Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de febrero de 2005
No sé a usted, pero a mí me saca un poco de onda hacer una cita y, al confirmar la hora, recibir como respuesta el consabido “si Dios quiere”. Siento que la persona quizá me deje plantado, dependiendo de los designios de un ser superior que, por definición, es inescrutable.
Desde luego, frases como “si Dios quiere”, “primero Dios”, “Dios mediante” y otras son simplemente parte de nuestra tradición popular, y rara vez implican un sentido literal. Pero hay excesos. Le presento tres casos.
Me topé con el primero siendo corrector de estilo de una revista científica. Un investigador presentaba sus excelentes resultados diciendo: “en el Instituto Fulano, y gracias a Dios, el doctor Mengano obtuvo la fase superconductora zutana”. Estará usted de acuerdo en que cada quien es libre de agradecer a quien quiera por el fruto de su trabajo, pero en este caso la presencia divina estaba, al menos, fuera de lugar.
Segundo caso: el pasado 9 de diciembre, la influyente revista científica Nature publicó un editorial titulado “Donde la teología sí importa”. Defendía que, ante la cada vez mayor influencia que tienen las instituciones religiosas, la comunidad científica debería hacer un esfuerzo por tomar en cuenta sus puntos de vista, sobre todo ante dilemas científico-éticos como los que plantean la clonación, la investigación con células precursoras obtenidas de embriones humanos y otras áreas de investigación biomédica. Se citaba la opinión de un sacerdote jesuita que al mismo tiempo es biólogo molecular en la Universidad de Georgetown, quien comentaba que, aunque desde un punto de vista científico todas las posibles vías de investigación usando embriones humanos deberían explorarse simultáneamente y sin demora, en vista de sus posibles beneficios, quizá desde la visión religiosa esta conclusión no fuera aceptable.
La polémica, naturalmente, no se hizo esperar. En el número del pasado 10 de febrero, una carta criticaba el editorial, con el argumento de que los sacerdotes, rabinos y demás religiosos no tienen mayores credenciales para opinar en temas bioéticos que su “creencia en una entidad paranormal que creó el universo y todo lo que contiene”. “¿Aceptarían ustedes consejos en cuestiones fundamentales de alguien que insistiera en creer que Santa Clos es real?”, se preguntaba el indignado corresponsal.
Aunque se trata de una posición extrema –lo cual, como se sabe, siempre es peligroso–, es difícil no concordar hasta cierto punto con la queja. No por falta de respeto por las creencias religiosas de cada quien, sino porque se están mezclando dos ámbitos que no tienen por qué confundirse. Ampliemos el comentario, antes de pasar al tercer caso.
El desacuerdo fundamental, que surge siempre que científicos y religiosos polemizan sobre alguna cuestión, se encuentra en sus respectivas visiones del mundo. Toda religión se basa en algún tipo de creencia en entidades trascendentes que están más allá del universo físico (sean éstas dioses, almas, espíritus, ángeles o cosas más abstractas como “el karma” o las vibraciones cósmicas). Aceptan, por tanto, la existencia de una realidad sobrenatural (en el sentido de que se halla más allá de lo natural) que puede, de algún modo, influir en el mundo natural (es decir, el prosaico y cotidiano universo físico). En algunos casos, se acepta la posibilidad de intervenciones divinas que causan rupturas de las leyes naturales: milagros.
Por el contrario, la visión científica del mundo es fundamentalmente naturalista, pues rechaza de entrada la existencia (o al menos, la influencia en nuestra realidad, que para efectos prácticos es lo mismo) de entidades sobrenaturales. Quizá exista Dios (o Alá, Brahma o Huitzilopochtli), pero la ciencia no tiene necesidad de tal hipótesis.
Más aún: suponer que el mundo natural puede ser influido sobrenaturalmente impediría la existencia misma de la ciencia, pues el resultado de un experimento o un estudio epidemiológico podría ser objeto de estas influencias. ¿Qué caso tendría hacer experimento para intentar hallar regularidades de la naturaleza? Jacques Monod, uno de los padres de la biología molecular, expresó lo mismo por medio de su “principio de objetividad”, que exige al científico suponer que detrás del mundo natural no hay un proyecto, un objetivo (ni, por tanto, una inteligencia superior).
Sirva todo esto de preámbulo para presentar el tercer caso. Como usted sabe, en diciembre y enero, por falta de mantenimiento de los ductos de PEMEX, hubo varios derrames de petróleo en Veracruz, con graves consecuencias ambientales e incluso legales.
Por ello, al ver en el diario Reforma (11 de febrero) una foto cuyo pie reza: “El gobernador de Veracruz estuvo ayer en la reinauguración de la planta Fenoles y Fertilizantes de México. Acompañaron al mandatario el gobernador de Colima y el cardenal Juan Sandoval Iñiguez, quien bendijo las instalaciones, ritual con el que las autoridades esperan que se frenen los derrames”, me di cuenta de que una de las principales industrias de nuestro país está manejada por personas que buscan en el pensamiento mágico-religioso las respuestas que, en una sociedad bien educada, debieran buscarse en la ciencia y la técnica.
Al césar lo que es del césar, pero una nación que no sabe para qué sirve la ciencia está condenada al tercermundismo. ¡Dios no lo quiera!
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