domingo, 28 de enero de 2018

Otra vez, clonación…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de enero de 2018

Zhong Zhong y Hua Hua,
gemelos idénticos obtenidos por clonación
En el mundo de las noticias científicas, hay ciertos temas que retornan una y otra vez, cíclicamente, como si el tiempo se repitiera o la memoria los olvidara.

Uno de ellos es la típica nota que anuncia, con bombo y platillo, que el café/el vino/el azúcar/las grasas o cualquier otro producto de consumo cotidiano causa (o cura) el cáncer (o cualquier otra enfermedad). Otro ejemplo común es el anuncio de una vacuna “que acabará” con el VIH, el propio cáncer o la malaria.

¿Cuál es el problema? Que a la semana siguiente quedan olvidadas y seguimos esperando la cura del cáncer o que se prohíba el consumo de ese peligroso café o vino. No es que se trate de fake news (aunque a veces sí…), sino más bien de que son noticias parciales, sacadas de contexto, y que, para tratar de hacerlas atractivas al gran público, se presentan de manera exagerada. Pero además, se trata de notas seleccionadas un tanto tramposamente de un océano de investigaciones similares, contradictorias y confusas. Hay miles de científicos investigando esos temas, y constantemente publican resultados puntuales y parciales que registran los pequeños avances que se van logrando para entender temas tan complejos como esos. Al seleccionar uno de esos resultados y presentarlo en los medios como un gran avance, se termina por difundir información esencialmente engañosa… o al menos irrelevante. Ya nos enteraremos, sin ninguna duda, cuando realmente se descubra la cura del cáncer, o si tomar café lo provoca.

La semana pasada ocurrió algo similar con otro de esos temas recurrentes. En esta ocasión fue la noticia de la clonación de dos macacos en China, utilizando la misma técnica –el transplante o transferencia de núcleo celular– que se utilizó en el ya lejano julio de 1996 para producir a la famosa oveja Dolly, el primer mamífero clonado (a partir del núcleo de una célula de glándula mamaria, hecho que dio origen a la broma de su nombre, que alude a las generosas proporciones de la conocida cantante de country Dollly Parton).

Se trata de Zhong Zhong y Hua Hua, dos encantadoras crías de macaco de cola larga (Macaca fascicularis, también conocido como macaco cangrejero), obtenidas a partir de células embrionarias por un equipo encabezado por Qiang Sun, de la Academia China de Ciencias, en Shanghái, según se informa en un artículo científico publicado el 24 de enero en la revista Cell.

Los investigadores tomaron células de un feto abortado de mono, extrajeron el núcleo y lo introdujeron en óvulos de la misma especie, a los que previamente les habían extraído su propio núcleo. Obtuvieron así 21 óvulos, que lograron producir embarazos en seis monitas, de los que finalmente dos terminaron en partos exitosos (también se intentó con células de mono adulto, pero de los 42 intentos y 22 embarazos logrados, sólo se obtuvieron dos crías, que murieron poco después de nacer; al parecer, en primates como estos macacos, la clonación es más difícil de lograr usando células adultas que embrionarias).

La clonación era un fenómeno bien conocido en animales como anfibios y reptiles (y normal, como método de reproducción, en muchísimas especies de plantas, bacterias y protozoarios). Luego de Dolly, se había logrado clonar a 23 distintas especies de mamíferos como cerdos, vacas, gatos, ratas, caballos, perros, lobos, búfalos, camellos y cabras.

¿Qué tiene de especial, entonces, el nacimiento por clonación de Zhong Zhong y Hua Hua? Que es la primera vez que se logra con un animal que pertenece al mismo orden que la especie humana, los primates (en 1999 se había logrado producir a Tetra, un clon de otra especie de primate, el mono rhesus, Maccaca mulatta, pero no se hizo mediante la técnica de transferencia de núcleo, sino por un método mucho más simple: separar las células de un embrión en sus primeras etapas de desarrollo, como ocurre naturalmente cuando nacen gemelos idénticos).

