Milenio Diario, 22 de junio de 2003
Ante la reciente epidemia del Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), los mexicanos no sentimos la necesidad de correr a comprar cubrebocas, y tuvimos razón, pues afortunadamente la infección no llegó a nuestro país. Pero para los compatriotas que tenían que viajar a países en los que el SARS estaba presente y había llamados precautorios de la Organización Mundial de la Salud para evitar todo viaje que no fuera estrictamente necesario, como Canadá, Taiwán y, desde luego, China (la cuna del nuevo mal), la decisión sí tenía cierta importancia.
Hoy, después de varios meses de alerta mundial, parece que la epidemia de “neumonía atípica” se acerca a su fin. Al menos eso indican las agencias noticiosas, así como las gráficas de la Organización Mundial de la Salud, que muestran un aumento vertiginoso en el número de casos en enero, para llegar al máximo a fines de marzo, con un nuevo aumento a mediados de abril. A partir de ese momento, los nuevos casos han ido disminuyendo rápidamente. Si en efecto, se trata del final de la epidemia, el saldo habrá sido aproximadamente 800 muertos y alrededor de 8 mil 500 infectados en todo el mundo. Nada descarta, claro, que resurja inesperadamente.
La epidemia deja varias cosas en qué pensar. Una es la inquietante posibilidad de que sigan apareciendo nuevas enfermedades a partir del contacto entre animales y humanos. Otra es la dinámica que siguen estas infecciones –su epidemiología–, que determina qué tan difícil resultará controlarlas.
Parece que el SARS surgió del paso de un virus animal, probablemente del gato de algalia o “civet cat”, considerado un manjar en China, a la especie humana. El problema es que los virus se caracterizan por su casi increíble flexibilidad y promiscuidad genética.
Un virus no es más que un trozo de ácido nucleico, una cadena de genes, rodeado de una capa protectora de proteínas, más algunas enzimas que lo ayudan a reproducirse una vez que entra en una célula. Una vez dentro, los virus pueden, además de copiarse a sí mismos, mezclarse con los genes de la célula que infectan o con los de otros virus que también hayan infectado a la misma célula, con lo que aquello se convierte en una especie de pequeña orgía a nivel molecular (o, si lo prefiere usted, en un laboratorio de ingeniería genética en miniatura).
Esto es lo que permite que, cuando entramos en contacto con virus animales –por ejemplo, al comer animales exóticos–, estemos facilitando la formación de nuevas combinaciones de genes que, de vez en cuando, dan origen a un nuevo virus capaz de causar una epidemia. El virus Ébola, surgido en África a partir del consumo de monos verdes, y que causó un alarmante brote de fiebre hemorrágica en 1995, es un ejemplo. El del sida es otro. La facilidad con que actualmente se puede viajar, en sólo unas horas, de un extremo a otro del mundo, junto con el aumento en la población humana, que invade áreas antes poco exploradas, facilitan estas novedosas (y peligrosas) mezclas.
Y sin embargo, las epidemias causadas por los virus del SARS, Ébola, y sida son muy diferentes. ¿Por qué? Los tres son (o pueden ser) mortales; los tres tienen genes hechos de ARN (ácido ribonucleico, primo del ADN de nuestros genes). Pero la respuesta está en la facilidad con que infectan a sus víctimas y qué tan rápidamente las matan.
El Ébola es sumamente infeccioso (basta con el contacto corporal), y mata al 90 por ciento de los infectados. El sida, en cambio, requiere que haya intercambio de fluidos corporales y lesiones que permitan su entrada al cuerpo, circunstancias que sólo se dan en condiciones muy particulares, como sucede durante el contacto sexual sin protección. Actualmente la cantidad de personas infectadas que mueren por VIH es muy bajo, y está bajando más gracias a los modernos tratamientos anti-retrovirales.
El SARS, por su parte, resulta medianamente infeccioso: al parecer, se requiere de contacto directo, aunque está en cuestión si también puede transmitirse por gotas de estornudo u objetos contaminados. Su mortalidad se encuentra alrededor del 15 por ciento, según los últimos reportes (inicialmente se pensaba que era de sólo el 4 por ciento).
El resultado de esto es que, mientras que las epidemias de Ébola son casi autolimitadas, pues la enfermedad se manifiesta casi de inmediato y mata rápidamente a casi la totalidad de sus víctimas (con lo que el virus rápidamente se queda sin portadores), el sida, a pesar de su tasa de infección relativamente baja, ha podido extenderse por todo el mundo durante décadas gracias a que sus síntomas tardan en manifestarse, por lo que los portadores pueden ir infectando a otras personas durante años.
En el caso del SARS, el aparente fin de la epidemia probablemente se deba a su alta infecciosidad y su mortalidad medianamente alta. Lo cual no quiere decir, claro, que podamos olvidarnos de él. Los brotes de Ébola que se presentan de vez en cuando son un recordatorio. La única estrategia que nos puede proteger de ésta y de otras nuevas enfermedades que surjan será un amplio sistema de detección y protección epidemiológica, como el que se implementó rápidamente, a nivel mundial, ante la amenaza del SARS. Menos mal que existen los epidemiólogos.