miércoles, 29 de octubre de 2008

Promover la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 29 de octubre de 2008

Desde hace más de 10 años, se lleva a cabo en todo el país —y otras naciones— la Semana Nacional de Ciencia y Tecnología. La auspician el Conacyt, los Consejos Estatales de Ciencia y Tecnología, diversas universidades e instituciones educativas, empresas y todo tipo de agrupaciones y personas interesadas en promover la cultura científica en nuestro país.

De hecho, la “semana” ha rebasado sus límites oficiales, y se ha convertido en muchos lados en un mes completo dedicado a la ciencia y la técnica, con todo tipo de actividades: conferencias, “tianguis de ciencia” con experimentos, exposiciones, cursos, talleres, concursos y hasta conciertos, rallys y maratones científicos.

Este año tuve el privilegio de ser invitado a Pachuca, Colima, Xalapa y Oaxaca, a ofrecer cursos y conferencias. Pude así atestiguar el entusiasmo con el que la gente en todos lados ofrece lo mejor de su talento para lograr que el ciudadano común, y especialmente los niños, puedan descubrir lo fascinante, placentera e importante que puede ser la ciencia, así como para formar más y mejores comunicadores de la ciencia.

¿Por qué este afán divulgador? ¿Qué justifica la labor evangelizadora de los comunicadores de la ciencia? ¿Se justifica gastar dinero público en esta labor?

La respuesta tiene que ver no sólo con el valor intrínseco de la ciencia y la tecnología, como manifestaciones de la cultura humana —cultura que merece ser difundida—. Se relaciona también con su tremenda importancia práctica. Los productos de la tecnología, derivados del conocimiento científico (comunicaciones, computadoras, vacunas, transporte, energía…) cambian cada vez más profundamente nuestro estilo y nivel de vida.

Además, el conocimiento científico nos da una visión confiable y realista del mundo que nos rodea, y de nuestro lugar en él. Y finalmente, una cultura científica básica resulta indispensable para que un ciudadano pueda asumir su responsabilidad en las decisiones relacionadas con temas científicos y técnicos (clonación, células madre, eutanasia, aborto, cultivos transgénicos, energía nuclear…).

Vale la pena invertir en divulgar el conocimiento y el pensamiento científico: puede redundar, a largo plazo, en un país más próspero y democrático. Por todo eso, ¡larga vida a la Semana de Ciencia y Tecnología!

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miércoles, 22 de octubre de 2008

Experimento póstumo

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 22 de octubre de 2008

Rara vez un descubrimiento científico cambia de golpe el contenido de los textos escolares. Normalmente el avance de la ciencia, con sus lentos pero constantes refinamientos y sus muy raras revoluciones, tarda años en reflejarse en los libros.

Pero el descubrimiento del equipo encabezado por Jeffrey Bada, del Instituto Scripps, y en el que participa el mexicano Antonio Lazcano, de la UNAM (Science, 17 de octubre), seguramente cambiará lo que enseñan los libros de biología.

Se trata, como reportó MILENIO Diario, del reanálisis de los resultados del experimento clásico sobre el origen de la vida llevado a cabo por Stanley Miller en 1953. Consistía en un sencillo aparato cerrado en que se introdujo agua y varios de los gases que, se suponía entonces, formaban la atmósfera de la Tierra primitiva (metano, hidrógeno y amoniaco), hace unos cuatro mil millones de años. La mezcla se hizo hervir y se recirculó durante varios días, sometida a descargas eléctricas. Luego se analizó la mezcla resultante con los métodos de la época; en ella se hallaron cinco aminoácidos (las unidades que forman a las proteínas, moléculas fundamentales para los seres vivos).

Lo que halló el grupo de Bada, al revisar muestras almacenadas por Miller, junto con sus cuadernos de laboratorio, fue que aparte del experimento clásico había otras dos variantes que nunca fueron reportadas. En una de ellas los gases, en vez de simplemente circular, eran inyectados como un chorro en la cámara donde ocurría la descarga eléctrica.