La importancia de este avance es, en primer lugar, que se están estudiando y comprendiendo mejor los factores que intervienen para lograr una clonación exitosa (los investigadores tuvieron que utilizar ciertas enzimas que modifican epigenéticamente el ADN de los núcleos trasplantados para lograr que éstos comenzaran a dividirse como lo hacen en un óvulo fecundado). En segundo, que la clonación de macacos y otros primates servirá para producir camadas de especímenes de laboratorio genéticamente idénticos que son indispensables –a pesar de lo que creen muchos defensores a ultranza de los animales– en la investigación biomédica, que permite salvar miles de vidas humanas cada año (por ejemplo, al usarlos como modelos para estudiar y desarrollar tratamientos para distintas enfermedades humanas; al ser animales genéticamente idénticos, se podrían obtener resultados más claros usando menos ejemplares).

Zhong Zhong y Hua Hua
(¿o viceversa?)
Pero, por supuesto, en los medios la discusión principal ha tenido que ver con la posibilidad de clonar seres humanos, algo que en realidad sigue estando muy lejos de la realidad. Aun si se pudiera, ¿querríamos clonar seres humanos? ¿Serviría de algo? Sin caer en escenarios de ciencia ficción, la respuesta es que más bien no. Producir humanos por clonación sería extremadamente caro comparado por el método tradicional (y mucho menos divertido), ocasionaría problemas éticos y legales complicadísimos, y no tendría utilidad aparente (además, no se podría clonar a un humano adulto, pues el método sólo ha funcionado a partir de células embrionarias). Pero quizá, entendiendo bien el proceso, en un futuro no tan lejano podría lograrse, por ejemplo, clonar partes del cuerpo humano para producir órganos de repuesto para trasplantes.

Al final, no se trata de un avance revolucionario, sino sólo de otro pequeño paso en la comprensión y control del fenómeno de la clonación. Pero, al menos, sirve para volver a hablar del tema y para recordar que tenemos varios problemas éticos, sociales, culturales y legales que discutir antes de que la tecnología se nos adelante.

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domingo, 21 de enero de 2018

La apasionante historia del índigo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de enero de 2018

La historia de la humanidad, desde los inicios de la civilización –es decir, cuando comenzamos a tener tiempo para algo más que buscar alimentos para sobrevivir, y pudimos comenzar a ocuparnos de cosas superfluas– ha estado ligada a la moda.

Y una de las manifestaciones más tempranas de este afán por portar una vestimenta atractiva, distinta, especial, fue la búsqueda de colorantes que tiñeran las aburridas telas de lana, algodón, lino y seda que se han usado desde siempre con colores variados y llamativos.

Hace unas semanas hablamos aquí de la grana cochinilla, el colorante rojo intenso extraído del insecto Dactylopius coccus, parásito del nopal, y la influencia que ha tenido en la historia de la moda, el arte y la industria.

Pues bien: el azul es otro color con gran historia. Para obtener un buen tinte azul intenso no basta con tomar cualquier flor de ese color y molerla: son raros los buenos colorantes azules. Y uno de los de mayor calidad por su color, propiedades químicas (adherirse bien a las telas, no descomponerse con la luz, no ser tóxico) es el tinte históricamente conocido como añil o índigo, que puede obtenerse de distintas plantas, pero especialmente del arbusto tropical Indigofera tinctoria, que da unas flores violetas.
Molécula del colorante índigo

Curiosamente, el colorante no se extrae de ellas, sino de las hojas, que tampoco son azules, porque no contienen el colorante índigo (una molécula derivada del aminoácido triptófano llamada indigotina, que absorbe la parte anaranjada del espectro de luz blanca y refleja así luz azul), sino su precursor, la sustancia llamada indoxil. Si se tritura una hoja de la planta, el indoxil se oxida con el oxígeno del aire y se transforma en el colorante índigo.

