domingo, 29 de octubre de 2017

La Muerte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de octubre  de 2017

La Muerte, esa señora tan Catrina y elegante que concibió Posada y popularizó Rivera, está siempre presente en la cultura de los mexicanos. Y sobre todo en estas fechas, a través de costumbres y ritos milenarios (altares, panes de muerto) o recientísimos (desfiles surgidos a raíz de una película de James Bond).

Pero su presencia se ha sentido mucho más luego de los sismos que nuestro país padeció en septiembre pasado. Y ha hecho renacer en muchos de nosotros inquietudes, insomnios y temores que normalmente logramos soslayar.

Dice Fernando Savater que un niño se convierte verdaderamente en un ser humano cuando, quizá en una noche de insomnio, y a causa quizá de la muerte de una mascota, o de la abuelita, se da cuenta súbitamente de que también él va a morir: de que es mortal. Es la conciencia de nuestra propia mortalidad la que nos hace humanos. Pero al mismo tiempo, dicen otros pensadores cuyos nombres ahora se me escapan, es nuestra capacidad de olvidarnos de ello, es decir, de evadir en la vida diaria la certeza de nuestra mortalidad, lo que nos permite seguir viviendo sin volvernos locos de angustia existencial. Los sismos vinieron a dar al traste con esta estrategia de cordura y supervivencia, y a recordarnos que somos mortales.

Cuando uno es científico tiende a buscar, si no consuelo –que para eso suelen ser mucho mejores la filosofía o la religión–, al menos una mejor comprensión de las cosas a través de lo que nos dice la ciencia (los científicos tenemos exacerbada esa natural tendencia humana a no sentirnos cómodos con algo que no entendemos).

¿Qué nos dice respecto a la muerte? En primer lugar la obviedad de que es parte del ciclo de la vida. Así como nacemos, todos morimos. Y probablemente eso está bien: basta pensar qué pasará si la ciencia médica logra su largamente acariciado objetivo de alargar la vida humana, quizá hasta volverla ilimitada. ¿Qué pasaría con una sociedad donde nadie muriera, donde los adultos no dejaran su lugar a los más jóvenes? ¿Qué cambios sociales y económicos traería eso? ¿Cómo afectaría al planeta?

Por su parte, la biología nos dice de dónde viene la muerte: es el precio que hemos pagado los seres multicelulares por tener cuerpos complejos, formados por miles de millones de células.

La muerte no existe como parte del ciclo de vida de los seres unicelulares, que para reproducirse sólo se dividen. Son, en este sentido, inmortales. La muerte parece haber surgido con la aparición de la multicelularidad. Durante el desarrollo y como parte indispensable del ciclo vital de un organismo, millones de células nacen y mueren continuamente. Y el organismo completo vive durante un periodo limitado, y luego fallece. Cuando se pierde la capacidad de morir, por ejemplo cuando un grupo de células de nuestro cuerpo se vuelve inmortal y comienza a dividirse sin control, da origen a un cáncer (que, paradójicamente, ocasiona la muerte del organismo entero).

Pero la ciencia también nos ayuda a adquirir un sentido de la perspectiva: los nerds podemos hallar cierto consuelo en que, terrorífica como parece, nuestra propia muerte significa bien poco cuando se piensa que todo muere, tarde o temprano. Las construcciones humanas duran, pero no para siempre. Los continentes cambian y se desdibujan, y lo que ahora son México y Centroamérica dejarán algún día de existir para sumergirse bajo el mar. Y el propio planeta Tierra dejará un día de existir cuando, dentro de unos cinco mil millones de años, el Sol agote su reserva de combustible y se convierta en una estrella gigante roja, calcinando nuestro mundo.

