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domingo, 6 de mayo de 2018

El misterio de la mitocondria ancestral

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de mayo de 2018

Las mitocondrias son uno de esos conceptos que se prestan a burla. Todos oímos hablar de ellas en clase de biología, pero la mayoría de nosotros no recordamos gran cosa sobre el asunto. Excepto por una frase, tan trillada que se ha convertido en un meme de internet: “las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula” (por ejemplo, “lo único útil que aprendí en la escuela es que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula”, o “¿alguna vez miraste a tu novio y pensaste que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula?”).

Lo cierto es que son organelos celulares de gran importancia, porque realizan una función esencial que, en efecto, tiene que ver con la energía: oxidar los alimentos –como los azúcares– para, al romper los enlaces químicos que unen los átomos que los forman, y combinarlos con oxígeno, liberar energía química que luego se usará para impulsar el metabolismo. (Los más nerds entre mis lectores recordarán incluso que esta energía se almacena temporalmente en forma de moléculas de trifosfato de adenosina, o ATP, “la moneda pequeña de la célula”, para usar otra frase trillada de la clase de biología.)

Pero en realidad el atractivo de las mitocondrias es que, por un lado, son visual y estructuralmente intrigantes, con su aspecto de pequeñas salchichas que nadan dentro de la célula, las dos membranas que las envuelven, lisa la externa, rugosa la interna, y por su relativa independencia, al tener su propio pequeño genoma, separado del que aloja en el núcleo celular, y su propio ritmo de división. Y, por otro lado, y principalmente, por su origen, pues desde hace ya varias décadas se sabe que las mitocondrias fueron inicialmente bacterias de vida libre que penetraron en otras células y formaron una relación de simbiosis con ellas para dar origen a las primeras células complejas –eucariontes–, como las de animales y plantas (además de hongos y protozoarios).

La idea del origen de las células eucariontes mediante “simbiogénesis”, que iba en contra de lo que siempre se había creído, fue formulada inicialmente en 1905 por el botánico ruso Konstantin Mereschkowski (o Merezhkovski). Pero fue la bióloga estadounidense Lynn Margulis quien, a partir de la década de los 60, ayudó a popularizarla y, sobre todo, a sustentarla con evidencia y argumentos evolutivos. Hasta que, a finales de los 80, la idea pasó a formar parte del consenso de la comunidad científica.

Desde entonces se ha buscado identificar exactamente qué bacterias pudieron ser los ancestros de las modernas mitocondrias. Para ello se ha comparado la morfología, fisiología, bioquímica y genética de las mitocondrias con las de diversas bacterias. Hoy se acepta generalmente que surgieron hace unos dos mil millones de años a partir de la clase de las alfaproteobacterias. Y, más específicamente, a partir del orden de las rickettsiales, bacterias que, como los hipotéticos ancestros de las mitocondrias, viven como endosimbiontes dentro de otras células (endos, dentro).

Sitios de muestreo y árbol genealógico
 construido por los investigadores (Fuente: Nature
https://www.nature.com/articles/s41586-018-0059-5)
Pero hoy tenemos métodos más modernos y poderosos para estudiar la evolución y clasificación de los seres vivos. El pasado 3 de mayo la revista científica Nature publicó un artículo firmado por Thijs Ettema y su equipo, de la Universidad de Uppsala, Suecia, donde explican cómo tomaron muestras de ADN ambiental microbiano de cinco sitios de los océanos Pacífico y Atlántico, a profundidades que van de 100 a 5 mil metros, y realizaron análisis metagenómicos –es decir, de todo el ADN disponible, que incluye los genomas de todas las especies presentes. En particular, se concentraron en los genes del ADN ribosomal, que contiene la información para fabricar las moléculas que forman el ribosoma, un organelo especialmente útil para estudios evolutivos porque está presente en absolutamente todos los seres vivos). A partir de ello, mediante complejos métodos computarizados, lograron construir un nuevo árbol genealógico de las alfaproteobacterias.

El resultado: en este nuevo árbol, las mitocondrias no quedarían clasificadas dentro de las alfaproteobacterias, sino en una rama paralela, como “hermanas” de todas ellas, y su origen podría ser aún más antiguo de lo que se pensaba. En este nuevo esquema, mitocondrias y rickettsiales, a pesar de sus similitudes, no formarían parte de la misma familia, sino que habrían tenido orígenes evolutivos paralelos.

