martes, 30 de septiembre de 2003

Los prejuicios del Prozac presidencial

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 30 de septiembre de 2003

La semana pasada, un periodista tuvo la osadía de preguntarle al presidente Vicente Fox, durante una entrevista, si tomaba Prozac. Fox lo negó en forma cortante. Como resultado, afirma el periodista, la duración de su entrevista se vio notoriamente reducida.

¿Por qué tendría que resultar ofensivo preguntarle al presidente si toma Prozac? Creo que la respuesta tiene que ver con prejuicios similares a los que se tienen respecto a las drogas.

Tanto el Prozac como las drogas son sustancias químicas que afectan el comportamiento humano. De hecho, el diccionario de la Real Academia define droga como una “sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno”. Visto así, el Prozac podría considerarse también una droga.

Hay, sin embargo, drogas y drogas. No son lo mismo la mariguana, cocaína o heroína que se mete “un despreciable drogadicto” (dirían las buenas conciencias), drogas debidamente prohibidas y penadas por la ley, que el respetable fármaco, recetado por un respetable médico, que nos vende (muchas veces a precio de oro) una respetable compañía transnacional, y que le sirve a un no menos respetable paciente para conservar o recuperar su salud. Aunque en inglés se les llame drugs a los medicamentos, en español el vocablo se reserva generalmente para las sustancias prohibidas.

¿Por qué, a diferencia de los fármacos, se considera malas a las drogas?

Siendo prácticos, quizá porque alteran el comportamiento en forma dañina para el usuario o para quienes lo rodean (argumentos comúnmente utilizados en contra de mariguana, cocaína, heroína, éxtasis y demás peligrosas golosinas). Sin embargo, lo mismo podría decirse del alcohol, droga perfectamente legal, que causa muchas más muertes que cualquier enfermedad de las consideradas graves. O del tabaco, consumido por su contenido de nicotina, y que es la principal causa de uno de los cánceres más frecuentes en el mundo, el pulmonar. (La cafeína, por el momento, no parece causar daños más graves que ocasionar que algunas personas nos pongamos insoportables y hagamos tonterías. Es sin embargo, tan droga como la cocaína: altera nuestro funcionamiento y hay adictos que no pueden funcionar sin ella.)

Desde un punto de vista más bien moral, quizá lo malo de las drogas es que “alteran” nuestra mente (es decir, que interfieren con su funcionamiento normal), haciéndonos percibir, pensar o sentir en forma distinta a como lo haríamos en su ausencia. Pero lo mismo precisamente se puede decir de fármacos como el propio Prozac (o de tantos antidepresivos, ansiolíticos, narcóticos y demás menjurjes autorizados por receta).

¿Por qué el Prozac es útil y respetado, y la cocaína es odiada e ilegal? Las razones, como hemos visto, son confusas (el argumento de la adicción es importante, pero muchos fármacos presentan también, en alguna medida, ese problema). La verdadera respuesta, creo, tiene más que ver con prejuicios fundados en convenciones sociales que en argumentos sólidos, y son más propios para ser analizados por un sociólogo.

Paradójicamente, en el caso del presidente Fox (para volver a nuestro tema inicial) pareciera que es vergonzoso tomar un fármaco perfectamente legal y útil. La implicación es que, si el presidente toma Prozac, esto significaría que padece de la condición por la que normalmente se receta este fármaco: depresión. ¿Qué tendría esto de malo? Mucho, si uno parte de la idea de que el presidente de la república debería ser una persona mentalmente sana y capaz de afrontar los problemas del cargo sin sentirse agobiado.

Desgraciadamente, esta visión presupone que lo normal es que un presidente no se deprima nunca, y, por si fuera poco, que tomar un medicamento para combatir esa condición es también malo. (¡A algunas personas no se les puede dar gusto!, diría mi abuelita.)

La cosa cambia si uno considera la depresión como una consecuencia lógica de los empleos que generan gran estrés, y al uso del medicamento como una forma de resolver dicho problema. ¿Sería malo que el presidente aceptara ser, digamos miope (en el sentido óptico del término; no estoy siendo irónico) y por ello usara lentes? No, porque no hay un prejuicio contra la miopía. Los desajustes psicológicos, en cambio, son rechazados por la sociedad, aun cuando todos nosotros presentemos alguno, al menos de vez en cuando.