Yo espero que para entonces la humanidad haya colonizado otros planetas y sobreviva. Pero incluso eso se acabará, porque el universo no es eterno: quizá siga expendiéndose eternamente, y enfriándose hasta convertirse finalmente en un desierto muerto y congelado, donde nada cambie y nada se mueva, y sólo la Catrina ría, triunfante. Aunque otros modelos predicen que podría comenzar a contraerse, hasta destruir todo en una implosión cósmica –el Big Crunch– que sería el inverso del Big Bang (y quizá el inicio de uno nuevo). O podría expandirse aceleradamente hasta desgarrar literalmente la materia, los átomos y el tejido mismo del espaciotiempo: lo que los cosmólogos denominan el Big Rip. No sabemos aún cuál de estos escenarios es el más probable, pero todos hacen que nuestra Muerte individual parezca más bien insignificante.

No sé si después de leer esto usted se sienta reconfortado, o más deprimido. Pero le deseo un feliz Día de Muertos. Y mejor si es comiendo pan con chocolate.

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domingo, 22 de octubre de 2017

El oro de las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de octubre  de 2017

Desde hace algunas semanas, entre la comunidad de astrofísicos y expertos en relatividad y cosas similares había corrido un rumor: “se aproxima un gran anuncio en relación con las ondas gravitacionales”.

Usted recordará que este año el premio Nobel de física se entregó a los creadores del detector LIGO, que el 11 de febrero de 2016 permitió detectar, por primera vez, dichas oscilaciones del espacio tiempo, predichas por la teoría de la relatividad de Einstein. Fueron producidas por el choque de dos hoyos negros que, atraídos por su propia gravedad, fueron girando cada vez más rápido en un remolino que los acercó más y más hasta que, al chocar y fundirse, hicieron temblar el tejido del cosmos como una gelatina.

Desde entonces se habían detectado, gracias a los dos detectores LIGO ubicados en distintas partes de los Estados Unidos, y a su primo menor Virgo, en Italia, otras tres fuentes de ondas gravitacionales, también debidas a la fusión de hoyos negros.

Pero el pasado 16 de octubre, la comunidad astronómica finalmente anunció al mundo, en una conferencia de prensa en Washington, DC, que dos meses antes, el 17 de agosto, habían detectado un quinto evento cósmico que emitió ondas gravitacionales intensas durante nada menos que 100 segundos. Gracias a que se tienen detectores tres puntos, los dos LIGO y Virgo, se logró triangular con cierta precisión la región del espacio de donde provenían las ondulaciones.

Dos segundos después el telescopio espacial Fermi de la NASA detectó, en esa misma región, un fenómeno llamado “emisión de rayos gamma”: un tipo de evento que libera cantidades inmensas de radiación electromagnética, y cuyo origen era incierto hasta ahora. Inmediatamente, astrónomos en todo el mundo dirigieron sus telescopios de distintos tipos al cielo. Doce horas más tarde, detectaron luz visible e infrarroja proveniente del mismo punto, ubicado a 130 millones de años luz, en la constelación de la Hidra, y una semana después rayos X, y luego ondas de radio.

Toda esta información permitió deducir que la causa del evento fue el choque de dos estrellas de neutrones que giraban una alrededor de la otra (algo que ya se había predicho teóricamente con mucha precisión). Al fundirse, emitieron ondas gravitacionales y radiación electromagnética –luz visible, rayos gamma, X e infrarrojos, y ondas de radio–, además de cantidades enormes de elementos químicos pesados recién formados, como oro, plata, platino, uranio y varios más.

Origen cósmico de
los elementos químicos
Desde los años ochenta, el astrónomo y divulgador Carl Sagan nos había enseñado que “estamos hechos de materia estelar”: los átomos que constituyen todo el universo fueron “cocinados” en estrellas, a partir de hidrógeno y helio. A su vez éstos, los elementos más ligeros de la tabla periódica, fueron creados en el big bang. A partir de ellos, las estrellas, gracias a las reacciones termonucleares que las hacen brillar, producen otros elementos más pesados como carbono, oxígeno y muchos otros. Pero los elementos más pesados que éstos sólo se producen cuando las estrellas especialmente grandes, luego de acabar de quemar el combustible que las mantiene en equilibrio, se contraen debido a su propia gravedad, y luego explotan para convertirse en supernovas. En este proceso se forman dichos elementos más pesados, que son expulsados hacia el espacio.

