miércoles, 29 de junio de 2016

Una historia escamosa

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de junio de 2016

Placodas en embriones de lagarto,
cocodrilo y serpiente
El trabajo de los científicos es muy similar al de los detectives de las novelas o la televisión. Decirlo es un lugar común, pero no deja de ser cierto.

Una reciente noticia que circuló en diarios y redes es un magnífico ejemplo. Un investigador en Suiza acaba de resolver un viejo enigma: ¿en qué se parecen –evolutivamente hablando– las escamas, las plumas y el pelo?

Para entender por qué es una pregunta interesante, hay que recordar que ya desde tiempos de Aristóteles, hace más de dos mil 300 años, se usaban las características físicas de los seres vivos para clasificarlos, y por tanto entenderlos. Los reptiles tienen escamas; las aves, plumas. El pelo, por su parte, es exclusivo de los mamíferos, como nosotros: de hecho, es su “característica definitoria”.

Para un moderno biólogo evolutivo, sin embargo, no basta con describir y clasificar a los seres vivos: quiere además conocer su historia, de dónde vienen y qué relación tienen con los demás seres vivos. Los biólogos evolutivos son los historiadores de la biología.

Pues bien: gracias a estudios embriológicos, anatómicos y genéticos se sabe que tanto el pelo como las plumas se comienzan a formar durante el desarrollo de los embriones de aves y mamíferos a partir de pequeños puntitos conocidos como placodas: ligeros engrosamientos de la piel que posteriormente darán origen a los folículos plumosos (sí: así se llaman) o pilosos. Pero jamás se habían detectado estas placodas en reptiles. De modo que, a pesar de que pelos y plumas están hechos de la misma proteína –queratina– y de otras similitudes, se pensaba habían evolucionado independientemente de las escamas, cada uno por su lado.

Michel Milinkovitch, de la Universidad de Genova, en Suiza, no estudiaba la relación evolutiva entre pelo, plumas y escamas. Más bien, trataba de entender los factores bioquímicos y genéticos que controlan la formación de escamas en reptiles. Como modelo usaba al llamado “dragón barbado”, del que se han logrado obtener mutantes que nacen sin escamas. Al analizar la causa de esto, halló que se debía a una alteración de un gen específico, llamado EDA (ectodisplasina A).

Con sorpresa, al consultar las bases de datos, halló que EDA ya era conocido por ser un gen indispensable para la formación de las placodas que dan origen a las plumas en aves y al pelo en mamíferos. ¡El mismo gen!

Placodas en mamíferos,
reptiles y aves
Siguiendo esta pista, Milinkovitch logró descubrir que, pese a jamás haberse observado, también en los embriones de reptiles (cocodrilos del Nilo, dragones barbados y serpientes del maíz) se formaban placodas, y que éstas daban origen a las escamas. El problema es que se forman y desaparecen en cuestión de horas, y en sitios irregulares: para observarlas hay que buscar en el lugar y el momento exactos.

Así, un estudio embriológico acabó resolviendo un enigma evolutivo. Indiscutiblemente, reptiles, aves y mamíferos comparten un antepasado común cuyos embriones tenían placodas. Y quizá el hallazgo, publicado el pasado 24 de junio en la revista Science Advances, tenga aplicaciones médicas: el gen EDA está implicado en ciertas alteraciones de la piel humana como la enfermedad llamada displasia ectodérmica hipohidrótica, que provoca falta de pelo y vello y anormalidades en las glándulas sudoríparas, dientes y uñas.

Los científicos son como detectives. Solo que muchas veces no hallan lo que estaban buscando, sino otras cosas inesperadas y quizá más interesantes.

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miércoles, 22 de junio de 2016

La malentendida evolución

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2016

Oikopleura dioica
La evolución por medio de la selección natural –la gran idea de Darwin– es la columna vertebral de la biología, y una de las más poderosas ideas producidas por la mente humana. Y sin embargo, es también una de las peor entendidas por la mayoría de la gente.