El añil se ha usado para teñir telas desde hace milenios: la evidencia más antigua de su uso se remonta a hace 6 mil años en Huaca Prieta, Perú, pero fue usado en Mesopotamia, el antiguo Egipto, Mesoamérica y África, además de la India, Japón y el sureste de Asia. La planta fue originalmente domesticada en la India, región que fue durante siglos la principal proveedora del tinte (de ahí su nombre, que significa “de la India”). Usar ropas teñidas con el llamado “oro azul” fue visto como signo de elegancia y riqueza en las antiguas Grecia y Roma, así como en Japón, la propia India y Europa. También, por supuesto, fue muy utilizado por los pintores. Marco Polo, en el siglo XIII, fue el primer europeo en describir cómo se preparaba el colorante en la India.

En Europa, curiosamente, se solía usar un añil extraído de otra planta (Isatis tinctoria), que lo produce en mucha menor cantidad (y es, por tanto, muy caro). Cuando el navegante portugués Vasco da Gama, en 1498, descubrió una ruta marítima directa a la India que daba la vuelta por África (la ruta tradicional pasaba por el Mar Mediterráneo y luego tenía que continuar por tierra, cruzando los peligrosos territorios del Imperio Otomano y del Norte de África), el negocio de la producción de añil europeo entró en crisis, pues el índigo importado era mucho más barato, al grado de que en Inglaterra y Alemania se llegó a prohibir su uso, argumentando que “era venenoso”.

Posteriormente, el índigo se comenzó a cultivar y producir en las colonias de América, hasta que en 1897 la empresa alemana BASF desarrolló un método de síntesis química, que abarató enormemente su costo. En tiempos más recientes su mayor auge ha sido para teñir los famosísimos pantalones de mezclilla (blue jeans), que han sido un estándar de la moda casual desde hace más de un siglo. Aunque cada pantalón requiere sólo unos cuantos gramos de pigmento (que se deposita en forma de minúsculos cristales sobre las fibras de la tela, donde queda fijo) la demanda es tal que hoy la inmensa mayoría se tiñe con índigo sintético. (Otras curiosidades: un derivado sulfonado del índigo, llamado “carmín de índigo”, que es soluble en agua, se usa extensamente como colorante en alimentos. Y algunas personas que nacen con un defecto en la absorción del triptófano en el intestino pueden presentar el llamado “síndrome del pañal azul”, pues el aminoácido es transformado en indoxil y absorbido por el cuerpo, para ser expulsado en la orina donde, al contacto con el aire, se oxida y transforma en índigo.)

La fabricación industrial de índigo requiere del uso de muchos compuestos contaminantes, como formaldehído, cianuro e hidrosulfito de sodio. Por ello, un grupo de investigadores encabezado por John Dueber, de la Universidad de California en Berkeley, buscó un método menos dañino para el ambiente. Se inspiraron en otra planta que produce el pigmento, el índigo chino (Polygonum tinctorium): extrajeron de ella los genes que controlan la producción del índigo y los introdujeron en la bacteria Escherichia coli, fácil de cultivar industrialmente.

Su método, publicado en la revista Nature chemical biology el pasado 8 de enero, consiste en teñir la tela con el pigmento y las enzimas producidas por las bacterias. Aunque no es aún eficiente a escala comercial, y presenta algunos problemas como un tono menos intenso, sirve como prueba de concepto para demostrar que, usando la ingeniería genética, se pueden revolucionar procesos industriales contaminantes para dañar menos el ambiente, y poder seguir disfrutando nuestros blue jeans sin sentimiento de culpa. La historia del índigo en el reino de la moda sigue adelante.

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domingo, 14 de enero de 2018

Salud e ignorancia: peligrosa combinación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de enero de 2018

Una de las principales obligaciones del gobierno de un país, si no es que la razón principal de su existencia, es garantizar la seguridad de sus habitantes. Y la salud es parte fundamental de esa seguridad. Un gobierno responsable garantiza el derecho a la salud y vela por ésta mediante un sistema público dedicado a ella, leyes en la materia, campañas de vacunación, acceso a medicamentos y regulación de éstos, y una inmensa serie de medidas más, todas vitales para el bienestar de la población.