El remanente de estas explosiones es a veces, dependiendo de la masa de la estrella que explota, una estrella de neutrones: una esfera de sólo unos 20 kilómetros de diámetro, formada casi exclusivamente por neutrones, y que tiene una densidad inimaginable: puede pesar el doble que el Sol. Una cucharadita de este material pesaría unas mil millones de toneladas, o unas 900 veces el peso de la Gran Pirámide de Egipto. Fueron dos de estas esferas de materia superdensa las que chocaron en el evento detectado el 17 de agosto.

Además de producir ondas gravitacionales y electromagnéticas, este cataclismo cósmico mostró que la principal fuente de elementos químicos pesados en el universo no son, como se pensaba hasta ahora, las supernovas, sino los choques de estrellas de neutrones, que producen lo que se conoce como kilonovas. En particular, se calcula, por ejemplo, que la kilonova de agosto produjo una cantidad de oro equivalente a unas 10 veces la masa de la Tierra. Además, ayudó a precisar el valor de la llamada constante de Hubble, que indica a qué velocidad se está expandiendo el universo, y prácticamente resolvió el misterio del origen de las emisiones de rayos gamma, entre otros importantísimos avances.

Cuando el año pasado se descubrieron las ondas gravitacionales, se dijo que ahora los astrónomos tenían una nueva “ventana” disponible, además de la radiación electromagnética ­para estudiar el universo. Tan sólo un año después, esta nueva herramienta comienza a dar resultados de gran riqueza, y confirma que el Nobel de física de este año no pudo haber sido más acertado.

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domingo, 15 de octubre de 2017

El Estado Laico, bajo ataque


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de octubre  de 2017

Aunque muchos pesimistas profesionales se nieguen a reconocerlo, es un hecho que la humanidad progresa.

Parte de sus avances se los debemos a la ciencia (y su ahijada, la tecnología). La prensa de tipos móviles, las vacunas y antibióticos, los transportes y las telecomunicaciones, la computación, internet y todos sus derivados… todo ello ha contribuido a mejorar el nivel de vida y la posibilidades de desarrollo de una fracción cada vez más grande de la humanidad. Basta considerar que la tasa de mortalidad promedio a nivel global descendió de 800 a menos de 100 por cada 100 mil habitantes entre 1900 y el año 2000, mientras que la esperanza de vida subió de 50 a más de 75 años en el mismo periodo.

Pero otra parte del progreso se debe a avances humanísticos, filosóficos y jurídicos: hasta hace no poco la esclavitud, el racismo, la discriminación por orientación sexual o por minusvalía, y el maltrato y restricción de derechos a las mujeres (¡la mitad de la población humana!) eran vistas como algo normal, natural o hasta benéfico y necesario. Hoy, aunque siguen ocurriendo, han disminuido notoriamente y son ya indefendibles.

Y hay que decir que la ciencia ha jugado también su parte en estos logros, al mostrar que la idea de que existen razas humanas, o de que hay diferencias en las capacidades entre los sexos, o de que las orientaciones no heterosexuales son enfermedades, carecen totalmente de sustento. (Y los desarrollos tecnológicos también han jugado su parte en estos avances: desde la imprenta hasta las computadoras, internet y las redes sociales, han colaborado a que el conocimiento y la educación, la discusión democrática, la rendición de cuentas, la denuncia de injusticias y la organización de movimientos en defensa de los derechos humanos estén al alcance de un número cada vez mayor de ciudadanos en el mundo.)

Entre los avances sociales más importantes que la humanidad ha logrado está reconocer que no puede haber Estados modernos y justos donde no haya democracia, libertades ciudadanas y acceso a los derechos humanos fundamentales. Y parte importantísima de eso es que haya una separación entre Iglesia y Estado: un Estado moderno tiene que ser un Estado Laico. En parte porque sólo dejando a las creencias religiosas fuera del ámbito de gobierno pueden evitarse injusticias que beneficien a quienes profesan alguna religión por encima de quienes tienen creencias distintas, o a quienes no las tienen. Pero también porque muchas de estas creencias, que al aplicarse al ámbito público afectan la vida de las personas, carecen de sustento más allá del dogma: no sirven para resolver problemas reales, ni como sustento para tomar decisiones en beneficio público. Es por eso que en todas las sociedades modernas, incluyendo la mexicana, la ley privilegia el conocimiento científico, basado en evidencia confiable, como base para tomar las decisiones que afectan y regulan la convivencia social.