Como siempre, los científicos disfrutan investigando misterios dignos de un detective. Y como siempre, la tecnología les ofrece nuevas maneras de hacerlo. Por cierto, en una fecha significativa, pues las mitocondrias inspiraron a los infames “midichlorians” de la saga de Star Wars, cuyo día se celebró el pasado 4 de mayo (“may the fourth…”).

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domingo, 25 de marzo de 2018

Memética de las fake news

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de marzo de 2018

Hace 42 años, en 1976, el biólogo británico Richard Dawkins publicó su libro El gen egoísta. En él no proponía, como creen quienes sólo leen el título, que haya un “gen del egoísmo”, sino una visión novedosa de la evolución por selección natural que la presentaba no como una competencia entre especies o individuos, sino entre genes.

Para Dawkins los genes son replicadores, entidades cuya función es únicamente producir copias de sí mismos. Aquellos que, por azar debido a mutaciones y otros cambios, tengan características que aumenten sus posibilidades de ser copiados (de replicarse, en lenguaje técnico) serán los que sobrevivan y aumenten su número en una población dada. Los seres vivos, escribió Dawkins, somos simples “máquinas de supervivencia” que los genes han construido para dejar más descendencia.

La propuesta de Dawkins, más que una teoría, es una perspectiva que permite ver la evolución desde un punto de vista distinto, y ha sido útil para entenderla más a fondo. En esencia, sus predicciones son totalmente compatibles con la visión más tradicional, basada en individuos, de la evolución.

Pero quizá lo más importante del libro es que en uno de los últimos capítulos proponía la posibilidad de que existiera otro tipo de replicadores, consistentes no en información genética sino cultural y que, al igual que aquella, se copia y evoluciona, sobrevive o se extingue. Lo hace “infectando” cerebros a través del lenguaje, de libros y revistas, medios de comunicación y redes virtuales. Dawkins llamó “memes” a estos replicadores, nombre que en realidad se puede aplicar a cualquier idea que haya pasado por un cerebro humano.

Hoy la palabra es famosa gracias a un tipo concreto de memes: las imágenes graciosas, acompañadas de texto, que circulan por internet. Pero también las modas los chismes y chistes, las ideologías políticas, las religiones o las teorías científicas son ejemplos de memes (o conjuntos de memes).

Y, por supuesto, también lo son las noticias falsas, o fake news.

Hace unas semanas la revista Science publicó un estudio que llamó mucho la atención en la prensa, firmado por Soroush Vosoughi, Deb Roy y Sinan Aral, investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, y titulado “La difusión en línea de noticias verdaderas y falsas”.

En él se analizaron 126 mil noticias difundidas en Twitter a lo largo de 11 años, entre 2006 y 2017, y que fueron a su vez compartidas en total más de 4.5 millones de veces por unos 3 millones de usuarios distintos. Comenzaron por clasificarlas en verdaderas y falsas, basándose en dictámenes de seis organizaciones profesionales de verificación de información como Snopes.com y Politifact.com.

A continuación analizaron quién las compartía y cuántas veces, y a qué velocidad y qué tan extensamente se difundían en la red. Lo que hallaron fue muy sugerente: del 1% de las más compartidas, las “cascadas” de noticias falsas (la noticia original y la discusión sobre ella) se difundían entre mil y cien mil personas, mientras que las de noticias verdaderas, si bien les iba, alcanzaban a un máximo de unas mil personas.

También hallaron que las fake news se difundían más rápido que las verdaderas, y eran difundidas no por bots (software que automáticamente difunde tweets) ni por personas famosas con miles o millones de fans, sino por gente común con un número limitado de seguidores. Y que, aunque estos efectos eran más notorios en historias sobre política (especialmente en 2016, año de las elecciones presidenciales en Estados Unidos), lo mismo ocurre con noticias sobre otros temas como terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas o información financiera.

Aunque para confirmar los hallazgos se necesitará hacer análisis aun más extensos y profundos, incluyendo a otras redes sociales, los investigadores se arriesgan a plantear una hipótesis para explicar el fenómeno observado: las noticias falsas, dicen, tienden a ser más novedosas que las verdaderas, y por eso provocan emociones miedo, desagrado o sorpresa. En cambio, la información verídica suscita emociones menos intensas, como expectación, tristeza, alegría o confianza. Y esto causa que la gente tienda a compartirlas más las fake news que las noticias verdaderas.