Hoy se piensa que la atmósfera primitiva no tenía la composición supuesta por Miller. Pero el aparato de chorro simula las condiciones de un volcán, donde sí pueden hallarse esos gases. Y las erupciones muchas veces van acompañadas de relámpagos. En el experimento “volcánico” se hallaron, con métodos modernos, 22 aminoácidos. Se tiene así una nueva opción para explicar la aparición de las moléculas que formaron a los primeros seres vivos.

¿Y por qué estudiar el origen de la vida? No sólo para conocer nuestra historia; también porque si un proceso químico sencillo como éste ocurrió en la Tierra, podría ocurrir en otros mundos. La pujante ciencia de la astrobiología es nieta del experimento de Miller, hoy otra vez sorprendentemente actual. La buena ciencia siempre da sorpresas.

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miércoles, 15 de octubre de 2008

Medusas y apuestas científicas

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 15 de octubre de 2008

Al principio fue la curiosidad, la inútil curiosidad. En 1955 el científico japonés Osamu Shimomura fue comisionado por su jefe en la Universidad de Nagoya para estudiar por qué el molusco Cypridina brillaba en la oscuridad.

Shimomura logró aislar la proteína bioluminiscente que, mediante una reacción química, producía el brillo. Fue contratado en la Universidad de Princeton, donde comenzó a estudiar por qué la medusa Aequorea victoria brillaba con luz verde. Lo que descubrió en 1962 fue otra proteína bioluminiscente, que llamó aequorina. Pero la aequorina brillaba en color azul; la medusa viva, en verde. ¿Por qué?

Respuesta: había una segunda proteína, pero fluorescente (es decir, que brillaba con sólo recibir luz azul o ultravioleta, sin reacciones químicas) y emitía luz verde. La proteína verde absorbía la luz azul de la aequorina para darle su fantasmal brillo verdoso a las medusas. A falta de imaginación, esta segunda proteína se llamó “proteína verde fluorescente” (GPF).

En 1988 Martin Chalfie, de la Universidad de Columbia, oyó hablar de la GFP y se dio cuenta de su inmenso potencial como marcador molecular. Se le ocurrió pegarla, mediante ingeniería genética, a otras proteínas. Así, el brillo de la GFP revelaría donde se hallan éstas dentro y fuera de la célula.

Finalmente Roger Tsien, de la Universidad de California, logró modificar la GFP con ingeniería de proteínas. Produjo variantes que brillaban con luz cian, azul y amarillo. También identificó proteínas similares en otros organismos, incluyendo una de brillo rojo proveniente de un coral. Así se completó una paleta de colores que hoy permite estudiar la localización y movimientos de proteínas en células vivas con un nivel de detalle inimaginable hasta hace poco.

Usted ya lo sabe: esta historia termina con un premio Nobel de química. Pero, ¿cuál es la moraleja? Que la ciencia no es un sistema dirigido, que se pueda forzar para obtener resultados predeterminados. Es más bien un sistema de apuestas, donde sólo comprando muchos boletos —apoyando una gran cantidad de ciencia “básica”— puede de vez en cuando ganarse un premio mayor. Como el obtenido a partir de la “inútil” curiosidad de Shimomura, que quería saber por qué brillan las medusas.

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jueves, 9 de octubre de 2008

El Nobel de los virus

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 8 de octubre de 2008

Hay quien vive de señalar los errores o fracasos de la ciencia. Un ejemplo recurrente es el sida: se dice que los esfuerzos de miles de científicos durante más de dos décadas han resultado insuficientes para combatirlo.

El anuncio del premio Nobel de fisiología o medicina el pasado lunes, otorgado conjuntamente a los descubridores del VIH y de los virus del papiloma humano que causan cáncer cervicouterino, desmiente tales ideas. En realidad, las ciencias biomédicas demostraron su poder al detectar a los agentes causales de dos de los males más graves de nuestro tiempo.