En México, esta lucha se dio al menos desde 1859, con la Guerra y las Leyes de Reforma, que entre otras cosas garantizaron precisamente la separación iglesia-estado, la no injerencia de la religión en asuntos de gobierno, y derechos tan fundamentales como la libertad de cultos o el matrimonio civil. Hoy la lucha por extender los derechos humanos de los ciudadanos ha dado como resultado que, en al menos algunas partes del país, derechos como la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio igualitario o la no discriminación por orientación sexual, identidad de género o discapacidad sean realidades que nos ayudan a ser una sociedad más humana y más justa.

Sin embargo actualmente, en vísperas de las elecciones de 2018, vivimos un resurgimiento de la injerencia religiosa en política que busca vulnerar al Estado Laico y reducir los derechos ciudadanos. Dos preocupantes casos se han presentando en las semanas recientes.

Uno es el del gobernador de Nuevo León y aspirante a candidato independiente a la presidencia Jaime Rodríguez Calderón, “el Bronco”, quien se han caracterizado por hacer alarde de sus creencias religiosas en actos de gobierno, y que ha declarado públicamente que los recientes terremotos que asolaron a nuestro país, junto con otros desastres, eran consecuencia de que “hemos sido demasiado liberales en el tema de la fe”.

El segundo caso es mucho peor: la diputada Norma Edith Martínez Guzmán, del Partido Encuentro Social –un partido religioso cuya misión principal es tratar de introducir las creencias de la religión evangélica pentecostal en la legislación mexicana. La señora ya se había hecho famosa en noviembre de 2016 por sus ridículas declaraciones en contra del matrimonio igualitario, donde argumentó que si se aprobaba “después veremos a la gente casarse con delfines o laptops”. En esta ocasión logró presentar –en un madruguete que aprovechó la distracción causada por los sismos– una iniciativa que busca modificar la Ley General de Salud para introducir la “objeción de conciencia”, con el fin de que los trabajadores de la salud –entre los que incluye no sólo a médicos y enfermeras, sino a pasantes, técnicos de laboratorio y hasta camilleros– puedan negarse, con base en sus creencias religiosas, a prestar atención médica a los pacientes que la requieran. Lo peor es que ¡la propuesta fue aprobada por una mayoría de 313 votos a favor! (frente a 105 en contra y 26 abstenciones).

Es un asunto grave: la propuesta permitiría no sólo negar la atención a mujeres que deseen interrumpir su embarazo en aquellas entidades y bajo las condiciones en las que tienen derecho a ello: también podrían permitir al personal negarse a efectuar transfusiones o trasplantes –que los creyentes evangélicos y de otras denominaciones cristianas no aceptan–, así como oponerse a la anticoncepción, la eutanasia, la investigación con células madre y los tratamientos a pacientes con enfermedades de transmisión sexual.

Esta iniciativa muestra claramente el daño que las creencias religiosas causan cuando se introducen al ámbito público. Urge que el Senado, al revisarla, la rechace. Pero más allá de eso, urge que los ciudadanos exijamos a políticos, legisladores y gobernantes que respeten y hagan respetar el Estado Laico y la separación Estado-Iglesia.

Eso, o tendremos que cambiar el nombre del Paseo de la Reforma a “Paseo del Estado Confesional”.


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domingo, 8 de octubre de 2017

Los Nobel 2017

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de octubre  de 2017

Ondas gravitacionales
Como ocurre cada año, esta primera semana de octubre trajo consigo los anuncios de los premios Nobel. Y como cada año, este comentarista de la ciencia se las ve negras para tratar de decir algo sobre los tres premios en áreas científicas en el exiguo espacio de su columna.