Me parece que, si adoptamos la perspectiva “memética” de Dawkins y vemos a las noticias como memes, los resultados de esta investigación, y otras que continúen, se pueden interpretar en términos de las características que les confieren mayor valor de supervivencia. Así, los memes que sean más novedosos o emocionantes, pero también más sencillos, más satisfactorios, más lógicos o, en fin, que posean cualquier propiedad que nos predisponga a compartirlos (es decir, que promueva su mayor reproducción), serán los que más se difundan en las redes y en la sociedad.

Sin duda, el estudio de las fake news se está convirtiendo en una prioridad, por la tremenda influencia que pueden tener en la política, la economía, la cultura y muchos otros campos de actividad humana. Quizá estudios como éstos nos ayuden a comprender mejor y a controlar la forma en que se difunde la información en las redes para que, en vez de desinformar, manipular o causar caos y confusión, ayude a tener sociedades más justas y mejor informadas.

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domingo, 28 de mayo de 2017

La primera molécula viva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo de 2017

Había una vez un planeta donde surgió la vida.
La hipótesis del mundo del ARN

Millones de años después, una de los billones de especies que lo habitaban se preguntaba cómo había ocurrido esto. Faltos de más recursos que su imaginación, propusieron la explicación más obvia: la vida en la Tierra tenía que haber sido producto de un creador omnipotente. Explicación que realmente no explicaba nada, pero que sirvió para tranquilizar su inquietud intelectual. Al menos por un tiempo.

Porque luego llegó Charles Darwin, quien además de postular un mecanismo natural que explicaba cómo las especies evolucionan, se diversifican y se adaptan a partir unas de otras, mencionó también que la vida podría haber surgido “en una charca tibia” a partir de compuestos inorgánicos, junto con la energía del sol y los rayos.

Poco después, el inglés JBS Haldane y el ruso Aleksandr Oparin propondrían, cada uno por su lado, teorías más detalladas acerca del posible origen de la vida a partir de los compuestos presentes en la atmósfera primitiva de nuestro planeta. Un poco más adelante, experimentadores como los estadounidenses Stanley Miller y Harold Urey realizarían experimentos que darían sustento a estas propuestas. Nació así formalmente la ciencia que estudia el origen de la vida.

Desde entonces, los avances han sido enormes. Y aunque sigue habiendo muchas cosas que no sabemos con precisión (por ejemplo, si los compuestos precursores de las moléculas que forman a los seres vivos se produjeron en la Tierra o llegaron a bordo de meteoritos), hoy la reconstrucción de los primeros momentos en que se puede hablar de vida en el planeta es cada vez más detallada. Y una de las cosas que van quedando claras es que, aunque Darwin pensaba que las proteínas podrían haber sido las primeras moléculas vivas, lo más probable es que tal papel le corresponda a otro tipo de compuestos: los ácidos nucleicos. Y específicamente, al ácido ribonucleico, o ARN.

Precisamente a este tema estuvo dedicado el simposio “El mundo del ARN” llevado a cabo del 16 al 22 de abril en El Colegio Nacional, esa institución fundada en 1943 por Manuel Ávila Camacho para “preservar y dar a conocer lo más importante de las ciencias, artes y humanidades que México puede ofrecer al mundo”. El simposio fue organizado por tres destacados miembros del Colegio: Antonio Lazcano Araujo, experto mundialmente reconocido en origen de la vida, junto con el biólogo molecular Francisco Bolívar Zapata y el químico Eusebio Juaristi. En él estuvieron presentes destacadísimos especialistas internacionales en el tema provenientes de países como Estados Unidos, España, Francia, Israel y por supuesto México.

Sería imposible resumir en este espacio todo el universo de conocimiento que los asistentes a las diez conferencias magistrales tuvimos el privilegio de disfrutar (una de las obligaciones principales de los 20 miembros de El Colegio Nacional es, precisamente, impartir y organizar conferencias, mesas redondas y simposios, que son siempre públicos y gratuitos). La base del simposio fue la idea de que, a partir de los primeros compuestos inorgánicos y luego del surgimiento de biomoléculas simples, uno de los primeros compuestos que pudo cumplir con dos de las principales funciones que caracterizan a la vida, autorreproducirse y catalizar otras reacciones químicas, fue precisamente el ARN.