Por eso es preocupante ver que se presenten en la Cámara de Diputados iniciativas como la planteada el pasado 7 de noviembre (y difundida en los medios el 12 de diciembre) por el diputado Roberto Cañedo Jiménez, del partido Morena, donde se propone modificar los artículos 6 y 93 de la Ley General de Salud, que rige en todo el país, para introducir en ella las llamadas “medicinas alternativas o complementarias”.

Conviene recordar que las “medicinas alternativas” son conocidas así precisamente por no ser reconocidas ni aceptadas por la comunidad científica y médica mundial. Y esto no por capricho ni por negocio (como querrían hacernos creer algunos conspiracionistas), sino porque no han sido capaces de demostrar su eficacia bajo condiciones controladas (como sí lo hacen todos los tratamientos aceptados por la medicina científica). En el momento que dicha eficacia quedara demostrada, las “medicinas alternativas” perderían su apellido para pasar a ser, simplemente, medicina.

La desafortunada iniciativa de Cañedo no parece malintencionada: plantea que el Sistema Nacional de Salud regule, opere y genere investigación en torno a estas terapias. Asimismo, plantea que requerirán ser reconocidas por la Secretaría de Salud, que supervisará su práctica y sancionará a quienes no cumplan con los estándares que establezca. Igualmente, propone que las autoridades de salud deberán monitorear su pertinencia, seguridad y eficacia. Todo esto es en principio bueno, porque ayudará a regular y meter en cintura a la gran cantidad de charlatanes irresponsables que ponen en peligro la salud de sus crédulos pacientes.

Cañedo justifica su iniciativa argumentando que estas “medicinas alternativas y complementarias” contribuirán a subsanar el déficit de cobertura que tiene el Sistema Nacional de Salud. Desgraciadamente, todo su planteamiento se derrumba debido al hecho más que probado de que dichas terapias no son, en realidad, sino seudomedicinas: se estaría estafando a los ciudadanos al ofrecerles subsanar sus deficiencias en materia de salud con tratamientos que carecen totalmente de eficacia. Flaco favor le hacen Cañedo, Morena y los diputados al proponer iniciativas como ésta.

Ojalá la Secretaría de Salud –y su titular, el doctor José Narro– la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Ciencias, la UNAM y demás Universidades públicas, la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Ciencias así como los Institutos Nacionales de Salud se manifestaran al respecto. La salud de los mexicanos no merece ser puesta en riesgo con iniciativas como ésta, que no aportan nada útil pero sí ayudan a promover la charlatanería y a dilapidar valiosos y escasos recursos.


¡Mira!

Es triste que lo que debía ser una experiencia gozosa para los ciudadanos, como disfrutar la pista de patinaje en hielo instalada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México, a través de su programa “Capital Social”, en la recién remodelada Glorieta del Metro Insurgentes, se convierta en un asunto desagradable y humillante gracias a la falta de previsión de las autoridades y de capacitación del personal a cargo (aderezadas con un toque de homofobia). Fue lo que este columnista y su pareja vivieron el pasado domingo 7 de enero: se exige a los usuarios dejar bolsas y paquetes para acceder a la pista, pero no se proporciona servicio de guardarropa ni se garantiza la seguridad de las posesiones personales. Bastó expresar inconformidad ante la medida, antes de acatarla, para ser hostilizados por el personal con cualquier pretexto (usar bufanda, querer tomar una foto, incluso sujetarse del barandal por un momento –éramos, usuarios primerizos). El resultado fue que la única pareja del mismo sexo terminó siendo expulsada del local. Además, nadie del personal del Injuve que atiende accedió a identificarse; sólo un coordinador que parece haber dicho que su nombre era José Luis Armendáriz. Una verdadera lástima.

