miércoles, 30 de noviembre de 2005

Inteligencia microbiana

La ciencia por gusto -
Martín Bonfil Olivera

Inteligencia microbiana
30-noviembre-05

La definición de inteligencia ha ocupado a los filósofos durante largo tiempo. Después de todo, en la concepción tradicional, es nuestra inteligencia (o nuestra racionalidad, concepto muy relacionado) lo que nos distingue de los demás animales y nos define como especie.

Sin embargo, en las últimas décadas el concepto de inteligencia se ha ido haciendo más flexible; se ha relativizado. Si consideramos a la inteligencia como la capacidad para resolver problemas (una definición práctica), tendremos que aceptar que la presentan muchas otras especies de seres vivos, cuya gama abarca los cinco reinos, desde bacterias hasta plantas y animales, pasando por protozoarios y hongos.

Hay de problemas a problemas, claro: no es lo mismo resolver una ecuación de segundo grado que simplemente tener la capacidad de encontrar alimento. En un sentido puramente biológico (punto de vista adecuado para la casi totalidad de las especies existentes, excepto unos cuantos monos antropoides, incluyendo al ser humano), el único problema que tienen que resolver los seres vivos es el de asegurar su propia supervivencia y la de sus descendientes. Y para resolverlo, cualquier recurso vale, con tal de que funcione.

¿Es siempre necesaria la inteligencia para resolver un problema? No: si consideramos un problema sencillo, con sólo dos respuestas, esperaríamos que, con sólo reaccionar al azar, un organismo fuera capaz de encontrar la respuesta correcta un 50% de las veces, y no por eso lo llamaríamos “inteligente”. Reservaríamos el adjetivo para el que lograra mejorar significativamente este porcentaje de aciertos.

Pero la pregunta esconde una falacia: en realidad, no es que se necesite inteligencia para resolver problemas, sino que llamamos inteligencia a cualquier cosa que permita resolverlos.

Un caso interesante son las bacterias de nado libre. Si en su medio hay alguna sustancia alimenticia, la detectan y nadan hacia ella. Si la sustancia es nociva, se alejan. Un comportamiento perfectamente adecuado, simple pero “inteligente”: favorece su supervivencia. Y sin embargo, ¿cómo decide la bacteria (formada, como todas las bacterias, por una sola célula) si debe acercarse o alejarse de la sustancia? Si las bacterias no tienen cerebro ni sistema nervioso, ¿en qué lugar de la célula se toma la decisión?

La respuesta es que no hay tal decisión. El comportamiento se explica como sigue:

Las bacterias nadan gracias a estructuras llamadas “flagelos”: largos filamentos que rotan como hélices, impulsando a la célula hacia delante. (Su rotación es posible gracias a los minúsculos nanomotores que tienen en su base; son el único ejemplo de rueda en la naturaleza).

Las bacterias suelen tener varios flagelos, y todos giran en la misma dirección. Pero el giro es reversible: si giran en un sentido, forman una especie de trenza que impulsa a la bacteria en línea recta. Si giran en el sentido opuesto, la trenza se desordena y la célula comienza a dar tumbos sin ton ni son.

El mecanismo que controla el giro de los flagelos está conectado a proteínas de la membrana de la bacteria, capaces de detectar la presencia de nutrientes. Si estos detectores reciben el impacto de moléculas de alimento, los flagelos giran produciendo nado en línea recta, y esto se mantiene mientras la frecuencia de impactos aumente o se mantenga constante. Pero si la frecuencia de impactos nutritivos disminuye, los detectores envían una señal que invierte el giro de los motores flagelares, con lo que la bacteria comienza a dar tumbos hasta que, por azar, acierta a nadar en una dirección que nuevamente la acerca a la fuente de nutrientes.

¿Resultado? La bacteria va probando varias direcciones hasta “atinarle” a la que la acerca al alimento. Y sin embargo, este comportamiento aparentemente inteligente es resultado sólo de un mecanismo de retroalimentación molecular, carente de inteligencia.

El ejemplo quizá es demasiado elemental, pero es también muestra que cualidades como la inteligencia pueden ser propiedades emergentes que surgen de la organización de elementos más sencillos. Mediante un razonamiento similar, aunque mucho más complejo, los neurobiólogos tratan de explicar no sólo la inteligencia humana, sino cómo las neuronas de nuestro cerebro, carentes de conciencia, logran producir el fenómeno maravilloso del “yo” que todos percibimos como nuestra esencia.

mbonfil@servidor.unam.mx

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