Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de septiembre de 2015
Issus coleoptratus |
Y a veces esa sorpresa hace que pensemos que es imposible que tal o cual producto de la evolución haya sido generado por un proceso azaroso como la selección natural (la gran idea que tuvo Charles Darwin para explicar el surgimiento y adaptación de las especies vivas).
Dos ejemplos clásicos son el ojo humano y las alas de las aves. Están tan perfectamente adaptados a sus respectivas funciones que durante muchos años se usaron como argumento contra la evolución y a favor de la creación por una inteligencia divina. Hoy sabemos cómo ambas estructuras pudieron surgir, por pasos paulatinos, a partir de estructuras más simples que cumplían funciones más sencillas, o distintas. Los humanos hemos construido artefactos que hacen lo mismo que el ojo –captar imágenes– gracias a una estructura muy similar: las cámaras fotográficas. En cambio, para diseñar aviones que vuelen no copiamos el diseño de las aves.
Pero los enemigos de la evolución encontraron un nuevo ejemplo de estructura asombrosa en la naturaleza que parecía haber sido diseñada por una inteligencia superior: el nanomotor que se encuentra en la base del flagelo de las bacterias (esa larga estructura en forma de filamento que al girar funciona como una hélice y les permite nadar). El motor del flagelo es el único ejemplo de rueda con giro libre en sistemas biológicos (con excepción de la enzima ATPasa de las mitocondrias, con la que se halla emparentado evolutivamente). Sobra decir que nuevamente se equivocaron: conocemos con suficiente detalle la historia de su evolución a partir de estructuras previas.
Y sin embargo, al estudiar el nanomotor bacteriano uno no puede dejar de asombrarse ante la similitud que tiene con, por ejemplo, los motores eléctricos de diseño humano. Evolución e ingeniería llegaron, una millones de años después que la otra, a la misma solución.
Pues bien: desde hace dos años, en septiembre de 2013, se había publicado en la revista Science un fascinante artículo, con el cual me acabo de encontrar, en el que dos investigadores del Departamento de Zoología de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, Malcolm Burrows y Gregory Sutton, describen cómo el insecto saltarín Issus posee en sus patas traseras otro mecanismo que antes se creía exclusivo de las máquinas humanas: un par de engranes que le permiten brincar.
Durante un salto, los Issus en etapa juvenil –o de “ninfa”– pueden acelerar a una velocidad de 3.9 metros por segundo (14 kilómetros por hora) en sólo dos milisegundos (milésimas de segundo). Pero, debido a su anatomía, las patas tienen que moverse en una sincronía exacta, con una diferencia de no más de 30 microsegundos (millonésimas de segundo). De otro modo, el insecto saldría girando sin control, en un movimiento como de frisbee que en aviación se conoce como “guiñada”.
El problema es que para sincronizar ambas patas no basta el sistema nervioso de Issus. Sus nervios transmiten sus impulsos a una velocidad de un milisegundo: mil microsegundos. Demasiado lento. Lo que Burrows y Sutton hallaron fue que la evolución encontró una solución mecánica: los dos engranes de las patas encajan perfectamente y aseguran que, cuando una se mueve, la otra lo haga simultáneamente.
No he oído que los creacionistas aleguen que los engranes de las patas de Issus sean prueba de un diseño inteligente. Tampoco es que los ingenieros antiguos hayan copiado la idea de los engranes a partir de este insecto, común en los jardines europeos. Simplemente, el hallazgo confirma que el ingenio humano siempre parece ir un paso atrás de la evolución. Sí: quizá Orgel tenía razón.
[Haz clic aquí para ver un video del funcionamiento de los engranes de las patas de Issus, en cámara lenta]
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