Uno de los malentendidos clásicos respecto a la evolución es creer que avanza de manera lineal, como en el típico –e incorrecto– esquema en que un mono se va convirtiendo en humano. Otro es que camina en una dirección definida, hacia el “mejoramiento” de las especies (mayor tamaño, mayor complejidad, organismos más “avanzados”). Lo cierto es que la evolución es un proceso ciego que avanza, como una enredadera, en cualquier dirección hacia donde pueda extenderse, siempre y cuando se cumpla su único requisito: que los organismos sobrevivan.

Otro malentendido es creer que son los organismos individuales quienes evolucionan; error reforzados por caricaturas como Pokémon (cuyo nombre, por cierto, deriva de pocket monsters, o monstruos de bolsillo), donde un mismo animal puede “evolucionar” transformándose en versiones más “avanzadas” de sí mismo. En realidad, quienes evolucionan son los grupos de organismos –las poblaciones–, a lo largo de muchas generaciones.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Barcelona, conformado por Ricard Albalat y Cristian Cañestro, publicaron en el número de julio de la revista Nature reviews una monografía que echa por tierra otro error común acerca de la evolución: que ésta siempre conlleva un aumento en el número de genes de una especie.

Albalat y Cañestro son especialistas en la genética de un pequeño organismo marino llamado Oikopleura dioica, de sólo 3 mm, que sin embargo comparte muchos genes con la especie humana. Oikopleura es interesante, entre otras cosas, porque ha perdido numerosos genes a lo largo de su evolución (por ejemplo, los relacionados con la producción del ácido retinoico, un compuesto que se considera indispensable para el desarrollo embrionario de todo animal). Estudiarlo ayuda a conocer mejor qué genes son indispensables en el humano y cuáles no tanto, y sobre todo a descubrir funciones desconocidas de genes humanos.

Hoy la secuenciación de genomas completos de muchas especies permite hacer detalladas comparaciones, y revela la historia de los cambios, ganancias y pérdidas de genes en los linajes evolutivos. Los investigadores catalanes escribieron su monografía para mostrar que no sólo la aparición de nuevos genes y su cambio a través de mutaciones, sino también su pérdida, puede ser un proceso central en la evolución.

Explican que, para que un gen pueda perderse, su función debe ser opcional, no vital, para el organismo. Esto puede suceder bien porque se ha desarrollado una forma alterna de realizar la misma función, o porque las condiciones del medio en que vive hacen que ésta no sea ya necesaria. Dos ejemplos de pérdida de genes son los parásitos, que dependen en gran medida de las funciones de otro ser vivo para sobrevivir y por tanto pueden soportar la pérdida de órganos o funciones, y la existencia de animales como los peces ciegos de las cavernas, cuyos ojos pudieron desaparecer por resultarles inútiles en la oscuridad en que viven.

Albalat y Cañestro hacen énfasis, sin embargo, en que nada de esto puede interpretarse como que dichas especies se “degeneren” o retrocedan evolutivamente. En biología, evolución significa simplemente cambio para sobrevivir, no mejora ni avance en alguna dirección predeterminada.

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miércoles, 15 de junio de 2016

Genes, memes y odio

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2016

Hace 40 años, en 1976, el biólogo inglés Richard Dawkins, especialista en etología –el estudio de la conducta animal– publicó un libro que revolucionó la manera como se divulga la ciencia y como se entiende la evolución biológica: El gen egoísta.

Tradicionalmente, como lo explicara Darwin, se acepta que las especies evolucionan debido a que en ellas hay individuos diversos, algunos de los cuales tienen características que facilitan su supervivencia y reproducción ante las condiciones de su entorno. Este proceso de “selección natural” es la fuerza que impulsa el proceso evolutivo, y que hace que las especies se vayan adaptando tan exitosamente a los diversos ambientes donde viven y a los cambios que estos ambientes sufren.