Pero mi punto no es defender a Fox ni al Prozac. Es destacar que, debajo de toda este tipo de incidentes (en los que por cierto no está ausente la mala fe; ¿por qué no se le pregunta lo mismo al presidente Bush, por ejemplo?) se hallan prejuicios como el de que enfermarse es vergonzoso o que la mente es una especie de templo intocable (o un alma inmaterial) al que no debemos mancillar con ninguna despreciable sustancia química (pero al que se vale meterle drogas siempre que queramos pasárnosla bien).

Y las cosas no son tan simples. La mente es resultado del funcionamiento de un cerebro que está formado en su totalidad por sustancias químicas, y por ello es muy natural que sea influida por ellas. Utilizar esto para mejorar nuestro desempeño cuando sea necesario no debería ser vergonzoso, aunque sí debería hacerse bajo estricta supervisión profesional. Lo demás es quimiofobia.

miércoles, 24 de septiembre de 2003

Medicina científica

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 24 de septiembre de 2003

Afuera de una de las tiendas naturistas del gurú Chaya Michán está escrito lo que supongo es su lema: “Curar sin dañar”. La frase llamó mi atención por su mensaje oculto.

En efecto: si la medicina naturista cura sin dañar, podría pensarse, por implicación, que la otra medicina, la de los doctores de bata blanca y estetoscopio, sí causa daño.

El juramento hipocrático incluye como primera obligación del médico evitar el daño a sus pacientes (primum, non nocere). Aun así, hay quien piensa que la medicina “no naturista” no sólo no cura, sino que es nociva.

Creo que la realidad es muy distinta: a pesar del innegable valor que tienen las llamadas “medicinas alternativas” (al menos algunas), la eficacia de la medicina “normal” es generalmente muy superior. Las razones son simples: se basa en el método científico, que a su vez es un refinamiento del pensamiento racional que busca explicaciones comprobables a los fenómenos. Para buscar causas y soluciones de un problema de salud, los médicos realizan observaciones y experimentos controlados para decidir cuáles de las hipótesis plausibles es la más acertada. De ahí su éxito en un alto porcentaje de los casos.

Desde luego, esto no quiere decir que la medicina científica (su nombre más adecuado; adjetivos como “alópata” son usados sólo por los homeópatas) sea infalible: hay casos de error, y enfermedades ante las que poco puede hacer aún el médico mejor entrenado. Y hay también casos en que las medicinas alternativas han cosechado grandes éxitos, que normalmente han sido luego incorporados dentro del acervo de la medicina científica, con la ventaja de que además reciben una explicación dentro del paradigma biomédico en que se basa ésta.

Un buen ejemplo de la efectividad del enfoque biomédico lo encontré en las cifras del informe sobre el cáncer para 2003 de la Organización Mundial de la Salud (Reforma, 3 de mayo), que incluye datos del año 2000. Reportaba a nivel mundial las tasas de incidencia (personas que enferman) y mortalidad (muertes) por distintos tipos de cáncer, divididos en hombres y mujeres.

Para el cáncer de pulmón (por mucho el más común, excepto por el cáncer de mama), la incidencia en hombres era de 901 mil casos, y la mortalidad de 810 mil (es decir, un 90% de los hombres que enferman de cáncer de pulmón, mueren). Para las mujeres, la incidencia era de 337 mil y la mortalidad de 292 mil (87% de mortalidad).

El diagnóstico para el cáncer de pulmón, por tanto, es desalentador (por eso, queridos lectores fumadores, vale la pena dejar el hábito). Pero veamos el caso del cáncer de mama (para mujeres, obviamente). Aquí la incidencia es de un aterrador millón 500 mil casos, pero la mortalidad es de 372 mil: sólo el 25% de las mujeres que enferman muere. Una enferma tiene 3 oportunidades en 4 de curarse. Un dato bastante esperanzador, a mi parecer, sobre todo si lo comparamos con la única oportunidad entre 10 que tiene un varón con cáncer de pulmón.

Existen otros casos igual de interesantes. Entre los de mayor incidencia, el cáncer colorrectal tiene una mortalidad de 51% en varones y 53% en damas; el de estómago, de 73% en hombres y 76% en mujeres. La mortalidad del cáncer de próstata es de sólo 38%. La del de cuello uterino, de 50%. El cáncer de hígado es el caso más desolador: su porcentaje de mortalidad es de 96% para hombres y 99% para mujeres. La ciencia médica no puede hacer casi nada frente al cáncer hepático.