Comencemos por el de física: lo recibieron el alemán Rainer Weis y los estadounidenses Barry C. Barish y Kip S. Thorne “por sus contribuciones decisivas a [el diseño de] el detector LIGO y la [primera] observación de ondas gravitacionales” (corchetes míos). Como ya comenté sobre él en este espacio, en su momento (18 de febrero de 2016), sólo mencionaré que la gran importancia del descubrimiento, que confirma nuevamente la teoría de la relatividad de Einstein, queda de manifiesto por lo rápido que se le reconoció con el Nobel: sólo un año después de haber sido realizado.

Estructura de un ribosoma,
determinada mediante
microscopía crioelectrónica
El premio de química, por su parte, lo recibieron el suizo Jacques Dubochet, el alemán Joachim Frank y el escocés Richard Henderson, “por desarrollar la microscopía crio-electrónica para determinar las estructuras de alta resolución de biomoléculas en solución”. Se trata de un avance importante porque, en biología molecular, la forma de las moléculas que constituyen a los seres vivos es la clave para entender su función.

La microscopía electrónica tradicional no muestra más que imágenes borrosas de moléculas como el ADN o las proteínas. Para determinar su estructura detallada, átomo por átomo, se usa desde la década de los 50 la técnica de cristalografía de rayos X, que es extremadamente laboriosa y requiere que las moléculas se encuentren ordenadas en el espacio (como ocurre en un cristal o una fibra). Muchas biomoléculas no cumplen este requisito. En la década de los 80, Henderson logró mejorar la resolución del microscopio electrónico al refinar sus aspectos técnicos y utilizando nitrógeno líquido para enfriar las muestras. Al mismo tiempo, en los 70 y 80, Frank había desarrollado técnicas computacionales para procesar las distintas imágenes borrosas y bidimensionales de una misma molécula que el microscopio electrónico podía ofrecer, “promediándolas” y generando así un modelo tridimensional de la misma.

Finalmente, Dubochet desarrolló un método que permite esquivar otro de los grandes problemas de la microscopía electrónica: que se hace en el vacío, lo que causa que el agua que normalmente rodea a la gran mayoría de las moléculas biológicas se evapore, lo que altera su estructura. Dubochet logró enfriar el agua hasta que formara no un sólido (pues los cristales de hielo también dan al traste con la estructura de las biomoléculas), sino un fluido ultraviscoso: agua vitrificada. Gracias a esto, combinado con los avances realizados por sus dos colegas, la microscopía crio-electrónica de alta resolución se volvió una realidad, y el análisis de la estructura detallada de los sistemas vivos dio un salto cuántico que seguramente proporcionará enormes avances en las ciencias biológicas y de la salud.

El reloj circadiano de una célula
Por último, el Nobel de medicina o fisiología lo recibieron los estadounidenses Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young, “por sus descubrimientos de los mecanismos moleculares que controlan el ritmo circadiano”. Ellos identificaron, en los años 80 y 90, el gen period, que fabrica la proteína PER –molécula maestra del reloj biológico de muchos organismos– y descifraron su función. El ritmo de fabricación de PER durante la noche, y el de su degradación durante el día, similar a los relojes de agua que mantienen el ritmo gracias a un recipiente que se va llenando hasta que se desequilibra y se vacía, y luego vuelve a comenzar a llenarse (aunque en realidad el mecanismo es mucho más complejo, y en él participan múltiples genes y moléculas que forman ciclos de retroalimentación), explica desde los ritmos de las flores que se abren al amanecer y se cierran por la noche hasta el ciclo sueño-vigilia de los humanos, central para la salud.

Tres Nobeles, tres avances grandiosos en ciencia.

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domingo, 1 de octubre de 2017

Cultura científica, ciudadanía y… sismos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o. de octubre  de 2017

Después de los sismos, ha circulado mucha información falsa, pero también mucha información con buen fundamento científico, que permite entender qué causa y en qué consisten los terremotos. ¿De veras es útil saberlo?