Sin embargo, hay adaptaciones evolutivas que no pueden explicarse mediante la selección natural en su formulación clásica: por ejemplo, los comportamientos “altruistas” en animales, como las llamadas de alarma que algunos individuos emiten para advertir al resto del grupo de la presencia de un depredador. Esta conducta favorece la supervivencia del grupo, pero aumenta mucho el riesgo de muerte para el centinela. Si éste muere, no puede heredar dicha conducta a sus descendientes. ¿Cómo podría entonces haber evolucionado el comportamiento altruista de dar la alarma?

En los años 60, varios investigadores desarrollaron una formulación de la selección natural en la que consideraban que eran los genes, no los organismos, las unidades de la evolución; las entidades que son sujeto de la selección natural. Viéndolo así, y tomando en cuenta que compartimos el 50% de nuestros genes con nuestros padres y hermanos, el 25 con nuestros tíos, el 12.5 con nuestros primos, etcétera, los genes que favorecen el comportamiento altruista de dar la alarma podrían sobrevivir y transmitirse a futuras generaciones a través de las copias de sí mismos que se hallan en los parientes del centinela, aun a costa de la vida de éste.

Lo que hizo Dawkins en su influyente libro fue refinar y ampliar esta visión, presentándola además con un estilo literario accesible y fascinante. Describió a los genes como entidades “egoístas”, que sólo buscan su propia replicación (por eso los llamó “replicadores”), y describió nuestros cuerpos como “máquinas de supervivencia” construidas por los genes sólo para lograr sus fines reproductivos.

La visión de “genes egoístas” ayuda a estudiar y entender muchos fenómenos evolutivos de forma más fácil e intuitiva que la formulación matemática usual, pero es totalmente compatible con ésta. El problema es que nunca falta quien interpreta el título del libro literalmente (normalmente sin haberlo leído) y cree que Dawkins afirma que los genes piensan y nos manipulan. Es el problema de divulgar la ciencia: siempre se necesita usar metáforas que pueden ser malinterpretadas.

Pero no sólo eso: en el último capítulo de su libro, Dawkins propuso que existe otro tipo de replicadores, que brincan no de cuerpo en cuerpo a través del ADN contenido en óvulos y espermatozoides, sino de cerebro en cerebro a través de palabras, letras y otros medios: son las ideas, que desde esta perspectiva Dawkins bautizó como “memes”.

Hasta hace poco, la palabra meme era casi desconocida para el ciudadano común. La explosión de internet y las redes sociales la convirtió en algo común. Hoy somos diariamente testigos de cómo las ideas se copian, mutan, evolucionan, se esparcen y, como virus mentales, infectan cerebros… a veces con resultados nefastos.

Como los genes, los memes pueden agruparse en complejos que ayudan a su reproducción. La ciencia es uno de ellos: el conjunto de ideas que incluye investigar la naturaleza basándonos en evidencia objetiva, métodos cuantitativos, experimentos reproducibles, análisis estadístico y argumentos con coherencia lógica ha sido tan exitoso que todas las sociedades modernas lo consideran suficientemente bueno como para enseñarlo en la escuela. Pero también las religiones son complejos de memes altamente exitosos: después de todo, incluyen la idea de que si uno no cree en ellas, al morir irá al infierno. Así, el meme religioso asegura su propia reproducción, como las cartas en cadena que amenazaban con grandes desgracias a quien no las reenviara.

Desgraciadamente, existen memes ampliamente difundidos, muchas veces con base religiosa, que instan a discriminar, odiar y destruir lo diferente; a eliminar a quienes no acepten las ideas y comportamientos que forman parte del complejo de memes dominante. La violencia homofóbica desatada con la matanza en el bar gay Pulse en Orlando, Florida, y muchos otros actos semejantes en nuestro país y en el mundo, son expresión del poder de estos memes nocivos.