El 38% de los varones que padecen cáncer de vejiga muere, así como el 43% de las mujeres. Finalmente, el cáncer de riñón –uno de los últimos en la lista, pues “sólo” afectó a 118 mil varones y 70 mil mujeres en el 2000– tiene una mortalidad de, respectivamente, 47 y 49 por ciento.

A pesar de lo triste de estas cifras –muerte y enfermedad son los dos acontecimientos que más violentamente nos enfrentan con nuestra fragilidad como seres humanos–, yo creo ver en ellas cierto margen para el optimismo. Aunque si uno enferma de cáncer de hígado o pulmón el pronóstico es bastante fúnebre, la moderna medicina científica puede ofrecer posibilidades de al menos 1 en 2 de salvarse para la mayoría de los otros.

Y hay que notar que la mortalidad de los frecuentísimos cánceres de próstata y mama se ha logrado reducir a 38% y 25%. Sin duda, esto es resultado de la investigación científica, que ha llevado a establecer medidas efectivas de diagnóstico (por más que las mujeres se quejen de lo molesto de la mamografía y que Jorge Ibargüengoitia haya escrito uno de sus cuentos más divertidos para desacreditar el examen prostático), así como terapias efectivas para atacar al mal una vez detectado. Difícilmente se encontrará tal eficacia (ni datos tan precisos) en las medicinas alternativas, sobre todo frente a enfermedades tan graves.

Más allá de prejuicios, los datos muestran que la medicina científica es indudablemente nuestra mejor aliada en la lucha por la salud. Lo cual no quiere decir no podamos aprender de las “otras” medicinas, pero siempre utilizando el pensamiento racional.

martes, 16 de septiembre de 2003

Diseño inteligente

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 16 de septiembre de 2003

Quizá alguna vez haya oído usted decir que las grandes obras arquitectónicas de la humanidad, como las pirámides de Egipto (o las de Teotihuacán), no pudieron haber sido construidas por humanos. “Evidentemente” requirieron de una tecnología superior: la de los extraterrestres.

Aunque estos mitos parecen inútiles, son muy populares. Al grado de que actualmente ya no sólo las hazañas del pasado remoto, sino incluso las del reciente (como la llegada del hombre a la luna) se atribuyen a la tecnología extraterrestre. En el caso de la astronáutica, a la obtenida del supuesto ovni que el gobierno estadounidense tiene oculto en la base aérea de Roswell, Nuevo México.

No suelo ser paranoico ni creo en teorías de conspiración, pero me da la impresión de que esta insistencia en no creer que los humanos hayamos sido capaces de lograr las hazañas tecnológicas mencionadas tiene el único fin de bajar nuestra autoestima como especie (¿no será un plan de los extraterrestres?). Curiosamente, se parece mucho a lo que sucede con quienes se esfuerzan por encontrar explicaciones, a cual más complicadas, para un maravilloso fenómeno que tiene ya una explicación totalmente satisfactoria y mucho más plausible: la evolución de los seres vivos.

La explicación estándar, aceptada por la generalidad de los científicos, la dio Charles Darwin en su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural. Afirma que el ambiente, a partir de las ligeras diferencias que existen entre los miembros de una especie, “selecciona” a quienes están mejor adaptados (gracias a que los mejor adaptados sobreviven más y dejan más descendencia, que heredará sus características ventajosas). Esto produce una cadena interminable de mayor adaptación al ambiente que da origen a estructuras tan sorprendentes como el ojo humano o el vuelo de las aves, por mencionar dos ejemplos trillados.

Las adaptaciones de los seres vivos, producidos por este proceso azaroso, son tan asombrosas que casi parecen haber sido diseñadas expresamente. A finales del siglo XIX y principios del XX, los opositores del darwinismo solían proponer “teorías” simples como la de que en realidad fue un ser divino quien simplemente creó a todos los seres vivos, junto con sus maravillosas adaptaciones. Aunque esta explicación es aparentemente más sencilla que la darwiniana, requiere de un elemento mucho más difícil de comprobar: la existencia de un ser todopoderoso y eterno. Darwin explica la evolución con elementos mucho más mundanos y creíbles.

