto y más, mucho más, hubiera sido imposible sin la visión y el impulso de Estrada, auténtico pionero de la divulgación científica latinoamericana.

A diferencia de otros premios, que hoy se negocian políticamente para distinguir no a los más capaces, sino a los más poderosos –como ocurre con el antes prestigioso premio Kalinga, que otorga la UNESCO y que el propio Estrada ganara en 1974–, el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia estimula y reconoce a quienes destacan en una de las labores más importantes y menos apoyadas del país: poner la ciencia al alcance de todos los ciudadanos. Al recibir este premio, es Luis Estrada quien honra a la comunidad de divulgadores científicos mexicanos. ¡Felicidades!

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miércoles, 14 de diciembre de 2011

Discusiones

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de diciembre de 2011

La Real Academia define “discutir”, en primera acepción, como “examinar atenta y particularmente una materia”, y no sólo, como creemos en México, como “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”. En nuestra cultura, “discusión” es sinónimo de pleito, y no de “análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”.

Y es que discutir es no sólo parte de la naturaleza humana, sino una forma de razonar, de pensar apoyándonos no sólo en nuestro cerebro, sino en los de nuestros congéneres, para compartir información, contrastarla, poner a prueba nuestros argumentos y para producir, por medio de un proceso darwiniano de generación azarosa y posterior selección, nuevas y mejores ideas.

Últimamente me ha tocado presenciar o participar en todo tipo de discusiones relacionadas, de una u otra forma, con la ciencia: desde si las opiniones de un ateo que confía más en el pensamiento racional que en lo místico constituyen una falta de respeto –no lo son–, pasando por cuestionamientos acerca de si la ciencia es una actividad intrínsecamente superior a otras –por ejemplo la carpintería– hasta dudas sobre la veracidad de los argumentos científicos que sostienen que el cambio climático global es un fenómeno real, causado por el ser humano.

En todos los casos, la respuesta es que depende. Desde luego, el ámbito de las emociones y convicciones personales es algo que queda fuera del campo de autoridad de la ciencia, pero es también cierto que hay de convicciones a convicciones: si la creencia en lo trascendente le sirve a una persona como apoyo para encontrar fuerza para superar las dificultades de la vida, nadie podría criticar. Pero si se pretende resolver un problema concreto, por ejemplo de salud, confiando en fuerzas sobrenaturales, hay que decir que las soluciones que ofrece la ciencia médica son mucho más eficaces –sin ser perfectas ni totales– que cualquier otro tipo de creencia.

Igualmente, tanto ciencia como carpintería son ocupaciones dignas y respetables por igual, y una y otra pueden ser “mejores” según lo que se requiera (construir un retablo barroco o fabricar una píldora anticonceptiva). Pero difieren en su importancia y utilidad social. Mientras que la carpintería puede producir bienes bellos y útiles, y formar así parte de una sana comunidad económica, la ciencia es asunto de importancia nacional, pues el conocimiento que produce y sus aplicaciones engendran técnicas y productos que cambian nuestra forma de vida e inciden decisivamente en el nivel de vida de un país, e incluso en su influencia internacional. Como le gusta decir al doctor Marcelino Cereijido, son los países que desarrollan ciencia y tecnología los poderosos, los que dominan, venden, deciden e invaden.

En cuanto al cambio climático, es cierto que no hay pueden hacerse afirmaciones decisivas. La ciencia no produce verdades, sino conocimiento apoyado en evidencia y argumentos, que está siempre abierto a discusión y puede cambiar con el tiempo. Pero en este momento, el consenso general de la comunidad mundial de expertos es que son los gases liberados por la acción humana los causantes del fenómeno. En todo caso, el principio de precaución exige que, ante la duda, se actúe para minimizar el daño posible.

Si hay algo que encarne el espíritu de la discusión productiva e intelectualmente honesta es la ciencia. Quizá si lo entendiéramos así, podríamos ser mejores ciudadanos de una democracia. Ya lo señalaba Carl Sagan: “Los valores de la ciencia y los de la democracia concuerdan; en muchos casos son indistinguibles”.

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Tres libros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de diciembre de 2011

A mis padres, por esos primeros libros,
y a mis mejores amigos Gerardo Ferrer,
con quien compartí a Hofstadter,
y Enrique Espinosa, que cumplió años ayer
y que me regaló a Dennett 

Vivimos en la era de la hiperconectividad. Computadoras, teléfonos celulares y tabletas, junto con las redes sociales, nos ofrecen posibilidades que antes simplemente no existían para comunicarnos instantáneamente con prácticamente cualquier persona.