Igual de preocupante fue ver la respuesta de muchas personas en Estados Unidos, México y España que, a través de las redes sociales, expresaron su odio a lo diferente regodeándose con la matanza. Son cerebros infectados por los memes de la homofobia, primos cercanos de los memes religiosos.

Reconocer que las palabras y las ideas que representan pueden causar daño es el primer paso para combatir la propagación de estos memes perniciosos. Como sociedad debemos contribuir a su extinción y a que, a través de la educación, las leyes y la discusión colectiva amplia y racional, sean sustituidos por otros memes que representen los valores humanos que los ciudadanos del siglo XXI hemos decidido aceptar. Darnos cuenta de esto es algo que también le debemos agradecer a Richard Dawkins.

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miércoles, 8 de junio de 2016

Una cultura compatible con la ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de junio de 2016


Desde hace décadas, el doctor Marcelino Cereijido ha estado promoviendo una cruzada a favor de la ciencia.

A través de libros, conferencias, seminarios, cursos y proyectos, el destacado fisiólogo mexicano nacido en Buenos Aires ha defendido la importancia de no sólo de apoyar y desarrollar la investigación científica –labor en la que ha recibido los más altos reconocimientos–, sino divulgar la ciencia y, sobre todo, de tratar de que la manera de ver el mundo que nos ofrece vaya permeando en nuestra cultura nacional –y regional, porque los problemas de México son en gran parte los de toda Latinoamérica– hasta volverse parte de ella.

A través de libros como Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997), La ignorancia debida (El Zorzal, 2006) y La ciencia como calamidad (Gedisa, 2012) (de entre su copiosa producción bibliográfica, donde hay otros libros tan disfrutables como el relato autobiográfico La nuca de Houssay, la invitación a la ciencia que constituye Ciencia sin seso, locura doble y la recopilación de ficciones titulada El doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas), Cereijido ha explicado que la ciencia es uno de los productos más importantes de la actividad humana, que es el factor que distingue a los países ricos y poderosos de los pobres, atrasados y sojuzgados, y que una de las razones por las que la ciencia y su compañera la tecnología no se han desarrollado en la América Latina es debido a nuestra histórica cultura católica, en la que, por ejemplo, se fomenta la creencia en dogmas por encima del pensamiento crítico, y la salvación no se obtiene mediante el trabajo (como ocurre en las culturas protestantes), sino el arrepentimiento.

Pero también se ha dedicado a explicar, a diestra y siniestra y en cualquier foro donde se lo han permitido, cómo la ciencia es un producto de la evolución humana, una adaptación que nos permite sobrevivir como especie, pues nos ayuda a resolver problemas de forma eficaz. El problema, irónicamente, es que en culturas como la nuestra –a diferencia de los países desarrollados– no hemos sabido, como sociedad, aprovechar tan poderosa herramienta, que vemos como una especie de lujo, y ante una dificultad tendemos a buscar soluciones mágicas que van desde rezar o poner una veladora a la virgen hasta encomendarnos a políticos que ofrecen arreglar las cosas con mera palabrería. (Todo esto lo digo con mis propias palabras: seguramente Cereijido lo expresaría de forma muy distinta.)

Para Cereijido el problema es que nuestra cultura no sólo no incluye a la ciencia: no es compatible con ella. Y se ha propuesto desde hace ya tiempo buscar maneras de hacer que lo sea. Yendo más allá de la idea de simplemente divulgar la ciencia o fomentar la cultura científica de los ciudadanos, quiere construir en México una cultura compatible con la ciencia. Si entiendo bien, esto significaría encontrar el modo de abordar temas como la religión, la salud, las artes, la política, la economía, la agricultura y todas las áreas de la actividad humana de maneras que tomen en cuenta lo que la ciencia nos puede decir al respecto, para construir así interpretaciones que sean compatibles con ella.

Es un proyecto ambicioso. Pero, indudablemente, valioso e importante. Por lo pronto, yo le recomiendo acercarse a las ideas de Marcelino Cereijido. No se arrepentirá.