A los divulgadores científicos nos gusta pensar que nuestra labor “promueve la cultura científica de la población”. Pero no es fácil definir con claridad qué queremos decir con eso.

A veces se dice que una cultura científica consiste en tener suficiente información sobre temas científico-tecnológicos, conocer ciertos conceptos y ciertas palabras, entender cómo funcionan algunas cosas… saber ciencia.

Y es cierto: saber ciencia puede ser importante. No sólo porque el conocimiento científico es en sí mismo un logro humano valioso, un producto refinado de la creatividad humana que tiene el mismo derecho a ser conocido y disfrutado por los ciudadanos que las obras de arte. Sino porque además puede ser útil de una manera práctica, concreta.

Pero hay distintas maneras de ser útil, y distintas maneras de comunicar la ciencia. En un extremo tenemos la visión descrita dos párrafos arriba, que privilegia el comunicar contenidos, conceptos, información, datos. En el extremo opuesto tenemos el concepto de cultura científica como algo más que sólo saber cosas: que implica el poder interpretar e incorporar los conceptos y datos científicos al resto de la cultura y la vida humanas. Desde la posibilidad de aplicar ese conocimiento científico para mejorar directamente nuestras vidas, hasta concebir la ciencia como una manera de interpretar el mundo y de relacionarse con él.

La ciencia, vista desde esta perspectiva, tiene que ver no sólo con sus aplicaciones y la producción de tecnología, sino con la política, la ética, la filosofía, la economía, la convivencia social, los derechos humanos, la calidad de vida, las relaciones sociales y personales, la educación y hasta como el arte. Con nuestra visión del mundo y con nuestro actuar en él. La ciencia y la cultura científica se ven así como parte de los recursos que nos permiten desarrollar nuestras potencialidades para convertirnos en seres humanos mejores, más plenos.

De este modo, la ciencia y la tecnología nos permiten entender que los sismos no son ni castigos divinos (como ha dicho el ignorante gobernador de Nuevo León) ni consecuencia de las manchas solares, las pruebas atómicas norcoreanas ni la actividad del Gran Colisionador de Hadrones del CERN. Y también nos permiten entender sus verdaderas causas: comprender la constitución de la litósfera, su dinámica y cómo el estar situados en un sitio donde convergen varias placas tectónicas nos condena a ser un país de alta sismicidad.

Pero, ¿y eso en qué nos ayuda? Al menos a tener una comprensión real de lo que pasa, que no es poco. Pero además, a entender de manera detallada precisamente por qué algunos edificios resultaron dañados o destruidos; a prevenir, desde el punto de vista técnico, que esto vuelva a ocurrir –de hecho, el mejoramiento de los reglamentos de construcción en el antiguo DF redujo enormemente el daño potencial–, y finalmente a tener herramientas como las alarmas sísmicas o los mapas de riesgo que pueden también evitar que los fenómenos naturales se conviertan en tragedias humanas.

Pero eso son sólo datos y la aplicación de los mismos. Una verdadera cultura científica (que yo me he atrevido a definir como “la apreciación y comprensión de la actividad científica y del conocimiento que ésta produce, así como la responsabilidad por sus efectos en la naturaleza y la sociedad”) incluye además adoptar la perspectiva que la ciencia nos ofrece para interpretar lo sucedido y la manera como responderemos a ello: desde rechazar la desinformación que sólo manipula o distrae, hasta exigir, con base en información fiable, que haya rendición de cuentas y, en su caso, castigo para los culpables en los casos de corrupción que permitieron la construcción de edificios fuera de la norma. Desde la decisión de ayudar a los damnificados y las maneras más eficaces de hacerlo, a considerar una mudanza de casa o de ciudad, no con base en creencias o rumores sino en conocimiento confiable.

Al igual que los valores humanísticos, democráticos, sociales o artísticos, los valores derivados de una visión científica del mundo nos hacen ser mejores ciudadanos. La cultura científica no es sólo saber ciencia, sino incorporarla a nuestras vidas.
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