Milenio Diario, 16 de septiembre de 2003
Quizá alguna vez haya oído usted decir que las grandes obras arquitectónicas de la humanidad, como las pirámides de Egipto (o las de Teotihuacán), no pudieron haber sido construidas por humanos. “Evidentemente” requirieron de una tecnología superior: la de los extraterrestres.
Aunque estos mitos parecen inútiles, son muy populares. Al grado de que actualmente ya no sólo las hazañas del pasado remoto, sino incluso las del reciente (como la llegada del hombre a la luna) se atribuyen a la tecnología extraterrestre. En el caso de la astronáutica, a la obtenida del supuesto ovni que el gobierno estadounidense tiene oculto en la base aérea de Roswell, Nuevo México.
No suelo ser paranoico ni creo en teorías de conspiración, pero me da la impresión de que esta insistencia en no creer que los humanos hayamos sido capaces de lograr las hazañas tecnológicas mencionadas tiene el único fin de bajar nuestra autoestima como especie (¿no será un plan de los extraterrestres?). Curiosamente, se parece mucho a lo que sucede con quienes se esfuerzan por encontrar explicaciones, a cual más complicadas, para un maravilloso fenómeno que tiene ya una explicación totalmente satisfactoria y mucho más plausible: la evolución de los seres vivos.
La explicación estándar, aceptada por la generalidad de los científicos, la dio Charles Darwin en su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural. Afirma que el ambiente, a partir de las ligeras diferencias que existen entre los miembros de una especie, “selecciona” a quienes están mejor adaptados (gracias a que los mejor adaptados sobreviven más y dejan más descendencia, que heredará sus características ventajosas). Esto produce una cadena interminable de mayor adaptación al ambiente que da origen a estructuras tan sorprendentes como el ojo humano o el vuelo de las aves, por mencionar dos ejemplos trillados.
Las adaptaciones de los seres vivos, producidos por este proceso azaroso, son tan asombrosas que casi parecen haber sido diseñadas expresamente. A finales del siglo XIX y principios del XX, los opositores del darwinismo solían proponer “teorías” simples como la de que en realidad fue un ser divino quien simplemente creó a todos los seres vivos, junto con sus maravillosas adaptaciones. Aunque esta explicación es aparentemente más sencilla que la darwiniana, requiere de un elemento mucho más difícil de comprobar: la existencia de un ser todopoderoso y eterno. Darwin explica la evolución con elementos mucho más mundanos y creíbles.
Las ideas de este tipo, conocidas como “creacionismo”, siguen teniendo seguidores, e incluso de vez en cuando logran victorias pasajeras como, por ejemplo, que en algún sitio de los Estados Unidos se obligue a enseñar la creación divina junto con el darwinismo. Pero en general su credibilidad está a la baja.
Una de las razones es que, bien analizadas, las adaptaciones biológicas muestran huellas de haber sido diseñadas no por una inteligencia superior, sino por un proceso ciego. El ojo humano, por ejemplo, tiene los nervios por la parte delantera de la retina, lo que la hace propensa a desprendimientos y estorba la visión (el ojo del pulpo es un mejor diseño a este respecto). Y nuestra garganta no nos permite tragar agua y respirar al mismo tiempo, como sí pueden hacerlo los caballos. (Por esto el “casi” de más arriba.)
Sin embargo, no faltan quienes insisten en defender la necesidad de un “ingeniero”. La versión más moderna es la llamada “teoría del diseño inteligente”, que afirma que en las células existen estructuras de nivel molecular que sólo pudieron ser diseñadas por alguien, no ser producto de una evolución azarosa.
Entre los ejemplos más socorridos de este tipo de estructuras está el flagelo de las bacterias, una especie de látigo giratorio que les sirve a estos microorganismos como motor para nadar.
En la base del flagelo bacteriano se encuentra uno de los dos únicos ejemplos de rueda giratoria libre en la naturaleza (el otro es una estructura microscópica involucrada en la generación de energía en las células). La complejidad de este micromotor es tal que el bioquímico Michael Behe, promotor del “diseño inteligente”, postula que se trata de una “complejidad irreducible”. En otras palabras, que si se altera cualquier componente del flagelo, éste dejaría de funcionar. Behe argumenta, en su libro La caja negra de Darwin, que debido a esto el flagelo no pudo haber evolucionado: tuvo que haber sido diseñado.
Desde luego, los biólogos evolucionistas no están de acuerdo. Existen amplias pruebas de la evolución del flagelo (que, como toda evolución biológica, fue un proceso paulatino). Pero argumentos como el de Behe suenan muy bien para quienes se sienten inquietos por la visión darwinista.
Quizá para algunos resulta más sencillo pensar que hay un responsable del mundo, alguien que nos diseñó y nos dio un propósito. La alternativa que nos ofrece la ciencia tiene la desventaja de obligarnos a tomar en nuestras manos la responsabilidad de nuestra existencia. Desgraciadamente, parece que es la alternativa más plausible.
Para los científicos e ingenieros es mucho más maravilloso entender cómo el ingenio humano o la ciega selección natural pudieron alcanzar sus logros que conformarse con pensar que todo es simplemente producto de la inteligencia de “seres superiores”.
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