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miércoles, 1 de junio de 2016

El problema educativo

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1 de junio de 2016

Vengo de una familia de maestros. Quizá en parte debido a eso, siempre he pensado que el principal problema de nuestro país es la educación. O, mejor dicho, que la educación es el primer paso para solucionar todos nuestros problemas.

Por eso, y pese a todas las complicaciones, defectos, sesgos y hasta injusticias que trae aparejadas, me parece que la reforma educativa es una medida necesaria, urgente. De una manera u otra, tendremos que lograr que redunde en una mejora del nivel educativo del país.

Una nación donde el nivel educativo de los alumnos de todos los ciclos (básico, medio, avanzado) está en crisis; donde la profesión de maestro se ha devaluado de manera vergonzosa, donde los sueldos y las condiciones de trabajo de los docentes son lamentables, y donde los programas de estudio se renuevan cada sexenio sin que haya un plan a largo plazo para formar mexicanos con la preparación adecuada para ser buenos ciudadanos del siglo XXI, no va a dejar de ser un país tercermundista.

Ayer, en el suplemento que Milenio ofrece a sus lectores con contenido del diario español El Mundo, apareció un reportaje muy provocador. Titulado “¿Son los exámenes de ahora más fáciles que los de antes?” y firmado por Olga R. Sanmartín, reporta una investigación periodística para averiguar si los contenidos escolares en España, y los exámenes nacionales que se aplican para evaluar el aprendizaje, han ido bajando de nivel: si se han vuelto, en efecto, “más fáciles”.

Sanmartín, a través de entrevistas a profesores y expertos en educación, reporta varios hechos significativos. En primer lugar, que sí parece haber un descenso en el nivel de dificultad y la cantidad del contenido que se enseña, desde primaria hasta cursos universitarios. En los exámenes de física que forman parte de la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU), por ejemplo, halla que “se ha rebajado el nivel de exigencia”. Lo cual suena preocupante. Pero, por otro lado, también que la educación, desde los años 60 hasta ahora, se ha ido concentrando menos en la memorización de contenidos, y más en el desarrollo de habilidades, que no parece mala idea.

El fenómeno es global, y nuestro país no es la excepción. El problema es que evaluar la calidad en educación es extremadamente complicado: depende demasiado de cómo se la defina, y la definición cambia, necesariamente, con los tiempos. Si bien los estudiantes que llegan a las universidades parecen tener hoy menor dominio de habilidades básicas necesarias para un profesionista, en especial en matemáticas y en el manejo del lenguaje, vienen mucho mejor preparados para usar las tecnologías de la información y la comunicación. Por otra parte, como explica un especialista, el número de estudiantes en España ha aumentado notoriamente. Antes sólo accedía a la educación, sobre todo la superior, una minoría selecta: “sólo unos pocos podían acceder a ella. El nuevo modelo busca integrar a todos y quizá es más difícil mantener esa excelencia que antes disfrutaba una minoría reducida".

¿Educación de alto nivel, o educación para todos? Ese parecería ser el dilema, en España, en México y en muchos otros lugares.

Y ni hablar de los contenidos de ciencia, que en nuestro país se concentran en aportar conocimientos y descuidan formar en los alumnos una cultura científica que les permita entender cómo la ciencia genera conocimiento, por qué lo consideramos válido y cómo se aplica el pensamiento científico –que no es otra cosa que pensamiento crítico– a otros campos de la vida ciudadana. El auge de charlatanes y embaucadores que venden como “ciencia” cualquier cantidad de ideas sin sustento o productos inútiles o peligrosos es una consecuencia de esta carencia de formación en ciencia.

Ojalá en nuestro país, además de resolver los problemas estructurales urgentes de la educación, pudiéramos además tener tiempo de discutir como sociedad cómo hallar un balance aceptable para lograr que los programas de estudio de escuelas y universidades tuvieran cada vez mejor, no peor, calidad.

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