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domingo, 7 de enero de 2018

Que veinte años no es nada…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de enero de 2018

(El título de la columna era
"Ciencia por moda o por interés"
pero apareció con errata.)
Es increíble cómo las redes sociales se han convertido en tan pocos años en una parte prominente, y para algunos casi indispensable, de nuestras vidas. Cuesta trabajo recordar –y a los más jóvenes les cuesta trabajo imaginar siquiera– cómo era el mundo antes de que hubiera Facebook y Twitter, internet, celulares, computadoras personales…

Justo el pasado sábado, después de verificar que los Reyes Magos otra vez se olvidaron de dejarme un regalo junto a mi zapato (snif), y cuando me disponía yo a escribir de otro tema para esta columna, Facebook me avisó, a través de una de esas alarmas que uno a veces agradece, aunque en otras ocasiones son odiosas y hasta dolorosas, que justo hacía 20 años, el 6 de enero de 1998, apareció publicada mi primera colaboración. Estoy, pues, celebrando dos décadas de “La ciencia por gusto”.

Usted podría preguntarse “¿pero cómo, si Milenio Diario, donde se publica la versión impresa, nació el 1º de enero del año 2000? Bueno, porque en sus primeros tres años, esta columna se publicaba en otro periódico (La Crónica de Hoy) donde, después de mucho buscar en diversas publicaciones, me dieron la oportunidad de escribir una columna semanal de ciencia. Ambición que, como buen fan de Isaac Asimov, yo tenía desde que comencé a dedicarme de lleno a la divulgación científica (en 1990). La columna no nació con su nombre actual: las primeras semanas apareció con el ligeramente más vago título de “Por el puro gusto”, que no acababa de convencer a este autor porque no contenía la palabra “ciencia”… hasta que poco después el proverbial foco se iluminó.

Y tampoco se trata de 20 años continuos: cuando en el 2000, por unos meses, entré a trabajar como editor web de ciencia en el diario Reforma, se me pidió que dejara de colaborar con “la competencia”, así que “La ciencia por gusto” dejó de publicarse unos años. Hasta que en mayo de 2003, nuevamente después de buscar en varios diarios, Milenio me abrió nuevamente las puertas del mundo periodístico, hace ya casi 15 años.

Durante estos 20 años –son ya 900 entregas, desde el mero principio– la columna ha logrado, creo yo, mantener el tono que buscaba imprimirle: no hablar sólo de noticias de ciencia, pues para eso están otros géneros periodísticos como la nota informativa, el reportaje, la entrevista… Lo que yo deseaba era hablar de cultura científica, entendida ésta como la posibilidad de entender la ciencia, sí, y enterarse de sus novedades, pero también de relacionarla y ponerla en contexto con el resto de la cultura y los sucesos cotidianos: la política, el arte, la economía, la televisión y el cine, las redes sociales, los chismes, los problemas sociales… Dejar de ver a la ciencia como un anaquel que uno sólo visita, si acaso, cuando necesita hacer una tarea escolar o resolver una duda, y convertirla en parte de la vida diaria.

Y al mismo tiempo, hacerlo de una forma personal, amena en lo que cabe, y tratando de mostrar que la ciencia y la tecnología son fuentes continuas de asombro, de gozo, de posibilidades y de nuevas preguntas (y ocasionalmente, claro, de problemas). Claro que no siempre lo logro, y muchas veces, más que el gusto por la ciencia, lo que comparto es mi disgusto y preocupación ante la ignorancia, la simulación y la mentira que buscan darle a la gente gato por liebre al presentar como ciencia cosas que no son más que embustes, o al ignorar lo que la ciencia nos dice ante problemas urgentes. Estoy convencido de que la ciencia, además de maravillosa, es algo que hay que tomarse muy en serio, y que toda sociedad moderna que quiera progresar debe tener siempre muy en cuenta.

Para mí, el viaje ha sido uno de los más largos y satisfactorios de mi vida, y espero que continúe por muchísimos años. Pero sólo ha sido posible, además de la confianza de los medios que me han acogido, gracias a usted, querida lectora o lector, que amablemente me presta cada semana unos minutos de su tiempo para permitirme hacer lo que más disfruto en la vida: compartir un poco de lo que voy descubriendo y disfrutando. ¡Gracias!

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