Esto da lugar a fenómenos nuevos que todavía no entendemos bien. Dinámicas sociales que, como individuos y como sociedad, no sabemos todavía cómo manejar. ¿Quién hubiera pensado hace cinco años (Twitter apareció en 2006; Facebook en 2004) que uno podría enterarse instantáneamente de las tonterías que un candidato presidencial dijo cuando le pidieron nombrar tres libros que hubieran influido en su vida? Y más importante: ¡que podríamos contestarle directamente, hacer burla de él con infinidad de chistes (destronó a Ninel Conde en Twitter), y enterarnos de que su hija nos insultaba llamándonos “pendejos”, “prole” y “envidiosos”!

Sin duda las redes, como toda herramienta, pueden ser muy útiles o convertirse en un arma peligrosa, de la que a veces salen tiros por la culata. Me pregunto cómo las emplearemos, qué reglas y modales evolucionarán respecto a su uso.

Y para aprovechar el tema de moda, se me antoja mencionar tres libros que han influido, y mucho, en mi vida (descontando el más importante, como me dijo hoy un amigo: el libro de texto de primero de primaria, por supuesto, pues con ese aprende uno a leer, y el libro para niños Cómo aprendemos, (Queromón Editores, 1964) que mis padres me regalaron en los 70 –mi madre me lo ofreció diciendo que contenía “todas las respuestas” y con eso detonó una búsqueda infructuosa que todavía continúa– y que sin duda despertó mi vocación por la divulgación científica, junto con las maravillosas colecciones de libros de Time-Life y la Nueva Enciclopedia Temática, que ya era vieja cuando la compraron).

El primero lo escribió Douglas Hofstadter, físico que con él ganó el Premio Pulitzer en 1980 (el personaje de Leonard en el popular programa de TV el personaje de Leonard en el popular programa de TV La teoría del big bang se apellida Hofstadter en su honor). Se trata de Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada (publicado en español por el Conacyt en 1982, y posteriormente en España con un subtítulo diferente: “Un eterno y grácil bucle”). Un libro tan barroco, complejo y deslumbrante que es imposible describirlo: baste decir que habla de arte, música, matemáticas y computación, entre muchos otros temas, para indagar sobre la relación entre cerebro, mente y conciencia.

El segundo es El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del genial escritor y neurólogo inglés Oliver Sacks. En él convierte sus casos clínicos en literatura y logra inquietarnos y perturbarnos, pero también conmovernos y hacernos reflexionar sobre la compleja naturaleza humana. Y, sobre todo, mostrar que somos nuestro cerebro: que el alma es sólo un fenómeno emergente de nuestros mecanismos neurales. Un refuerzo decisivo a mi concepción naturalista del mundo.

Y el tercero (¡ay, podría mencionar tantos más, si hubiera espacio!) es La peligrosa idea de Darwin, del filósofo Daniel Dennett, en el que, para ayudar a sus lectores a entender su teoría de la conciencia esbozada en otro libro, La conciencia explicada, profundiza en la idea de selección natural, base de la teoría darwiniana de la evolución, y al hacerlo nos permite apreciar su importancia y magnitud, y entenderla de nuevas y sorprendentes maneras, en una forma que ni mis maestros de evolución en el posgrado pudieron hacerlo (incluso, muchos biólogos nunca llegan a entenderla con la profundidad que él la explica).

Tres libros que a mí me cambiaron y me encantaron (en ambos sentidos de la palabra). Si lee alguno, espero que lo disfrute.

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miércoles, 30 de noviembre de 2011

La dama de los microbios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de noviembre de 2011

De las cosas que se entera uno por estar tuiteando a media noche: el pasado martes 22 supe, con gran tristeza, de la muerte de la famosa bióloga Lynn Margulis, a quien muchos admirábamos, a los 73 años, debido a un derrame cerebral.

La primera vez que oí hablar de ella fue en uno de los extraordinarios cursos que el biólogo mexicano Antonio Lazcano impartía, en esa ocasión en el Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, a finales de los ochenta. Nos platicó de su teoría –que en se momento me pareció descabellada, inaudita– de que varios de los organelos que forman parte de las células eucariontes (con núcleo, como las humanas), como los cloroplastos y las mitocondrias, provenían de bacterias que entraron a otra célula y se quedaron a vivir dentro de ella. También me impresionó saber que había sido la primera esposa del astrónomo y divulgador científico Carl Sagan, a quien los entusiastas de la ciencia de mi generación admirábamos por su célebre serie televisiva Cosmos.