A partir de eso, se piensa que hubo una primera etapa –el “mundo del ARN”– en que moléculas de ARN comenzaron a formarse, reproducirse y competir entre ellas. Paulatinamente, comenzaron a catalizar la formación de proteínas, que a su vez ayudarían a catalizar más eficientemente otras reacciones: surgiría así el “mundo de las ribonucleoproteínas”. Finalmente se llegaría al actual “mundo del ADN”, donde las funciones de almacenar la información genética pasarían al ácido desoxirribonucleico, primo del ARN, y la mayoría de las funciones de catálisis química quedarían a cargo de proteínas específicas: las enzimas.

Durante el simposio, sin embargo, los diversos expertos de todo el mundo nos mostraron cómo los detalles de esta increíble historia están siendo constantemente explorados y discutidos para irlos aclarando. Desde la química básica de la atmósfera primitiva y la composición de los meteoritos, al surgimiento y evolución de las primeras moléculas de ARN. De cómo quizá éstas siempre estuvieron conviviendo y coevolucionando con proteínas (lo que implicaría que no hubo “mundo del ARN”, sino “mundo de ribonucleoproteínas” desde un principio) a cómo pudo surgir el código genético, cómo el ARN se alió con las proteínas y las moléculas grasosas que forman membranas para generar las primeras células, y cómo ciertas formas de ARN de vida libre, como virus y viroides, siguen conviviendo con el resto de los seres vivos.

Una de las ideas más sugerentes es que a lo largo del reino viviente hay innumerables “fósiles moleculares” del mundo del ARN: el ácido ribonucleico sigue cumpliendo funciones vitales en prácticamente todos los procesos de una célula viva, como el almacenamiento y copia del material genético, su expresión para fabricar proteínas y en las reacciones químicas que conforman el metabolismo. En cierto modo, el mundo del ARN pervive oculto en las profundidades de la célula moderna.

Ada Yonath y el ribosoma
El broche de oro del simposio fue la conferencia de Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009, quien nos mostró cómo el ribosoma, organelo celular encargado de fabricar proteínas a partir de las instrucciones almacenadas en el ADN, y que está presente en todas las células vivas, es en realidad una sofisticada máquina molecular hecha de ARN, en cuyo corazón se halla un fósil viviente que ha sobrevivido desde los tiempos del mundo del ARN.

Queda la duda de si se puede hablar de que el ARN sea una molécula “viva”. En realidad, se trata de una pregunta mal planteada, que revela que el término “vida” es sólo una palabra cómoda para describir un tipo de sistemas que presentan ciertas propiedades. En realidad, la línea divisoria entre materia viva e inerte es arbitraria. Lo fascinante es vislumbrar un poco de la enorme cantidad de investigación que se está haciendo para entender cómo la química pudo irse convirtiendo en biología a través de un proceso evolutivo que ocurrió hace millones de años, pero cuyas huellas siguen presentes y activas en lo más íntimo de las células que nos forman.

Millones de años después, los habitantes de ese planeta, descendientes de este largo proceso, estamos comenzando a respondernos la pregunta de cómo llegamos a estar aquí.

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domingo, 5 de marzo de 2017

La vida más antigua


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017

A. Oparin y JBS Haldane
¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? Éste es el tipo de preguntas filosóficas que hacen que muchos científicos –y no científicos– se burlen del trabajo de los filósofos.

Pero recordemos que las ciencias surgieron, históricamente, a partir de las reflexiones filosóficas, y usan el mismo tipo de pensamiento racional, basado en la lógica y el examen crítico y colectivo de las ideas. Las ciencias naturales restringieron su campo de estudio a aquello que forma parte del universo físico, y utilizan como evidencia válida sólo aquello que puede comprobarse de manera objetiva (o al menos, lo menos subjetiva posible), y dejaron los temas metafísicos y el razonamiento puro, no basado en evidencia física, a los filósofos. Pero muchas preguntas que hoy son abordadas –y en muchos casos respondidas– por las ciencias naturales, son en realidad preguntas filosóficas.

El origen de la vida es una de ellas. Y aunque sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva, los avances que se han hecho para contestarla, basados en la química, a partir de las propuestas originales del ruso Aleksandr Oparin y el inglés J. B. S. Haldane en los años 20, han sido tremendos. Hoy sabemos cada vez con mayor certeza que hay un camino posible, el cual cada vez conocemos mejor, que puede llevar, dadas las condiciones adecuadas, de la materia inanimada a la vida microscópica. (Por su parte, la teoría darwiniana de la evolución explica ya muy adecuadamente cómo la vida microscópica puede dar lugar, a su vez, a vida multicelular e incluso a vida inteligente y consciente.)