Las ideas de este tipo, conocidas como “creacionismo”, siguen teniendo seguidores, e incluso de vez en cuando logran victorias pasajeras como, por ejemplo, que en algún sitio de los Estados Unidos se obligue a enseñar la creación divina junto con el darwinismo. Pero en general su credibilidad está a la baja.

Una de las razones es que, bien analizadas, las adaptaciones biológicas muestran huellas de haber sido diseñadas no por una inteligencia superior, sino por un proceso ciego. El ojo humano, por ejemplo, tiene los nervios por la parte delantera de la retina, lo que la hace propensa a desprendimientos y estorba la visión (el ojo del pulpo es un mejor diseño a este respecto). Y nuestra garganta no nos permite tragar agua y respirar al mismo tiempo, como sí pueden hacerlo los caballos. (Por esto el “casi” de más arriba.)

Sin embargo, no faltan quienes insisten en defender la necesidad de un “ingeniero”. La versión más moderna es la llamada “teoría del diseño inteligente”, que afirma que en las células existen estructuras de nivel molecular que sólo pudieron ser diseñadas por alguien, no ser producto de una evolución azarosa.

Entre los ejemplos más socorridos de este tipo de estructuras está el flagelo de las bacterias, una especie de látigo giratorio que les sirve a estos microorganismos como motor para nadar.

En la base del flagelo bacteriano se encuentra uno de los dos únicos ejemplos de rueda giratoria libre en la naturaleza (el otro es una estructura microscópica involucrada en la generación de energía en las células). La complejidad de este micromotor es tal que el bioquímico Michael Behe, promotor del “diseño inteligente”, postula que se trata de una “complejidad irreducible”. En otras palabras, que si se altera cualquier componente del flagelo, éste dejaría de funcionar. Behe argumenta, en su libro La caja negra de Darwin, que debido a esto el flagelo no pudo haber evolucionado: tuvo que haber sido diseñado.

Desde luego, los biólogos evolucionistas no están de acuerdo. Existen amplias pruebas de la evolución del flagelo (que, como toda evolución biológica, fue un proceso paulatino). Pero argumentos como el de Behe suenan muy bien para quienes se sienten inquietos por la visión darwinista.

Quizá para algunos resulta más sencillo pensar que hay un responsable del mundo, alguien que nos diseñó y nos dio un propósito. La alternativa que nos ofrece la ciencia tiene la desventaja de obligarnos a tomar en nuestras manos la responsabilidad de nuestra existencia. Desgraciadamente, parece que es la alternativa más plausible.

Para los científicos e ingenieros es mucho más maravilloso entender cómo el ingenio humano o la ciega selección natural pudieron alcanzar sus logros que conformarse con pensar que todo es simplemente producto de la inteligencia de “seres superiores”.

martes, 9 de septiembre de 2003

Una idea brillante

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de septiembre de 2003

Como muchos científicos, yo soy ateo. O quizás no ateo, sino sólo agnóstico (no me consta que dios no exista; es sólo que no creo en su existencia).

No es que se necesite ser ateo o agnóstico para ser científico. Muchos son profundamente religiosos, e incluso hay algunos que son sacerdotes, sin que esto estorbe su labor en la ciencia. Después de todo, dice el sentido común, religión y ciencia son esferas con campos de acción bien delimitados, por lo que no tendrían por qué oponerse: al césar lo que es del césar y a dios lo que es de dios.

Pero de vez en cuando surgen polémicas en las que los valores religiosos y los basados en la ciencia se enfrentan. Recientemente en las noticias reapareció justo un caso de este tipo: el de la desafortunada Paulina Ramírez Jacinto, la chica bajacaliforniana que, hace cuatro años, fue violada a los 13 años y cuyo caso saltó a los titulares porque funcionarios del gobierno de Baja California le negaron el derecho legal que tenía a abortar y la obligaron a seguir adelante con su embarazo. Llegaron incluso a llevarla con un sacerdote para que la convenciera de no abortar y, en palabras de Mariana Winocur, del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), permitieron que miembros del grupo Pro Vida, haciéndose pasar por funcionarios del DIF, “la obligaran a ver El grito silencioso, un video burdo y falaz contra la práctica del aborto”.

