Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de marzo de 2017
Publicado en Milenio Diario, 26 de marzo de 2017
Un eritrocito, una plaqueta y un leucocito vistos con microscopio electrónico de barrido y en colores falsos |
Y tenía toda la razón: la ciencia, a diferencia de otros sistemas de creencias, se basa en la continua búsqueda de nuevo conocimiento, acompañada del constante examen crítico del que ya se tiene. Es un poco como los sistemas de control de calidad en una empresa, con la diferencia de que éstos buscan mantener una calidad constante en el servicio o en la producción de bienes, mientras que en ciencia lo que se busca es el avance constante: la ciencia evoluciona.
En los años 90 del siglo pasado se puso de moda hablar de “el fin de la ciencia”: se consideraba que pronto ya no había misterios que descubrir en el mundo natural. No habría ya nuevos principios por hallar en la física o la química, ni fenómenos inesperados en biología. Sí nuevos planetas por descubrir, pero no nuevos continentes; quizá algunas nuevas especies animales y vegetales, de vez en cuando, pero no ya nada que cambiara de manera esencial las reglas del juego.
Este tipo de visión ya se ha presentado varias veces a lo largo de la historia. Por ejemplo a finales del siglo XIX, cuando se pensaba que la física newtoniana, junto con las leyes del electromagnetismo y algunos pocos principios más, nos daban ya una visión esencialmente completa del funcionamiento del universo. Poco después, la relatividad einsteniana y la mecánica cuántica darían al traste con tales delirios de grandeza.
Una de las áreas de la ciencia que parecen más sólidas y completas es la de la anatomía y fisiología humanas. Desde la escuela se nos enseñan las distintas partes (tejidos, órganos, sistemas) del cuerpo humano, junto con sus respectivas funciones. Y parecería que las entendemos cabalmente: que no hay ya misterios por descubrir.
Por eso es regocijante cuando se anuncian hallazgos como los publicados la semana pasada en la revista Nature: que tanto los pulmones como el cerebelo muy probablemente tienen funciones que hasta ahora no se habían sospechado, los primeros para fabricar las plaquetas, esas minúsculas células sanguíneas indispensables en el proceso de coagulación, y el segundo en la respuesta a recompensas.
Todos sabemos, desde la secundaria, que la función de los pulmones es oxigenar la sangre para permitir que los glóbulos rojos lleven ese oxígeno a todos los tejidos del cuerpo, y desechar el dióxido de carbono resultante del metabolismo. Lo que quizá no todo mundo sabe es que la formación de las células del tejido sanguíneo, tanto glóbulos rojos (eritrocitos) como leucocitos (glóbulos blancos) y plaquetas, tradicionalmente se asocia con otro tejido muy específico: la médula ósea. En ella, en el interior de los huesos –el tuétano, pues—, se hallan las células madre del tejido sanguíneo, que se multiplican y maduran para dar origen a las distintas células de la sangre.
Pues bien: un grupo de investigadores de la Universidad de California en San Francisco publicó su hallazgo de que una gran parte de las plaquetas son producidas –al menos en ratones– a partir de células progenitoras llamadas megacariocitos que se hallan en los pulmones. Estimaron que un 50% de todas la plaquetas del cuerpo –unos 10 millones por hora– son producidas en los pulmones. Pudieron descubrirlo mediante técnicas que permiten introducir en las células de los ratones un gen que produce fluorescencia y que se activa sólo en las plaquetas y sus células precursoras; así visualizaron la formación de las nuevas plaquetas directamente en el pulmón del animal vivo.
Por su parte, otro grupo de investigadores de la Universidad de Stanford, también en California, descubrieron algo que cambia el paradigma de que el cerebelo se ocupa sólo del control de funciones sensoriales y motoras de las que no somos conscientes, como el movimiento muscular y el equilibrio. Usando también métodos de visualización con células modificadas con proteínas fluorescentes hallaron que, en ratones entrenados para oprimir una palanca para recibir agua azucarada como recompensa, se activan células del cerebelo no sólo al oprimir la palanca, sino en respuesta a la gratificación posterior: algo que se pensaba sólo ocurría en el cerebro.
Ambos hallazgos se realizaron en ratones: habrá, por supuesto, que confirmar si se presentan también en otros mamíferos, incluidos los humanos. Pero ambos abren nuevas perspectivas respecto a la complejidad del cuerpo. Y ambos utilizaron técnicas novedosas que no existían hace sólo unos pocos años. ¿Qué nuevos descubrimientos haremos conforme la tecnología nos ofrezca nuevas maneras de explorar todo eso que hoy damos por ya conocido?
No cabe duda: parte importante del gozo de la ciencia es que siempre, siempre quedan nuevas cosas por descubrir.
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