Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017
A. Oparin y JBS Haldane |
Pero recordemos que las ciencias surgieron, históricamente, a partir de las reflexiones filosóficas, y usan el mismo tipo de pensamiento racional, basado en la lógica y el examen crítico y colectivo de las ideas. Las ciencias naturales restringieron su campo de estudio a aquello que forma parte del universo físico, y utilizan como evidencia válida sólo aquello que puede comprobarse de manera objetiva (o al menos, lo menos subjetiva posible), y dejaron los temas metafísicos y el razonamiento puro, no basado en evidencia física, a los filósofos. Pero muchas preguntas que hoy son abordadas –y en muchos casos respondidas– por las ciencias naturales, son en realidad preguntas filosóficas.
El origen de la vida es una de ellas. Y aunque sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva, los avances que se han hecho para contestarla, basados en la química, a partir de las propuestas originales del ruso Aleksandr Oparin y el inglés J. B. S. Haldane en los años 20, han sido tremendos. Hoy sabemos cada vez con mayor certeza que hay un camino posible, el cual cada vez conocemos mejor, que puede llevar, dadas las condiciones adecuadas, de la materia inanimada a la vida microscópica. (Por su parte, la teoría darwiniana de la evolución explica ya muy adecuadamente cómo la vida microscópica puede dar lugar, a su vez, a vida multicelular e incluso a vida inteligente y consciente.)
Pero, ¿qué tan difícil, o qué tan probable, es que la vida aparezca, por estos procesos de “síntesis abiótica”, en un planeta que presente las condiciones necesarias? En otras palabras, ¿es la vida en la Tierra un fenómeno raro, incluso quizá único, en el cosmos, o es al contrario algo que ocurre fácilmente? La respuesta a esta pregunta nos contestaría asimismo otra antigua cuestión filosófica: ¿estamos solos en el universo?
En 1961 el radioastrónomo estadounidense Frank Drake propuso una ecuación que permitía estimar el número de posibles planetas habitados (e incluso el de planetas con civilizaciones tecnológicamente avanzadas). Para ello, tomaba en cuenta, entre otras cosas, el número de estrellas en el cosmos, y la probabilidad de que existieran otros planetas girando alrededor de algunas de ellas (en esa época no se conocía ninguno, aunque desde el siglo XVI el filósofo italiano Giordano Bruno había propuesto la existencia de otros mundos habitados, idea que lo llevó a ser quemado en la hoguera de la Inquisición). Drake tomaba también en cuenta la probabilidad de que un planeta fuera sólido y del tamaño adecuado, y que estuviera en la “zona de Ricitos de Oro”, ni tan cerca ni tan lejos de la estrella como para ser tan caliente o frío que no pudiera contener agua líquida (que hasta donde sabemos, es indispensable para el surgimiento de la vida). Y, por supuesto, la pregunta que nos ocupa: la probabilidad de que, en un planeta así, la vida efectivamente aparezca.
A lo largo de los más de 50 años que han pasado desde que Drake propuso su ecuación, los astrofísicos y astrobiólogos han ido acumulando datos cada vez más certeros para calcular tales probabilidades. Hoy sabemos que hay abundancia de estrellas con planetas, muchos de los cuales tienen condiciones similares a las de la Tierra (el pasado 22 de Febrero, la NASA anunció el descubrimiento de siete de estos planetas alrededor de la estrella Trappist-1, situada a 40 años luz de nosotros).
¿Qué tan fácil es, entonces, que la vida surja en un planeta propicio? Una manera de estimarlo es averiguar cuánto tardó en aparecer en nuestro planeta. Actualmente se calcula, con base en métodos que toman en cuenta la abundancia relativa de distintos isótopos radiactivos, que la edad de la Tierra es de unos 4 mil 500 millones de años. Y, hasta hace poco, los fósiles más antiguos conocidos –microfósiles, en realidad, pues corresponden a microorganismos unicelulares, que fueron los primeros organismos existentes– tenían unos 3 mil 500 millones de años. La vida, entonces, parecería haber surgido de manera relativamente rápida: la Tierra habría albergado vida durante tres cuartas partes de su existencia.
Microfósiles de tubos de hematita del cinturón de Nuvvuagittuq |
El problema de detectar microfósiles tan antiguos es enorme, pues la corteza terrestre está en constante cambio y muchas de las rocas que la forman no son “originales” (rocas ígneas, formadas a partir de lava solidificada), sino que han pasado por distintos procesos de “reciclado” (son rocas metamórficas). Pero los investigadores examinaron algunas de las rocas ígneas más antiguas que existen, que se hallan en el llamado cinturón de rocas verdes de Nuvvuagittuq, en Quebec, Canadá.
Lo que hallaron, mediante análisis microscópicos, geológicos y químicos increíblemente detallados, son diminutas estructuras en forma de tubo similares a las producidas por bacterias actuales que oxidan hierro y que viven en las ventilas hidrotermales del fondo del mar, sitios donde se piensa que pudo surgir la vida.
El hallazo de Nuvvuagittuq, si se confirma, adelanta sensiblemente la aparición de la vida en la Tierra, que podría haber aparecido cuando sólo había transcurrido el primer 5% de la historia terrestre. Cada vez parece más probable la hipótesis de que, dadas las condiciones necesarias, la vida emerge de manera casi automática.
En consecuencia, la probabilidad hallar vida en otros mundos como los hallados alrededor de Trappist-1, al menos en forma de microorganismos, aumenta conforme más investigamos. Lo más probable es que no estemos solos.
La ciencia, en su avance, va contestando antiguas preguntas filosóficas. Afortunadamente, siempre habrá muchas más que investigar, como las de qué deberemos hacer cuando confirmemos que existe vida en otros mundos, y si tenemos derecho a colonizarlos.
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