Hoy Paulina ha cumplido 18 años, y tiene un saludable hijo, Isaac. Ha reaparecido en primera plana porque las promesas del gobierno, ante la injusticia que sufrió, no se han cumplido. Los funcionarios que le negaron el aborto no han sido castigados; los ofrecimientos del gobierno para apoyar a la joven madre y su hijo no se han cumplido a cabalidad. “Ahora que soy mayor de edad voy a seguir luchando por mis derechos”, dijo Paulina, citada en un boletín del GIRE. Su intención es que a otras mujeres no les pase lo que le pasó a ella.

El debate sobre el aborto siempre es polémico. En otros países los antiabortistas llegan a incendiar clínicas y agredir al personal. En México no hemos llegado a eso, pero la opinión de estos grupos ya se ha expresado en los medios (una columnista católica en el diario Reforma, por ejemplo, publicó recientemente un texto titulado “Paulina, ¿cuánto te pagan?”).

La posición católica sobre el aborto se basa en la creencia de que todo embrión, desde el momento mismo de la concepción, es ya un ser humano, pues posee un alma inmortal. La posición científica no cree en el alma, y postula que entre la concepción y el momento en que un embrión puede considerarse humano hay una etapa (digamos, hasta antes de que se desarrolle el sistema nervioso, base de la conciencia) en que es factible recurrir al aborto en caso necesario sin que se considere un asesinato.

La cuestión se podría discutir y llegar a acuerdos viables si no fuera porque los católicos se niegan a considerar siquiera el tema: su visión es dogmática y como tal no admite negociación.

Éste es sólo un ejemplo de la excesiva influencia que el pensamiento religioso (y otros tipos de creencias en lo sobrenatural) está teniendo en la vida pública. Con el fin, entre otras cosas, de combatir esta influencia, recientemente surgió en los Estados Unidos un movimiento para reivindicar la posición de quienes no creen en fenómenos que salen de la esfera de lo natural (es decir, que excluye lo sobrenatural, incluyendo brujas, duendes, ángeles y divinidades). La idea es agrupar a quienes piensan así alrededor de una identidad para luchar por su derecho a hablar en voz alta y ser escuchados por políticos y medios de comunicación. Hoy un político no puede ser elegido si no cuenta con la simpatía de grupos importantes como los católicos, los indígenas o los industriales (hasta minorías tan discriminadas como los gays son ya tomados en cuenta por políticos como una fuerza electoral importante).

Para ello se ha propuesto dotar a los no creyentes de un nombre sencillo y atractivo. Se eligió la palabra bright (brillante, inteligente), utilizada no como adjetivo, sino como sustantivo. “Un bright es una persona cuya cosmovisión es naturalista: libre de elementos sobrenaturales o místicos. Los brights basan su ética y acciones en una cosmovisión naturalista”, define Paul Geisert, uno de los fundadores del movimiento bright.

Suena extraño, lo reconozco. Pero igual sonaba, por ejemplo, la palabra gay, que hoy se ha convertido en símbolo de una identidad y una lucha que se reconoce como válida y positiva. Personalidades del mundo de la ciencia como el biólogo Richard Dawkins y el filósofo Daniel Dennett se han convertido en activistas del movimiento bright.

Ante casos como el de Paulina y debates como el derecho al aborto (en los caso que así lo justifique el bienestar de la madre), la idea de ser parte del movimiento bright y luchar por el derecho a una visión naturalista del mundo me parece muy atractiva. Me declaro, pues, bright, y lo invito a usted, si desea unirse al movimiento, a visitar la página http://www.the-brights.net, a que por lo pronto existe sólo en inglés.

martes, 2 de septiembre de 2003

Marte y la desilusión mediática

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 2 de septiembre de 2003

Cualquiera diría que los medios de comunicación en México estaban suficientemente avanzados como para que esto no sucediera, pero el pasado martes 26 de agosto pudimos ver la triste realidad. Hicimos el ridículo; me pregunto qué pensaría un periodista extranjero que hubiera visto los titulares de ese día.

No; no me estoy refiriendo a Lucerito, sino al titular que, por el acercamiento de Marte, apareció en el diario Crónica ¡en primera plana! “Nacerán bebés agresivos al acercarse Marte esta noche”, rezaba el texto, y añadía: “Las niñas serán sensibles y ordenadas; los niños tendrán toda la pinta para ser unos sátiros como Napoleón, según una astróloga”.