Pero, ¿qué tan difícil, o qué tan probable, es que la vida aparezca, por estos procesos de “síntesis abiótica”, en un planeta que presente las condiciones necesarias? En otras palabras, ¿es la vida en la Tierra un fenómeno raro, incluso quizá único, en el cosmos, o es al contrario algo que ocurre fácilmente? La respuesta a esta pregunta nos contestaría asimismo otra antigua cuestión filosófica: ¿estamos solos en el universo?

En 1961 el radioastrónomo estadounidense Frank Drake propuso una ecuación que permitía estimar el número de posibles planetas habitados (e incluso el de planetas con civilizaciones tecnológicamente avanzadas). Para ello, tomaba en cuenta, entre otras cosas, el número de estrellas en el cosmos, y la probabilidad de que existieran otros planetas girando alrededor de algunas de ellas (en esa época no se conocía ninguno, aunque desde el siglo XVI el filósofo italiano Giordano Bruno había propuesto la existencia de otros mundos habitados, idea que lo llevó a ser quemado en la hoguera de la Inquisición). Drake tomaba también en cuenta la probabilidad de que un planeta fuera sólido y del tamaño adecuado, y que estuviera en la “zona de Ricitos de Oro”, ni tan cerca ni tan lejos de la estrella como para ser tan caliente o frío que no pudiera contener agua líquida (que hasta donde sabemos, es indispensable para el surgimiento de la vida). Y, por supuesto, la pregunta que nos ocupa: la probabilidad de que, en un planeta así, la vida efectivamente aparezca.

A lo largo de los más de 50 años que han pasado desde que Drake propuso su ecuación, los astrofísicos y astrobiólogos han ido acumulando datos cada vez más certeros para calcular tales probabilidades. Hoy sabemos que hay abundancia de estrellas con planetas, muchos de los cuales tienen condiciones similares a las de la Tierra (el pasado 22 de Febrero, la NASA anunció el descubrimiento de siete de estos planetas alrededor de la estrella Trappist-1, situada a 40 años luz de nosotros).

¿Qué tan fácil es, entonces, que la vida surja en un planeta propicio? Una manera de estimarlo es averiguar cuánto tardó en aparecer en nuestro planeta. Actualmente se calcula, con base en métodos que toman en cuenta la abundancia relativa de distintos isótopos radiactivos, que la edad de la Tierra es de unos 4 mil 500 millones de años. Y, hasta hace poco, los fósiles más antiguos conocidos –microfósiles, en realidad, pues corresponden a microorganismos unicelulares, que fueron los primeros organismos existentes– tenían unos 3 mil 500 millones de años. La vida, entonces, parecería haber surgido de manera relativamente rápida: la Tierra habría albergado vida durante tres cuartas partes de su existencia.

Microfósiles de tubos
de hematita del cinturón
de Nuvvuagittuq
Pero el 2 de marzo pasado un grupo multinacional de investigadores (británicos, noruegos, australianos, estadounidenses y canadienses), encabezados por Crispin Little, de la Universidad de Leeds, en Inglaterra, publicó en la prestigiada revista Nature evidencia sólida de vida microbiana en rocas con una antigüedad de al menos 3 mil 700, y quizá hasta 4 mil 280, millones de años.

El problema de detectar microfósiles tan antiguos es enorme, pues la corteza terrestre está en constante cambio y muchas de las rocas que la forman no son “originales” (rocas ígneas, formadas a partir de lava solidificada), sino que han pasado por distintos procesos de “reciclado” (son rocas metamórficas). Pero los investigadores examinaron algunas de las rocas ígneas más antiguas que existen, que se hallan en el llamado cinturón de rocas verdes de Nuvvuagittuq, en Quebec, Canadá.

Lo que hallaron, mediante análisis microscópicos, geológicos y químicos increíblemente detallados, son diminutas estructuras en forma de tubo similares a las producidas por bacterias actuales que oxidan hierro y que viven en las ventilas hidrotermales del fondo del mar, sitios donde se piensa que pudo surgir la vida.

El hallazo de Nuvvuagittuq, si se confirma, adelanta sensiblemente la aparición de la vida en la Tierra, que podría haber aparecido cuando sólo había transcurrido el primer 5% de la historia terrestre. Cada vez parece más probable la hipótesis de que, dadas las condiciones necesarias, la vida emerge de manera casi automática.