El sida surgió a la luz pública en 1981. Para 1984, los franceses Luc Montagnier y Françoise Barré-Sinoussi, en el Instituto Pasteur, habían ya identificado al agente causal. Supusieron que podía ser un retrovirus –un virus con genoma de ARN (ácido ribonucleico) en vez de la más común molécula de ADN– y buscaron evidencia de su presencia; la detectaron en células de pacientes con sida. Como lo señala el Comité Nobel, “nunca antes la ciencia y la medicina habían sido tan rápidas para descubrir, identificar el origen y proporcionar tratamiento para una nueva enfermedad”.

Con ello se hizo posible estudiar con detalle al virus. Su genoma se clonó y se secuenció, se analizó cada una de las moléculas que lo forman, y hoy se comprende a fondo la mayor parte de los procesos que llevan de la infección a la enfermedad y la muerte. Como consecuencia, se han desarrollado también medios de prevención y tratamientos que han contribuido a combatir la pandemia. Y si Montagnier tiene razón, quizá en menos de cinco años podamos tener una vacuna terapéutica eficaz, que ayude a las personas infectadas.

Por su parte, el alemán Harald zur Hausen necesitó 10 años de trabajo detallado para comprobar que otro virus, el del papiloma humano, o VPH, es la causa del cáncer cervicouterino, el segundo más común en mujeres. Finalmente identificó, entre los más de 100 especies conocidas, a dos culpables (VPH 16 y 18) y hoy contamos con pruebas de detección y vacunas que ofrecen protección eficaz contra ellos.

Sin conocimiento científico, hoy estaríamos a merced de estos y otros males. El Nobel premia, aunque algo tardíamente, a descubrimientos que indudablemente han contribuido a un mayor bienestar de la humanidad.

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miércoles, 1 de octubre de 2008

¡China otra vez!

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 1 de octubre de 2008

¡Los chinos lo volvieron a hacer! Pusieron un hombre en órbita en 2003, y luego dos, en 2005, a bordo de las naves Shenzhou (“navío divino”) 5 y 6. Y el pasado sábado 27 lograron su primera caminata espacial.

En realidad, más que caminar, el taikonauta –del chino taikong, espacio– Zhai Zhigang salió de la Shenzhou 7 y flotó a su alrededor, sujeto por cables, por 13 minutos. Ondeó una bandera china, envió un mensaje de orgullo patrio por TV y recuperó un experimento relacionado con lubricantes sólidos que se hallaba en el exterior de la cápsula.

La misión, que duró 86 horas –el domingo la nave, con sus tres tripulantes, aterrizó con paracaídas en Mongolia– fue seguida en TV por millones de chinos. A su regreso el lunes a Pekín, los taikonautas fueron recibidos con un desfile, guirnaldas, ovaciones, entrevistas y honores. Los medios oficiales declararon que se trataba de un “gran avance” -hace medio siglo, Mao Tse-tung se quejaba de que su país no podía lanzar ni una papa al espacio- y una muestra del indudable poderío científico y técnico de China.

¿Exageraciones? La información sobre el vuelo no estuvo libre de manipulación: la agencia Xinhua envío un boletín reportando el exitoso despegue la mañana del jueves 25, incluso dando detalles, ¡horas antes de que despegara!

Pero lo cierto es que China se fijó un rumbo claro y lo ha seguido con éxito. Su programa espacial la pone casi a la par de Rusia y los Estados Unidos, únicos países que han logrado caminatas espaciales, y delante de sus competidores Japón e India.

El programa espacial chino se inició hace más de 30 años. Zhigang utilizó un traje espacial made in China (4 millones de dólares) y la mayor parte de la tecnología de la Shenzhou 7 –que incluía excusado– es nacional. Es indudable: el apoyo decidido a la ciencia y la técnica tiene derramas, económicas y de otro tipo, que han contribuido a convertir a China en una potencia.

¿Podría ocurrir algo similar aquí? Lo dudo: aunque entre 1995 y 96 la UNAM lanzó dos satélites (con malos resultados), y en abril de 2006 el congreso aprobó la creación de la Agencia Espacial Mexicana, no ha habido voluntad política para desarrollar un verdadero programa espacial.

Habría que cambiar el dicho: el que se queda “nomás milando” no es chinito, es mexicanito.

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