En realidad la idea de la aparición de células con núcleo a partir de la unión de varias células sin núcleo –procariontes–, por un proceso de endosimbiosis seriada (recordemos que la simbiosis es la convivencia entre dos organismos distintos que dependen estrechamente uno del otro) la había publicado en 1967; se confirmó unos 15 años después gracias a los nuevos métodos moleculares. Pero tardó todavía varios años en lograr consenso y llegar a los libros de texto de biología.

Hoy este proceso, que Margulis posteriormente llamó “simbiogénesis”, es considerado una de las revoluciones más grandes que ha sufrido la biología evolutiva. En cierta forma, significa que los cuatro reinos de organismos eucariontes –plantas, animales, hongos y protozoarios (que ella renombró como “protoctistas”)– son derivados, por simbiosis, del reino de los procariontes, es decir, bacterias (la clasificación de los seres vivos en cinco reinos, por cierto, fue también defendida y popularizada por Margulis, otra revolución suya que llegó a los libros de texto).

Margulis argüía también que la simbiosis era una fuerza evolutiva mucho más central que la selección natural, por lo que se describía como “darwinista, pero no neo-darwinista”; actualmente la comunidad biológica continúa dividida en cuanto al papel central o no de la selección natural, como propuso Darwin, frente a otras fuerzas evolutivas… pero esa es otra historia.

Lynn Margulis también colaboró con el químico inglés James Lovelock en el desarrollo de la hipótesis de Gaia: la idea de que la biósfera entera es un sistema complejo y autorregulado que se comporta como un organismo vivo (concepto que desgraciadamente ha sido adoptado y desprestigiado por sectas esotéricas que creen literalmente en la “madre Tierra” como un ente vivo). También trabajó afanosamente para ampliar el estudio, clasificación y comprensión del reino protoctista, donde se encuentran los eucariontes unicelulares que conocemos como “protozoarios”.

Como científica, fue siempre polémica. Quizá demasiado: llegó a defender obstinadamente ideas para las que nunca hubo evidencia sólida, como la de que el flagelo de los espermatozoides –o undulipodio, como hoy se le llama, gracias también a ella­– era derivado de una simbiosis con una bacteria del tipo de las espiroquetas, similar a la que causa la sífilis (llegó a decir que la idea era rechazada porque los hombres no podíamos aceptar que nuestros gametos fueran descendientes de una bacteria patógena) o más recientemente la de que las orugas y las mariposas habían evolucionado separadamente, para luego unirse evolutivamente por “hibridogénesis”. Rechazó la disciplina bien establecida de la genética de poblaciones, que da fundamento matemático al estudio de la evolución biológica. A veces daba la impresión de creer que, sólo por ser polémicas, sus ideas tenían que ser correctas. Pagó un precio por esa forma de ser: en los últimos años, sus proyectos de investigación recibieron muy escaso apoyo económico, hecho del que se quejó amargamente.

Sin duda el punto más bajo de su carrera fue cuando abrazó el negacionismo del sida, afirmando que este síndrome no era causado por un virus, sino que era simplemente… ¡sífilis!

Aun así, Lynn Margulis es reconocida, por sus grandes logros y su pensamiento audaz, como una de las biólogas evolutivas más importantes de las últimas décadas. Como acertadamente dijo la tuitera @LouiseJJohnson: “La ciencia no se trata sólo de tener razón, sino también de equivocarse de maneras nuevas e interesantes. Margulis hizo ambas cosas. La extrañaremos”.

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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de noviembre de 2011

Con dedicatoria a Lynn Margulis muerta ayer:
polémica, pero indudablemente grande.

La intolerancia vaticana va más allá de
anuncios escandalosos: pone vidas en peligro
Dice sabiamente el experto en religiones Roberto Blancarte, en su columna de ayer en Milenio Diario, que “Quisiera ser Papa”, porque “Debe ser bonito hablar… sólo de las verdades morales, aunque no se ofrezcan soluciones prácticas… Andar por el mundo diciendo lo que debe ser y no esforzarse por pensar en lo que es”.