En consecuencia, la probabilidad hallar vida en otros mundos como los hallados alrededor de Trappist-1, al menos en forma de microorganismos, aumenta conforme más investigamos. Lo más probable es que no estemos solos.

La ciencia, en su avance, va contestando antiguas preguntas filosóficas. Afortunadamente, siempre habrá muchas más que investigar, como las de qué deberemos hacer cuando confirmemos que existe vida en otros mundos, y si tenemos derecho a colonizarlos.

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domingo, 11 de diciembre de 2016

Las plumas del dinosaurio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de diciembre de 2016

El fósil de Birmania
Si lee usted periódicos o blogs, ve o escucha noticieros, o está conectado a las redes sociales, seguramente ya se enteró del hallazgo, dentro de una pieza de ámbar procedente de las minas (sí: el ámbar se extrae de minas) del estado de Kachin, en Myanmar (o Birmania), de un fragmento de cola de dinosaurio maravillosamente bien preservado, que tiene la característica de presentar plumas. Ofrece así la primera oportunidad de estudiar, con un nivel de detalle nunca antes alcanzado, las plumas de estos animales y de entender más a fondo su evolución.

Tradicionalmente, desde Aristóteles, los biólogos han clasificado a los reptiles, aves y mamíferos porque presentan, respectivamente, escamas, plumas o pelo. Y les gusta pensar que los seres vivos estamos todos relacionados evolutivamente: descendemos de ancestros comunes. Ya desde los tiempos de Darwin se descubrió un “eslabón perdido” que relacionaba a las aves con los dinosaurios: el fósil de Archaepteryx, que parecía evidentemente una pequeña ave con plumas, pero que tenía dientes, garras en las alas y una cola con vértebras.

A lo largo de los años, y sobre todo en las últimas décadas, se ha descubierto más y más evidencia de que muchos dinosaurios, que tradicionalmente se representaban cubiertos de una piel escamosa (todavía los vemos así en Parque jurásico) tenían también distintos tipos de plumas, quizá de colores vistosos. De hecho, hoy se considera que muy probablemente los dinosaurios presentaban también sangre caliente y otras características que los relacionan muy cercanamente con las aves; las aves modernas son, en cierto sentido, dinosaurios que sobrevivieron a la extinción de casi todos sus primos cercanos.

Aunque inicialmente se pensaba que las plumas de organismos como Archaeopteryx servían, si no para volar, sí para facilitarles grandes saltos o planear, fue quedando claro, por la presencia de plumas en fósiles de dinosaurios grandes y pesados, que básicamente caminaban o corrían, que probablemente las plumas cumplían otras funciones. Hoy se debate si pudieron servir para correr más rápido, conservar el calor o como señales que ahuyentaran enemigos o atrajeran a parejas sexuales.

Las plumas son estructuras fascinantes. En las aves modernas existen en distintas formas, que van desde simples filamentos, pasando por el plumón de los polluelos, que consiste en múltiples fibras que surgen desordenadamente del cálamo o cañón (la base de la pluma, que se usaba antiguamente para escribir), hasta las plumas comunes. Éstas están formadas por una varilla central, llamada raquis, de la que surgen filamentos (barbas). Cada barba tiene bárbulas, y éstas tienen ganchillos que pueden engancharse en las bárbulas contiguas. Así, la pluma puede formar una estructura rígida que permite el vuelo, pero también es flexible, pues los ganchillos pueden desengancharse y reengancharse con facilidad. (Además, las plumas de las alas, que sirven para el vuelo, tienen una estructura asimétrica, aerodinámica, distinta de las plumas que cubren otras partes del cuerpo.)

Pelos, plumas y escamas tienen un origen evolutivo común. Todos están formados básicamente por el mismo tipo de proteína, la queratina. Y los folículos, tanto los pilosos que forman los pelos como los plumosos que generan las plumas, se originan en estructuras embrionarias llamadas placodas: engrosamientos de la piel con células especializadas.

En junio pasado comentábamos aquí cómo se había descubierto evidencia definitiva de que también las escamas de los reptiles surgen a partir de placodas, con lo que queda clara la relación evolutiva entre los tres grupos. En los reptiles, las placodas generan un crecimiento plano de queratina, que forma la escama. En aves y mamíferos, el crecimiento es en forma cilíndrica, y en las plumas adquiere ramificaciones complejas. Hoy se están comprendiendo los fascinantes mecanismos moleculares que permiten que, durante el desarrollo embrionario, surjan estructuras tan distintas y complejas a partir de un mismo origen.