¿La astrología en primera plana? Así es, créalo o no. Pero eso es sólo el principio. En la página 31, en la sección de ciencias (sí; ¡de ciencias!) el encabezado era el mismo: “Serán agresivos bebés que nazcan durante el acercamiento de Marte”. Se añadía que una tal Aura Alvarado, presentada como “una de las astrólogas más respetadas de México” (por quienes respetan a los astrólogos, supongo), recomendaba que las embarazadas “deben atarse un listón rojo con siete llaves de bronce en su vientre, pues éstas simbolizan los siete días de la semana y el metal protegerá la energía negativa” (si usted puede, disparates aparte, hallar alguna lógica en la frase anterior, por favor explíqueme).

El reportaje también presenta las declaraciones de dos astrónomos, José de la Herrán (quien recién recibió el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia) y Julieta Fierro. Ambos hacen interesantes comentarios sobre el acercamiento de Marte (de la Herrán incluso comenta que “muchas veces los astrólogos se aprovechan de estos fenómenos y algunos van mucho más allá al asegurar el advenimiento del fin del mundo, pero eso es pura fantasía”). Quizá las autoras del reportaje incluyeron las opiniones de estos dos expertos en un esfuerzo por dar una visión balanceada. Como tengo el privilegio de ser amigo de de la Herrán y de Julieta, les pregunté si les habían advertido que se presentaría como nota principal las disparatadas opiniones de los astrólogos. Ambos lo ignoraban; de haberlo sabido, estoy seguro que habrían sido más enfáticos en negar la validez de tales ideas.

Un lector sensato podría preguntar cuál es el problema. ¿Por qué rasgarse las vestiduras? Hay varias razones. En primer lugar, la astrología podrá ser muy interesante, muy antigua, tener muchos partidarios y generar un respetable ingreso para quienes cobran por ejercerla. Pero no es una ciencia.

No puede serlo porque parte de supuestos no científicos, como el de que los astros ejercen alguna influencia “espiritual” sobre nuestros destinos. Mezcla la simbología de los antiguos dioses griegos, en cuyo honor se nombraron planetas y constelaciones, con la supuesta influencia de éstos sobre nuestras vidas (Marte, por ejemplo, era el dios de la guerra, lo que explica su influencia en el carácter de los bebés).

Otra razón es que este tipo de explicaciones sirve para todo (o lo que es lo mismo, no explican nada; son un fraude). Otro astrólogo, entrevistado en la radio (en todas partes se cuecen habas), declaró que “evidentemente” el acercamiento de Marte ¡había causado el apagón del jueves 21 en Nueva York! La “explicación” era que Marte representa la energía, y el apagón había sido causado por una sobrecarga eléctrica, un exceso de energía. Como se ve, la lógica de las explicaciones astrológicas no es precisamente rigurosa.

Si nos olvidamos de factores místicos, quizá la cercanía de Marte podría tener alguna influencia en las vidas de quienes habitamos en la tierra debido a su gravedad. Después de todo, la luna ocasiona mareas dos veces al día. Pero no: si se hacen los cálculos (que agradezco a Sergio de Régules, compañero columnista de Milenio, cuya habilidad en tales menesteres supera con mucho la mía), se descubre que la fuerza que ejerció el planeta rojo sobre una persona promedio era equivalente a una diezmilésima de un gramo (la que ejerce un automóvil a un metro de distancia es cinco veces mayor, y nadie se preocupa de que la gravedad de un coche altere nuestro destino).

Entrevistar astrólogos en la sección de ciencia de un diario es otorgarles una credibilidad que están lejos de merecer. Es demostrar (como lo hizo otro locutor de radio) que hay periodistas incapaces de reconocer la diferencia entre astrología y astronomía. Es confundir fuentes confiables con charlatanería; darle al lector gato por liebre. Nadie se opone a que los astrólogos tengan su espacio (aunque hay formas más útiles de perder el tiempo), pero ese espacio no puede ser uno de los pocos que está reservado para la ciencia.

La triste experiencia de la semana pasada demuestra varias cosas: que el pensamiento científico no sólo se difunde poco, sino que pierde terreno frente a supercherías. Que hay periodistas que cubren la fuente de ciencia sin contar con una elemental cultura científica. Y que los divulgadores científicos tenemos que esforzarnos más, mucho más.

Mientras lo hacemos, si quiere, disfrute usted leyendo su horóscopo, pero por favor, ¡no se lo crea!