Y es que en el documento Africae munus (“el compromiso de África”, explica Blancarte), resultado del sínodo de obispos de África celebrado en el Vaticano en 2009, Joseph Ratzinger afirma que “el problema del sida… exige sin duda una respuesta médica y farmacéutica. Pero ésta no es suficiente, pues el problema es más profundo. Es sobre todo ético”. Y añade que el sida no se combate “sólo con dinero, ni con la distribución de preservativos, que, al contrario, aumentan el problema”.

A estas alturas, cuando existen en el mundo –según datos de Onusida– unos 34 millones de personas viviendo con VIH, con 2.7 millones de nuevas infecciones y 1.8 millones de muertes relacionadas con el sida durante 2010, la postura de la iglesia católica, y en particular de Ratzinger, de insistir en la prohibición de usar condones parece, además de necia y dogmática, irresponsable y hasta criminal.

Algunas cifras adicionales: del total de casos mundiales, unos 31 millones son adultos (16 de ellos, mujeres), y 2.5 millones son niños. Además, en 2009, el sida dejó a casi 17 millones de niños huérfanos. En Latinoamérica, en promedio, se estima que un 0.6% de la población está infectada (a diferencia de un terrible 5.2% en el África subsahariana, donde se halla el 68% del total de pacientes mundiales). Los países con mayor porcentaje de infección en nuestra región son Guyana (2.5% de la población), Surinam (2.4%), y Belice (2.1%). México ocupa el lugar 17, con un 0.37%, que se considera relativamente baja.

Esas son las malas noticias.

Las buenas son que, a pesar de todo, las continuas campañas de prevención y la creciente disponibilidad a nivel global de los modernos tratamientos antirretrovirales están resultando claramente efectivas. El Director de Onusida, Michel Sidibé, presentó el pasado lunes un informe que muestra que el número de muertes –1.8 millones– disminuyó en 2010 en comparación con su nivel máximo, en 2006, de 2.2 millones. Y el número de nuevas infecciones ha bajado en más de 26% desde su pico en 1997. Sin duda, por más que el Vaticano lo niegue, el condón –a diferencia de las poco realistas metas de abstinencia y fidelidad– es efectivo en prevenir nuevas infecciones. Y es mucho menos probable que los pacientes infectados que están bajo tratamiento infecten a otras personas, pues la cantidad de virus en su cuerpo disminuye drásticamente.

En nuestro país existen unas 225 mil personas viviendo con VIH, de las cuales un 60% son hombres que tienen relaciones sexuales con otros hombres, una población que ya está bastante sensibilizada respecto a la protección y tratamiento. Pero un 23% de los casos son mujeres heterosexuales, y los casos de transmisión vertical del virus –de madre a hijo– aumentaron significativamente entre 1999 y 2004.

Es por eso que las autoridades de salud mexicanas han lanzado una admirable campaña –que contrasta con los insultantes silbiditos de otras promociones federales– para invitar a las mujeres embarazadas a hacerse la prueba de detección del VIH. Seguramente usted la ha visto.



Y es que, a pesar del natural temor que provoca hacerse la prueba, lo mejor que le puede ocurrir a alguien que infortunadamente se haya infectado es enterarse de ello, pues podrá así recurrir al sistema de salud y recibir el tratamiento adecuado, lo que permite no sólo vivir una vida prácticamente normal y saludable, sino que disminuye mucho las probabilidades de que el recién nacido se infecte.

Sin duda, la campaña es una iniciativa valiente y loable. Tendrá un costo importante, pues los tratamientos antirretrovirales son onerosos. Pero siempre será una mejor inversión detectar y tratar a los pacientes (en México se estima que un 57% de las personas infectadas no saben que lo están), así como evitar nuevas infecciones –en este caso, de recién nacidos– que dar tratamiento a enfermos que han llegado a la etapa de sida y llegan con graves infecciones secundarias a los hospitales, que ponen en peligro su vida.

Felicitémonos porque las autoridades de salud de nuestro país, dejando de lado dogmatismos, cumplen con sus compromisos internacionales y con su responsabilidad al lanzar campañas como ésta. Y exijamos que continúen promoviendo, más intensamente, el uso del condón y la educación sexual, así como la cobertura universal de tratamiento entre quienes viven con el virus. Así podremos ayudar a acercarnos a las metas de Onusida de lograr “cero nuevas infecciones, cero discriminación y cero muertes relacionadas con el sida”. Como dice la propia organización, “el fin de la epidemia” –o al menos su control– “puede estar a la vista, si los países invierten de forma inteligente”. Y, añado yo, si ignoran dogmatismos irracionales y dañinos.

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