Pero, ¿qué tan temprano surgieron las plumas en los reptiles (dinosaurios)? ¿Qué tan compleja era su estructura? La evidencia fósil tradicional hacía difícil determinarlo, porque normalmente los especímenes están aplastados y tienen apariencia bidimensional. El fósil de Birmania, de unos 99 millones de años, permite observar la estructura tridimensional, exquisitamente detallada, de las plumas de un fragmento de ocho vértebras de la cola de un pequeño dinosaurio (del tamaño de un gorrión), incluyendo las barbas y bárbulas. (Curiosamente, el vendedor que lo ofrecía en un mercado creía que se trataba de un resto de planta.)

Barbas y bárbulas
de las plumas
del fósil de Birmania
El estudio, dado a conocer el pasado 8 de diciembre y publicado en la revista Current biology por el equipo encabezado por los investigadores Lida Xing, de la Universidad China de Geociencias, y Ryan McKellar, de la Universidad de Regina, en Canadá, llega a varias conclusiones. Una es que el pequeño dinosaurio, probablemente del grupo de los coelurosaurios, no podía volar. Los restos de pigmento indican que su plumaje, si el de todo el cuerpo era igual al de la cola, quizá era café en la parte superior y blancuzco en la inferior. Pero lo más importante, al menos los estudiosos de la evolución, es que probablemente en el desarrollo de las plumas primero aparecieron barbas con bárbulas (como las del plumón) que luego se fusionaron para dar origen a la raquis rígida que da estructura a las plumas, y no inversamente (primero raquis con barbas desnudas que luego desarrollaron bárbulas).

Seguramente se desatará una fiebre de búsqueda de restos fósiles preservados en ámbar. Quién sabe qué sorpresas nos pueda ofrecer esta nueva fuente de información sobre los seres vivos que nos antecedieron en el planeta. Eso sí: la muestra no contiene ADN. El sueño de recrear dinosaurios como los de Parque jurásico sigue siendo ciencia ficción.
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domingo, 13 de noviembre de 2016

El árbol de Darwin evoluciona

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de noviembre de 2016

El árbol evolutivo
original de Darwin
(1837)
Acaba de terminar una semana terrible. Murió otro de los grandes, Leonard Cohen. El pueblo estadounidense demostró que no es capaz de impedir que un loco irresponsable que representa lo peor de la cultura de su país llegue al puesto de mayor poder en el planeta (hoy, increíblemente, Donald J. Trump es el personaje más famoso y más poderoso del planeta, alguien en quien todos en el mundo despertamos pensando, al menos en lo que pasa el shock inicial). Y los mexicanos demostramos que no hemos abandonado nuestras fobias y prejuicios ancestrales, y que podemos ser manipulados por campañas religiosas para discriminar a grupos minoritarios, mientras que nuestros políticos, al sepultar la iniciativa para aprobar a nivel nacional el matrimonio igualitario, demostraron que no gobiernan para beneficiar al país, sino para ganar votos.

La sección de ciencia del New York Times, al día siguiente de la fatídica elección estadounidense, anunció que estaría re-publicando algunos de sus mejores artículos de este año, como apoyo para distraer la mente de sus lectores de negro panorama político.

Eso me da pie para recuperar una fascinante noticia publicada en abril pasado: la construcción de una nueva versión, mucho más detallada, del “árbol de la vida”, que trae algunas grandes sorpresas.

La idea de árbol de la vida, el menos en el sentido moderno, biológico, procede de Charles Darwin, quien en el siglo XIX propuso que las especies de seres vivos evolucionan por un proceso de variación y selección a partir de sus ancestros. Todos los seres vivos estamos relacionados; todos somos parientes, y todos procedemos de un mismo origen evolutivo. Si representamos gráficamente este proceso, poniendo el origen de la vida en la raíz y el avance del tiempo y de la evolución hacia arriba, lo que obtenemos es precisamente un árbol cuyas ramas se bifurcan incesantemente.

Árbol de cinco
reinos de Ernst
Haeckel (1866)
En tiempos de Darwin, cuando se pensaba que el mundo se dividía en tres reinos, mineral, animal y vegetal, la taxonomía –la clasificación de los seres vivos– se guiaba por las características físicas de los distintos organismos. Posteriormente, El avance de la ciencia y el estudio de los microorganismos unicelulares, así como el desarrollo de disciplinas como la citología, microbiología y la bioquímica, hicieron que los  métodos de clasificación incluyeran también las características metabólicas de los organismos (después de todo, todas las bacterias se ven más o menos parecidas: sólo estudiando sus diferencias metabólicas se las podía distinguir). El árbol de la vida se fue complicando.

En el siglo XX se hablaba más bien de filogenia que de taxonomía (aunque ambos términos son casi sinónimos), y la genética y la biología molecular hicieron posible, por primera vez, clasificar a los organismos de acuerdo a la información contenida en sus genes, o bien expresada en la secuencia de aminoácidos que forman sus proteínas (la cual, como se recordará, depende de la información genética). Se popularizó un árbol de la vida dividido en cinco reinos: animal, vegetal, hongos (que no son ni plantas ni animales), protozoarios (organismos microscópicos, casi siempre unicelulares, con núcleo celular) y bacterias, que a diferencia de todos los anteriores, llamados eucariontes, son procariontes: organismos microscópicos unicelulares cuyas células no tienen un núcleo definido.

Árbol filogenético
de tres dominios
de Carl Woese
Pero en 1990, el investigador estadounidense Carl Woese, luego de analizar la información genética del ribosoma –organelo celular responsable de fabricar proteínas, que está presente en todas las células vivas– descubrió que el árbol de la vida en realidad tiene tres grandes ramas, a las que llamó dominios: el que incluye a los cuatro reinos de eucariontes; el de las bacterias, y un dominio nuevo que contiene a otros organismos aparentemente muy similares a éstas, pero que presentan también diferencias tan grandes que ameritaban incluirlas en su propio dominio: las arquea (o archaea en latín, anteriormente clasificadas como “arqueobacterias”).

El siglo XXI nos trajo la era de la genómica: la posibilidad de analizar ya no genes individuales, sino genomas enteros (la totalidad de los genes de un organismo). Y también, gracias a la secuenciación masiva de ADN y su análisis mediante poderosas computadoras, dio paso a la era de la  metagenómica: el análisis simultáneo de múltiples genomas de todos los distintos organismos presentes en una muestra.

Durante años, un grupo internacional de investigadores encabezados por Jillian Banfield, de la Universidad de California en Berkeley, analizaron los genes correspondientes a 16 proteínas de los ribosomas de 1,011 nuevas especies de microorganismos, descubiertas mediante métodos metagenómicos que permiten detectarlos aunque jamás se hayan observado ni cultivado en el laboratorio. Obtuvieron las muestras de ecosistemas tan diversos como la boca de delfines, ventilas hidrotermales submarinas, aguas superficiales, el desierto de Atacama, una pradera y un géiser.

El árbol filogenético
presentado por Jill Banfield
 en 2016. Nótese la gran
rama (morado) de la
radiación de
candidatos a phylum.
Luego, usando 3 mil 800 horas (más de cinco meses) de tiempo de una supercomputadora, compararon esos genomas con los de otras 2,072 especies de organismos ya conocidos, pertenecientes a todas las ramas del árbol de la vida, y construyeron un nuevo árbol filogenético que muestra, de manera más detallada que nunca antes, las relaciones evolutivas entre los seres vivos. Sus resultados se publicaron en la revista Nature Microbiology.

Dos cosas destacan en este bello árbol. Una es la cantidad inmensa de microorganismos, tanto bacterias como arquea, cuya existencia desconocíamos: resulta que la mayor parte de las especies vivas forman parte de la “materia oscura microbiana” que sólo detectamos por su ADN. Otra es una gran rama dentro del dominio de las bacterias –llamada “radiación de candidatos a phylum” (candidate phyla radiation; los phylum son un nivel de clasificación biológica intermedio entre reino y clase)– constituida por organismos jamás cultivados pero cuyo metabolismo, según se puede deducir de su ADN, es enormemente simple, al grado de que carecen de algunas funciones biológicas básicas. Se especula que pueden ser representantes de especies muy antiguas, o bien que se han adaptado para sobrevivir en simbiosis.

¿Y nosotros? Los animales, junto con todos los demás organismos eucariontes, quedamos en una rama ínfima derivada del dominio de las arquea.

La nueva y detallada imagen del árbol de la vida no sólo es fascinante: también inspira humildad. A Darwin le habría encantado. Pero quizá también nos da un sentido de perspectiva: frente a la inmensidad de la evolución biológica, la subida al poder de un desquiciado, y otras injusticias de la vida, se ven un poquito –sólo un poquito– menos amenazadoras.


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